22: La muerte de los héroes

VEINTIDÓS

La muerte de los héroes

Sigmar vio que el flanco derecho se desmoronaba y llevó las espuelas hacia atrás. Una avalancha de orcos estaba atravesando la brecha que había creado la huida de los menogodos y estaba causando una espantosa masacre entre los merógenos. La gran ventaja de este campo de batalla era que los orcos no podrían emplear toda la fuerza de sus efectivos contra su ejército, pero eso no serviría de nada si los pieles verdes lograban situarse tras ellos.

El centro estaba resistiendo gracias al coraje de los enanos y los guerreros udoses y el flanco izquierdo del ejército, que defendían los guerreros del rey Adelhard, permanecía intacto. Los guerreros ostagodos aún no habían combatido y Sigmar podía ver que estaban ansiosos por derramar sangre de orco.

—Tenemos que llegar allí —dijo—. Si los guerreros de Henroth ceden, estamos perdidos.

—Sí —coincidió Pendrag—. Los merógenos son valientes, pero no durarán mucho si los atacan en dos frentes.

—Pendrag, tú y yo taparemos la brecha —ordenó Sigmar—. Wolfgart, coge quinientos hombres y refuerza el centro. Los hombres de Wolfila no pueden continuar luchando así mucho tiempo y necesitarán la fuerza de nuestros guerreros para resistir.

Wolfgart asintió con la cabeza y salió corriendo para agrupar a sus guerreros mientras Sigmar y Pendrag desmontaban y corrían a unirse a la sección de espadas más cercana. Sigmar bosquejó rápidamente sus órdenes. El cuerno de guerra emitió tres toques cortos seguidos de uno largo y los umberógenos formaron alrededor del estandarte de Sigmar; seiscientos guerreros ataviados con cotas de malla y que portaban espadas letalmente afiladas. Cada guerrero llevaba un escudo en forma de cometa y un yelmo de hierro o de bronce.

Con toda la disciplina que les habían inculcado durante los largos años de campaña, los umberógenos marcharon hacia el flanco que se estaba viniendo abajo con el estandarte de Sigmar ondeando al viento y su rey a la cabeza.

Sigmar podía sentir lo orgullosos que estos hombres estaban de él, y ese orgullo era correspondido. No podían saber el honor que para él suponía guiarlos, y el corazón se le henchía al verlos dirigirse a la batalla con el espíritu enardecido.

—¡Los guerreros del rey Henroth tienen corazones de héroe, pero necesitan nuestra ayuda! —exclamó Sigmar mientras el cuerno tocaba la nota de paso de batalla.

Sus guerreros gritaron y emprendieron un trote constante.

Sigmar pudo comprobar que los orcos se estaban acumulando en los flancos de las fuerzas merógenos, masacrando a los guerreros que no podían pelear como habían entrenado. Los guerreros menogodos estaban volviendo a formar un poco más allá en el paso bajo los iracundos gritos del rey Markus, pero no regresarían a la batalla a tiempo para salvar a los merógenos.

Algunos orcos se estaban volviendo para enfrentarse a los umberógenos, pero la mayoría estaban demasiado ocupados matando merógenos para preocuparse por lo que estaba ocurriendo a su alrededor. La carnicería era atroz y Sigmar no pudo menos que maravillarse del coraje de los merógenos por haber seguido luchando ante una matanza tan horrorosa.

El cuerno emitió un último toque estridente y Sigmar enarboló a Ghal-maraz para que todos sus guerreros lo vieran mientras pasaban a la carga. Los orcos situados delante de Sigmar se replegaron, un miedo ancestral a su arma hacía que sus corazones temblaran en su presencia.

Con un grito de furia y orgullo, los guerreros umberógenos se estrellaron contra los orcos, y la matanza fue enorme. Sigmar golpeaba a derecha e izquierda y ninguna armadura resultaba invulnerable a sus ataques. Las placas de hiero se rompían bajo su poderío y la sangre le salpicaba la armadura y la piel mientras mataba orcos por docenas. Sus guerreros chocaron contra los orcos y derribaron a sus oponentes con los escudos bajo el ímpetu de la carga y lanzaron las espadas hacia sus cuellos e ingles.

