11: Las bóvedas grises

ONCE

Las bóvedas grises

Horst Edsel no era un hombre dado a meditar acerca de los caprichos de los dioses, pues había aceptado que no era más que un insignificante actor en sus grandiosos dramas. Los reyes podían conducir ejércitos a enfrentarse a sus enemigos y los grandes caudillos podían conquistar tierras que no eran las suyas, pero el empuje de la historia dejaba a Host al margen en su mayor parte, como ocurría con muchos hombres.

No era un hombre inteligente, ni estaba dotado física ni mentalmente. Se había casado joven, antes de que las mujeres de Reikdorf se hubieran dado cuenta del todo de la limitada naturaleza de sus capacidades, y su esposa lo había obsequiado con dos hijos, un niño y una niña. La niña había muerto con su madre durante el difícil parto y una enfermedad de consunción se había llevado al niño tres años después.

Los dioses habían tenido a bien otorgarle estos regalos y luego quitárselos, pero a Host no se le había ocurrido maldecirlos, pues la dicha que había conocido en aquellos breves años superaba todo lo que hubiera experimentado antes o después.

Horst apartó la barca de la orilla del río usando un remo para abrirse paso entre los largos juncos y las espesas algas que crecían río abajo, lejos de los embarcaderos de madera de la ciudad.

Las exiguas capturas que lograba en el río bastaban para alimentarlo y proporcionarle unos cuantos peces para vender el día de mercado, pero poco más, y desde luego no para las cuotas de amarre que cobraba el rey Björn.

Sus redes y cañas estaban bien guardadas a un lado del pequeño bote de pesca y su gato se había hecho un ovillo en la popa. No le había puesto un nombre al animal, ya que un nombre significaba apego, y en cuanto Horst sentía apego por algo los dioses se lo arrebataban. No quería maldecir al gato poniéndole un nombre para que luego se le muriera.

El sol ya había ascendido bastante trecho en el cielo y Horst comentó:

—Ya es bastante tarde, gato.

El animal bostezó, mostrando los colmillos, pero no le prestó atención.

—No debería haberme bebido el resto de ese matarratas taleuteno —continuó, notando el sabor de la bilis agria en la garganta debido al barato alcohol de cereales que vendían los comerciantes de más mala fama—. Nos hemos quedado dormidos y hemos perdido el mejor momento para pescar, gato. A estas alturas, pescadores más madrugadores que nosotros ya habrán desplumado el río. Vamos a pasar hambre otro día. Bueno, yo al menos.

Pasados los macizos de juncos, Horst colocó los remos en los toletes y enfiló el bote con cuidado hacia el centro del río. Más arriba, las embarcaciones comerciales navegaban hacia Reikdorf y Horst vigilaba continuamente por encima del hombro para asegurarse de que no lo embistieran.

Gritos y maldiciones procedentes de varios barcos lo persiguieron, pero Horst los ignoró con tranquila dignidad y dirigió su bote despacio hacia un lugar en el que un afluente que venía de las colinas de las Cinco Hermanas desembocaba en el Reik. Éste había resultado ser muchas veces un buen lugar para que se congregaran los peces y decidió renunciar hoy al tramo principal del río.

Dejó caer la roca atada con una cuerda que le servía de ancla por la borda de la embarcación con un satisfactorio chapoteo, lo que le valió una mirada de desdén por parte del gato, y luego cebó el anzuelo con un trocito de carne podrida que había sacado del tajo del carnicero.

—Ahora no queda sino esperar, gato —dijo Host mientras lanzaba el sedal al agua.

Dormitó al sol, apoyado contra la borda del bote y con el sedal enganchado alrededor del dedo por si acaso un pez llegaba a picar.

Le pareció que apenas acababa de cerrar los ojos cuando algo tensó el sedal que tenía alrededor del dedo. Por la fuerza del tirón, era algo grande.

Horst se sentó y agarró la caña de pescar, tirando de ella con cierta dificultad y enrollando el cordel alrededor de la cornamusa situada en el costado del bote. Incluso el gato levantó la mirada mientras la barca se bamboleaba en el agua.

