3: La cuota de Morr

TRES

La cuota de Morr

Desde su posición ventajosa en las colinas que rodeaban Reikdorf, Ravenna pensó que la vista hacia el sur era bastante hermosa y, por un momento, casi logró olvidarse de que los jóvenes de su poblado habían ido allí a luchar y morir contra los pieles verdes.

Por debajo de ella, Reikdorf se alzaba en las llanuras embarradas que se extendían desde los márgenes del río, achaparrado y feo, pero de todas formas era su hogar. La alta empalizada de madera parecía desnuda sin el habitual complemento de los guerreros y Ravenna elevó una oración a los dioses para que cuidaran de aquellos que habían partido rumbo al sur.

Se protegió los ojos con la mano mientras buscaba algún indicio del regreso de los guerreros de Reikdorf.

—No puedo verlos, Gerreon —dijo, volviéndose hacia su hermano menor, que caminaba a su lado por el sendero lleno de surcos que llevaba desde los trigales que rodeaban Reikdorf hasta la puerta fortificada.

—No me sorprende —contestó Gerreon mientras movía el cabestrillo de cuero que le ataba la muñeca rota al pecho a una posición más cómoda—. El bosque es muy espeso. Podrían encontrarse casi llegando y no los verías.

—Ya deberían haber regresado —apuntó su hermana, deteniéndose para soltar la cinta que llevaba anudada al pelo y pasarse una mano por el oscuro cabello.

Gerreon se detuvo a su lado y dijo:

—Lo sé. Recuerda que yo debería haber ido con ellos.

Ravenna percibió el amargado tono de pesar en la voz de su hermano.

—Ya sé que era el momento de que fueras a la batalla, pero me alegra que no lo hicieras —comentó.

Su hermano la miró a los ojos y la ira que vio en aquel rostro de piel pálida la sorprendió.

—Tú no lo entiendes, Ravenna, ya se ríen de mí. Me he perdido mi primera batalla y, por mucho valor que demuestre en la lucha de hoy en adelante, siempre recordarán que no estuve con ellos la primera vez.

—Estabas herido —repuso Ravenna—. No podías haber luchado de ninguna manera.

—Ya lo sé, pero no importará.

—Trinovantes no permitirá que se burlen de ti —aseguró su hermana.

—Así que ahora necesito que mi hermano gemelo cuide de mí, ¿es eso?

—No, eso no es lo quise decir —contestó Ravenna, que se estaba cansando del mal genio de Gerreon, y emprendió el descenso del sendero una vez más.

Quería mucho a sus hermanos, pero si Trinovantes era tranquilo, serio y reservado, Gerreon era ingenioso, apuesto y el terror de las madres con hijas guapas, aunque a menudo podía mostrarse cruel.

Como ella, tenía el cabello de color azabache, que llevaba largo como era la costumbre entre los umberógenos, y era su orgullo y alegría. Justo la semana anterior, Wolfgart le había tomado el pelo diciendo que parecía un afeminado Bretón, tal era el cuidado que prodigaba a su aspecto, y Gerreon lo había atacado hecho una furia.

Gerreon no podía competir con el muchacho mayor y había acabado tirado en el suelo con una muñeca fracturada. Trinovantes había impedido que Gerreon cometiera más errores imprudentes y lo había ayudado a alejarse de las retumbantes carcajadas de Wolfgart para ir a ver a Cradoc, el curandero, que le había colocado la muñeca y le había hecho un cabestrillo.

Cuando llegó el momento de que Sigmar se ganara su escudo y partiera a enfrentarse con los pieles verdes que saqueaban los territorios meridionales de los umberógenos, Trinovantes había dejado claro que Gerreon no podría cabalgar con ellos.

—¿De qué sirve un guerrero que no puede agarrarse a su caballo y llevar un arma? —había dicho Trinovantes con delicadeza, y Ravenna se había alegrado, pues la idea de que pensar que sus dos hermanos partieran la había preocupado más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Ravenna escrutó los árboles situados al otro lado del río mientras regresaba a casa buscando un revelador destello de metal, pero no vio nada una vez más. La luz del sol de últimas horas de la tarde esparcía brillantes reflejos procedentes del perezoso río mientras éste serpenteaba por el borde de la aldea, y, a pesar de su preocupación, pudo apreciar la belleza del lugar.

Desde el alba, ella y Gerreon se habían contado entre los que habían estado recogiendo la cosecha de verano, él manejando la hoz con el brazo bueno y ella con la cesta sobre los hombros. Se trataba de una labor dura e ingrata, pero todo el mundo debía turnarse en los campos, y ella agradecía la presencia de Gerreon a pesar del humor de perros de su hermano. Aunque no podía partir a la guerra con los otros, aún podía manejar una hoz y ayudar en los campos.

