21: El paso del Fuego Negro

VEINTIUNO

El paso del Fuego Negro

La primera línea irregular de orcos apareció menos de una hora después, un sólido muro de carne verde y rabia. Llenaban el paso delante del ejército de hombres, y los retumbantes ecos de sus tambores de guerra y cánticos monótonos ponían los nervios de punta y acentuaban el terror que sentían los humanos.

Grandes tótems con cuernos se agitaban por encima de sus cabezas adornados con cráneos y fetiches y el viento traía el hedor de sus cuerpos sucios: carne descompuesta, excrementos y un olor ácido a hongos que se aferraba a la parte posterior de la garganta de los hombres.

Aunque Sigmar había oído hablar del enorme tamaño de la hueste orca a los enanos y a Cuthwin, la inimaginable inmensidad de aquel ejército lo dejó sin habla de todas formas. Miró a derecha e izquierda y vio el mismo sobrecogimiento en los rostros de sus hermanos de armas.

Wolfgart trataba de parecer indiferente, pero Sigmar podía ver más allá de la bravuconería hasta el miedo que se ocultaba debajo, y Pendrag tenía el aspecto de un hombre que acabara de ver cobrar vida a su peor pesadilla.

Los orcos eran como una espantosa y primaria marea de furia y violencia, todas sus acciones estaban dedicadas a servir al deseo de causar daño. Se trataba de violencia irreflexiva hecha carne, el agresivo impulso de un corazón violento sin la disciplina del intelecto para contenerlo.

Si un hombre fuera de un lado a otro del paso sobre las cabezas de los orcos, podría hacerlo sin pisar la roca ni una vez. Sigmar sonrió ante lo absurdo de la imagen y el hechizo que la avalancha de orcos le había lanzado se rompió.

Los pieles verdes llevaban enormes cuchillos, hachas y espadas, las hojas estaban oxidadas y manchadas de sangre. Había goblins correteando entre las filas de orcos, criaturas repugnantes y cobardes envueltas en túnicas oscuras que aferraban espadas y lanzas siniestramente afiladas. Los orcos rechinaban los colmillos y golpeaban los escudos siguiendo un ritmo maníaco, y parecía como si cada grupo de guerreros orcos se esforzara por superar al que tenía al lado en volumen y ferocidad.

Agresivos lobos, bestias de hombros anchos con mandíbulas llenas de espuma, arañaban la tierra con las patas en los flancos de la gran hueste, y goblins montados sobre repugnantes arañas de pelaje oscuro se escabullían sobre las rocas. Descollando sobre los orcos, grupos de espantosos troll avanzaban pesadamente entre el ejército, blandiendo troncos de árbol con tanta facilidad como un hombre podría llevar un garrote.

—Bah, no son tantos, ¿eh? —comentó Wolfgart mientras desataba la correa que sujetaba su gran espada y balanceaba la enorme arma desde la espalda—. Nos enfrentamos a más en Astofen, ¿no os parece?

—Eso creo —coincidió Sigmar con una sonrisa—. Esto no será más que una escaramuza en comparación.

—Por todos los dioses, huelen que apesta —apuntó Pendrag mientras el olor fétido de los pieles verdes lo envolvía.

—Ponte siempre con el viento a favor de un orco —dijo Sigmar—. Eso es lo que decíamos siempre, ¿no?

—Sí, pero estoy empezando a arrepentirme.

—Ya no hay tiempo para arrepentimientos, amigos míos.

—Supongo que no —afirmó Wolfgart—. ¿Cómo está ese martillo tuyo?

—Sabe que los enemigos de sus creadores están aquí —contestó Sigmar.

Desde el amanecer, la poderosa arma había hecho que lo recorriera un potente estremecimiento, y Sigmar podía sentir el odio del martillo hacia los pieles verdes corriéndole por el cuerpo, llenándolo de fuerza y voluntad.

—De acuerdo —añadió Wolfgart—. Bueno, blándelo con fuerza. amigo mío. Hay muchos cráneos que partir hoy.

Una turba de pieles verdes, más blindados y de piel más oscura que los otros, salió de la agitada línea de batalla de los orcos sosteniendo orgullosamente un alto tótem con cabeza de toro por encima de ellos. Comenzaron a rugir en la lengua gutural de su especie blandiendo las hachas y espadas en una especie de ritual primitivo de desafío o amenaza.