—¡Algo grande, gato! —gritó Horst, soñando con una buena y fresca trucha o un mújol, o tal vez incluso una platija, aunque esta zona del río estaba un poco lejos de la costa para eso. Tiró de nuevo de la caña y sus esperanzas de una buena cena se vieron truncadas cuando vio el cuerpo.

Se deslizaba hacia él de espaldas, con el anzuelo clavado en la piel del pecho. Horst entrecerró los ojos y vio que se trataba del cuerpo de un hombre desnudo, de complexión fuerte, que dejaba un rastro de sangre en el río. El cabello rubísimo le flotaba alrededor de la cabeza como algas a la deriva y Horst se estiró para acercarlo a la embarcación.

Horst subió el cuerpo del hombre a la barca con bastante dificultad, gruñendo y sufriendo por el esfuerzo, pues el hombre era musculoso y fuerte.

—Sé lo que estás pensando —le dijo al gato—. Por qué preocuparse cuando es evidente que este pobre desgraciado está muerto, ¿no?

El gato se desenroscó de su puesto en la popa y se acercó con pasos suaves para examinar la pesca de Horst, olfateando con desinterés alrededor del cuerpo mojado. Horst se recostó para recuperar el aliento hasta que su ritmo cardíaco hubo disminuido lo suficiente para indicarle que no estaba a punto de caerse muerto debido al esfuerzo.

Entonces se fijó en que la sangre seguía manando de los largos cortes que el hombre tenía en el costado.

—¡Ajá, éste no está muerto del todo! —exclamó.

Horst se inclinó hacia delante y apartó los mechones empapados del rostro del hombre.

Soltó un grito ahogado, cogió los remos y comenzó a remar con todas sus fuerzas hacia los embarcaderos de Reikdorf.

—¡Oh, no, gato! —prorrumpió—. Esto es malo... ¡Esto es muy malo!

* * *

—¿Vivirá? —preguntó Pendrag, temiendo la respuesta.

Cradoc lo ignoró, pues ¿de qué servía ofrecer una respuesta que el guerrero no entendería y, en cualquier caso, no querría aceptar? El joven príncipe se encontraba en el mismo umbral del reino de Morr y ningún conocimiento que poseyera el hombre podría impedir que lo cruzara.

Estaba ocupándose de un joven guerrero con un brazo roto, otra baja de los duros sistemas de adiestramiento de Alfgeir en el Campo de Espadas, cuando Pendrag llegó corriendo, con el rostro pálido y asustado. Incluso antes de que el hombre abriera la boca, Cradoc supo que había ocurrido algo espantoso.

Cradoc recogió su bolsa de curandero y renqueó tras Pendrag; su viejo cuerpo era incapaz de seguir el ritmo del joven guerrero. Para cuando llegaron a la casa larga, Cradoc estaba sin aliento y tenía la boca seca.

Sus peores sospechas se habían visto confirmadas al divisar la multitud reunida alrededor de la casa larga del rey; sus rostros estaban llenos de temor. Pendrag le había abierto paso y, aunque Cradoc se había preparado para lo peor, sintió un escalofrío al ver a Sigmar tendido en un camastro de pieles con el cuerpo mojado y pálido como el de un cadáver.

Eoforth y los hermanos de armas de Sigmar estaban arrodillados a su lado y un grupo de guerreros permanecía en pie con las espadas desenvainadas, como si estuvieran preparados para luchar. Un hombre encorvado con un harapiento jubón de gamuza aguardaba nervioso aparte y un pequeño gato se enroscaba alrededor de sus piernas mientras observaba con nerviosismo a los perros lobo del rey.

Había apartado a todo el mundo inmediatamente de en medio y había comenzado el examen, temiendo que no se pudiera hacer nada ya por el príncipe, pero entonces vio que la sangre seguía bombeando débilmente de los profundos cortes que tenía por la cadera y las costillas.

—Te he preguntado si viviría —exigió Pendrag—. ¡Se trata de Sigmar!

—¡Ya sé quién es, maldita sea! —soltó Cradoc—. Ahora cállate y déjame trabajar.