Los orcos se volvieron para hacer frente a este nuevo enemigo y grandes hachas destrozaron los escudos umberógenos y derribaron a sus portadores. La velocidad de la carga disminuyó y, durante un terrible momento, Sigmar temió que los orcos no cederían.

Rugiendo de rabia, Sigmar se lanzó hacia la multitud de orcos y se adentró a golpes en la apretada masa de guerreros enemigos. Su martillo de guerra era una mancha borrosa de hierro al ataque, la cabeza forjada con runas abría cráneos y pechos por igual. Espadas y lanzas lo atacaron y un hachazo perdido le arrancó la hombrera.

Los orcos se replegaron ante él y los guerreros umberógenos ocuparon en masa el espacio que había creado. Sigmar siguió luchando hacia delante, hundiendo más la cuña en los orcos y haciendo caso omiso del hecho de que estaba dejando atrás a sus guerreros.

Una lanza se le clavó en el hombro desprotegido y Sigmar soltó un gruñido de dolor mientras los orcos se apiñaban a su alrededor. Su paso flaqueó y un garrote trazó un arco hasta estrellarse contra su yelmo, haciéndolo caer de rodillas mientras le estallaban estrellas detrás de los ojos.

Un chorro de sangre le bajó por un lado de la cara y el mareo se apoderó de él.

El metal de su yelmo se le había abollado sobre los ojos, así que se lo sacó y se lo lanzó a la cara a un orco que cargaba contra él. La bestia lo apartó de un puñetazo, pero para entonces Pendrag ya se encontraba junto a Sigmar y hundió su espada en la garganta del orco. El carmesí del estandarte de Sigmar atrapó la luz y Pendrag lo sostuvo en alto con su mano de plata mientras se erguía sobre su rey.

—¡Sigmar! —gritó Pendrag, guiando a los umberógenos hacia delante—. ¡Por Sigmar y el imperio!

Guerreros cubiertos de sangre se abrieron camino sobrepasado a Sigmar y adentrándose entre los orcos; el ritmo de su carga era implacable. El brutal impulso los empujó hacia delante y, en cuestión de momentos, prácticamente habían aniquilado el ataque de los pieles verdes contra los merógenos.

Sigmar se puso en pie y se limpió la sangre de los ojos.

Los umberógenos seguían presionando hacia delante, persiguiendo con gran furia a los orcos que huían, pero incluso mientras se regocijaba con la victoria, Sigmar vio el peligro.

Miles de orcos estaban atacando el flanco derecho de su ejército y sus guerreros se encontrarían pronto aislados y solos, aplastados como ellos habían aplastado a los orcos.

—¡Esperad! —gritó—. ¡Alto! ¡Alto!

El ruido de la batalla era abrumador y sus gritos se perdieron en la barahúnda. Sigmar buscó al portador del cuerno, desesperado por hacer volver a sus guerreros del peligro, pero vio la forma aplastada y rota del hombre tendida en la tierra. El cuerno de guerra estaba destrozado y nada que Sigmar pudiera hacer sofocaría la furia de batalla de sus guerreros.

* * *

El rey Marbad de los endalos cabalgaba como si los demonios de la bruma le estuvieran pisando los talones, su caballo negro estaba empapado de sudor pero él lo golpeaba con la fusta para que corriera más rápido. Su hijo Aldred cabalgaba a su lado y ochocientos Yelmos de Cuervo galopaban por la llanura detrás de su rey.

Habían transcurrido muchos años desde la última vez que había ido a la batalla, y era maravilloso contar con un corcel tan magnífico bajo su cuerpo y la hoja curva de Ulfihard en la mano.

Únicamente luchar al lado de su viejo amigo, el rey Björn, podría haber hecho este momento más perfecto; pero, claro, sin Sigmar esta guerra no se habría llegado a librar.