—¡Por la sagrada barba de Ulric! —exclamó Pendrag mientras todos veían aparecer la enorme bestia alada sobre los orcos.

Sigmar entrecerró los ojos y se los protegió del sol oriental. Montando sobre el monstruo volador iba un orco de tamaño tan descomunal que sin duda debía tratarse del líder de este ejército.

El caudillo era tan enorme que resultaba inconcebible, e iba protegido al menos tan bien como los jinetes con armadura más pesada de Sigmar, con gruesas placas de hierro sujetas a la carne.

Su hacha era más alta que un hombre y estaba rodeada de rizadas llamas verdes.

La bestia que montaba era un wyvern, y aunque Sigmar no había visto nunca un monstruo como ése, había oído a sus aliados orientales describirlos suficientes veces como para reconocerlo. Sin embargo, por mucho que verlo lo llenara de temor, estaba deseando medir su fuerza contra él.

—¿Qué opináis? —gritó—. ¿Debería clavar la piel de ese monstruo en la pared de la casa larga?

—¡Sí! —exclamó un guerrero desde las filas situadas detrás de Sigmar—. ¡Arrancadle la piel y podréis usarla para hacer un mapa del reino!

—Puede que lo haga —contestó Sigmar.

El caudillo pasó volando bajo sobre el ejército de hombres y los orcos redoblaron la furia de sus rugidos, a todas luces ansiosos por que comenzara la carnicería. El estruendo de los cuchillos y las hachas contra los escudos aumentó en un ensordecedor crescendo, el repique metálico resonó en ambos lados del paso hasta que pareció como si las mismas montañas fueran a desmoronarse.

Las filas delanteras de la hueste orca comenzaron a agitarse y, mientras parecía que estuvieran sufriendo una especie de espantoso ataque, un aterrador grito de guerra surgió al unísono de las gargantas de la hueste de orcos.

Inmenso y potente, el sonido escapó del centro de su violento corazón, una expresión ancestral del odio y la rabia que había dado origen a su raza en medio de la sangre y el fuego.

Mientras el primitivo rugido proseguía, los orcos comenzaron a trotar hacia el ejército de hombres, el odio brillaba en sus ojos y sus mandíbulas con colmillos bramaban pidiendo sangre.

—Aquí vienen —anunció Sigmar levantado a Ghal-maraz con un mano y su escudo dorado con la otra—. Luchad con valor, amigos. Ulric está mirando.

* * *

Ulfdar observó el avance de la línea de orcos a través de una niebla de raíz de destino y cicuta, sus movimientos parecían lentos como si cargaran a través de barro succionador. A su lado, el rey Otwin se golpeaba el pecho desnudo con guanteletes con pinchos haciéndose sangre y llevando su furia berserker aún más alto. El rey soltaba espuma por la boca y sangraba debido a los pinchos dorados que llevaba clavados en la sien y que formaban su corona.

Ulfdar podía sentir cómo su propia furia de batalla amenaza con estallar en cualquier momento, las amargas infusiones de hierbas que se había tragado antes de la batalla invadían su corazón y la lanzaban a este arrebato de furia. Torques de hierro le rodeaban los brazos y el cuello, llevaba la piel desnuda pintada con nuevos tatuajes para protegerse de las armas enemigas y se había recogido el cabello dorado en una alta cresta embadurnándolo con puñados de sangre.

Su rey alzó su enorme hacha, encadenada una vez más a la muñeca, y soltó un inarticulado grito de rabia y furia. El grito de guerra del rey recibió respuesta a lo largo de la línea de guerreros turingios y Ulfdar sintió el salvaje latido de su corazón golpeándolo como un desenfrenado tambor contra las costillas.

El rey gritó de nuevo, tenía los ojos muy abiertos y la boca estirada en un rictus de sonrisa. Su cuerpo se estremeció como si fuera un potro amarrado y saltó hacia delante sin poder contener su furia berserker por más tiempo. El rey Otwin cargó hacia los orcos, un guerrero solitario contra una horda, y su sed de batalla se propagó por sus guerreros en un instante.

Con un grito de rabia igual al del enemigo, los berserker turingios cargaron hacia las líneas de los pieles verdes. Ulfdar alcanzó a su rey fácilmente, las espadas gemelas giraban en sus manos mientras corría e hizo rechinar los dientes mordiéndose la parte interna de las mejillas hasta sangrar. El sabor fuerte y metálico se mezcló con la rabia embriagadora que la consumía y soltó un grito mientras veía la cara del primer orco al que mataría.

