4: Hermanos de armas

CUATRO

Hermanos de armas

Un viento frío soplaba sobre las laderas cubiertas de hierba de la Colina de los Guerreros y Ravenna se ciñó la capa verde con más fuerza alrededor del cuerpo mientras observaba cómo la serpenteante columna de guerreros se acercaba desde Reikdorf. Sigmar iba a la cabeza del cortejo, vestido con su reluciente armadura de bronce y su yelmo de hierro. El rey caminaba a su lado, seguidos de Pendrag y Alfgeir; el primero llevaba el estandarte de Sigmar y Alfgeir, el del rey.

Guerreros con armadura transportaban a su hermano en un féretro de escudos. Su estandarte verde cubría su forma yacente, y Ravenna sintió un frío nudo de dolor en la garganta al ver el cuerpo de su hermano.

Gerreon se encontraba a su izquierda, rígido y tenso a medida que la procesión se acercaba. La joven le dedicó una rápida mirada. Las atractivas facciones de su hermano parecían talladas en piedra. Vestía su mejor túnica de lana escarlata y se había quitado el cabestrillo del brazo izquierdo. Llevaba la espada a la cintura y la mano buena apoyada sobre el pomo.

Ravenna alargó el brazo y deslizó su mano dentro de la de él. Su hermano frunció el entrecejo ante el gesto, pero se relajó al ver el dolor en los ojos de la joven.

—No te preocupes, hermana —le aseguró—. No voy a cometer ninguna tontería.

—No pensaba que lo fueras a hacer —mintió ella.

Gerreon le apretó la mano y volvió a dirigir la mirada hacia los hombres que se aproximaban, que ya se encontraban a mitad de la colina. Ravenna observó mientras los guerreros dejaban atrás la tumba de Dregor Melenaroja; tanto Sigmar como su padre le hicieron una reverencia a su antepasado al pasar.

El padre del rey ya llevaba muerto mucho tiempo cuando Ravenna nació, pero sus historias habían emocionado a muchos niños del poblado a lo largo de los años y sus hazañas heroicas se conocían a lo largo y ancho de las tierras de los umberógenos.

Por fin, el cortejo fúnebre de su hermano subió el serpenteante sendero hasta el lugar reservado para Trinovantes, un túmulo tallado en la ladera de la colina y enmarcado por altas columnas de piedra desgastada. Como uno de los guardianes del Salón del Rey, Trinovantes tenía derecho a tal honor en su última morada, en una repisa de piedra junto a su padre. Una pesada roca se encontraba a un lado, una línea embarrada señalaba por dónde la habían hecho rodar como parte de los preparativos para el sepelio de su hermano.

El rey Björn se detuvo ante la abertura del túmulo y Sigmar les dedicó a ella y a su hermano un solemne saludo con la cabeza. Durante largos momentos, nadie se movió y el suspiro del viento alrededor de la ladera fue el único sonido, un lastimero alarido que expresó los sentimientos de aquellos presentes con más elocuencia de lo que nadie podría lograr con palabras.

Por fin, el rey Björn dio un paso hacia el túmulo y se puso de rodillas con la cabeza inclinada junto a la entrada en sombras. Su capa de color azul intenso se agitaba al viento y la corona de bronce que descansaba sobre su frente brillaba con el sol de la tarde.

—Un guerrero es enterrado en la tierra que luchó por proteger —dijo el rey—. Se llamaba Trinovantes y murió como un héroe, con su acero manchado con la sangre de sus enemigos y todas sus heridas en el frente. Acéptalo, poderoso Ulric, y concédele una bienvenida digna.

El rey sacó un cuchillo de bronce y se cortó la palma con la hoja. Cerró el puño y dejó que las gotitas de sangre salpicaran el suelo ante la negra abertura de la tumba.

—Te ofrezco la sangre de reyes —continuó Björn— y el honor de sus hermanos de armas.

Sigmar guió a los guerreros que transportaban a Trinovantes más allá del rey y se agachó mientras los conducía hacia la oscuridad con olor a moho. Ravenna sintió que la mano de Gerreon se tensaba en la suya, pero no apartó la mirada de la imagen del cuerpo de su hermano mientras lo llevaban dentro.

Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al oír el chirrido del metal y las palabras en voz baja que surgían de la tumba. Por fin, los guerreros con armadura salieron a la luz y se apostaron detrás del rey llevando los escudos con orgullo. Al final, Sigmar abandonó la tumba de su hermano sosteniendo el escudo de Trinovantes ante él como si fuera una fuente. El cuero que cubría la madera estaba rajado y faltaban varios tachones de latón alrededor del borde.

Sigmar caminó despacio hacia ellos, su rostro era una máscara de angustia, y la joven lo compadeció incluso mientras lloraba su propia pérdida. Sintió que Gerreon se tensaba a su lado cuando Sigmar levantó el escudo y se lo ofreció a su hermano.

—Trinovantes era el hombre más valiente que he conocido —dijo Sigmar—. Éste es su escudo y ahora pasa a ti, Gerreon. Llévalo con orgullo y gana honor con él como lo hizo tu hermano.

—¿Honor? —soltó Gerreon— ¿Enviado a la muerte por un amigo? ¿Dónde está el honor en eso?

Sigmar no mostró ningún indicio externo de enfado, pero Ravenna pudo ver la furia ardiente nacida de la pena tras sus ojos. El hijo del rey continuó ofreciéndole el escudo y Ravenna soltó la mano de su hermano para que pudiera cogerlo.

—Era mi amigo, Gerreon —añadió Sigmar—. Lloro su muerte al igual que tú. Sí, yo le di la orden que condujo a su muerte, pero así es la guerra. Hombres buenos mueren y honramos su sacrificio siguiendo adelante y conservando su recuerdo.

Ravenna deseó con todas sus fuerzas que Gerreon tomara el escudo de Trinovantes, pero su hermano parecía decidido a saborear el enfrentamiento cargado de furia y se negaba tercamente a recibir el escudo de manos de Sigmar.

Los dos hombres se miraban fijamente a los ojos y Ravenna quiso gritar de frustración. En lugar de eso, levantó la mano, cogió el escudo de su hermano e inclinó la cabeza ante Sigmar mientras se lo deslizaba en el brazo y lo sostenía delante de ella.

Sigmar bajó la mirada sorprendido cuando ella cargó con el escudo de Trinovantes, pero Ravenna pudo comprobar que su enfado disminuía y en sus ojos aparecía una luz de comprensión.

—Gracias —dijo Ravenna con voz fuerte y orgullosa a pesar de su dolor—. Sé que querías mucho a nuestro hermano y él también te quería a ti.

—Era mi hermano de armas y nunca lo olvidaré —respondió Sigmar.

—No —estuvo de acuerdo Ravenna—, nunca lo olvidaremos.

Gerreon permaneció inmóvil, pero una vez aceptado el escudo, Sigmar se apartó y volvió a situarse al lado de Pendrag y el estandarte carmesí que se sacudía y mecía con el viento.

El rey se puso en pie y fulminó a Gerreon con la mirada, pero no dijo nada mientras ocupaba su lugar junto a su paladín. Entonces Sigmar y Wolfgart dieron un paso al frente para colocarse junto a la roca que cubriría la entrada a la última morada de su hermano. Pendrag le pasó el estandarte de Sigmar a otro guerrero y se unió a sus hermanos de armas.

Apoyaron los hombros contra la roca e hicieron fuerza, los músculos de las piernas se les tensaron mientras luchaban contra el peso de la roca. Ravenna pensó que no podrían moverla, pero ésta comenzó a desplazarse, despacio al principio y luego con más facilidad a medida que adquiría impulso.

Por fin, la roca rodó frente a la entrada y Ravenna cerró los ojos cuando encajó en su sitio de golpe con un ruido seco y una atroz irrevocabilidad.

* * *

La noche iba cayendo mientras Björn aguardaba sentado en una roca con la mirada fija en la tumba de Trinovantes, el saco que contenía el corazón de toro se encontraba en el suelo a su lado. Estaba impaciente y la pequeña hoguera situada delante de la tumba no hacía nada por disipar el viento frío que le robaba el calor como un ladrón. Esta parte de los ritos fúnebres siempre lo ponía nervioso a pesar de ser algo necesario, pero como rey le correspondía a él llevarla a cabo.

Levantó la mirada hacia las estrellas que iban apareciendo lentamente mientras aguardaba la llegada de la otra persona, las veía como tenues puntos de luz en el cielo oscuro. Eoforth decía que eran agujeros en el mundo mortal, al otro lado de los cuales se encontraba la morada de los dioses, desde donde observaban a la raza de los hombres. Björn no sabía si eso era cierto, pero sonaba bien, y estaba preparado para inclinarse ante la sabiduría de su consejero.

