14: Venganza

CATORCE

Venganza

La luz del fuego procedente de los barcos en llamas iluminó la parte inferior de las nubes con un resplandor parecido a los infiernos en los que se decía que creían los norses. Sigmar observaba desde los acantilados, sobre la vasta extensión del océano, cómo miles de hombres morían ante él, quemados en sus barcos o arrastrados bajo la superficie del agua por el peso de su armadura.

No sentía nada por los hombres a los que estaba matando: la brutalidad de éstos los convertía en menos que nada para Sigmar. Cientos de barcos llenaban la amplia bahía, la noche brillaba tanto como el día debido a las flechas llameantes que los arqueros umberógenos y udoses lanzaban hacia sus velas y cascos mientras se empujaban para escapar.

—Por la barba del gran Ulric —susurró Pendrag—. ¿Te propones matarlos a todos?

Sigmar contuvo una contestación cortante y simplemente asintió con la cabeza.

—No se merecen menos —gruñó el rey Wolfila—. La deuda de sangre de mi gente exige venganza contra los hombres del norte.

—Pero esto... —repuso Pendrag—. Esto es asesinato.

Sigmar no dijo nada, pues ¿cómo podía hacer que su hermano de armas entendiera? Los norses no formaban parte de su visión y nunca podrían hacerlo. Los dioses del norte eran avatares de masacre, la cultura norse era una cultura de barbarie y sacrificio humano. Tal gente no tenía cabida en el imperio de Sigmar y, puesto que no aceptarían su dominio, debían ser destruidos.

La luz del fuego se reflejó en el rostro de Sigmar, poniendo de relieve sus facciones regulares y bien dibujadas; sus ojos de diferente color tenían una mirada dura como la piedra. Veinticinco primaveras habían transcurrido desde su nacimiento en la colina de batalla en el Brackenwalsch y Sigmar se había convertido en un hombre tan apuesto como cualquiera pudiera haber deseado.

La corona de los umberógenos descansaba sobre su frente. Había sido suya durante los dos años que habían transcurrido desde que enterraran a su padre en su tumba dorada en la Colina de los Guerreros, y una larga capa de piel de oso ondeaba alrededor de sus hombros anchos y fuertes.

Miles de guerreros estaban alineados a lo largo de los acantilados en amplios bloques de espadachines y lanceros. Miembros de los clanes de los udoses lanzaban vítores mientras veían morir a los norses, y los guerreros tálemenos, querusenos y umberógenos observaban sobrecogidos cómo una tribu entera moría ante ellos.

No bien la tumba del rey Björn se había sellado y el sacerdote de Ulric había coronado a Sigmar rey de los umberógenos, éste había ordenado una asamblea de espadas para la primavera siguiente. Pendrag, e incluso Wolfgart, había dado razones en contra de convocar una asamblea tan pronto, pero Sigmar se había mostrado inflexible.

—Tenemos una gran labor por delante para forjar nuestro imperio —había dicho Sigmar—, y con cada día que pasa nuestra oportunidad para hacerlo realidad se aleja más. No, cuando las nieves se abran el próximo año, marcharemos contra los norses.

Y eso habían hecho. Tras dejar guerreros suficientes para defender las tierras de los umberógenos, Sigmar había reunido tres mil combatientes y se había dirigido de nuevo al norte, apelando a los Juramentos de Espada que los querusenos y los taleutenos le habían hecho a su padre. Tanto Krugar como Aloysis se resistieron a cumplir sus juramentos tan pronto; pero, con tres mil guerreros acampados ante las murallas de sus ciudades, no tuvieron más alternativa que marchar con el rey de los umberógenos.

Como era de esperar, el rey Artur de los teutógenos se había negado a ceder ningún guerrero a la causa de Sigmar, y su ejército había continuado en dirección norte hacia las atribuladas tierras de la tribu de los udoses, un reino que sufría ataques diarios por parte de saqueadores norteños.

La capital del rey Wolfila era un altísimo castillo de granito sobre un recortado promontorio de la costa septentrional, con el bramido del batir de las olas siempre presente. A Sigmar le había caído bien Wolfila desde el momento que lo había visto atravesar a caballo las puertas negras de su refugio. Wolfila llevaba el cabello del color del sol poniente trenzado, vestía un faldellín plisado, portaba una espada casi tan grande como la de Wolfgart y tenía el rostro cubierto de cicatrices y decorado con feroces tatuajes.

El rey del norte se había sumado a la campaña de Sigmar encantado, y hombres y mujeres de los clanes —salvajes, con faldellines, con los rostros pintados y portando grandes espadas con empuñadura de taza— bajaron en seguida de sus cañadas y cumbres aisladas para unirse a la poderosa hueste de guerreros.

Los norses habían luchado duro para proteger sus tierras como Sigmar había previsto; pero con ocho mil guerreros cayendo sobre ellos, quemando y destruyendo a su paso, los hombres del norte no pudieron hacer nada para detenerlos.