El hacha del rey Otwin atravesó a un orco, partiéndolo en dos, y el rey saltó en medio de los enemigos que se encontraban tras él. La espada de Ulfdar se hundió en un cuerpo y subió desgarrándolo mientras la guerrera saltaba, con los pies por delante, sobre otro. Sintió huesos rompiéndose, cayó suavemente, giró sobre sus talones y rajó la cara de otro piel verde con la espada.

Una lanza se dirigió hacia ella, pero se apartó y clavó las dos espadas en la garganta de su atacante, para luego liberar las hojas en medio de una rociada de sangre. Los orcos la rodeaban por completo, lanzando cuchilladas y hachazos, pero Ulfdar no malgastó energía en golpes defensivos, simplemente atacó con todas sus fuerzas. Sus espadas eran dos masas borrosas de hierro que rajaban cuellos y abrían vientres mientras la guerrera giraba entre sus enemigos.

Un garrote la golpeó de refilón en el hombro haciendo que se volviera. Le cortó el brazo al portador a la altura del codo, deleitándose con el dolor, el ruido y la confusión de la batalla. Centenares de sus compañeros se abrieron paso a través de las líneas enemigas, una masa de guerreros berserker que aullaban dedicados a matar.

Un guerrero con la pelvis aplastada acuchillaba orcos desde el suelo hasta que un enorme puño verde le aplastó el cráneo. Un berserker utilizaba sus propias entrañas para estrangular a su asesino, mientras otro más había dejado de lado sus armas invadido por la furia y atacaba a los orcos con las manos desnudas. Ulfdar chilló ante las sensaciones que inundaban su cuerpo.

La sangre, la violencia y el ruido eran increíbles. Sangraba debido a un puñado de heridas que no recordaba haber sufrido, pero incluso el dolor resultaba embriagador. Una espada la golpeó, cortando el metal de sus torques y rompiéndole el brazo, pero no llegó a amputarle la extremidad.

Ulfdar soltó un grito de dolor y balanceó el brazo bueno para decapitar al orco. Cada vez había más bestias atacando; sin embargo, su rey seguía adentrándose cada vez más entre sus filas, su enorme hacha se movía describiendo grandes arcos para matar todo lo que se interpusiera en su camino.

Había sangre y muerte por todas partes, sus compañeros guerreros abrían una sangrienta franja a través del centro de las filas de pieles verdes. El dolor del brazo era intenso, pero Ulfdar lo usó para exacerbar su rabia y saltó en medio de la refriega una vez más cortando y apuñalando con la espada.

Más armas la acuchillaron y sintió que una lanza se le clavaba en la espalda. Se volvió y la punta se soltó. Separó la punta del asta con un golpe de su espada y el golpe de regreso se estrelló contra el yelmo del orco. El metal se abolló y la espada se le escapó de las manos mientras la bestia muerta caía hacia atrás.

Oyó un estruendo a su alrededor, pero su mundo se había reducido al enemigo que tenía delante y la muerte de éste. Cogió un hacha del suelo y se lanzó hacia delante, cortando carne y armadura por igual con el arma mientras reía y gritaba con furia histérica.

* * *

Con el cabello cobrizo ondeando tras ella como un estandarte de guerra, la reina Freya tensaba la cuerda de su arco y disparaba flechas mortalmente certeras. Soltaba un agudo grito con cada orco que derribaba, aunque había tantos que resultaba imposible fallar. Sería lo mismo que aplaudir a un arquero por acertarle al mar.

El carro de guerra de la reina tenía laterales altos, estaba blindado con capas de tiras de cuero cocidas y las ruedas iban recubiertas de hierro y estaban equipadas con mortíferas cuchillas. Maedbh agarraba las riendas flojas en una mano mientras sostenía en alto una lanza arrojadiza con la otra.

Doscientos carros se dirigían con gran estruendo hacia los orcos formando una línea escalonada, una nube de flechas salía de cada uno a medida que las guerreras asoborneas disparaban sus saetas hacia el enemigo. La llanura arenosa del Paso del Fuego Negro era un terreno ideal para los carros y Freya sintió un delicioso estremecimiento de placer mientras Maedbh las llevaba aún más cerca del enemigo.