Sigmar tenía muy mal color y era evidente que su cuerpo había perdido mucha sangre, pero eso por sí sólo no podía explicar los síntomas que Cradoc estaba viendo. Sigmar tenía las pupilas dilatadas y se notaba un leve temblor en las puntas de sus dedos.

El curandero observó detenidamente las heridas que el príncipe presentaba en el costado, heridas que a todas luces había causado una espada.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Cradoc—. ¿Quién ha atacado al príncipe?

—Aún no lo sabemos —gruñó Wolfgart—, ¡pero quienquiera que fuera morirá antes de que acabe el día!

Cradoc asintió con la cabeza y se acercó más al cuerpo herido de Sigmar al ver la ligera capa amarillenta de una sustancia resinosa que cubría la piel alrededor de la herida. Se inclinó para oler la sangre y retrocedió al notar el olor ácido y a vegetal.

—¡Por la gloria de Shallya! —susurró mientras le abría los párpados a Sigmar.

—¿Qué? —inquirió Pendrag—. ¡Qué pasa, hombre! ¡Hablad!

—Cicuta —contestó Cradoc—. El príncipe ha sido envenenado. Fuera cual fuese el arma que lo hirió, estaba impregnada de cicuta del Brackenwalsch.

—¿Eso es malo? —quiso saber Wolfgart, que daba largas zancadas arriba y abajo detrás de Pendrag.

—¿Tú qué crees, idiota? —le espetó Cradoc—. ¿Has oído hablar de algún veneno bueno? Deja de hacer preguntas estúpidas y echa una mano y tráeme un poco de agua limpia. ¡Ahora!

Se volvió y les dio la espalda a los guerreros reunidos.

—He visto envenenamiento por cicuta en ganado que come demasiado cerca de los pantanos o bebe agua en la que se han agarrado las raíces de la planta.

—¿Es mortal? —preguntó Eoforth, expresando la pregunta que todos temían.

Cradoc vaciló, pues no deseaba quitarles la poca esperanza que estos hombres tuvieran por su príncipe.

—Normalmente, sí —admitió Cradoc—. Cuando un animal se envenena, por lo general le cuesta respirar y luego las patas le fallan y comienza a tener convulsiones. Al final, los pulmones se paran y deja de respirar.

—Habéis dicho normalmente, Cradoc —apuntó Eoforth. Su voz permanecía tranquila en medio del pánico que estaba llenando la casa larga—. ¿Algunos sobreviven?

—Algunos, pero no muchos —respondió Cradoc mientras rebuscaba en su bolsa de curandero y sacaba un vial de arcilla con un tapón de cera—. ¿Dónde está el agua, maldita sea?

—Haced lo que tengáis que hacer —dijo Eoforth—. El príncipe debe vivir.

Wolfgart apareció a su lado y Cradoc le indicó:

—Limpia las heridas. Sé concienzudo, quita la sangre y no te andes con remilgos a la hora de entrar en la herida. Límpiala a fondo y no dejes ni rastro de la resina dentro de su cuerpo. ¿Entendido? Ni rastro.

—Ni rastro —repitió Wolfgart, y Cradoc vio el espantoso temor por su amigo en los ojos del guerrero.

Le pasó el vial de arcilla a Wolfgart.

—Cuando la herida esté limpia, aplica este emplasto de tarrabeth y luego haz que alguien con pulso firme lo cosa.

—¿Y vivirá? ¿Entonces estará a salvo?

Cradoc colocó una mano paternal en el hombro de Wolfgart.

—Entonces habremos hecho todo lo que podemos por él. Les tocará a los dioses decidir si vive o muere.

Cradoc se hizo a un lado mientras Wolfgart se ponía a trabajar. Sus articulaciones se enderezaron con mucho dolor mientras Pendrag lo ayudaba a ponerse en pie.

—¿Dónde encontraron a Sigmar? —preguntó.

—¿Eso importa?

—Podría ser vital —dijo bruscamente Cradoc—. Ahora deja de responder a mis preguntas con más preguntas y dime dónde lo encontraron.

Pendrag asintió con la cabeza con aire contrito y señaló al hombre encorvado con el jubón de gamuza.

—Horst encontró al príncipe en el río.