Ahora ya se había completado el trabajo y Ravenna podía descansar el resto de la tarde y comer algo caliente. La cosecha había sido abundante, y gracias a los nuevos sistemas de riego que habían instalado Pendrag y el enano, Alaric, muchos acres de tierra que antes eran pobres y estériles ahora tenían un aspecto fértil.

Los almacenes estaban llenos hasta los topes y el grano excedente salía cada semana en carros escoltados por guerreros armados hacia el este para comerciar con los enanos a cambio de armas y armaduras, pues no existía mejor raza de herreros que la gente de la montaña.

Gerreon la alcanzó y se disculpó:

—Lo siento, Ravenna, no pretendía hacerte enfadar.

—No estoy enfadada —contestó—. Sólo estoy cansada y preocupada.

—No le pasará nada a Trinovantes —aseguró Gerreon. Su voz estaba cargada de orgullo y amor por su gemelo—. Es un gran guerrero. No es un espadachín tan elegante como yo, pero sí muy habilidoso con un hacha.

—Estoy preocupada por todos ellos —repuso Ravenna—. Trinovantes, Wolfgart, Pendrag...

—¿Y Sigmar? —preguntó Gerreon con una sonrisita picara.

—Sí, también por Sigmar —respondió, evitando aquella sonrisa burlona mientras pronunciaba el nombre de Sigmar por temor a sonrojarse.

—Sinceramente, hermana, no sé que ves en él. Sólo el que sea hijo de un rey no lo convierte en alguien especial. Es como el resto de ellos: grosero y a un paso de ser un salvaje.

—¡Cállate! —exclamó Ravenna, mordiendo el anzuelo y maldiciéndose por ello cuando su hermano pequeño se rió.

—¿Qué? ¿Tienes miedo de que Wolfgart venga y me rompa la otra muñeca? Primero lo destripo.

—¡Gerreon! —lo reprendió Ravenna al percibir genuino veneno en su voz, pero antes de que pudiera decir nada más, notó que los ojos de su hermano estaban fijos en algo situado tras ella.

Se volvió y siguió su mirada a través del río. Las duras palabras de su hermano quedaron olvidadas en un instante.

Una columna de jinetes estaba saliendo de los árboles con paso cansado pero voces triunfales. Los guerreros lanzaron vítores al ver Reikdorf y levantaron las lanzas y los estandartes.

De los muros del asentamiento surgieron gritos de respuesta y los hombres y mujeres de Reikdorf corrieron a las puertas cuando se corrió la voz de que los guerreros habían regresado.

Ravenna sintió carcajadas de alivio bullendo en su interior, pero murieron en su pecho al ver a un grupo de guerreros con armadura de batalla completa que avanzaban al frente de los jinetes y portaban una camilla hecha con escudos sobre la que yacía el cuerpo de un héroe caído.

—Oh, no —exclamó Gerreon—. No... ¡Por favor, por todos los dioses, no!

A Ravenna se le cayó el alma a los pies ya que lo primero que pensó fue que el guerrero caído era Sigmar, pero en ese momento vio que el hijo del rey estaba ayudando a transportar la camilla y que aún sostenían su estandarte carmesí en alto.

El alivio que le produjo que Sigmar hubiera sobrevivido se vio entonces aplastado de manera salvaje y desgarradora al reconocer el estandarte verde esmeralda que cubría al guerrero muerto: el estandarte de Trinovantes.

* * *

Los muros de Reikdorf se alzaban imponentes ante ellos, austeros y negros contra el marfil desvaído del cielo. Sigmar deseaba regresar a casa tanto como lo temía. Recordó los vítores de la gente de su hogar mientras despedía a los guerreros, con los escudos brillantes y las lanzas resplandeciendo al sol.

Ahora regresaban cubiertos de gloria, habían derrotado a la amenaza piel verde procedente de las montañas Grises y dado muerte a su caudillo. En total habían quemado casi dos mil cadáveres de orcos y goblins en grandes piras y, en términos normales, la victoria había sido magnífica.

El cacique de Astofen, un primo lejano de su padre, les había dado la bienvenida al interior de los muros de la ciudad tras la batalla, su gente se había ocupado de los hombres heridos de Sigmar y habían ofrecido a los guerreros victoriosos las carnes más selectas y las mejores cervezas.

Sigmar se había unido a sus hombres en las celebraciones por la victoria, pues distanciarse de ellos entristecido por los caídos sólo habría supuesto un insulto al coraje de los supervivientes. En su fuero interno, sin embargo, lloraba la muerte de Trinovantes. Lo lloraba y sentía el dolor de la culpa por el hecho de que su decisión lo hubiera enviado a la muerte.