Los berserker de Otwin habían roto filas y se habían lanzado hacia delante en cuanto la línea de orcos se movió, pero eso no suponía una sorpresa. El mismo Sigmar le había pedido que protegiera al rey turingio, totalmente convencido de que arremetería como loco contra el enemigo. Los berserker luchaban magníficamente bien, su cuña de combate se introducía en el ejército enemigo y se hundía en el centro del mismo.

No obstante, la superioridad numérica de los orcos era avasalladora y, como si se tratara de las mandíbulas de una trampa, los pieles verdes estaban rodeando y masacrando a los turingios. Freya pudo ver al rey Otwin sobre un montón de monstruos muertos, su enorme hacha encadenada mataba enemigos por docenas. Cientos de berserker profundizaban aún más entre los orcos, pero iban aminorando el ritmo y se veían arrastrados a la muerte en un número cada vez mayor.

Al otro lado del campo de batalla, Freya pudo ver un feroz intercambio de fuego de proyectiles entre los ejércitos. Los goblins correteaban lanzando flechas de astas negras, pero la mayoría chocaba contra los escudos de madera o rebotaba en cotas de malla. En comparación, las flechas de los umberógenos y los querusenos estaban causando espantosos estragos entre los orcos; miles de astas con puntas de hierro descendían y perforaban cráneos pieles verdes.

Jinetes al galope daban desenfrenadas vueltas delante de la carga de los pieles verdes, acercándose para lanzar frenéticas ondanadas antes de alejarse galopando. Algunos eran lo bastante veloces, otros no, y los vengativos pieles verdes los derribaban para despedazarlos.

—¡Preparaos, mi reina! —gritó Maedbh, obligando a Freya a concentrar la atención de nuevo en su parte del campo de batalla.

Los orcos ya estaban cerca, así que lanzó una última flecha antes de dejar caer el arco y desenvainar su espada ancha. Una lanza era mejor arma para utilizarla en un carro, pero la espada de Freya había pertenecido a un antiguo héroe de su sangre y no podía empuñar un arma diferente más de lo que podía dejar de querer a sus hijos.

Freya alzó su espada y la balanceó por encima de la cabeza. El fétido olor de los orcos era insoportable y las nubes de polvo se le metieron en la garganta. Vio un brillo de odio en sus ojos rojos y sintió el hedor caliente de su nauseabundo aliento.

—¡Ahora, mi valientes guerreras! —gritó.

Freya se apoyó contra el lateral del carro y se enganchó una correa de cuero alrededor de la muñeca mientras Maedbh le daba un tirón a las riendas y los caballos giraban a un lado.

Casi a la vez, los carros de guerra asoborneos cambiaron de dirección para avanzar paralelos a las líneas orcas, las hojas de guadaña que llevaban en las ruedas acabaron con las filas delanteras de sus enemigos en medio de un revuelo de sangre y extremidades cercenadas. Freya partía cráneos mientras Maedbh guiaba el carro con habilidad a lo largo del frente de la horda piel verde.

Bramidos de dolor seguían a la reina asobornea mientras su hueste de carros acababa con las filas delanteras del enemigo. Acuchillaban a los supervivientes con lanzas y lanzaban flechas que pasaban silbando para clavarse en la segunda línea de orcos. Sin que su reina le dijera nada, Maedbh apartó el carro y los que iban detrás siguieron su ejemplo.

Orcos rugientes saltaron hacia delante y derribaron unos cuantos carros, a los que hicieron trizas con hachas enormes.

Freya rió invadida por el júbilo de la batalla y agitó su espada ensangrentada en el aire una vez más.

Los carros de las asoborneas dieron media vuelta y enfilaron de nuevo hacia los orcos.

Sigmar balanceó a Ghal-maraz en un arco envolvente y estrelló la cabeza del martillo contra un orco que bramaba mientras rodeaba con la mano el cuello de su caballo. El piel verde se desplomó, su cráneo convertido en una masa astillada, y Sigmar apartó de una patada a la bestia moribunda mientras espoleaba a su caballo hacia delante una vez más. A su lado, Pendrag sostenía el estandarte en alto con su mano plateada, verlo inspiraba a todos los que lo rodeaban a esforzarse más.