Cradoc entrecerró los ojos mientras observaba al hombre de aspecto preocupado. Olía a pescado y a cuero húmedo y el curandero lo reconoció de algunos años atrás. Había tratado al hijo de este hombre por una enfermedad que le despojaba los huesos de carne; pero, a pesar de que Cradoc se había esforzado al máximo, el niño había muerto.

—¿Tú lo encontraste? —preguntó Cradoc—. ¿Dónde?

—Había salido a pescar junto al borde del río cuando vi al joven príncipe —explicó Horst.

—¿Dónde exactamente? —exigió saber Cradoc—. ¡Vamos, hombre, esto podría ser vital!

Horst retrocedió ante la afilada lengua de Cradoc y el gato levantó las orejas.

—Lo lamento —se disculpó Cradoc—. Me duelen las articulaciones y el hijo del rey Björn se está muriendo, así que no tengo tiempo para la cortesía. Necesito que seas preciso, Horst, dime dónde encontraste a Sigmar.

Horst movió la cabeza haciendo algo que se aproximaba a un gesto afirmativo.

—Junto a uno de los canales del norte, señor. El que llega de las Cinco Hermanas. Yo estaba pescando y el príncipe fue y se enganchó en mi anzuelo.

—¿Conoces ese lugar? —preguntó Cradoc, volviéndose hacia Pendrag.

—Sí.

—Sigmar estaba desnudo, lo que me indica que estaba nadando y no cayó al agua hasta después de que lo atacaran —arguyo Cradoc mientras se restregaba la base de la mano contra la sien—. ¿Hay una charca más arriba en ese canal?

Pendrag asintió con la cabeza.

—Sí, así es. Es el lugar favorito de los jóvenes enamorados para nadar.

—Llévame allí —pidió Cradoc— y, si deseáis vengaros del agresor del príncipe, traed a vuestros mejores rastreadores.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pendrag—. ¿Qué esperáis encontrar?

—No creo probable que Sigmar resulte ser nuestra única víctima hoy —dijo Cradoc.

* * *

Sigmar abrió los ojos y encontró un inhóspito mundo de un gris ceniciento. A su alrededor se extendían llanuras rocosas y brezales marchitos y muertos sobre los que soplaba un viento reseco. El paisaje estaba salpicado de árboles retorcidos que se alzaban como grietas negras en el cielo vacío y sin vida.

Estaba desnudo y solo, perdido en este páramo desierto sin estrellas en lo alto para guiarlo ni puntos de referencia que reconociera para establecer su posición. No conocía esta tierra.

Una cordillera se erguía a lo lejos, enorme y monolítica, con mucho, la más grande que había visto nunca. Incluso las lejanas cimas de las montañas Grises no eran ni por asomo tan imponentes como esta gran cordillera.

—¿Hay alguien ahí? —gritó, el sonido le pareció tan monótono y apagado como los colores que lo rodeaban.

El silencio del extraño paisaje se tragó su grito y sintió una rara sensación de dislocación mientras se ponía en marcha hacia las montañas a falta de una mejor dirección en la que viajar.

Sus recuerdos de cómo había acabado aquí eran confusos y sólo contaba con fugaces recuerdos de su vida. Sabía su nombre y que pertenecía a la tribu umberógena, los guerreros más fieros al oeste de las montañas, pero más allá de esó...

Sigmar caminó durante lo que parecieron horas, pero se dio cuenta rápidamente de que el cielo se mantenía inalterable en lo alto, el sol muerto permanecía inmóvil en las nubes grises. Podría haber transcurrido un momento o un siglo, sin embargo sus extremidades estaban tan fuertes como cuando había emprendido el camino. No tenía ninguna duda de que podría caminar para siempre en este reino sin vida sin cansarse.

Se detuvo cuando se le ocurrió un pensamiento repentino.

¿Estaba muerto?

No cabía duda de que este extraño paisaje estaba desprovisto de vida, pero ¿dónde estaban el dorado salón de Ulric, el gran banquete y los guerreros que habían caído en glorioso combate? Él había llevado una vida valerosa, ¿no?

¿Le iban a negar el descanso en los salones de sus antepasados?