El ir y venir de la batalla había cambiado de manera espectacular en los últimos momentos y, con la llegada de los guerreros de Wolfgart, el centro seguía resistiendo. Los ostagodos y los turingios que aún quedaban con vida estaban rodeando el centro para aliviar la presión en ese punto, pero orcos montados sobre jabalíes se estaban moviendo en este mismo instante para contraatacar. Una gran fuerza de orcos podía hacer frente a la maniobra que realizaba el ejército de Sigmar y obligarlo a rendirse.

El valor y el acero sólo podrían defender el frente cierto tiempo.

Al final, la brutal aritmética de la guerra supondría la destrucción del ejército de los hombres.

Nubes de polvo se levantaban a su alrededor y Marbad buscó desesperadamente el estandarte del rey umberógeno en medio del agitado tumulto que se desarrollaba ante la pared del precipicio.

Él y sus Yelmos de Cuervo habían estado buscando una brecha en las líneas enemigas de la que sacar provecho cuando Marbad divisó al portaestandarte de Sigmar sosteniendo en alto el estandarte carmesí con su mano de plata.

No bien Marbad vio el pabellón, ordenó a sus guerreros que lo siguieran. Aldred protestó, pero la palabra de su padre era ley, y Marbad cabalgó con sus mejores guerreros hacia el flanco derecho en combate.

«Cuando veas la mano de plata alzar el estandarte carmesí.»

Había estado soñando, o eso había pensado, cuando tuvo la visión de la vieja bruja vestida de negro junto a su cama en el Salón del Cuervo veinte años atrás. Para él era un misterio cómo había llegado hasta sus aposentos, pero allí estaba, sentada a los pies de la cama.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Y cómo has llegado aquí?

—Cómo he llegado aquí carece de importancia, Marbad —contestó la bruja de cabello cano—, pero a veces me llaman la hechicera del Brackenwalsch. Un nombre desagradable, pero es el que me veo obligada a llevar en esta era de los hombres.

—He oído hablar de ti —dijo Marbad—. Tu nombre es una maldición para los umberógenos. Dicen que practicas las artes oscuras.

—¿Las artes oscuras? —se rió la hechicera—. No, Marbad, si practicara las artes oscuras, entonces Sigmar ya estaría muerto.

—¿Sigmar? ¿Qué tiene que ver el hijo de Björn con esto?

—Para algunos quizá sea una maldición —continuó la hechicera, ignorando su pregunta—, pero cuando los hombres están desesperados te sorprendería lo rápido que buscan mi ayuda.

—Yo no preciso nada de ti —respondió Marbad.

—No —coincidió la hechicera—, pero yo preciso algo de ti.

—¿Qué podría querer de mí alguien como tú?

—Una promesa sagrada, Marbad —dijo la hechicera—: que cuando veas la mano de plata alzar el estandarte carmesí, cabalgues con todas tus fuerzas al lado de Sigmar y le otorgues tu posesión más preciada.

—No lo entiendo.

—No es preciso que lo entiendas, Marbad, sólo requiero tu promesa sagrada.

—¿Y si no lo hago?

—Entonces la raza de los hombres morirá y el mundo terminará en un baño de sangre.

Marbad hizo una pausa para ver si la mujer estaba bromeando, pero cuando se quedó callada supo que no era así.

—¿Y si te hago esa promesa?

—Entonces el mundo perdurará un poco más y habrás cambiado el curso de la historia. ¿Qué hombre podría pedir más?

Marbad sonrió, reconociendo los halagos por lo que eran, pero sin percibir ninguna falsedad en las palabras de la hechicera.

—¿Ganaré gloria con esto?

—Ganarás gloria —asintió la hechicera.

—Tengo la sensación de que no me estás diciendo algo —apuntó Marbad.

—Cierto, pero no querrás oírlo.

—¡Eso lo decidiré yo, mujer! Dímelo.

—Muy bien —aceptó la bruja—. Sí, si cumples tu promesa ganarás gloria, pero estarás eligiendo la senda que te llevará la muerte.

Marbad tragó saliva mientras hacía el símbolo de los cuernos.

—Tienen razón al decir que eres una maldición.

—Intento contentar a todo el mundo.

Marbad se rió entre dientes.

—Gloria y una oportunidad de salvar el mundo —dijo el rey—. La muerte parece un precio muy pequeño a cambio.