El ataque era la mejor defensa, y Sigmar observó con orgullo cómo el rey Otwin guiaba a sus guerreros berserkers en una carga entre alaridos. El frenético avance había detenido a los orcos en seco, y aunque Otwin estaba rodeado, los carros de Freya estaban abriendo una senda sangrienta hacia él.

Mientras los brazos de la trampa se cerraban alrededor de Otwin, Sigmar levantó su martillo en alto y guió a sus jinetes umberógenos hacia delante en una carga hacia la gloria. Los jinetes con armadura se estrellaron contra los orcos y los aplastaron bajo los cascos con herraduras de hierro a la vez que las espadas atravesaban yelmos rudimentarios y las lanzas se clavaban en espaldas sin protección.

Las flechas trazaban arcos en el cielo formando una lluvia constante, y el creciente rugido de la batalla aumentaba convirtiéndose en una ola ondulante como el bramido del oleaje contra los acantilados. Sigmar bloqueó un golpe de espada con el escudo e hizo descender su martillo con fuerza sintiendo el júbilo del arma cantándole en las venas. La sangre lo salpicó y su caballo se encabritó con el nauseabundo hedor de la sangre en las fosas nasales.

Sigmar se aferró a las ijadas de su caballo con los muslos mientras el animal arremetía con las patas traseras y aplastaba a un puñado de goblins que intentaban cortarle el tendón del corvejón. A los caballos de guerra de los umberógenos se los adiestraba para pelear y defenderse tan bien como a cualquier guerrero, y este caballo, el ruano castrado que le había regalado el rey Siggurd, era tan fiero como cualquiera que hubiera criado Wolfgart.

El hermano de armas de Sigmar cabalgaba a su lado, su imponente espada se abatía alrededor de su cuerpo trazando arcos mortíferos que atravesaban armaduras de hierro y destrozaban escudos. La sangre arterial manaba a chorros a su alrededor y, aunque no llevaba escudo, Wolfgart parecía estar ileso.

—¡Umberógenos! —gritó Sigmar—. ¡A mí! ¡Hacia delante!

Un rugido de aprobación siguió a Sigmar mientras se adentraba más entre los orcos abriendo una senda a golpes de martillo y matando a cualquier enemigo que osara acercarse a él. Una docena de ellos cayeron ante su furia y luego otra docena más. Cada golpe suyo significaba la muerte, y los orcos que tenía delante vieron su fin en sus ojos mientras cabalgaba entre ellos como un dios vengativo.

Sigmar vislumbró más adelante al rey Otwin luchando por su vida en el centro de una masa de enemigos aullantes. Una veintena de berserkers combatían a su lado y Sigmar descubrió que uno de ellos era Ulfdar, que tenía el brazo izquierdo colgando inútil al costado. Los orcos siguieron presionando, presintiendo la victoria, pero el estrépito de los caballos y los agudos chillidos de las mujeres asoborneas se estaban acercando cada vez más.

Si Otwin se daba cuenta de que sus guerreros estaban rodeados, no mostró ningún indicio y simplemente siguió abriéndose paso a hachazos entre tantos orcos como podía alcanzar. Su cuerpo estaba cubierto de profundas heridas, de un largo tajo en el muslo manaba sangre que le bajaba por la pierna y la hoja de una espada rota le sobresalía del hombro.

La mayoría de los berserker sufría heridas parecidas, pero seguían luchando pese a todo. Sigmar divisó la cabellera del color de las llamas de Freya y sintió un arrebato de excitación al verla erguida en actitud orgullosa y fiera sobre su carro, cortando cabezas como si fueran espigas de trigo con su larga espada de empuñadura dorada.

Los pieles verdes estaban siendo aplastados entre los jinetes umberógenos y los carros asoborneos, pero no cedían. Los orcos moribundos acababan pisoteados bajo cascos atronadores o aplastados por las ruedas con bordes de hierro. Ghal-maraz cosechó un aterrador recuento de muertos, el martillo de manufactura enana machacaba cráneos, destrozaba hombros y aplastaba pechos con cada golpe.

Sigmar le arrancó la cabeza a un orco que rugía y estrelló el escudo contra la cara de otro que saltaba a por él. Tambaleándose debido a la fuerza del impacto, no vio cómo un orco monstruoso se alzaba a su espalda, descollando sobre él con el cuchillo en alto para partirlo en dos.