Apartó los ojos de las estrellas al oír unas pisadas suaves procedentes del otro lado de la colina y su mano se acercó rápidamente al mango de Segadora de Almas. No podía ver nada en medio de la penumbra, pues el anochecer era un momento de sombras y fantasmas y su vista ya no era tan buena como lo había sido en su juventud.

—Que la paz sea contigo, Björn —dijo una voz queda aunque potente—. No deseo hacerte daño esta noche.

Una mujer encorvada y envuelta en una túnica negra salió de detrás del montículo de la tumba, pero Björn no soltó el arma al verla. La mujer caminaba con la ayuda de un bastón nudoso y tenía el cabello blanco como la piel de un demonio de la bruma.

La comparación lo puso nervioso, pero se levantó para enfrentarse a ella, decidido a no mostrar ninguna emoción ante la hechicera del Brackenwalsch.

—¿Traes la ofrenda para el dios de los muertos? —preguntó la mujer.

Tenía un rostro antiguo y arrugado; sin embargo, sus ojos eran como los de una doncella, brillantes y llenos de picardía.

—Así es —contestó Björn, agachándose para coger el saco del suelo.

—¿Te inquieta algo, Björn? —inquirió la mujer.

—Tu gente siempre me inquieta —fue la respuesta.

—¿Mi gente? —dijo con desdén la anciana—. Fue mi gente la que te protegió cuando la peste llegó a tus tierras. Fue mi gente la que te advirtió acerca de la gran bestia de las colinas Aullantes. Gracias a mí, tú has prosperado y los umberógenos se cuentan ahora entre las tribus más poderosas del oeste.

—Todo eso es cierto —reconoció Björn—, pero no cambia el hecho de que creo que la oscuridad te envuelve como si fuera una capa. Posees poderes fuera del alcance de los hombres mortales.

La hechicera se rió con un sonido penetrante y seco.

—¿Te preocupa que mis poderes estén fuera del alcance de los mortales o de los hombres?

—Ambos —admitió Björn.

—Por lo menos eres sincero —dijo la hechicera mientras se ponía de cuclillas delante de la tumba—. De prisa, trae el corazón.

Björn le lanzó el saco a la mujer, que lo cogió antes de que cayera al suelo y lo vació en la hoguera. El corazón comenzó a chisporrotear rápidamente y el olor acre a carne quemándose se alzó mientras comenzaba a arder. El órgano crepitante escupía grasa y sangre mientras se ahumaba y Björn sintió que se le hacía la boca agua por el olor.

—El dios de los muertos también es el dios de los sueños —comentó la bruja—. Les envía visiones en sueños a aquellos que guían a las almas de los difuntos a su reino.

Björn no contestó, pues no deseaba discutir con esta hechicera de cosas muertas. La mujer levantó la mirada hacia él.

—¿Quieres que te hable de mis sueños?

—No —repuso el rey—. ¿Qué podrías soñar que yo quisiera saber?

La hechicera se encogió de hombros mientras removía el corazón entre el calor del fuego. La superficie del órgano estaba ennegrecida y se apergaminaba a medida que las llamas lo consumían.

—Los sueños son la puerta al futuro —explicó la mujer—. Vanidad, orgullo y coraje no son protección contra el señor de los muertos, y todos viajan a su reino tarde o temprano.

—¿El ritual ha acabado ya? —quiso saber Björn, irritado por la cháchara de la bruja.

—Casi —contestó—, pero tú más que nadie deberías saber que no se debe correr en una ofrenda a los dioses.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Björn, irguiéndose sobre la bruja—. ¡Malditos acertijos! ¡Habla con claridad!

La mujer alzó la mirada y el rey sintió que una mano helada le aprisionaba el corazón con tanta seguridad como las llamas se había apoderado del corazón de toro. La luz del fuego se reflejó en los ojos de la hechicera y el calor de las llamas se desvaneció por completo.

El viento frío aulló y la capa de Björn se hinchó a su alrededor como si fuera una criatura viva. Miró hacia arriba y vio que el cielo estaba negro y sin estrellas y que la luz de los dioses se había oscurecido. Nunca se había sentido tan solo en toda su vida.