—¿Tengo tu promesa? —insistió la hechicera.

—Sí, maldita seas, te lo prometo. Cuando vea la mano de plata alzar el estandarte carmesí, signifique lo que signifique, cabalgaré con todas mis fuerzas al lado de Sigmar.

A la mañana siguiente había despertado descansado y con sólo un recuerdo fugaz del encuentro con la hechicera; sin embargo, cuando vio a Pendrag levantar el estandarte de Sigmar, el recuerdo de dos décadas atrás regresó con increíble claridad.

Marbad iba muy erguido en la silla mientras cabalgaba con todas sus fuerzas al lado de Sigmar.

«Gloria y una oportunidad de salvar el mundo... no está mal para un viejo, ¿no?».

* * *

Los enfrentamientos se arremolinaban alrededor de Sigmar como algo vivo, latiendo y fluyendo a ritmos ocultos que eran invisibles para un hombre normal pero que estaban más claros que el agua para él. La carga de sus guerreros umberógenos había sido magnífica y gloriosa, obstinada y valiente, pero en última instancia imprudente.

Las espadas subían y bajaban, pero los brazos de los umberógenos estaban cansados, sus armas parecían pesar cinco kilos más. La carga para rescatar a los merógenos sería un relato que contar en años venideros, pero primero tenían que sobrevivir al combate.

Los umberógenos habían acabado con muchos de los orcos que huían y luego habían chocado contra un sólido muro de hierro y carne verde. Orcos duros como las montañas que mataban hombres con implacable ferocidad. Sigmar vio que estos orcos de piel oscura eran más grandes y musculosos que ninguno al que se hubieran enfrentado hasta entonces.

Donde una vez sus guerreros habían marchado al rescate de sus compañeros, ahora luchaban por sus vidas. Pendrag aún sostenía el estandarte en alto, pero sangraba debido a una herida en la cabeza y el gran estandarte se tambaleaba en su mano.

De un martillazo Sigmar le arrancó el escudo de las manos a un orco que gruñía y le dio un puñetazo en la cara porcina. Soltó un gruñido al golpearlo, pues fue como darle a una piedra. El orco rugió y lo atacó con el hacha, pero Sigmar se agachó y estrelló el martillo contra la ingle de la bestia. El orco se desplomó y Sigmar lo golpeó en la cara con el escudo partiéndole los colmillos y haciendo que se tambaleara hacia atrás.

Los orcos lo rodearon entre bramidos y un pesado garrote se estrelló contra su hombro arrancándole el último trozo de hombrera y haciéndolo caer de rodillas. Ghal-maraz trazó un arco bajo y destrozó las piernas de su atacante, que cayó desplomado a su lado.

Sigmar se levantó y pisó el cuello del orco con el talón mientras bloqueaba el amplio golpe de hacha con el escudo. Una espada pasó junto a su cabeza y se apartó para esquivar una lanza que se dirigía a su pecho. Golpeó al lancero y lanzó el escudo hacia delante contra la cara de otro orco a la vez que un hacha rebotaba contra su peto.

—¡Pendrag! —gritó Sigmar cuando vio que una sombra enorme se erguía imponente sobre su hermano de armas.

La criatura troll era un monstruo aterrador de proporciones gigantescas, tenía las extremidades sumamente hinchadas y llenas de bultos por los músculos retorcidos. La cabeza era enorme, repelente y humanoide, pero los ojos carecían del brillo de la inteligencia. Bultos horribles y un pelaje parecido a alambre asomaban de su carne gris semejante a la piedra. Iba armado con un tronco de árbol con una docena de hojas de espada fijadas al extremo.

Al monstruo se le caía una baba humeante y sus extremidades se movían de manera lenta y pesada. Pendrag levantó la mirada a través de una máscara de sangre a tiempo para ver el enorme garrote con pinchos descendiendo hacia él y alzó los brazos en un inútil gesto de defensa.