Un grito espeluznante sonó detrás de Sigmar y, al volverse en la silla, se encontró con un orco descomunal con la armadura de hierro abollada que forcejeaba con uno de los berserkers de Otwin. Cuando el orco se dio la vuelta, Sigmar vio a Ulfdar colgando de la espalda del orco, le rodeaba el enorme cuello con un brazo, que era evidente que estaba roto, mientras le clavaba la espada en la garganta como si fuera una daga.

El monstruo luchaba por quitársela de encima mientras la sangre le manaba del cuello formando un surtidor de fluido pegajoso. Ulfdar gritaba entre sacudidas y Sigmar se imaginó cuánto debía dolerle el brazo roto.

El rey umberógeno sacó los pies de los estribos y saltó de su caballo balanceando el martillo hacia la cara del orco. El hueso se hizo añicos bajo el golpe y Ghal-maraz le reventó la cabeza de lado a lado. Sigmar cayó junto al cadáver mientras éste se desplomaba y Ulfdar salía despedida.

En medio del caos de orcos y hombres que combatían y caballos que relinchaban, Sigmar corrió hacia la mujer berserker. La guerrera luchaba por ponerse en pie, pero su brazo estaba retorcido de una forma en la que se suponía que un brazo no debía doblarse y tenía el cuerpo cubierto de sangre, aunque Sigmar no sabía cuánta era de ella.

—¡Aquí! —gritó por encima del estruendo mientras le pasaba un brazo por debajo del hombro—. Vamos.

Ulfdar levantó la mirada hacia él con un gruñido de rabia, sin darse cuenta de quién era, y lo atacó con la espada. El golpe carecía de fuerza y Sigmar lo bloqueó con facilidad mientras tiraba de ella para ponerla en su pecho.

—¡Detente! —gritó—. ¡Soy Sigmar!

Sus palabras se abrieron paso a través de la roja niebla de rabia y la guerrera se desplomó contra él.

Sigmar se apartó del enfrentamiento, los gritos triunfales de los guerreros umberógenos y asoborneos le indicaron que habían detenido el primer ataque orco. Se pasó el brazo sano de Ulfdar alrededor de los hombros y le rodeó la cintura con el suyo mientras la llevaba casi a rastras a un lugar seguro.

—¡Sube, Sigmar! —exclamó una voz, y Sigmar vio que el carro de Freya y Maedbh se detenía tras dar un patinazo en medio de una nube de polvo.

—¡Mi caballo está por aquí! —respondió Sigmar.

—Salió corriendo —le aseguró Freya—, regresó a nuestras líneas.

Sigmar soltó un juramento y arrastró a la guerrera herida hacia el carro. Freya lo ayudó a subirla y Sigmar trepó con ellas. El carro iba abarrotado con los cuatro dentro y Sigmar se encontró apretado contra el cuerpo cálido y desnudo de la reina asobornea.

—Como en los viejos tiempos —sonrió Freya.

* * *

El día había comenzado bien para su ejército, pero Sigmar había librado suficientes batallas para saber que tales enfrentamientos rara vez se decidían en los primeros choques. Habían detenido el avance inicial de los orcos, la desenfrenada carga del rey berserker lo había dividido y luego lo habían aplastado entre el martillo y el yunque de los umberógenos y las asoborneas.

Sigmar dejó que sus guerreros lanzaran vítores mientras lo veían regresar con su ejército en el carro asoborneo, pero bajó de un salto rápidamente cuando llevaron a Ulfdar con los curanderos que se encontraban en la retaguardia del ejército. Wolfgart había atrapado a su caballo y volvió a saltar sobre la silla.

—Les hemos dado una paliza —dijo Sigmar mientras observaba cómo los supervivientes desperdigados de la vanguardia orca regresaban renqueando a sus líneas—, pero esto sólo es el comienzo.

—Sí —coincidió Wolfgart, que tenía la armadura abollada y desgarrada, pero toda la sangre que goteaba de él era la de los orcos a los que había dado muerte—. Esto ahora es trabajo para la infantería.

El grueso principal del ejército orco estaba avanzando, un muro sólido de carne verde, armadura retumbante y odio. Altos monstruos de piel gris y pelo hirsuto avanzaban con el ejército y estruendosos carros, pesados artefactos guiados con aullantes criaturas, salieron formando una línea irregular delante de ellos.