—Te encuentras al borde de un abismo, rey Björn —dijo la hechicera entre dientes, su voz hendía la quietud de la noche como un cuchillo—, así que escucha bien lo que digo. El Hijo del Trueno está en peligro, pues los poderes de la oscuridad avanzan contra él, aunque él no lo sepa. Si vive, la raza de los hombres alcanzará la gloria y el dominio de la tierra, el mar y el cielo, pero si falla, el mundo terminará en sangre y fuego.

—¿El Hijo del Trueno? —preguntó Björn, apartando la mirada del cielo sin vida—. ¿De qué estás hablando?

—Hablo de una época lejana, más allá del lapso de tu vida y la mía.

—Si estaré muerto, ¿por qué me habría de importar?

—Eres un gran guerrero y un buen hombre, rey Björn, pero aquel que vendrá después de ti será el guerrero más grande de esta era.

—¿Mi hijo? —inquirió Björn—. ¿Hablas de Sigmar?

—Sí—asintió la bruja—, hablo de Sigmar. Se encuentra en el umbral de la Puerta de Morr y el dios de los muertos conoce su nombre.

El miedo atenazó el corazón de Björn. Le habían arrebatado a su esposa en una noche de sangre, y enterarse de que podría sobrevivir a su hijo suponía que su mayor temor se hiciera realidad.

—¿Puedes salvarlo? —suplicó Björn.

—No —contestó la bruja—. Sólo tú puedes hacerlo.

—¿Cómo?

—Haciéndome una promesa sagrada cuando te lo pida —dijo la mujer, cogiéndole la mano.

—¡Pídelo! —exclamó el rey—. Juraré cualquier cosa que pidas.

La hechicera negó con la cabeza y el viento disminuyó a medida que las estrellas comenzaban a brillar una vez más.

—Aún no te lo pido, Björn, pero estate preparado para cuando lo haga.

El rey de los umberógenos hizo un gesto de asentimiento con la cabeza mientras se apartaba de la bruja. Recorrió la ladera con la mirada y vio que el cielo había recuperado su habitual color crepuscular. Soltó un angustiado suspiro y se volvió otra vez hacia la tumba de Trinovantes.

La hoguera se había apagado y el corazón había quedado reducido a cenizas arrastradas por el viento.

La hechicera había desaparecido.

* * *

Sigmar observó cómo el diminuto resplandor que titilaba en la Colina de los Guerreros se apagaba e inclinó la cabeza, pues supo que el último de los ritos fúnebres por su amigo había concluido. No podía distinguir a su padre en la ladera, pero estaba seguro de que no desatendería su deber para con los muertos.

Un escalofrío recorrió a Sigmar, que dirigió la mirada hacia el oeste y el sol poniente. Pronto habría oscurecido y ya podía ver a los centinelas de la muralla encendiendo los braseros cubiertos que iluminaban el terreno abierto ante los muros de Reikdorf.

La noche era un momento que había que temer, ya que los monstruos que vivían en el bosque y las montañas reclamaban el dominio de la tierra entre sus sombras.

«Nunca más —pensó Sigmar—, pues ahora es el momento de los hombres.»

—Haré que la oscuridad retroceda —susurró, colocando la mano en la pesada piedra cuadrada que se encontraba en el centro del poblado.

La rugosa superficie de la piedra era roja y estriada con finas línea doradas, no se parecía a nada que hubiera al oeste de las montañas.

Los últimos rayos del sol habían calentado la superficie y Sigmar notó una agradable sensación procedente de la piedra, como si ésta estuviera de acuerdo con su sentir. Levantó la mirada al oír pasos que se aproximaban.

Wolfgart y Pendrag, aún vestidos con la armadura de bronce, atravesaban la ciudad dando grandes zancadas, con las cabezas bien altas y orgullosas. Sigmar sonrió al verlos, sintiendo una afinidad con estos valientes que habían combatido y sangrado a su lado.

—Bueno, ¿de qué va todo esto? —preguntó Wolfgart—. Hay mucho que beber y muchas mujeres que aún quieren darnos la bienvenida como es debido.

Sigmar, que estaba en cuclillas, se puso en pie.

—Gracias por venir, amigos —les dijo.

—¿Todo va bien? —quiso saber Pendrag, captando un matiz en su tono.

Sigmar asintió con la cabeza y se agachó junto a la piedra roja.

—¿Sabéis qué es esto?