El clima azotó a los ejércitos del sur, aterradoras tormentas y aluviones de relámpagos golpearon los cielos con rostros maliciosos y vendavales huracanados como la risa de dioses oscuros. La moral del ejército sufrió, pero Sigmar fue persistente y se aseguró de que todos los guerreros tuvieran comida acompañada de agua y entendieran lo orgulloso que estaba de guiarlos a la batalla.

El resultado final de la guerra nunca había estado en duda, pues el ejército del sur triplicaba en número a los norses y estos últimos pasaban hambre y habían visto sus vidas destruidas por la venganza de sus anteriores víctimas.

Sigmar siempre había procurado permitir a los norses replegarse hacia la costa más septentrional, donde estaban varados sus barcos. Aunque las gentes del norte eran fieros guerreros, también eran hombres que querían vivir.

Cuando subieron a bordo de sus barcos, Sigmar desató la última arma de su arsenal.

Desde los acantilados que rodeaban la bahía, enormes catapultas soltaron grandes proyectiles llameantes que trazaron arcos por el aire y se estrellaron contra las cubiertas de las embarcaciones. Fuertes vientos avivaron las llamas, y mientras seguían lloviendo proyectiles desde los acantilados, toda la flota norse estuvo pronto en llamas.

Aquí y allá, unas cuantas naves humeantes se alejaban con dificultad del infierno, pero eran muy pocas. En menos tiempo del que había sido necesario para montar las máquinas de guerra, una tribu de hombres entera había sido exterminada casi por completo.

* * *

Sigmar observó la matanza que se desarrollaba allá abajo con satisfacción. Los norses estaban acabados como amenaza para su imperio y no sentía remordimientos por los miles de personas que estaban muriendo por debajo de donde él se encontraba.

El rey Wolfila se volvió hacia Sigmar y le ofreció la mano.

—Mi gente os da las gracias por esto, rey Sigmar. Decidme cómo puedo pagaros, pues no quiero estar en deuda con ningún hombre.

—No necesito pago, Wolfila —contestó Sigmar—, sólo vuestro juramento de que seremos hermanos reyes y de que vos y vuestros guerreros marcharéis a mi lado como aliados en el futuro.

—Lo tenéis —prometió Wolfila—. De hoy en adelante, los udoses y los umberógenos serán hermanos de armas. Si queréis nuestras espadas, lo único que tenéis que hacer es pedirlo.

Los dos reyes se dieron un apretón de manos y Wolfila se alejó para reunirse con sus guerreros, sosteniendo la espada y el escudo por encima de su cabeza mientras las llamas le teñían el cabello del color de la sangre.

—No olvidarán esto —comentó Wolfgart mientras el rey de los udoses se alejaba—. Me refiero a los supervivientes. Volverán algún día para castigarnos por esto.

—Ése es un problema para otro día —repuso Sigmar, dándole la espalda a aquella carnicería.

Pendrag lo agarró del brazo, con ojos implorantes y obligando a Sigmar a volverse hacia el mar en llamas.

—¿Así es cómo va a ser, hermano? ¿Así es cómo piensas forjar tu imperio? ¿Asesinando? ¡De ser así, yo no quiero tener nada más que ver con ello!

—No, no es así como va a ser —respondió Sigmar, soltándose del brazo de su hermano de armas—. Pero ¿qué hubieras querido que hiciera con los norses? ¿Negociar con ellos? ¡Son salvajes!

—¿En qué nos convierte este acto?

—Nos convierte en vencedores —dijo Sigmar—. Oigo sus gritos y recuerdo a la gente que murió bajo sus hachas y espadas. Y me alegro de estar haciendo esto. Recuerdo a las mujeres violadas o hechas esclavas, los niños sacrificados en altares de sangre, y me alegro de estar haciendo esto. Pienso en toda la gente que vivirá gracias a lo que hemos hecho hoy, y me alegro de estar haciendo esto. ¿Me comprendes, Pendrag?

—Creo que sí, hermano —respondió Pendrag, apartándose—, y me entristece.

—¿Adonde vas? —quiso saber Sigmar.

—No lo sé —contestó Pendrag—. Lejos de esto. Ahora comprendo por qué se ha hecho, pero no quiero escuchar los gritos de los moribundos mientras mueren abrasados.

Pendrag bajó por el sendero del acantilado entre las filas de guerreros con armadura y Sigmar hizo ademán de seguirlo, pero Wolfgart lo detuvo.

—Déjalo ir, Sigmar. Confía en mí, necesita algo de tiempo a solas.

Sigmar asintió con la cabeza y dijo:

—Tú entiendes que teníamos que hacer esto, ¿verdad?

—Sí —respondió Wolfgart—, lo entiendo, pero sólo porque no tengo el corazón de Pendrag. El es un pensador, y en momentos como éste... bueno, eso es una maldición. No te preocupes, se le pasará.

—Eso espero —apuntó Sigmar.

—¿Y ahora qué? —preguntó Wolfgart.

—Ahora les haremos ofrendas a Ulric y a Morr. El final de la batalla trae deberes para con los muertos.

—No, me refiero a nosotros. ¿Nos vamos a casa?

Sigmar hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, todavía no. Tengo que ocuparme de una última cosa en el norte antes de que regresemos a Reikdorf.

—¿Y de qué se trata?