Sigmar se lanzó contra Pendrag apartándolo del camino del garrote del troll. La gigantesca arma abrió una grieta en el suelo y Sigmar rodó para ponerse en pie con Ghal-maraz en alto y sosteniendo el escudo ante él. Pendrag yacía donde había caído, el estandarte carmesí permanecía en el suelo a su lado.

El troll descollaba sobre Sigmar, sus gruesos labios formaban una sonrisa de árida maldad que se extendía por sus facciones flácidas. Una serie de gruñidos retumbantes salió de su boca y Sigmar se dio cuenta de que se estaba riendo.

La rabia lo invadió, se agachó bajo el balanceante garrote y estrelló el martillo contra el muslo del monstruo. La piel de la bestia se rajó por el golpe y el sonoro impacto retumbó por el brazo de Sigmar como si hubiera golpeado la ladera de una montaña. El garrote se dirigió hacia él una vez más y recibió el golpe con el escudo. El metal se agrietó y notó el brazo como si se lo hubiera pisoteado un caballo.

El troll trató de agarrarlo, pero Sigmar esquivó las manos torpes y codiciosas. Oyó los gritos de sus hombres cuando vieron que su rey estaba en peligro y corrieron en su ayuda. Los orcos se replegaron ante el renovado ataque, pero no los contendrían mucho tiempo.

Sigmar giró dentro del alcance del troll balanceando el martillo hacia la cara del monstruo, pero la bestia se irguió y Ghal-maraz le golpeó el pecho con un estruendo sordo. La piel blindada del troll se partió y de la herida salió un chorro de sangre repugnante y hedionda. Sigmar sintió arcadas y retrocedió a causa de las nauseas que le produjo el nefasto hedor.

Parpadeó para despejarse la vista y se quedó mirando asombrado mientras la espantosa herida del pecho del troll comenzaba a cerrarse, la gruesa piel se regeneraba con velocidad antinatural para reparar el daño. La sorpresa casi le cuesta la vida a Sigmar cuando el troll inspiró hondo y se inclinó hacia delante con la boca muy abierta.

El instinto llevó a Sigmar a levantar el escudo y soltó un grito cuando la bestia vomitó un torrente de fluido repugnante. La fetidez era insoportable y el hedor acre de los jugos digestivos le hizo llorar los ojos.

Sigmar saltó hacia atrás alejándose del troll, repugnado de un modo indescriptible, mientras sentía un calor abrasador por el brazo y el pecho. Su escudo se estaba fundiendo, el metal silbaba y se deformaba mientras dejaba caer gotitas doradas en la tierra. La estupefacción lo hizo reaccionar despacio, hasta que un diminuto hilito del vómito del troll le goteó en el brazo.

El dolor fue atroz y tiró el escudo mientras comprobaba que había sido el más afortunado de los que se encontraban delante del monstruo. Tres guerreros umberógenos gritaban de dolor mientras la bilis ácida les atravesaba la armadura y les licuaba la carne. Sigmar sintió calor en el pecho y al bajar la mirada vio una mancha burbujeante y sibilante de bilis que estaba corroyendo el metal de su peto.

Sigmar cayó de rodillas mientras intentaba soltar con torpeza las correas que le amarraban el peto al pecho, pero no llegaba. Soltó un grito cuando el calor del ácido le quemó la piel.

—No te muevas —dijo Pendrag, apareciendo a su lado con un cuchillo en las manos.

—¡Date prisa! —gritó Sigmar.

Pendrag cortó las correas que sujetaban la armadura y Sigmar apartó el peto de su cuerpo con un desesperado empujón. Dolorido, pero agradecido de estar vivo, Sigmar le dio las gracias a su hermano de armas con un gesto de la cabeza y se puso en pie en lo más reñido del combate.

Pendrag sostenía su estandarte de nuevo y Sigmar comprobó que sus guerreros habían formado un muro de escudos a su alrededor, protegiéndolo mientras se enfrentaba al troll. Unos cien hombres seguían combatiendo y Sigmar no podía ver el final de los orcos que los envolvían. Un océano de carne verde rodeaba esta isla de umberógenos.