Por delante, el terreno descendía hasta el puente de Sudenreik, una magnífica estructura de piedra y madera cuya construcción habían diseñado y supervisado Alaric y Pendrag apenas dos meses antes. Sigmar y sus compañeros camilleros siguieron el camino polvoriento a medida que éste serpenteaba colina abajo hacia el puente, cada paso medido y majestuoso mientras traían a casa a los muertos para honrarlos por última vez.

Los bordes con muescas de los escudos que portaban a su hermano de armas se le clavaban en el hombro, pero agradecía el dolor ya que sabía que la carga de la muerte de Trinovantes lo acompañaría mucho después de que dejara la camilla y su amigo recibiera sepultura en el borde del Brackenwalsch, allá arriba, en la Colina de los Guerreros.

El terreno se niveló y los camilleros pasaron entre columnas talladas rematadas con lobos aullando que se erguían sobre las patas traseras a cada lado del puente. Los paneles de piedra de la cara interior del parapeto del puente estaban grabados con imágenes de batalla sacadas de las leyendas de su gente, cada una constituía un relato heroico que había emocionado a los niños umberógenos durante años.

Héroes como Dregor Melenaroja y su padre luchaban contra orcos y dragones en los paneles, y frente a la imagen de Björn dando muerte a una enorme criatura con cabeza de toro había un panel liso donde se plasmaría el relato de Sigmar. No cabía duda de que algún grabado de la victoria de Astofen se elaboraría en piedra, marcando para siempre el nacimiento de su leyenda.

Sigmar observó cómo las pesadas puertas de Reikdorf se abrían hacia fuera empujadas por grupos de guerreros que empleaban todas sus fuerzas en la labor. Los muros de Reikdorf eran más altos que los de Astofen, rodeaban una zona mucho más grande y albergaban a más de dos mil personas. La ciudad del rey Björn era una de las maravillas de la tierra al oeste de las montañas, pero Sigmar ya tenía planes para convertirla en la mayor ciudad del mundo.

El arco situado sobre la puerta estaba formado con vigas de madera entrelazadas y en la cúspide se alzaba una estatua de un guerrero de rostro adusto y barbado envuelto en armadura y pieles de lobo y que portaba un enorme martillo de guerra a dos manos. Una pareja de lobos permanecía sentada a su lado. Sigmar inclinó la cabeza ante la imagen de Ulric.

Su padre se encontraba en el centro de la puerta abierta, acompañado como siempre de Alfgeir y Eoforth. Sigmar sintió una profunda alegría al verlo, pues sabía que, por muy lejos que viajara o por muy grande que fuera su leyenda, siempre sería el hijo de su padre y estaría agradecido por ello.

Los hombres y mujeres de Reikdorf se apiñaron alrededor de las puertas, pero nadie se atrevió a traspasar las murallas, ya que todo guerrero tenía derecho a volver a atravesar las puertas de su hogar con la cabeza bien alta.

—Esto sí que es un recibimiento magnífico —dijo Pendrag, que avanzaba al lado de Sigmar y también aguantaba el peso del cuerpo de Trinovantes.

—Como debe ser, maldita sea —señaló Wolfgart—. La tribu no ha visto una victoria como ésta en décadas.

—Sí —asintió Sigmar—. Como debe ser.

Sus pasos se acortaron a medida que el terreno se elevaba y subían por la cuesta hacia las murallas de Reikdorf. A Sigmar se le levantó el ánimo al ver a la multitud que se había congregado para darles la bienvenida y sintió que lo invadía un gran sentimiento de afecto por su gente. No importaba por lo que este mundo pudiera hacerles pasar en el camino al reino de Morr: monstruos, enfermedad, hambre y penurias; ellos sobrevivían con dignidad y coraje.

¿Qué fuerza podría detener el progreso de una raza como la suya?

Sí, había dolor y desesperación, pero el espíritu humano tenía visión de futuro y sueños de un destino más brillante. La semilla de la visión de Sigmar ya estaba dando frutos, pero ningún crecimiento se lograba sin dolor. Sigmar sabía que habría muchas dificultades en los años venideros antes de poder hacer realidad la gran aspiración que lo había llenado al llegar el día de su sino entre las tumbas de sus antepasados.

Sigmar condujo a sus guerreros a través de las puertas de Reikdorf. Rugidos de aprobación y júbilo brotaron de cientos de gargantas mientras su gente les daba la bienvenida. Los padres corrieron a recibir a sus hijos entre lágrimas: algunas de alegría, otras de tristeza.