—De Artur —contestó Sigmar.

* * *

El ejército de los umberógenos se alejó de la destrucción de la tribu de los norses y avanzó por las faldas septentrionales de las montañas en dirección a los ancestrales dominios de los teutógenos. El viaje a través de los bosques al norte de las montañas había sido duro y Sigmar había sentido ojos inhumanos fijos sobre él, como si un ejército de monstruos lo observara desde el interior de las profundidades embrujadas.

Tras atravesar al fin el techo del mundo y salir de los bosques en sombras, Sigmar había visto la roca Fauschlag desde la que Artur gobernaba a su gente.

Aunque aún se encohtraban a ciento cincuenta kilómetros de distancia, la gran montaña se erguía sola y enorme, dando una lección de humildad al resto mientras se elevaba hasta el cielo. Su imponente inmensidad resultaba difícil de creer, la gran aguja se distinguía de las elevadas montañas que se alzaban como adustos centinelas al este como si la hubieran desterrado de la compañía de las otras cimas. La presencia de semejante hueste de guerreros no había pasado inadvertida a los teutógenos y Sigmar sentía los ojos de sus enemigos sobre él con cada paso que los acercaba a la roca Fauschlag.

Un camino muy transitado describía una curva en dirección sur hacia bosques menos amenazadores y, por fin, su ruta los llevó a la base del gran refugio septentrional. Resultaba difícil dar crédito a la magnitud de su enormidad, incuso estando ante él.

Tan grande era la altura de la Fauschlag que no se podía ver ningún indicio del poblado de la cima desde el suelo, aunque unas columnas de humo que subían haciendo espirales los habían guiado hasta el castillo de la base.

Torres de granito pulido se elevaban a cada lado de una amplia puerta de madera ribeteada de hierro oscuro y tachonada con gruesos pernos. Muchísimos guerreros armados guarnecían las murallas, con sus lanzas reluciendo bajo la luz del sol, y estandartes azules y blancos ondeaban al viento.

Pesadas cadenas colgaban de la cima de la Fauschlag, guiadas hasta el final de la pared del enorme cortado por medio de hileras verticales de anillos de hierro clavados en la roca. En los días transcurridos desde la llegada de su ejército, Sigmar había visto unos montacargas cerrados subir y bajar la Fauschlag, transportando hombres y suministros entre el suelo y la cima.

Sigmar cabalgó hasta el castillo con Pendrag portando su estandarte bajado en señal de negociación y anunció su intención de pedirle cuentas a Artur por la sangre umberógena que habían derramado sus guerreros.

Pasaron días sin respuesta y la frustración de Sigmar aumentaba cada día mientras aguardaba noticias del rey Artur. Por fin, mientras el sol se ponía por tercera vez desde su llegada, un mensajero salió a caballo de una poterna oculta en dirección al ejército umberógeno.

Sigmar cabalgó al encuentro del mensajero, con Wolfgart y Alfgeir a su lado y Pendrag, que apenas le había dirigido la palabra en dos semanas, llevando su estandarte carmesí.

El jinete era un guerrero fuerte, con el peto y las hombreras pintados del blanco de la nieve virgen y el abundante cabello rojo trenzado. Una gran capa de piel de lobo colgaba de sus hombros y un martillo de mango largo descansaba atravesado sobre la cruz de su caballo, un animal grande de unos diecisiete palmos.

—¿Sois Sigmar? —preguntó el guerrero con una voz tosca y un fuerte acento.

—El rey Sigmar —lo corrigió Alfgeir mientras deslizaba la mano hacia la empuñadura de la espada.

—¿Traes noticias de tu rey? —preguntó Sigmar.

—Sí —contestó el jinete, ignorando el furioso ceño fruncido de Alfgeir—. Soy Myrsa, Guerrero Eterno del rey Artur de los teutógenos, y estoy aquí para ordenaros que dejéis estas tierras u os enfrentéis a la muerte.

Sigmar asintió con la cabeza, ya que esperaba tal respuesta y podía ver que al guerrero le había sentado mal que Artur no hubiera venido en persona.

Se inclinó hacia delante y dijo:

—El rey Marbad de los endalos me dijo una vez que Artur se había vuelto arrogante en la cima de su refugio inexpugnable y, tras haber visto este trozo de roca, puedo creerlo, pues ¿quién no se sentiría por encima de los demás hombres con un bastión tan imponente en su poder?

El rostro de Myrsa enrojeció ante el insulto a su rey, pero Sigmar siguió adelante:

—Un rey que se esconde tras los muros acaba teniendo miedo de dejarlos, ¿no es cierto?

—Éstas son tierras teutogenas —repitió Myrsa, manteniendo un tono de voz desapasionado—. Si no os marcháis, vuestros guerreros se quebrarán contra la Fauschlag. Ningún ejército puede abrir una brecha en sus muros.

—Los muros de piedra están muy bien —señaló Sigmar—, pero cuento con hombres suficientes para rodear esta roca y sellar la ciudad de Artur hasta que todo hombre, mujer y niño haya muerto de hambre. No quiero hacer eso, pues deseo que los teutógenos sean nuestros hermanos y no nuestros enemigos. Pregúntale a los norses lo que les ocurre a mis enemigos. Dile a Artur que tiene un día más para enfrentarse a mí o escalaré esa maldita roca y le abriré la cabeza delante de toda su gente.