Sus guerreros estaban tratando de llevar a cabo una retirada ofensiva, pero los orcos habían cortado toda vía de huida y estaban atrapados. Sigmar apenas podía ver nada de la batalla más allá de este enfrentamiento, pero esperaba que Alfgeir o algún otro rey pudiera darse cuenta del desesperado aprieto en el que se encontraban.

Sigmar oyó un repugnante chasquido húmedo y vio al troll devorando a uno de los guerreros que habían caído bajo su espantoso vómito. La pierna del hombre aún le asomaba por las mandíbulas, pero la engulló con un movimiento de la garganta. El trol levantó la mirada y, al ver a Sigmar, se abrió paso con su gigantesca arma hacia él a través del muro de escudos.

Golpeaba a los guerreros con su enorme garrote para hacerlos a un lado y éstos salían despedidos por encima de las cabezas de sus compañeros para aterrizar en medio de los orcos. Sigmar corrió a enfrentarse al monstruo, aunque sabía que no podría derrotarlo solo. Como si respondieran a ese pensamiento, un puñado de sus guerreros, incluyendo a Pendrag, atacaron con él clavando lanzas largas y espadas a la espantosa bestia.

Las espadas le abrían tajos en la piel y las lanzas se hundían en su vientre caído, pero no bien el monstruo empezaba a sangrar cuando su sobrecogedora anatomía lo curaba en cuestión de momentos. El troll aplastaba a los hombres con su pesado garrote y Sigmar vio un cruel placer en sus estúpidas facciones. Nada de lo que hacían causaba daño a este monstruo, y el muro de escudos se iba encogiendo a medida que los hombres caían ante las cortantes hojas de los orcos.

Entonces Sigmar oyó el estruendo de cascos y el corazón le dio un brinco al ver el bienaventurado espectáculo de los Yelmos de Cuervo del rey Marbad abriendo una senda entre los orcos. Los jinetes con armadura negra se abrían paso a golpes entre los pieles verdes, sus pesados corceles aplastaban a sus enemigos y sus lanzas los ensartaban en el sitio.

Marbad iba a la cabeza, y el viejo rey mostraba un aspecto magnífico, su cabello canoso ondeaba tras él mientras se abría camino a través de las filas de orcos y la hoja de Ulfihard emitía un fuego azul. Ningún poder con el que contaran los orcos podía hacer frente a la espada de los duendes, y la piedra engastada en el pomo brillaba con antiguo poder.

Los Yelmos de Cuervo eran los mejores guerreros de los endalos y los orcos se dispersaron ante ellos. Los que permanecieron en su sitio acabaron destruidos. Sin necesidad de órdenes, los umberógenos comenzaron a luchar para enlazar con los guerreros de Marbad.

Un ensordecedor rugido de furia resonó mientras el troll se abría paso entre los guerreros de Sigmar y se lanzaba de nuevo contra él a la vez que su estómago se sacudía con un grotesco movimiento. Bajó la monstruosa cabeza y abrió mucho las mandíbulas una vez más.

—¡Sigmar! —gritó Marbad mientras echaba el brazo hacia atrás.

El rey de los endalos lanzó a Ulfihard en dirección a Sigmar y la reluciente espada de los duendes giró con elegancia natural hacia él.

Sigmar cogió el arma al vuelo y giró sobre los talones.

La maravillosa hoja se deslizó por la garganta del trol atravesándole el cuello de lado a lado con una virulenta explosión de poder. La cabeza del monstruo salió volando de sus hombros y su cuerpo cayó al suelo con un gran estrépito.

Sigmar soltó un rugido de triunfo y dejó que el fuego de Ulfihard se uniera a las llamas de invierno que ardían en su propio corazón. Con un arma de poder en cada mano, Sigmar se apartó del cadáver del troll y corrió para reincorporarse a sus guerreros mientras Pendrag los guiaba a través de los orcos hacia los Yelmos de Cuervo.

Un grito de rabia que escapó de muchísimas gargantas lo hizo levantar la mirada, y él también gritó al ver cómo derribaban al caballo de Marbad y el viejo rey caía entre los orcos.

—¡Marbad! —exclamó Sigmar, abriéndose paso hacia su amigo.