—Por supuesto —contestó Wolfgart mientras se arrodillaba a su lado.

—Es la Piedra de Juramentos —añadió Pendrag.

—Sí—asintió Sigmar—. La Piedra de Juramentos, traída desde las lejanas tierras del este por los primeros jefes de los umberógenos y plantada en la tierra cuando se establecieron aquí.

—¿Y qué? —inquirió Wolfgart.

—La ciudad de Reikdorf se construyó alrededor de esta piedra y su gente ha prosperado, la tierra se ha abierto a nosotros y nos ha devuelto nuestros cuidados multiplicados por diez —continuó Sigmar, colocando la mano sobre la piedra—. Cuando un hombre le hace una promesa de matrimonio a una mujer, sus manos se atan aquí. Cuando un nuevo rey jura guiar a su gente, su juramento se presta aquí, y cuando los guerreros hacen juramentos de sangre, su sangre cae sobre esta piedra.

—Bueno —comenzó Pendrag—, tú no eres rey todavía y supongo que no tienes planeado casarte con ninguno de nosotros, ¿no?

—¡Más le vale que no! —exclamó Wolfgart—. De todas formas, es demasiado flaco para mi gusto.

Sigmar negó con la cabeza.

—Tienes razón, Pendrag. Os he traído a este lugar porque quiero que los dos recordéis lo que ocurra aquí. Logramos una gran victoria en Astofen, pero eso sólo es el principio.

—¿El principio de qué? —preguntó Wolfgart.

—De nosotros —contestó Sigmar.

—Puede que te equivocaras, Pendrag —comentó Wolfgart—. Puede que sí quiera casarse con nosotros.

—Dijo «nosotros» en el sentido de la raza de los hombres —explicó Sigmar—. Astofen sólo fue el principio, pero veo algo más grande para nosotros. Durante todo el año, las bestias del bosque atacan nuestros asentamientos y los pieles verdes procedentes de las montañas nos acosan; sin embargo, seguimos luchando entre nosotros. Los teutógenos y los turingios asaltan nuestras tierras septentrionales y los merógenos nuestros asentamientos del sur. Los norses y los udoses están en un estado de guerra constante, y los jutones y los endalos llevan peleándose más tiempo de lo que nadie puede recordar.

Wolfgart se encogió de hombros.

—Siempre ha sido así.

Pendrag asintió con la cabeza y añadió:

—Los hombres siempre lucharán entre ellos. Los fuertes les quitan a los débiles y los poderosos siempre quieren más poder.

—Ya no —aseguró Sigmar—. Aquí haremos un juramento para poner fin a las guerras entre las tribus. Si alguna vez vamos a llegar a más, a hacer más que sencillamente sobrevivir, entonces debemos estar unidos con una meta común.

Sigmar se sacó a Ghal-maraz del cinto y lo colocó sobre la Piedra de Juramentos.

—El día de mi sino, caminé entre las tumbas de mis antepasados y vi nuestra tierra dispuesta ante mí. Vi los bosques en constante expansión y ciudades aisladas en su interior, como islas en un mar oscuro. Vi la fortaleza de los hombres, pero también vi debilidad y miedo mientras la gente se apiñaba tras altos muros que los separaban a unos de otros. Sentí los celos y la desconfianza que siempre serán nuestra perdición ante enemigos más fuertes. Tengo una gran visión de un poderoso imperio de hombres, de una tierra gobernada con justicia y fuerza; pero si alguna vez vamos a poder hacer realidad esa visión, debemos dejar atrás tales nimiedades.

—Un noble objetivo —dijo Pendrag.

—Pero uno que merece la pena.

—Merece la pena, sí —apuntó Wolfgart—, pero es imposible. Las tribus viven para la guerra y el combate, siempre han peleado y siempre lo harán.

Sigmar negó con la cabeza y le puso la mano a Wolfgart en el hombro.

—Te equivocas, amigo. Juntos podemos comenzar algo magnífico.

—¿Juntos? —preguntó Wolfgart.

—Sí, juntos —repitió Sigmar, apoyando la mano en la cabeza de su poderoso martillo de guerra—. No puedo hacer esto solo, necesito a mis hermanos de armas a mi lado. Jurad conmigo, amigos. Jurad que todo lo que hagamos de hoy en adelante será al servicio de esa visión de un imperio de los hombres unidos.