Myrsa hizo un rígido gesto de asentimiento con la cabeza, hizo dar la vuelta a su caballo y regresó al castillo situado en la base de la Fauschlag. Las puertas principales se abrieron y el Guerrero Eterno desapareció en el interior.

—No lo has dicho en serio, ¿verdad? —preguntó Pendrag—. Lo de hacer pasar hambre a la ciudad.

—No, claro que no —aseguró Sigmar—, pero necesitaba que él creyera que sí.

—Entonces ¿qué pensáis hacer? —inquirió Alfgeir.

—Exactamente lo que le dije —contestó Sigmar—. Si Artur no sale, voy a escalar esa roca y a sacarlo a rastras de dondequiera que se esté escondiendo.

—¿Escalar la Fauschlag? —exclamó Wolfgart, estirando el cuello para levantar la mirada hacia la imponente roca.

—Sí —dijo Sigmar—. No puede ser tan difícil, ¿no?

* * *

Mientras el sudor hacía que le escocieran los ojos y los músculos le ardían, Sigmar tuvo motivos para replantearse su anterior alarde acerca de lo fácil que resultaría escalar la roca Fauschlag. El bosque se extendía allá abajo formando un gran envoltorio verde, las montañas al este se alzaban entre los árboles en una serie de puntas blancas y el mar era un lejano resplandor en el horizonte.

La euforia de contemplar el mundo desde esta posición estratégica se veía compensada por el terror de tener que aferrarse a la pared de roca con las yemas de los dedos, sabiendo que un resbalón lo enviaría dando tumbos cientos de metros hasta la muerte.

Fuertes vientos soplaban alrededor de la Fauschlag. Sigmar estiró el cuello hacia arriba comprobando sus asideros, pero aún no se veía la cima de la roca. Las aves trazaban círculos por encima de su cabeza y él les envidió la facilidad de poder volar.

Sus hermanos de armas y Alfgeir habían intentado convencerlo para que no emprendiera esta insensata empresa, pero Sigmar sabía que no podía echarse atrás de este desafío. Le había dicho al paladín de Artur que escalaría la Fauschlag, y la palabra de Sigmar era de hierro.

Se arriesgó a mirar hacia abajo y tragó saliva al ver a su ejército desplegado por las ancas rocosas de la Fauschlag, poco más que puntos mientras observaban cómo su rey escalaba hacia la gloria o la muerte.

—¿Sigues conmigo, Alfgeir? —preguntó Sigmar, gritando para hacerse oír por encima del viento.

—Sí, mi señor —contestó Alfgeir desde más abajo, con voz forzada y un cierto tono de enfado—. ¿Seguís pensando que esto ha sido una buena idea?

—Estoy empezando a pensar que puede que haya sido un poco tonto, sí —admitió Sigmar—. ¿Quieres volver a bajar?

—¿Y dejaros aquí solo? —soltó Alfgeir—. Ni hablar. No creo que ninguno de los dos vayamos a bajar a menos que nos caigamos.

—No hables de caer —repuso Sigmar, pensando en Wolfgart—. Trae mala suerte.

Alfgeir no dijo nada más y los dos guerreros continuaron su ascensión, arrastrándose hacia arriba por la pared rocosa de la Fauschlag, centímetro a centímetro. Había muchos puntos de apoyo para las manos y los pies, pues la superficie de la roca no era lisa, pero la energía necesaria para mantenerse agarrado era tremenda y Sigmar sentía dolorosos calambres en los brazos debido al esfuerzo de escalar, con el que no estaba muy familiarizado.

Ninguno de los dos guerreros llevaba armadura, ya que intentar tal ascensión con la pesada malla habría sido aún más suicida de lo que sus guerreros ya pensaban que era. Ghal-maraz colgaba del cinto de Sigmar y Alfgeir llevaba su espada en bandolera, pues ninguno de los dos deseaba llegar a la cima de la Fauschlag sin un arma.

Varias veces durante su ascensión, Sigmar había oído el repiqueteante sonido de metal contra metal y al mirar había visto cómo subían los montacargas de madera con las largas cadenas. Uno de esos montacargas estaba bajando hacia ellos y Sigmar entrecerró los ojos mientras consideraba los aspectos prácticos de este medio de transporte.

—Por muchos hombres que tengan no podrían tirar de estos aparatos y esa cantidad de hierro hasta la cima de la Fauschlag —comentó Sigmar—. Debe de haber algún tipo de mecanismo con cabrestantes arriba.

—Fascinante —contestó Alfgeir, jadeando—, pero ¿eso qué importa? Seguid subiendo. No os detengáis o no podré empezar de nuevo.

Sigmar asintió con la cabeza e ignoró el montacargas mientras pasaba de largo en dirección al castillo. Una vez más, los escaladores se pusieron en marcha trepando por la pared de roca hasta que Sigmar sintió que no podía moverse ni un centímetro más.