Sentidos recibimientos y dolorosos gritos de pérdida llenaban el aire a medida que las madres umberógenas encontraban a sus hijos cabalgando erguidos en sus caballos o tendidos sobre ellos.

Sigmar continuó caminando hasta situarse ante su padre. El rey tenía un aspecto tan regio y magnífico como siempre, aunque su rostro mostraba la simple dicha de ver a un hijo regresar de la guerra sano y salvo.

—Bajadlo con cuidado —indicó Sigmar.

Él y sus hermanos de armas levantaron los escudos de sus hombros y depositaron el cuerpo de Trinovantes en el suelo.

Sigmar se colocó delante de su padre, sin estar seguro de lo que debería decir, pero el rey Björn resolvió su dilema envolviéndolo en un aplastante abrazo y estrechándolo fuerte.

—Hijo mío —lo saludó su padre—. Regresas a mí convertido en un hombre.

Sigmar devolvió el abrazo de su padre, el amor que sentía por el valiente hombre que lo había criado sin una esposa a su lado era una poderosa fuerza en su interior. Sigmar sabía que debía todo lo que era a las enseñanzas de su padre, y haberse ganado su aprobación era la mejor sensación del mundo.

—Os dije que haría que os sintierais orgulloso —dijo Sigmar.

—Sí, así es, hijo —asintió Björn—, así es.

El rey de los umberógenos soltó a su hijo y dio un paso al frente para dirigirse a los guerreros que habían regresado a su ciudad, alzando los brazos en homenaje a su coraje.

—Guerreros de los umberógenos, habéis regresado a nosotros sanos y salvos, y por ello le doy gracias a Ulric. Vuestro valor no quedará sin recompensa, ¡y todos y cada uno de vosotros cenaréis como reyes esta noche!

Los jinetes gritaron entusiasmados y el sonido llegó hasta las nubes. Björn se volvió hacia Sigmar y sus compañeros camilleros. Bajó la mirada hacia el estandarte y preguntó:

—¿Trinovantes?

—Sí —contestó Sigmar con voz entrecortada de pronto por la emoción—. Cayó en el puente de Astofen.

—¿Luchó bien? ¿Fue una buena muerte?

Sigmar asintió con la cabeza.

—Sí. Sin su valor habríamos estado perdidos.

—Entonces Ulric lo recibirá en sus salones y nosotros lo envidiaremos —aseguró Björn—; pues donde Trinovantes se encuentra ahora la cerveza es más fuerte, la comida más abundante y las mujeres más hermosas que ninguna de este mundo. Con el tiempo, volveremos a verlo y tendremos el honor de recorrer los salones de los poderosos con él.

Sigmar sonrió, sabiendo que su padre decía la verdad, pues no podría haber mayor recompensa para un auténtico guerrero que el que se le concediera el honor de una buena muerte y luego ser recibido en los salones de banquetes de la otra vida.

—Siempre había pensado que lo más solitario de este mundo era guiar hombres a la batalla —comentó Björn—, pero ahora sé que la soledad de un padre mientras espera que su hijo regrese a salvo es mucho peor.

—Creo que lo entiendo —contestó Sigmar, volviéndose para mirar a los padres consternados mientras se llevaban los caballos que transportaban a sus hijos muertos—. A pesar de la gloria, la guerra es un asunto deprimente.

—En ese caso has aprendido una valiosa lección, hijo —sentenció Björn—. Una victoria es un día de alegría y tristeza a partes iguales. Conserva la primera y aprende a lidiar con la segunda o nunca serás un líder de hombres.

Björn se volvió hacia los hermanos de armas de Sigmar.

—Wolfgart, Pendrag, mi corazón se llena de dicha al ver que los dos habéis regresado a nosotros —les dijo.

Wolfgart y Pendrag sonrieron encantados ante las alabanzas del rey mientras tres carros que transportaban barriles de cerveza, procedentes de los almacenes de la cervecería, recorrían el camino con gran estruendo. Alaric, el enano, iba en el carro de cabeza, y un potente rugido se alzó de los guerreros cuando reconocieron la escritura angulosa y rúnica a un lado de los barriles.

—¿Cerveza enana? —inquirió Wolfgart.

—Sólo lo mejor para nuestros héroes en su regreso —sonrió Björn—. La he estado guardando para el banquete de bodas de mi hijo, pero parece decidido a hacerme esperar. Es mejor bebérsela antes de que se quede sin gas.

—He oído eso —exclamó Alaric—. La cerveza enana nunca se queda sin gas.

—Es una forma de hablar —aseguró Björn—. No pretendía ofender, maestro Alaric.