Wolfgart y Pendrag se miraron como si pensaran que estaba loco, pero Pendrag se volvió hacia él y sonrió.

—¿Este juramento requerirá sangre? Todos hemos derramado bastante en los últimos días.

—No, amigo mío —le aseguró Sigmar—. La sangre es para Ulric. Vuestra palabra bastará.

—Entonces la tienes.

Pendrag asintió con la cabeza mientras colocaba la mano sobre el mango del martillo de guerra.

—¿Wolfgart?

Su amigo sacudió la cabeza con una sonrisa.

—Los dos estáis locos, pero es una locura magnífica, así que contad conmigo.

Wolfgart puso la mano sobre Ghal-maraz y Sigmar dijo:

—Juro por todos los dioses de la tierra y sobre esta poderosa arma que no descansaré hasta que todas las tribus de los hombres estén unidas y sean fuertes.

—Yo también lo juro —añadió Pendrag.

—Y yo —dijo Wolfgart.

El corazón de Sigmar se hinchió de orgullo al mirar a sus hermanos de armas a los ojos y ver la fuerza de su fe en él. Wolfgart asintió con la cabeza y comentó:

—¿Y ahora qué? ¿Quieres que los tres marchemos a conquistar el mundo esta noche? Lo veo difícil.

—Nosotros tres sólo somos el principio —prometió Sigmar—, pero habrá más.

—Muchos no querrán recorrer este camino con nosotros —le advirtió Pendrag—. No forjaremos este imperio tuyo sin derramamiento de sangre.

—Será un camino largo y difícil —reconoció Sigmar—, pero creo que hay algunas cosas por las que vale la pena luchar.

Wolfgart levantó la vista de la Piedra de Juramentos y comentó:

—Sí, creo que tal vez tengas razón.

Sigmar siguió la mirada de su hermano de armas y el corazón le latió un poco más rápido al ver a Ravenna de pie al borde de la plaza. Iba envuelta en un chal verde, apretado con fuerza alrededor del cuerpo, y llevaba el cabello negro suelto sobre los hombros. Sigmar nunca la había visto más hermosa.

Se volvió de nuevo hacia sus amigos debatiéndose entre la solemnidad del juramento que acababan de hacer y el deseo de ir con Ravenna.

—Vamos —lo animó Pendrag—. Serías un tonto si no lo hicieras.

* * *

Caminaron hasta el río y contemplaron el sol mientras el último rayo de luz se deslizaba más allá del horizonte. La oscuridad se iba aproximando desde el este y el susurro metálico de la armadura de los centinelas y el chapoteo del río eran lo único que rompía el silencio del mundo.

Ravenna no había dicho nada mientras él se acercaba y luego habían caminado en amigable silencio hacia el río. Las oscuras aguas pasaban arremolinándose como si fueran brea fluyendo a toda velocidad. Sigmar se sentía incómodo con la armadura, cada paso que daba era ruidoso y torpe comparado con la elegancia del porte de la joven.

Dejaron atrás los botes varados en las orillas del río y los secaderos hasta llegar a un pequeño malecón donde se habían clavado altos troncos para reforzar las orillas. Ravenna subió al malecón, fue hasta el final y se quedó mirando las aguas del Reik mientras fluían hacia la costa, allá al oeste.

—A Trinovantes le encantaba nadar en el río —comentó Ravenna.

—Lo recuerdo —contestó Sigmar—. Era el único lo bastante fuerte para nadar hasta el otro lado. La corriente arrastraba a todos los demás río abajo y tenían que regresar caminando a Reikdorf.

—¿Incluso tú?

—Incluso yo —sonrió Sigmar.

—Lo echo de menos.

—Todos lo echamos de menos —le aseguró Sigmar—. Ojalá hubiera algo que pudiera decir que atenuara el dolor de su muerte.

La joven negó con la cabeza.

—No hay palabras que puedan lograr eso, Sigmar. Ni yo querría que lo hicieran.

—Eso no tiene sentido —repuso él—. ¿Por qué aferrarse al dolor?

—Porque sin él podría olvidarme de Trinovantes —contestó—. Sin dolor podría olvidarme de que fueron la guerra y hombres como tú lo que hicieron que lo mataran.

—Me culpas de su muerte —dijo Signar.

Ravenna le dio la espalda y los últimos rayos de sol brillaron en su cabello como cobre fundido.