Oyó a Alfgeir subiendo a su lado y respiró hondo, sus pulmones trabajaban agitados y le ardían debido al esfuerzo. Una eternidad pasó para Sigmar y maldijo el orgullo que lo había enviado a esta insensata misión.

Sigmar recordó cuando siendo niño, su padre le había enseñado por primera vez cómo hacer un fuego para cocinar en el bosque. Él había querido preparar una gran hoguera, pero Björn le había mostrado que el arte de hacer una fogata requería equilibrio. Un fuego demasiado pequeño no te calentaría, pero uno demasiado grande podría descontrolarse fácilmente y reducir el bosque a cenizas.

Sigmar estaba aprendiendo que el orgullo era así: demasiado poco y un hombre no tendría confianza o seguridad en sí mismo y nunca lograría nada en la vida. Demasiado... Bueno, demasiado podría hacer que un hombre acabara aferrado a la ladera de una roca altísima, a centímetros de la muerte.

Aun así, supondría un buen complemento a su creciente reputación e incluso podría garantizarle un recordatorio en el puente de Sudenreik. Esa idea lo hizo sonreír y se impulsó hacia arriba una vez más, agarrándose metódicamente a otro asidero y obligando a su cuerpo cansado a seguir adelante.

El viento amenazaba con arrancarlo de su posición a cada paso, pero se mantuvo pegado la roca, apretándose más fuerte de lo que ningún amante había abrazado nunca al objeto de su deseo.

Sumido en el dolor y el agotamiento del ascenso, Sigmar tardó un momento en darse cuenta de que el ángulo de su subida había disminuido y que estaba trepando por una cuesta más que por una pared de roca vertical.

Sacudió la cabeza y parpadeó para limpiarse el sudor de los ojos y vio que había llegado a la cima. Desde aquí, el terreno se elevaba en una pendiente poco empinada hacia una muralla baja construida alrededor del perímetro de la cumbre de la Fauschlag.

Sigmar estiró la mano hacia atrás para ayudar a Alfgeir, que tenía el rostro gris por el esfuerzo y asintió con la cabeza en señal de gratitud.

—Lo logramos, amigo —dijo Sigmar, jadeando—. Estamos en la cima.

—Maravilloso —respondió Alfgeir casi sin aliento mientras levantaba la mirada—. Ahora sólo tenemos que luchar para entrar.

Sigmar se volvió y vio aparecer una hilera de guerreros teutógenos con lorigas de bronce en la muralla, con las espadas desenvainadas y las cuerdas de los arcos tensas.

* * *

Sigmar descolgó a Ghal-maraz del cinto y luego ayudó a Alfgeir a ponerse en pie. Los dos guerreros umberógenos se irguieron orgullosamente ante los teutógenos armados, agotados pero desafiantes y llenos de júbilo ante la pura imposibilidad de su increíble ascensión.

Myrsa, el Guerrero Eterno, se encontraba en el centro de la hilera de guerreros y Sigmar avanzó hacia él, esperando que la línea de arqueros disparase en cualquier momento. Alfgeir lo siguió.

—Por favor, decidme que tenéis un plan —susurró.

Sigmar negó con la cabeza.

—La verdad es que no... No esperaba que sobreviviéramos a la ascensión —respondió.

—Maravilloso —soltó Alfgeir—. Me alegra saber que lo habíais planeado detenidamente.

Sigmar llegó a la muralla y se detuvo delante de Myrsa, mirándolo directamente a los ojos. Se había imaginado que Myrsa los estaría esperando y tenía la esperanza de no haberse equivocado al leer el corazón del otro hombre cuando habían hablado por primera vez.

—¿Dónde está Artur? —preguntó Sigmar.

Una tirantez de la línea de la mandíbula fue la única señal de tensión en Myrsa, pero decía mucho del conflicto que se agitaba en el interior del guerrero.

—Le está rezando al Fuego de Ulric —contestó Myrsa—. Dijo que os caeríais.

—Se equivocó —replicó Sigmar—. Se ha equivocado en muchas cosas, ¿no?

—Tal vez, pero es mi rey y le debo la vida.

—Si yo fuera tu rey, me sentiría honrado de contar con un hombre como tú a mi servicio.

—Y yo me sentiría orgulloso de prestarlo, pero es una estupidez soñar con lo que no puede ser.

—Ya veremos —repuso Sigmar—. Ahora, a menos que tengas pensado matarme, llévame con Artur de los teutógenos.

* * *

Los edificios de la Fauschlag estaban construidos con tanta elegancia como cualquiera de los de Reikdorf y Sigmar no pudo menos que maravillarse ante la dedicación y determinación que debían de haber sido necesarias para subir los materiales para construirlos hasta la cima. Vio la sabiduría de los mamposteros enanos en algunas construcciones, pero la mayoría de las estructuras se habían edificado con la habilidad humana. El ingenio del hombre no dejaba de asombrar a Sigmar, y estaba más decidido que nunca a ver a su gente unida con una meta común.

El paseo a través del asentamiento atrajo pronto muchos seguidores, la gente salía de sus casas para ver a ese extraño rey que había escalado la Fauschlag. Los guerreros de Myrsa rodeaban a Sigmar y Alfgeir, y aunque podían matarlos en cualquier momento, Sigmar se sentía curiosamente exaltado y seguro de sí mismo.