—Menos mal —gruñó el enano—. Puedo regresar con mi gente cuando quiera, ¿sabéis?

—No seáis tan cascarrabias —se rió Pendrag, cogiendo la mano del enano en un firme apretón de amistad—, ¡y empezad a servir!

Wolfgart saludó con la cabeza a Sigmar y al rey y se acercó con rapidez a Pendrag y los barriles de cerveza.

—¿No los acompañas? —preguntó Björn.

—En seguida —contestó Sigmar—, pero voy a esperar con Trinovantes hasta que sus parientes vengan a buscarlo.

—Sí —estuvo de acuerdo Björn con una sonrisa de complicidad—. Muy bien, pero hasta que lleguen, cuéntame tus aventuras y no te dejes ningún detalle.

Sigmar sonrió.

—La verdad es que no hay mucho que contar —dijo—. Seguimos la pista a los pieles verdes al sur y al oeste y luego los aplastamos ante las murallas de Astofen.

—¿Cuántos? —preguntó Alfgeir con su habitual falta de fiorituras.

—Unos dos mil —contestó Sigmar.

—¿Dos mil? —exclamó Björn con voz entrecortada, cruzando una mirada de orgullo con Alfgeir—. ¡Que no hay mucho que contar, dice! ¿Y Aplastahuesos?

—Lo maté con mis propias manos —informó Sigmar—. Ghal-maraz se embebió de su sangre.

—Miles —repitió Eoforth—. Nunca había imaginado que tal cantidad de pieles verdes pudieran reunirse a las órdenes de un caudillo. ¿Y los matasteis a todos?

—Eso es —respondió Sigmar—. Sus cadáveres son ceniza en las montañas.

—Por la sangre de Ulric —dijo Björn—. Entonces espero que Eadhelm os recibiera como a héroes en su pequeña ciudad. Tendré unas palabras con él si no.

—Así lo hizo —aseguró Sigmar—. Vuestro primo le manda saludos a su rey y jura que enviará a todos los guerreros de los que pueda prescindir si alguna vez los necesitamos.

Björn asintió con la cabeza.

—Eadhelm es un buen hombre. Se parece al viejo Melenaroja.

Sigmar vio aparecer una mirada de advertencia en los ojos de su padre. Se volvió y vio a una joven con cabello de color negro azabache atravesar con rigidez las puertas de Reikdorf. La boca se le secó de pronto al reconocer a Ravenna. Su largo vestido verde y su orgullosa belleza hicieron que sensaciones desconocidas se le retorcieran en el estómago.

El rostro de la muchacha estaba cubierto de tristeza y Sigmar sintió que el corazón se le rompía al verla sufrir. Su hermano menor, el gemelo de Trinovantes, la seguía con lágrimas de dolor resbalándole por la pálida piel.

Ravenna se dirigió hacia el cuerpo envuelto con el estandarte y saludó a Sigmar y a su padre con la cabeza antes de arrodillarse junto a su hermano muerto y colocarle una mano sobre el pecho. Gerreon se desplomó a su lado, gimiendo y negando con la cabeza mientras grandes sollozos sacudían su delgado cuerpo.

—Guarda silencio, chico —dijo Björn—. Llorar por un guerrero caído es labor de las mujeres.

Gerreon levantó la vista y miró a Sigmar a los ojos.

—Tú lo has matado —lloró Gerreon—. ¡Has matado a mi hermano!

* * *

Los fuegos de la casa larga del rey ardían con suavidad, la turba y los leños se consumían lentamente y el calor soporífero había enviado a muchos guerreros a la cama. El jolgorio de la victoria se había prolongado hasta altas horas de la noche con ofrendas de carnes y cerveza selectas a Ulric y a Morr: al primero para agradecerle el valor que los guerreros habían demostrado en la batalla y al segundo para guiarlos en su descanso.

La casa larga se mantenía en silencio, los sonidos de tal vez un centenar de guerreros mientras dormían envueltos en pieles de animales y el crujido de la madera asentándose eran lo único que perturbaba el silencio. Los guerreros con familia habían regresado a sus casas, mientras que aquellos sin esposa, o demasiado jóvenes para conocer su límite con la cerveza, yacían desmayados, tendidos boca abajo en las largas mesas con caballetes.

Como era tradicional en una noche en la que los combatientes regresaban a casa, el rey y su heredero velaban a sus guerreros para honrar su coraje. Sigmar estaba sentado en un trono al lado de su padre, un trono que había tallado su padre con sus propias manos para cuando alcanzara la mayoría de edad, momento en el que se sentaría junto al rey convertido en un hombre. Una larga capa de piel de lobo colgaba de los hombros de Sigmar y Ghal-maraz descansaba sobre un plinto creado expresamente para el arma de factura enana.