El miedo rozó su corazón mientras sentía que las sombras se congregaban a su alrededor al pensar en eso. El lugar en el que se había detenido era uno de los más vacíos y desolados que había visto en sus viajes, pero podía sentir una creciente amenaza.

—¡Mostraos! —bramó—. ¡Salid y morid!

No bien habló, las sombras se alzaron del suelo en espirales y se transformaron en oscuros fantasmas de pesadilla. Un par de lobos enormes y babeantes con ojos rojos y colmillos como cuchillos lo acecharon y un demonio escamoso con una cabeza con cuernos, lengua bífida y una espada chorreante pronunció entre dientes palabras sobre su muerte.

Sigmar deseó contar con un arma para defenderse, y al bajar la mirada vio aparecer una espada dorada en su mano. Alzó el arma y se imaginó vestido con una armadura de hierro de la mejor calidad. No se sorprendió cuando apareció sobre su cuerpo, con los eslabones relucientes y engrasados.

Las criaturas de la oscuridad lo rodearon; pero en lugar de esperar a que ellas dieran el primer paso, Sigmar se lanzó al ataque. Su espada atravesó a uno de los lobos de sombra y éste desapareció en medio de un remolino de humo oscuro.

El segundo lobo saltó hacia él y Sigmar se tiró al suelo polvoriento mientras levantaba la espada abriéndose un corte en el pecho. De nuevo, el animal se desvaneció y el demonio se acercó corriendo con la espada en alto. La hoja buscó su cuello, pero Sigmar se agachó y estrelló la espada contra el costado de la criatura.

En lugar de desaparecer, la criatura soltó un estridente aullido, y el dolor que le provocó hizo que Sigmar cayera de rodillas. Soltó su arma, que se esfumó en cuanto tocó el suelo. El demonio bramó triunfalmente y su espada descendió en dirección a su cráneo..., y se encontró con una enorme hacha de dos cabezas que bloqueó el golpe.

Sigmar levantó la mirada y vio a un poderoso guerrero con una reluciente loriga de escamas de hierro pulido, un yelmo de broce alado y un faldellín de tiras de cuero enlazadas reforzadas con bronce. El hacha del guerrero apartó el acero del demonio y el golpe de regreso le dio en el pecho, enviándolo de nuevo al infierno del que pudiera haber salido.

Una vez despachado el demonio, el guerrero se volvió y le ofreció la mano a Sigmar. Incluso antes de ver el rostro del guerrero, supo quién era.

—Padre —dijo Sigmar mientras Björn le daba un abrazo aplastante.

—Hijo mío —contestó Björn—. Mi corazón se enorgullece al verte, aunque me apene verte en este lugar.

—¿Qué lugar es éste? ¿Estoy muerto? ¿Lo... lo estáis vos?

—Éstas son las Bóvedas Grises —explicó Björn—. Es el averno entre la vida y la muerte donde vagan los espíritus de los muertos.

—¿Cómo es que estoy aquí?

—No lo sé, hijo, pero estás aquí y pienso asegurarme de que regreses a la tierra de los vivos. Ahora ven, tenemos un largo camino por delante.

Sigmar señaló el yermo vacío que los rodeaba.

—¿Por delante? ¿Adonde se puede ir? He caminado una eternidad en este lugar y no he encontrado nada.

—Debemos llegar a las montañas. Allí encontraremos la puerta.

—¿Qué puerta?

—La puerta al reino de Morr —contestó Björn—, al mundo de los muertos.

* * *

Habían ganado la batalla, pero como Alfgeir había temido, el precio había sido alto. Los norses habían luchado como demonios contra los ejércitos de los reyes del sur, sus barreras de escudos eran como fortalezas inexpugnables sobre la cresta arbolada. Las hachas y espadas de los taleutenos, querusenos y umberógenos golpearon una y otra vez a los hombres del norte hasta que los arcos se astillaron y las lanzas se rompieron.

Sangriento centímetro tras sangriento centímetro se habían abierto paso ladera arriba y habían hecho retroceder a los norses; no obstante, por cada metro ganado, habían perdido una veintena de hombres. Cuando el ejército de los reyes meridionales tomó al fin la cima de la montaña, los norses luchaban en círculos cada vez más pequeños, desafiantes hasta el final y sin pedir clemencia.