Todo lo que había visto de estos teutógenos hablaba de un orgullo feroz y pragmático, y el anterior concepto que tenía de ellos como asaltantes salvajes y asesinos desapareció al ver su ordenada sociedad. Los niños jugaban en las calles y las mujeres los cogían a medida que la procesión se abría camino hacia el corazón de la ciudad.

Los sacerdotes de Ulric aseguraban que el dios de los lobos y el invierno golpeó la montaña con su puño en la antigüedad, aplanando la cima para que sus fieles le rindieran culto allí. Se decía que una gran llama permanecía encendida en el centro, un fuego que ardía sin turba ni madera, y Sigmar sintió una excitación infantil ante la idea de ver algo tan milagroso.

Los guerreros no hablaron entre ellos mientras se dirigían al centro de la ciudad y Sigmar percibió una creciente tensión a medida que se acercaban a su destino.

Por fin, Sigmar, Alfgeir y su escolta salieron de entre altos edificios de granito con tejados de arcilla hasta un lugar despejado en el centro de la roca Fauschlag.

Un gran círculo de menhires de piedra se había erigido formando un amplio anillo, con dinteles de piedra planos que se sostenían encima en precario equilibrio. Todas las piedras eran brillantes y negras, veteadas de líneas de un tono rojo dorado, y en el centro del círculo una alta columna de fuego blanco ardía con una luz deslumbrante y pura.

Las llamas flameaban con un fuego frío y eran más altas que un hombre. Un guerrero ataviado con una armadura de maravillosa factura y que sostenía una espada con la punta hacia abajo delante de él se encontraba arrodillado en medio del resplandor. Oraba rodeando con las manos en la empuñadura de su espada y el pomo apoyado contra la frente, y Sigmar pensó que debía tratarse de Artur.

Las placas que le protegían la espalda y los hombros relucían como la plata, y la malla de bronce que las bordeaba estaba tan delicadamente trabajada como la mejor armadura enana que Sigmar hubiera visto. Un alado yelmo de bronce descansaba en el suelo junto a Artur, y mientras Sigmar se aproximaba, el rey de los teutógenos se puso en pie con soltura y se volvió hacia él. Artur era apuesto, su cabello oscuro estaba entretejido de plata, y su rostro curtido mostraba la fortaleza que otorga la natural seguridad en sí mismo de un guerrero que nunca ha conocido la derrota. El rey llevaba la ahorquillada barba trenzada y su fuerza era evidente.

No obstante, fue la espada de Artur lo que atrajo la mirada de Sigmar: la Espada del Dragón de Caledfwlch. Se decía que la reluciente hoja de plata podía cortar el hierro o la piedra más duros. Las leyendas de los teutógenos hablaban de un misterioso sabio que había llegado del otro lado del mar, un chamán del antiguo saber que había fabricado la espada para Artur cuando éste nació usando un fragmento capturado de un relámpago congelado por el aliento de un dragón del hielo.

Al mirar la espada de hoja larga, Sigmar bien podía creer tales relatos, pues una reluciente escarcha parecía adherirse al filo del arma.

—¿Sois el rey de los umberógenos? —preguntó Artur cuando Sigmar entró en el círculo de piedra.

Cuatro figuras vestidas con túnicas oscuras aparecieron en los puntos cardinales del círculo y, por sus capas y talismanes de piel de lobo, Sigmar los reconoció como sacerdotes de Ulric.

—Así es —confirmó Sigmar—. Y vos sois el rey Artur.

—Tengo ese honor —dijo Artur—, y no sois bienvenido a mi ciudad.

—Si soy bienvenido o no, carece de importancia —repuso Sigmar—. Estoy aquí para pediros cuentas por las muertes de mi gente. Mientras mi padre combatía en el norte, asaltantes teutógenos destruyeron aldeas umberógenas y mataron a los inocentes que vivían allí. Responderéis de sus muertes.

Artur negó con la cabeza.

—Vos habrías hecho lo mismo, muchacho.

—¿No lo negáis? —se sorprendió Sigmar—. Y volved a llamarme «muchacho» y os mataré.

—Estáis aquí para hacer eso de todos modos, ¿verdad?

—Así es —asintió Sigmar.

—Y supongo que estáis aquí para desafiarme a combate singular, ¿no?

—Sí.

Artur soltó una carcajada, un sonoro sonido de barítono de sincera diversión.

—Realmente sois el hijo de Björn, temerario y lleno de absurdas ideas acerca del honor. Decidme, ¿por qué no debería hacer sencillamente que Myrsa y sus guerreros os matasen?

—Porque él no obedecería una orden como ésa —respondió Sigmar mientras avanzaba hacia Artur, sosteniendo a Ghal-maraz delante de él—. Puede que vos hayáis olvidado el significado del honor, pero no creo que él lo haya hecho. Además, ¿qué clase de hombre rehusaría un desafío ante los ojos de los sacerdotes de Ulric? ¿Qué clase de rey podría conservar su autoridad si se demostrara que es un cobarde?