Mataron a un pequeño rebaño para el banquete, y cuando la cerveza enana se agotó, sacaron la reserva del maestro cervecero. Los guerreros veteranos habían renovado juramentos de hermandad y aquellos que se habían ganado sus escudos en el sangriento campo de Astofen habían jurado otros nuevos.

Sigmar había festejado junto con sus guerreros, pero no había podido olvidar la imagen del rostro tenso de Ravenna y el llanto de Gerreon mientras se arrodillaban junto al cuerpo de Trinovantes. Sabía que la batalla de Astofen había supuesto una victoria increíble, pero para él se veía agriada por la muerte de su amigo.

Parte de él sabía que esos pensamientos eran egoístas, pues ¿acaso las muertes de aquellos guerreros que no habían sido sus hermanos de armas no importaban? Trinovantes había sido un amigo bueno y leal, tranquilo y reflexivo en sus consejos, pero siempre sincero y justo. Cuando Wolfgart recomendaría violencia y Pendrag diplomacia, el consejo de Trinovantes a menudo combinaría lo mejor de ambos argumentos. No se trataba de compromiso, sino de equilibrio. Lo echarían muchísimo de menos.

—¿Estás pensando en Trinovantes otra vez? —preguntó su padre.

—¿Es tan evidente? —inquirió Sigmar.

—Era tu hermano de armas —dijo Björn—. Es normal que lo eches de menos. Recuerdo cuando Torphin murió en los pantanos del Reik, fue un día triste, sí señor.

—Creo que me acuerdo de él. ¿El grandote? —preguntó Sigmar—. No habéis hablado mucho de él.

—Ah... Tú sólo eras un niño y su muerte no era un relato para oídos jóvenes —explicó Björn, agitando una mano—. Sí, Torphin era un gigantón, más grande incluso que yo, aunque no te lo creas. Tallado en roble y fuerte como una roca. Era el mejor hermano de armas que un hombre podría pedir.

—¿Qué le ocurrió?

—Murió, como debe ocurrirle a todos los hombres —contestó Björn.

—¿Cómo? —insistió Sigmar, que veía que su padre se resistía a hablar del tema, pero sintiendo que tal vez quería que lo convenciera para que le contara la historia de la muerte de su hermano de armas.

—Fue hace cuatro o cinco primaveras —comenzó Björn—, cuando partimos a la guerra junto al rey Marbad de los endalos. ¿Te acuerdas?

Sigmar trató de recordar el encuentro, pero su padre se había marchado de Reikdorf para librar tantas batallas que resultaba difícil recordarlas todas.

—¿No? —preguntó el rey—. Bueno, Marbad es un buen hombre y su gente sobrevivía a duras penas en los bordes de los pantanos en la desembocadura del río. Se habían establecido allí después de que el rey Marius de los jutones los expulsara de su tierra natal cuando los teutógenos les quitaron a ellos sus tierras. Supongo que es posible vivir allí, pero no sé por qué querría alguien hacerlo. Los pantanos son lugares peligrosos, llenos de ciénagas succionadoras, fuegos fatuos y demonios que se beben la sangre de los hombres.

Sigmar se estremeció a pesar del calor de la casa larga al recordar las aterradoras historias acerca de cosas de ojos muertos, piel pálida y dientes afilados que acechaban en las brumas embrujadas para darse un festín con los incautos.

—A lo que iba —continuó su padre—. Marbad y yo nos conocemos desde hace mucho. Luchamos contra los orcos de la tribu de Fauces Sangrientas que cruzaron las montañas Grises hace veinte años y me salvó la vida, así que tenía una deuda de sangre con él. Cuando los demonios de la bruma que moran en los pantanos se alzaron para amenazar a su gente, solicitó el pago de esa deuda y partí a luchar a su lado.

—¿Fuisteis hasta la costa?

—Así es, muchacho, porque cuando haces un juramento no debes romperlo nunca, jamás. Los juramentos de lealtad y amistad son lo único que tenemos en este mundo, y el hombre que no cumple una promesa o cuya palabra no vale nada no tiene lugar en él. Recuerda eso siempre.

—Lo recordaré —prometió Sigmar—. ¿Qué sucedió cuando llegasteis a la costa?

—Marbad y su ejército nos estaban esperando en Marburgo y entramos en los pantanos como si se tratara de una magnífica aventura, éramos guerreros en busca de gloria y honor.

Sigmar vio que los ojos de su padre adquirían un brillo vidrioso y distante, como si las brumas de las que hablaba se hubieran levantado en sus recuerdos y caminara una vez más por aquella senda hollada tiempo atrás.