Los orcos no podían competir con él y sus dos armas se abrían camino entre sus enemigos con facilidad, pero Sigmar ya sabía que llegaría demasiado tarde. Destrozó con Ghal-maraz el cráneo de un orco demasiado lento para huir ante él y hundió a Ulfihard en la espalda de otro mientras los apartaba del cuerpo del rey caído.

Sigmar llegó hasta el anciano rey de los endalos y se arrodilló a su lado; la angustia le desgarró el corazón al ver la espantosa herida que Marbad tenía en el pecho. La sangre formaba un charco bajo el rey y Sigmar supo que no habría modo de salvarlo.

Una lanza se le había hundido en la parte baja de la espalda, desgarrándolo en ángulo ascendente hasta los pulmones, y la hoja de una espada rota le sobresalía del costado. Un círculo de guerreros formó a su alrededor, tanto Yelmos de Cuervo como umberógenos.

—Viejo tonto —lloró Sigmar—, ¿cómo se os ocurre lanzar vuestra espada así?

—Tenía que hacerlo —tosió Marbad, agarrando con fuerza la mano de Sigmar—. Ella me prometió gloria.

—Y la tenéis, mi rey —aseguró Sigmar—. Sois un héroe.

Marbad intentó sonreír, pero un ataque de tos lo sacudió.

—Ya no duele —dijo—. Eso está bien.

—Sí —asintió Sigmar, apretando a Ulfihard contra la mano del rey moribundo.

—Siempre temí este día —confesó Marbad con voz apagada—, pero ahora que ha llegado... no me... arrepiento. —Con estas palabras, el rey de los endalos abandonó el reino de los hombres.

Sigmar se puso en pie, su odio hacia los pieles verdes ardía con más intensidad que nunca mientras evaluaba la batalla en un instante. El ritmo del enfrentamiento había cambiado y comprobó que los guerreros menogodos estaban empujando hacia delante para salvaguardar el flanco derecho que habían abandonado antes.

Una vez más, la batalla se había convertido en un desesperado combate cuerpo a cuerpo de guerreros jadeantes.

Orcos aullantes chocaban contra los hombres y los enanos, la línea de defensores se combaba hacia atrás pero aún seguía intacta. La carga de los Yelmos de Cuervo había forjado una senda de regreso a su ejército y Sigmar no tenía la más mínima intención de desperdiciar el sacrificio de su hermano rey.

Un joven al que Sigmar reconoció como el hijo de Marbad se abrió paso entre el círculo de guerreros. Su rostro era una máscara de dolor.

—Padre —lloró Aldred mientras sostenía la cabeza de Marbad en su regazo.

—Deja que te ayude con él —ofreció Sigmar.

—No —respondió bruscamente Aldred mientras cuatro Yelmos de Cuervo se acercaban—. Nosotros lo llevaremos.

Sigmar asintió con la cabeza y retrocedió mientras los guerreros endalos levantaban a Marbad sobre los escudos.

Mientras observaba cómo los Yelmos de Cuervo se llevaban a Marbad, Sigmar comprendió que sólo había un modo de poner fin a esta batalla.

* * *

—Por todos los dioses, hombre, ¿en qué estabais pensando? —soltó Alfgeir mientras Sigmar llegaba trotando al lugar en el que el estandarte de guerra de los umberógenos estaba plantado en el suelo.

No respondió a Alfgeir, sino que simplemente saltó sobre la silla de su caballo castrado. Le habían arrancado la armadura y su cuerpo estaba cubierto de sangre y cicatrices.

—No podemos ganar la batalla así —dijo Sigmar—. Los orcos nos aplastarán y no hay nada que podamos hacer para impedirlo.

Alfgeir parecía decidido a soltar una respuesta mordaz, pero vio el fuego frío en los ojos de Sigmar y cambió de idea.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor? —preguntó.

—Envía mensajeros a los reyes —ordenó Sigmar—. Diles que vigilen la roca del Nido del Águila y que sigan mi ejemplo.

—¿Por qué? —quiso saber Alfgeir—. ¿Qué vais a hacer?

Pero Sigmar ya se había alejado al galope.