Artur entrecerró los ojos y Sigmar vio una rabia y una arrogancia intensas tras su mirada.

—Acabáis de realizar una escalada imposible, una hazaña admirable, lo que os ha dejado sin fuerzas —dijo Artur entre dientes—. ¿Os encontráis al límite de vuestro aguante y creéis que podéis vencerme? No sois más que un muchacho imberbe y yo soy un rey.

—Entonces no tenéis nada que temer —soltó Sigmar, levantando el martillo de guerra.

—La Espada del Dragón cortará vuestra carne como si fuera niebla—exclamó Artur mientras cogía el yelmo y se lo colocaba sobre la cabeza.

Sigmar no contestó, sino que simplemente trazó un círculo alrededor de Artur, estudiando a su enemigo y observando sus movimientos. El rey era de complexión fuerte, con los hombros anchos y las caderas estrechas de un espadachín, pero no había combatido en muchos años.

A pesar de ello, se movía bien, suave y tranquilo, su equilibrio y porte eran casi tan perfectos como los de Gerreon. El nombre del traidor de Sigmar apareció espontáneamente en su mente y su paso titubeó al recordarlo.

Artur vio el parpadeo en sus ojos y saltó hacia delante, la Espada del Dragón hendió el aire acompañada del susurro del viento invernal a su paso. Sigmar se recuperó a tiempo para esquivar el golpe, pero el frío de la hoja pasó a un dedo de cortarle la cabeza con el primer golpe del desafío.

Sintiendo su debilidad, Artur atacó de nuevo, pero Sigmar lo estaba esperando y bloqueó con la cabeza y el asta de Ghal-maraz. Cada bloqueo lanzaba chispas blancas por el aire, y Sigmar sintió que el gran martillo de guerra se iba enfriando con cada golpe que desviaba.

El alcance de Artur era mucho mayor que el suyo y Sigmar podía acercarse muy pocas veces al rey teutogeno para atacar. Giró alrededor de una estocada de la Espada del Dragón y Ghal-maraz se estrelló contra el costado de Artur. El repicar del metal resonó por el círculo de piedras negras y Sigmar se apartó para esquivar el contragolpe de Artur, asombrado de que su martillazo no hubiera destrozado la armadura y astillado la columna de su enemigo.

Artur se rió al ver su sorpresa.

—No sois el único rey que se ha aliado con la gente de las montañas y hace uso de su arte —dijo.

Sigmar retrocedió viendo el trabajo de los enanos en las volutas acanaladas de la armadura y el lustre del metal enano. La escritura rúnica del mango de Ghal-maraz relucía con una luz intensa, como si le desagradase verse obligado a causarle daño a otro artefacto de sus creadores.

Los dos reyes intercambiaron ataques de aquí para allá a la sombra del Fuego de Ulric y Sigmar notó que su fuerza se debilitaba a cada momento que pasaba. Le había asestado a Artur varios golpes que habrían matado tres veces a un guerrero menos hábil, pero el rey de los teutógenos permanecía incólume.

Vio el triunfo en los ojos de Artur y levantó a Ghal-maraz desesperadamente mientras la espada trazaba un arco hacia su pecho. Una vez más, las armas de poder se encontraron en medio de un resonante entrechocar de metales desconocido para el hombre y Sigmar sitió que el impacto le entumecía los brazos. Artur dio media vuelta y estrelló el puño envuelto en malla contra el mentón de Sigmar.

Sigmar se apartó tambaleándose debido a la fuerza del golpe mientras una luz estallaba dentro de su cráneo.

Oyó gritar a Artur y al levantar la mirada vio un estruendoso muro blanco ante él.

Sigmar levantó los brazos mientras caía a través de las abrasadoras llamas del Fuego de Ulric y la luz llenaba sus huesos de hielo encendido. Gritó mientras caía, el doloroso frío de algún lugar muy lejano y desconocido para los mortales no se parecía a nada que hubiera experimentado nunca.

Incluso el inmenso vacío de las Bóvedas Grises parecía bienvenido comparado con el poder severo y despiadado condensado en el fuego. Durante un brevísimo instante, un momento que podría haber sido un latido o una eternidad, aquel poder posó su mirada en él y Sigmar sintió que valoraba la valía de su vida en un parpadeo.

Entonces todo terminó. Cayó al suelo en el otro extremo del Fuego de Ulric y rodó hasta ponerse en pie con vigor y energía renovados. Exclamaciones de estupefacción recorrieron el círculo y Sigmar compartió su asombro, pues no tenía ni una marca y las llamas lo habían dejado intacto.

No, no intacto del todo, ya que una capa de reluciente piel de lobo colgaba de sus hombros y fantasmales zarcillos de niebla se adherían a su cuerpo como si acabara de salir de las profundidades del glaciar más hondo. Ghal-maraz estaba envuelto en un fuego blanco y Sigmar sentía que lo llenaba una violenta energía, salvaje e indómita, como si él fuera el animal más feroz de la manada.

Sigmar echó la cabeza hacia atrás, pero en lugar de risa, de su garganta salió el triunfal aullido de un lobo, cuyos ecos recorrieron la circunferencia del círculo de piedra.