—¿Padre? —dijo Sigmar cuando Björn se quedó callado.

—¿Qué? Oh, sí... Bueno, nos adentramos en los pantanos y los demonios de la bruma se alzaron a nuestro alrededor como fantasmas. Hundieron a los hombres en las ciénagas, los ahogaron y los enviaron de vuelta para luchar contra nosotros, abotargados y blancos. Vi cómo uno de ellos agarraba a Torphin. Nunca lo olvidaré. Era blanco, muy blanco, tan blanco como un cielo invernal y tenía los ojos de un azul frío. Como los fuegos en el cielo septentrional en invierno. Me miró y juro que se rió de mí mientras llevaba a mi hermano de armas a la muerte.

—¿Cómo los derrotasteis?

—¿Derrotarlos? —repitió Björn—. No estoy seguro de que lo lográramos, ¿sabes? Apenas conseguimos salir de los pantanos con vida. Marbad tenía un arma elaborada por los duendes, una espada de poder a la que llamaba Ulfihard. No sé qué tipo de poder estaba ligado a ella, pero podía matar demonios, y Marbad la blandió como un auténtico héroe, abriéndonos una senda a través de la niebla y acabando con cualquier demonio que se acercara a nosotros. Aunque eso no fue lo peor.

—¿No?

—No, ni de lejos. Justo cuando llegamos al borde del pantano, oí que alguien me llamaba, y recuerdo la dicha que sentí al reconocer la voz de Torphin. Y ahí estaba él, saliendo de la niebla hacia mí, con los ojos en blanco dentro de las cuencas, la piel cérea y muerta y soltando agua negra por la boca como si tuviera los pulmones llenos.

Sigmar abrió mucho los ojos y sintió que se le ponía la carne de gallina ante la espantosa imagen del hermano de armas de su padre y el horror de lo que le habían hecho.

—¿Qué hicisteis?

—¿Qué podía hacer? —preguntó Björn—. Marbad me ofreció a Ulfihard y acabé con Torphin y lo envié al Salón de Ulric. Ahogarse no es una muerte digna para un guerrero, así que lo maté con una espada, y si hay aunque sea una pizca de justicia en el dios lobo, tuvo que dejar entrar a Torphin, porque no había hombre más leal que él en este mundo.

Sigmar sabía que su padre no había tenido más alternativa que matar a su hermano de armas para permitirle entrar en el Salón de Ulric. La idea de que algún día él podría tener que enfrentarse a uno de sus hermanos de armas le resultó repulsiva y decidió en ese mismo momento que reuniría a aquellos más allegados a él y realizaría un juramento de hermandad eterna con ellos.

—Salimos de los pantanos, le devolví Ulfihard a Marbad y nos convertimos en hermanos de armas. Ése es el motivo por el que cuando nosotros o los endalos pedimos ayuda, el otro está obligado a responder. Asimismo, los querusenos y los taleutenos han jurados ser nuestros aliados tras las batallas contra las gigantescas bestias del bosque. Se trata de juramentos, Sigmar. Cumple los que hagas y otros seguirán tu ejemplo.

Sigmar asintió con la cabeza en señal de que había comprendido.

* * *

Ravenna abrochó el botón de la túnica de su hermano y apretó el cordón antes de alisarle la suave lana sobre el pecho. Trinovantes, que iba vestido con sus mejores galas, yacía en el catre del que se había levantado sólo unos cuantos días antes para ir a la guerra. Puesto que sus padres habían muerto, le correspondió a ella lavar su cuerpo y limpiar su cabello como parte de los preparativos para darle sepelio cuando saliera la luna nueva la noche siguiente.

Le pasó una mano por un lado de la fría mejilla y por el cabello fino y oscuro, tan parecido al suyo y al de Gerreon. Sus rasgos se habían suavizado, pero las líneas de preocupación e inquietud que creaban arrugas constantemente en su atractivo rostro seguían grabadas en él.

—Incluso después de muerto sigues pareciendo triste —dijo.

Su hacha se encontraba sobre la cama a su lado, los bordes estaban afilados y las hojas brillaban a la luz del fuego. Ravenna estiró la mano para tocarla pero retiró los dedos en el último momento. Era un arma de guerra y no quería tener nada más que ver con ella. La guerra era una pérdida de tiempo, un juego para los guerreros de Reikdorf, pero un juego que sólo podría tener un resultado.

Gerreon estaba sentado frente a ella en la mesa, ocultando la cabeza en un brazo doblado mientras lloraba la pérdida de su gemelo. En su lecho de muerte, su madre le había confiado a Ravenna que cuando Trinovantes y Gerreon nacieron la hechicera que la había atendido en el parto dijo que siempre existiría una conexión entre ellos, pero que sólo uno llegaría a conocer el mayor de los placeres y el mayor de los dolores.