—La siguiente parte de la batalla no se ganará tan fácilmente.

—¿Fácilmente? —preguntó Pendrag mientras se acercaba con el estandarte de Sigmar firmemente agarrado—. ¿Te pareció que eso fue fácil?

Al igual que Wolfgart, Pendrag parecía estar ileso, aunque su caballo presentaba varios cortes en los cuartos traseros.

—Esa carga no fue más que para poner a prueba nuestra fuerza —aseguró Sigmar—. Ahora nuestros enemigos saben que necesitarán emplear a todos sus efectivos para aplastarnos y hacerse con el paso. No obstante, nos han proporcionado una victoria, y eso levantará el ánimo a los hombres.

—Va a tener que levantárselo bien alto —asintió Wolfgart—, porque, si así es como va a ir la batalla, tendremos suerte si aguantamos hasta que acabe el día.

Los carros asoborneos daban vueltas delante del ejército, las guerreras de la reina Freya se mantenían erguidas y acuchillaban el aire con las lanzas mientras los jinetes taleutenos cabalgaban hacia los flancos del ejército enemigo buscando una brecha que aprovechar. Sigmar sabía que el número de enemigos era tan grande que no encontrarían ninguna.

—Vamos —dijo Sigmar, haciendo que su caballo diera la vuelta—. Este combate hay que librarlo a pie.

Esta vez el ejército orco avanzó en bloque, una formación tan ancha como el propio paso, y los corazones de los hombres se llenaron de terror ante un espectáculo tan imponente. Ninguno de los guerreros congregados bajo el estandarte de Sigmar había presenciado nada igual y ver tantos orcos reunidos en un mismo lugar hacía pensar que toda la raza piel verde había venido a destruir las tierras de los hombres.

Goblins montados en lobos babeantes se adelantaron a toda velocidad y su increíble rapidez cogió por sorpresa a los jinetes taleutenos. Una descarga de flechas derribó a varios lobos, atravesándoles la piel y haciéndoles morder el polvo, pero muchos más sobrevivieron. Los colmillos y las garras destellaron y se produjo una rociada de sangre mientras los hombres morían a causa de los zarpazos y abrían a mordiscos los cuellos de los caballos.

Algunos guerreros trataron de huir, pero grandes arañas saltaron desde los empinados precipicios abalanzándose sobre las grupas de los caballos y arrancando a los jinetes de las sillas para darse un festín con su carne.

El valle resonaba con el ruido del avance y el estruendo de las ruedas de los carros de guerra. Los carros orcos no eran tan elegantes ni habían sido creados de forma tan magistral como los de las asoborneas, ni mucho menos. No había caballos tirando de estos desgarbados artefactos, pesados y adornados con cuchillas, sino jabalíes mugrientos de pelaje enmarañado con afilados colmillos como hojas de espada. Cada uno de ellos era tan grande como Colmillonegro, aunque ninguno contaba con la nobleza de espíritu que poseía aquella poderosa bestia.

Cientos de flechas volaron hacia la línea de orcos, la mayoría chocó con un ruido sordo contra la gruesa madera del blindaje de los carros o se incrustó en los pesados escudos de hierro. Varios carros se estrellaron contra las rocas cuando algunas flechas se hundieron en la carne de los jabalíes y los hicieron enloquecer de dolor.

No obstante, la mayoría de los carros sobrevivió a la lluvia de flechas y los orcos hicieron que sus bestias avanzaran aún más rápido con los chasquidos de sus látigos. Del mismo modo que las asoborneas habían llegado a dominar el uso del carro durante una batalla, a los orcos les preocupaba poco la sutileza y sencillamente se dirigían con fuerza y rapidez hacia la línea enemiga.

Los carros se estrellaron contra los guerreros del rey Siggurd, abriéndose paso fila tras fila. La sangre salpicó por todas partes a medida que las hojas de guadaña cercenaban extremidades y los pesados carros aplastaban hombres con las ruedas. Los jabalíes chillaban y mordían, sus afiladísimos colmillos destripaban hombres mientras lanzaban patadas entre sus enemigos.

Dando bandazos como un animal herido, la línea de guerreros se cerró alrededor de los carros orcos acuchillando a los pieles verdes rodeados. El grueso de los orcos avanzaba a ritmo rápido incluso mientras rodeaban y destruían a sus carros. Sin embargo, antes de que los guerreros brigundianos pudieran recomponer sus líneas, la última arma orca se puso en marcha.