Relámpagos blancos centelleaban en los ojos de Sigmar, un infinito paisaje invernal apareció en sus profundidades y vio las legendarias hazañas del pasado y del futuro desplegadas ante él. Los héroes del pasado y los líderes del futuro lo rodearon, sus proezas y coraje épicos se entremezclaron llenando su corazón de la gloria y el honor de sus vidas.

Levantó a Ghal-maraz sin pensarlo y sintió el sonoro golpe de la Espada del Dragón cuando ésta se estrelló contra el mango del martillo de guerra. Sigmar cayó de rodillas como si se moviera en un sueño y Artur balanceó su antigua arma una vez más.

Sigmar alzó el martillo y la cabeza de Ghal-maraz se encontró con la hoja de la Espada del Dragón en una catastrófica explosión de fuerza. Energías inimaginables estallaron debido al impacto y la espada de Artur se rompió en un millar de fragmentos, la hoja pereció con un chillido de invierno y la muerte de las estaciones.

Artur retrocedió, cegado por la explosión, y Sigmar se puso en pie de un salto mientras trazaba un mortífero arco con Ghal-maraz hacia la cabeza del rey teutogeno.

La reliquia de los antepasados de Kurgan Barbahierro chocó contra el yelmo de Artur, abollando el metal y haciendo pedazos el cráneo que había debajo. El cuerpo de Artur salió volando por los aires y cayó formando un montón arrugado delante del fuego abrasador en el centro del círculo de piedra.

Sigmar se irguió sobre el caído, respiraba con agitación debido al poder que llenaba sus venas y el júbilo de la victoria. Vio que los sacerdotes de Ulric inclinaban las cabezas y se ponían de rodillas. Ni la más leve brisa ni una sola voz perturbaban el silencio cuando Sigmar se volvió hacia los que habían sido testigos de cómo había derrotado a Artur.

—¡El rey de los teutógenos ha muerto! —exclamó Sigmar, sosteniendo a Ghal-maraz en alto—. Ahora tenéis un nuevo rey. Las tierras de los teutógenos me pertenecen por derecho de combate.

Incluso mientras pronuncia estas palabras, Sigmar pudo sentir la verdad de las mismas, la convicción de que ésta era la voluntad de los dioses. Cerró los ojós mientras se imaginaba a los umberógenos y a los teutógenos llegando a conseguir grandes cosas. Éste no era sino el primer paso hacia ese objetivo. Tan vivida era esa visión que Sigmar no notó que Myrsa se había acercado hasta que habló.

—¿Reclamáis soberanía sobre los teutógenos? —preguntó el Guerrero Eterno.

Sigmar abrió los ojos y vio a Myrsa de pie ante él sosteniendo una daga contra su garganta. Los ojos del Guerrero Eterno eran tan fríos como el Fuego de Ulric y Sigmar supo que su vida pendía de un hilo. Su mirada se dirigió rápidamente al borde del círculo, donde vio a Alfgeir rodeado de guerreros armados que le habían quitado la espada.

—Sí —contestó Sigmar—. He dado muerte al rey y es mi derecho de sangre.

—Así es —asintió Myrsa con tristeza—, pues los hijos de Artur están muertos y su esposa partió hace mucho hacia el reino de Morr, pero aquí estoy yo con una daga en el cuello del asesino de mi rey.

—Dijiste que estarías orgullo de servirme si fuera tu rey —apuntó Sigmar—. ¿Ya no es así?

—Depende.

—¿De qué?

—De si creo que os proponéis convertirnos en esclavos de los umberógenos —fue le respuesta de Myrsa.

—Nunca —prometió Sigmar—. Ningún hombre será esclavo de Sigmar. Seréis mi gente, mis hermanos, apreciados y honrados, como son todos aquellos que mantienen los vínculos de lealtad.

—¿Lo juráis ante el Fuego de Ulric?

—Lo juro —dijo Sigmar, asintiendo con la cabeza. Y preguntó de nuevo—: ¿te unirás a mí, Myrsa?

El Guerrero Eterno apartó la daga del cuello de Sigmar y se puso de rodillas. Inclinó la cabeza y contestó:

—Me uniré a vos, mi señor.

Sigmar colocó la mano en el hombro de Myrsa.

—Necesito hombres de coraje y honor a mi lado, Myrsa, y tú eres uno de esos hombres.

—Entonces ¿qué queréis que haga?

—Las tierras al norte de las montañas están infestadas de bestias oscuras y algún día los Lobos de Mar del otro lado del océano regresarán —dijo Sigmar mientras le ofrecía la mano a su más reciente aliado y lo ponía en pie—. Como tu rey, necesito que tú y tus guerreros vigiléis las marcas septentrionales y mantengáis estas tierras a salvo. »

Myrsa asintió con la cabeza y dirigió la mirada hacia el cadáver del rey al que había servido otrora mientras los sacerdotes de Ulric se acercaban a recogerlo.

—Artur fue en su día un buen hombre —aseguró Myrsa.

—No lo dudo —contestó Sigmar—, pero ahora está muerto y tenemos trabajo que hacer.