Realmente, estos hombres eran enemigos férreos.

El rey Björn había peleado como un poseso, arremetiendo contra lo más reñido del combate desde el principio, su poderosa hacha despedazaba hombres del norte con cada golpe. Los Lobos Blancos habían intentado seguirle el ritmo, pero el avance del rey había sido incesante.

Alfgeir había visto hacia dónde se dirigía el rey e intentó desesperadamente seguirlo, pero un sabueso enloquecido por la sangre se le había echado encima y cerrado las mandíbulas sobre su gorjal. Mató a la bestia, pero no había podido seguir a su rey pues el agolpamiento de los cuerpos en combate bloqueaba todo modo de avanzar.

Alfgeir cerró los ojos mientras recordaba la soberbia imagen de su rey de pie ante el caudillo de la hueste enemiga vestido con su armadura roja. Nunca se había sentido más orgulloso de servir a Björn de los umberógenos que en el momento en el que había visto cómo el hacha de su señor feudal le cortaba la cabeza al líder enemigo. El estandarte con el dragón había caído y un grito de consternación y rabia había surgido de los norses, cuyos ojos vengativos se volvieron hacia aquel que lo había derribado.

El mariscal del Reik dejó sus recuerdos y se acercó a la hoguera donde trabajaban los curanderos. Los gritos de los moribundos llenaban el aire, gritos lastimeros llamando a esposas y madres que desgarraban el alma de aquellos que intentaban hacer que sus últimas horas fueran más cómodas.

Aún seguían encendiendo hogueras de victoria en la cima de la montaña. Los montones de hombres del norte muertos ardían como ofrendas a Ulric, pero a Alfgeir la victoria le sabía a cenizas, pues había fracasado en su deber.

El rey Björn yacía en un camastro improvisado a toda prisa, su armadura formaba una pila ensangrentada y destrozada a su lado. La carne del rey tenía un tono gris y su cuerpo estaba envuelto en vendajes que cubrían las numerosas estocadas y lanzadas que había sufrido. La sangre formaba un charco bajo su cuerpo y goteaba a través del lino de la cama.

Apenas Björn acababa de dar muerte al caudillo norse cuando sus paladines de armadura oscura se abalanzaron sobre él para descargar su venganza. Alfgeir podía recordar cada estocada y lanzada, sintiéndolas como si golpearan su propia carne.

—¿Vivirá? —preguntó Alfgeir.

Uno de los curanderos levantó la mirada, su rostro estaba surcado de lágrimas.

—Le hemos cosido las heridas, mi señor, y le hemos puesto vendajes tratados con faxtoryll y campanilla —contestó el curandero.

—¿Vivirá? —exigió saber Alfgeir.

El curandero negó con la cabeza.

—Hemos hecho todo lo que podemos por él. Les tocará a los dioses decidir si vive o muere.

* * *

Sigmar y Björn se adentraron más en las Bóvedas Grises, el paisaje permanecía inalterable por muy rápido que viajaran. A ojos de Sigmar, las montañas no parecían acercarse, sin embargo, su padre le aseguraba que iban por el buen camino.

Aunque daba la impresión de que el paisaje no cambiaba, no estaban solos en su viaje. Las sombras oscuras que habían atacado a Sigmar revoloteaban al borde de la percepción, sólo se las llegaba a ver de reojo, como si acompañaran a los viajeros pero tuvieran miedo de ser vistas directamente.

—¿Qué son? —preguntó Sigmar al descubrir otra sombra fugaz al borde de su campo visual.

—Las almas de los condenados eternamente —contestó Björn con gran tristeza—. Eoforth contó que las Bóvedas Grises están habitadas por las almas de los muertos intranquilos, aquellos cuyos cuerpos son resucitados por medio de la necromancia y que no pueden entrar en el reino de Morr.

—¿Así que nada de lo que mora aquí está realmente muerto?