—Un orco atravesó a mi hermano con esa lanza, no tú. No te culpo de su muerte, pero detesto que necesitemos hombres como tú y mi hermano para protegernos del mundo. Detesto que tengamos que construir muros tras los que ocultarnos y fabricar espadas para luchar contra nuestros enemigos.

Sigmar alargó la mano y le tocó el hombro.

—El mundo es un lugar oscuro, Ravenna, y sin guerreros y espadas todos estaríamos muertos.

—Ya lo sé —respondió ella—. No soy una ingenua. Comprendo la necesidad de guerreros, pero no tiene que gustarme, no cuando se lleva a mi hermano de mi lado, no cuando podría arrancarte a ti de mi lado.

Sigmar soltó una carcajada.

—Yo no voy a ir a ninguna parte.

Ravenna se volvió de nuevo hacia él y la risa murió en su garganta al ver las lágrimas que brotaban de los ojos de la joven.

—Eres un guerrero y el hijo de un rey —comenzó Ravenna—. Tu vida está destinada a la batalla. Es poco probable que mueras de viejo en tu cama.

—Lo siento —dijo, alargando los brazos hacia ella.

Ravenna cayó en sus brazos y lloró por su hermano ahora que los ritos habían concluido. Ya había sido fuerte el tiempo suficiente. Permanecieron juntos a la orilla del río mientras el sol se hundía bajo el horizonte y las estrellas salían por fin en todo su esplendor. La noche estaba totalmente despejada y, al levantar la mirada hacia las constelaciones, Sigmar pudo ver el Gran Lobo, la Lanza Mirmidiona y las Escamas de Verena brillando contra la oscuridad.

Había más, pero no quiso moverse y estropear este momento para mirarlas. Ravenna lloró por el hermano que había perdido durante muchos minutos y Sigmar simplemente la abrazó, pues sabía que intentar hablar sería importunarla en su dolor. Por fin sus lágrimas se detuvieron y la joven levantó la vista hacia él, con los ojos hinchados pero tan fuerte como cuando había cogido el escudo de Trinovantes de sus manos en la Colina de los Guerreros.

—Gracias —dijo mientras se secaba los ojos con el borde del chal.

—No he hecho nada.

—Sí, sí lo has hecho.

Desconcertado por el significado de sus palabras, Sigmar no dijo nada hasta que al final ella se soltó y volvió a rodearse el cuerpo con los brazos.

—Parecía algo serio —comentó de pronto, desviando la conversación de su hermano—. Quiero decir con Wolfgart y Pendrag.

Sigmar vaciló antes de responder.

—Estábamos haciendo un juramento —dijo al final.

—¿Un juramento? ¿Qué clase de juramento?

Sigmar se preguntó si debía contárselo, pero entonces vio de inmediato que si su sueño de un imperio unido iba a hacerse realidad, necesitaría tomar forma en los corazones y mentes de la gente. Una idea era algo poderoso y se propagaría más rápido de lo que ningún ejército podría avanzar.

—Para ponerle fin a la guerra —explicó—, para unir a las tribus y forjar un imperio que pueda hacer frente a las criaturas de la oscuridad.

Ravenna asintió con la cabeza.

—¿Y quién gobernaría este imperio? —preguntó.

—Nosotros —contestó—, los umberógenos.

—Quieres decir tú.

Sigmar hizo un gesto afirmativo.

—¿Eso sería tan malo?

—No, porque tienes un corazón bueno, Sigmar. Lo creo de verdad. Si alguna vez levantas ese imperio, será un lugar de justicia y fuerza.

—¿Si lo levanto? ¿No crees que pueda hacerlo?

—Si alguien puede lograrlo, eres tú —le aseguró mientras daba un paso al frente y le cogía la mano—. Sólo prométeme una cosa.

—Lo que sea.

—Ten cuidado —le advirtió—. No sabes lo que voy a pedir.

—No importa —respondió—. Tus deseos son órdenes.

Ravenna alzó la mano libre y le acarició la mejilla.

—Eres un encanto.

—Lo digo en serio —repitió Sigmar—. Pide y lo prometeré.

—En ese caso, prométeme que las guerras acabarán algún día —dijo Ravenna, mirándolo directamente a los ojos—. Cuando hayas logrado todo lo que te propongas, depon tus armas y déjalo todo atrás.

—Lo prometo —contestó sin dudar.