Nunca lo había comentado con Gerreon, pero se preguntó si la muerte de su hermano gemelo era el mayor de los dolores del que había hablado la bruja. Entonces ¿cuál podría ser el mayor de sus placeres?

Anhelaba abrazar a su hermano y acunarlo hasta que se durmiera como había hecho muchas veces mientras crecía y los chicos mayores le tomaban el pelo a causa de su cuerpo delgado y bello rostro. Ése, sin embargo, era el impulso de una hermana mayor y él estaba más allá de esos simples remedios.

Ravenna, que estaba arrodillada junto a la cama, se levantó y cruzó la baja vivienda. El humo que salía de la lumbre se acumulaba bajo el techo ya que no había ningún respiradero, pues el humo caliente mantenía el techo cálido y seco. Un olor a carne hirviendo procedente del rebaño del rey surgía de una olla que bullía colgada de ganchos de hierro sobre el hogar, aunque la joven sospechaba que la carne se echaría a perder porque ninguno de los dos tenía apetito.

Alargó la mano y colocó la palma sobre la cabeza de su hermano mientras se sentaba a su lado. Sin tener en cuenta lo que había pensado antes, lo rodeó con los brazos y lo acercó a ella. Gerreon le pasó el brazo con naturalidad alrededor de la cintura y ella lo meció con dulzura.

—Calla —dijo—. No habrá más lágrimas en esta casa, Gerreon. Atraerás a los espíritus malignos, y tu hermano no quiere ir al Salón de Ulric y que tu pena sea lo último que oiga.

—No puedo evitarlo —contestó Gerreon, alzando la cabeza de los hombros de su hermana.

Las lágrimas y los mocos se mezclaban en su labio superior y sobre el mentón y tenía los ojos rojos de llorar. Se pasó el brazo libre por la cara.

—Mi hermano ha muerto.

—Ya lo sé —apuntó Ravenna—. Trinovantes también era hermano mío, Gerreon.

—Pero era mi gemelo, tú no sabes lo que es perder a alguien que es como una parte de ti. Podía sentir las mismas cosas que él como si me ocurrieran a mí.

—Trinovantes era un guerrero —insistió Ravenna—. Él eligió esa vida y conocía los riesgos.

—No —repuso Gerreon—. No creo que los conociera. He preguntado por ahí.

—¿Qué significa eso?

—Significa que Sigmar fue el causante de su muerte —soltó Gerreon—. He hablado con los guerreros que regresaron y me contaron que Sigmar envió a Trinovantes a tomar el puente de Astofen. Le ordenó que no se retirara, pasara lo que pasase. ¿Qué clase de elección es ésa?

Ravenna apartó el brazo con el que rodeaba a su hermano, lo agarró por los hombros y lo volvió hacia ella. Ella también había querido saber cómo había muerto su hermano. Le había preguntado a Pendrag y conocía la verdad de los hechos.

—No, Gerreon —lo corrigió Ravenna—, Trinovantes se ofreció voluntario para tomar el puente. Le pregunté a Pendrag y me contó lo que había ocurrido.

—¿Pendrag? Bueno, por supuesto que va a respaldar a su hermano de armas, ¿no? Han hecho un juramento o algo así. Diría lo que fuera para proteger a Sigmar.

Ravenna negó con la cabeza.

—Pendrag puede ser muchas cosas, pero no es un mentiroso, y yo lo creo. Un piel verde mató a Trinovantes y Sigmar dio muerte a la bestia.

Gerreon se zafó de su hermana.

—¿Cómo puedes defenderlo en un momento como éste? ¿Es porque te mueres de ganas de abrirte de piernas para él? ¿Es eso?

Ravenna lo abofeteó con fuerza. Su palma le dejó una intensa marca en la mejilla.

—Así que es verdad —dijo su hermano, y ella echó el brazo hacia atrás para darle otra bofetada.

La mano de Gerreon se movió con rapidez y le sujetó fuertemente la muñeca.

—No lo hagas —le advirtió.

Ravenna se soltó mientras Gerreon se ponía en pie; tenía el puño apretado y las venas del cuello destacaban contra la piel pálida.

Ravenna retrocedió rápidamente, asustada por la repentina ira de su hermano.

—Siento haber dicho eso, hermana —se disculpó Gerreon—, pero no vas a hacerme cambiar de opinión. ¡Sigmar mató a nuestro hermano con tanta certeza como si él mismo le hubiera atravesado el corazón con esa lanza!