—Como si lo estuviera —dijo Björn—. Aunque los que están relegados aquí puedan haber sido virtuosos en vida, aquí su odio por los vivos los ha transformado en formas terribles. Nuestro calor y luz les recuerdan lo que una vez fueron y lo que ya nunca podrán tener.

—Entonces ¿por qué no nos atacan?

—Da gracias que no lo hagan, Sigmar, pues no creo que tengamos la fuerza para combatirlos.

—Razón de más para que ataquen.

—Tal vez —coincidió Björn—, pero me parece que nos están dirigiendo a algún lugar de su elección.

—¿Adonde?

—No lo sé, pero ya puestos, podríamos disfrutar del paseo hasta que lleguemos allí, ¿eh?

—¿Disfrutar del paseo? —se extrañó Sigmar—. ¿Habéis visto dónde estamos? Es un lugar espantoso.

—Sí, en efecto, pero lo estamos recorriendo juntos, padre e hijo, y hace demasiado tiempo que no hablamos como hombres.

Sigmar asintió con la cabeza.

—Eso es cierto. Muy bien. ¿Me habláis de la guerra en el norte?

El rostro de Björn se ensombreció y Sigmar sintió la vacilación de su padre a la hora de contestar.

—Está bien, está bien. Tus hombres lucharon como los Lobos de Ulric y los querusenos y los taleutenos también pelearon bien. Expulsamos a los norses de sus tierras y los mandamos de regreso a su reino helado. Cuando seas rey, debes rendirle honores a Krugar y a Aloysis, hijo. Son reyes honorables y aliados incondicionales de los umberógenos.

Sigmar no pudo dejar de fijarse en la forma en la que su padre expresó su respuesta, pero se tragó los sentimientos que crecían en su interior.

—Esa puerta hacia la que nos dirigimos —dijo—, la Puerta de Morr. ¿Por qué queremos llegar allí exactamente?

—Pregúntamelo cuando lleguemos —fue la respuesta de su padre, y Sigmar notó la advertencia en su voz.

Caminaron en silencio durante otro período indeterminado de tiempo, hasta que Björn volvió a hablar:

—Estoy orgulloso de ti, Sigmar. Tu madre también lo habría estado si hubiera vivido.

Sigmar sintió una opresión en el pecho e iba a contestar cuando notó que su padre miraba algo situado frente a ellos. Apartó la mirada de su padre y se quedó sin respiración ante el espectáculo que tenía delante.

Aunque las montañas seguían tan lejos como siempre la última vez que había mirado, ahora se erguían imponentes justo enfrente, gigantescos guardianes negros de un terreno desconocido situado más allá. Mientras Sigmar miraba, las faldas de las montañas parecieron moverse y retorcerse, como si el poder de un dios estuviera remodelando la roca siguiendo un nuevo diseño.

Precipicios enteros se liberaron de las montañas y se unieron con un chirrido para crear pilastras aterradoramente enormes. Crestas altísimas se comprimieron con fuerza tectónica y esquirlas de roca y nubes de polvo se alzaron de las montañas mientras un gigantesco dintel se formaba sobre el techo del mundo.

En cuestión de momentos, un inmenso portal se había formado en la ladera de las montañas, ancho y lo bastante alto para abarcar las tierras hasta donde alcanzaba la vista. Una enorme negrura se arremolinaba entre las pilastras, una oscuridad tan absoluta que nada podría regresar nunca de su negro abrazo.

Un dolorido gemido de deseo surgió del paisaje y las sombras que habían estado pisándoles los talones se alzaron del suelo formando una gran onda. Aparecieron más de aquellos aterradores lobos y cosas demoníacas, acompañados de otras bestias y criaturas demasiado espantosas para imaginarlas.

Bestias negras con siniestros colmillos y relucientes ojos oscuros surgieron de la negrura junto a dragones con dientes como espadas que avanzaban deslizándose y esqueléticas cosas parecidas a lagartos con colas en forma de hoja de hacha y horribles cráneos por cabezas.

Hubieran sido lo que hubieran sido estas criaturas en vida, eran monstruos tras su muerte.

El ejército de sombras flotó por el aire formando una línea ininterrumpida entre ellos y la puerta en las montañas. Un guerrero se abrió paso entre las filas de monstruos, únicamente él entre las criaturas de sombras estaba imbuido de otro tono distinto al negro.

El guerrero era alto, iba provisto de una armadura de placas rojo sangre y su yelmo estaba trabajado con la forma de un amenazador demonio astado. Sostenía una enorme espada a dos manos delante de él y la hoja apuntaba hacia el corazón de Sigmar.

—Tú —exclamó Björn entre dientes—. ¿Cómo puede ser? Yo te maté.

—¿Crees que eres el único que sabe hacer tratos con antiguos poderes, viejo? —preguntó el guerrero, y Sigmar retrocedió al ver que el demoníaco semblante no se había forjado con hierro sino que se trataba de la auténtica cara del guerrero—. El servicio a los antiguos dioses no acaba con la muerte.

—Muy bien —dijo Björn—. Puedo matarte otra vez si eso es lo que hay que hacer.

—Padre —intervino Sigmar—, ¿de qué está hablando?

—Eso no importa —contestó Björn bruscamente—. Ármate.

Con un pensamiento, Sigmar estuvo armado una vez más, aunque no con la espada dorada de antes, sino con la poderosa forma de Ghal-maraz.

—El chico debe pasar —anunció el demonio rojo—. Es su hora.

—No —repuso Björn—, no lo es. ¡Hice un juramento sagrado!

El demonio se rió. Su risa estaba cargada de absoluta diversión.

—¿A una bruja que vive en una cueva? ¿Crees que una diletante en los misterios puede interponerse en la voluntad de los antiguos dioses?

—¿Por qué no vienes aquí y lo averiguas, hijo de puta?

—Entréganoslo o te lo quitaremos —dijo el demonio—. De cualquier modo, morirá. Entréganoslo y podrás regresar al mundo de la carne. No eres tan viejo como para que la perspectiva de vivir más tiempo no te atraiga.

—He vivido lo suficiente para diez hombres, demonio —bramó Björn—, y ningún bellaco como tú va a quitarme a mi hijo.

—No puedes interponerte en nuestro camino, viejo —le advirtió el demonio.

El pecho de Sigmar se hinchó con un feroz orgullo mientras observaba a su padre, y aunque no acababa de comprender la naturaleza de este enfrentamiento, sabía que se había llegado a un terrible acuerdo en un intento por salvarlo.

El ejército de demonios avanzó, los lobos abrieron y cerraron las mandíbulas y los monstruos voladores alzaron el vuelo dando saltos. Sigmar levantó a Ghal-maraz y Björn preparó a Segadora de almas mientras los señores de los umberógenos se aprestaban para enfrentarse a su sino.

Sigmar sintió que el aire se hacía más denso a su alrededor y miró a izquierda y derecha al notar la presencia de incontables seres que se unían a él. Flanqueándolo había una pareja de guerreros fantasmales con cota de malla, cada uno de los cuales portaba un hacha de mango largo. Cientos más llenaban el espacio detrás de ellos y a su alrededor, y Sigmar soltó una carcajada al ver que la cara del demonio se crispaba de incredulidad.

—¡Padre! —exclamó Sigmar con un grito ahogado al reconocer algunos rostros entre los guerreros.

—Ya los veo —contestó Björn mientras le corrían lágrimas de gratitud por las mejillas—. Son los guerreros caídos de los umberógenos. Ni siquiera la muerte puede impedirles acudir al lado de su rey.

Un ejército de demonios y un ejército de fantasmas se situaron frente a frente en la llanura imperecedera de las Bóvedas Grises y Sigmar no podría haberse sentido más orgulloso.

—Éste es mi último regalo para ti, hijo mío —dijo Björn—. Debemos abrirnos paso entre sus filas y llegar a la puerta. Cuando lo hagamos, debes obedecerme, pase lo que pase. ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió Sigmar.

—Prométemelo —le advirtió Björn.

—Lo prometo.

Björn asintió con la cabeza y le dirigió una mirada hostil al demonio rojo.

—¿Lo quieres? ¡Ven a cogerlo!

Con un mortífero grito de guerra, el demonio rojo alzó su espada y atacó.