Rocas inmensas volaron por lo alto y chocaron contra la tierra con fuerza brutal aplastando a docenas de guerreros debajo y estallando en fragmentos que salían silbando y mataban a los hombres con la misma efectividad que las flechas. Se abrieron huecos enormes entre los hombres de rey Siggurd mientras las catapultas orcas lanzaban más y más rocas por el aire.

Aterrorizados ante estos proyectiles descomunales, algunos hombres se volvieron y salieron corriendo, y únicamente los fuertes gritos de su rey armaron sus corazones de valor una vez más.

No obstante, el daño ya estaba hecho y se abrieron brechas irregulares en el centro del ejército de Sigmar.

El rey Kurgan Barbahierro fue el primero en ver el peligro y empujó a sus guerreros hacia delante, más allá de la línea de batalla, para cubrir el hueco. Al otro lado de los guerreros brigundianos, Sigmar le gritó una orden al rey Wolfila, que hizo avanzar a sus clanes y plantó su espada en la tierra ante él.

El rey de los udoses se escupió en las manos y cogió su estandarte de manos del guerrero que se encontraba a su lado. Lo clavó en el suelo junto a su espada y el significado del gesto quedó claro.

Aquí era dónde lucharía y aquí era dónde se quedaría.

Apenas el rey había recuperado su espada cuando sus guerreros se enzarzaron en la batalla.

Un creciente rugido de odio surgió de los atacantes orcos mientras atravesaban a la carga los últimos metros que los separaban de la línea combinada de enanos y hombres de los clanes de los udoses. Los enanos componían un dique de hierro y coraje y los orcos rompieron contra él como si se tratara de una ola verde, empujados hacia atrás una y otra vez por la estoica resolución de la gente de las montañas.

La fuerza bruta no podía competir con la empecinada determinación de los enanos, que atravesaban con sus hachas a todo enemigo piel verde que se situaba ante ellos. Como una de las máquinas de los artífices enanos, los guerreros del rey Kurgan masacraban al enemigo mecánicamente, sin cansarse ni flaquear en su matanza.

En contraste, los guerreros de los clanes del rey Wolfila peleaban con entusiasmo y pasión, sus cantos de guerra eran alegres y estaban llenos de morbosos relatos acerca de héroes pasados. El rey udose luchaba sin preocuparse de su propia defensa y dos gigantes con faldellines y petos negros lo protegían de su propia ferocidad temeraria.

Los dos ejércitos se encontraron con un impacto de fuerza y hierro, ambos cargaron en los últimos momentos antes del contacto. Las primeras fases de la batalla habían consistido en movimiento y contramovimiento, pero esto era valor en estado puro contra odio y agresión. Las espadas acuchillaron y las hachas derribaron. Los escudos se astillaron y las lanzas volaron hacia las brechas.

Los dos ejércitos se estremecieron mientras morían todos los integrantes de las filas delanteras casi sin excepción, la pura ferocidad de su encuentro creó un terreno de muerte donde sólo los más fuertes o los más afortunados podrían sobrevivir.

Aullidos de dolor y odio. El estruendoso sonido del entrechocar de hierro forjado a mano y rudimentario hierro en bruto. Los gruñidos de hombres que empujaban con los escudos y los bramidos de brutalidad irreflexiva se mezclaban formando un inmenso rugido de batalla como este mundo no había visto nunca igual, ni volvería a hacerlo en un millar de años.

Mientras el centro del ejército forcejeaba, los flancos se encontraron y el sonido de colmillos desgarrando se sumó al estruendo de la batalla. Lobos enloquecidos por la sangre se abalanzaron hacia los guerreros del rey Markus desgarrando y mordiendo con ferocidad animal. Los perros de caza del rey saltaron a defender a su amo y adustos lanceros menogodos bajaron sus alabardas y avanzaron en líneas cerradas. Los pocos lobos que sobrevivieron acabaron atravesados por las puntas de lanza de hierro y los menogodos no tuvieron clemencia con sus jinetes.

No hubo vítores por parte de los menogodos, pues habían sufrido demasiado durante el año anterior para obtener ningún placer masacrando a sus enemigos, sólo siniestra venganza. No obstante, su venganza fue efímera, ya que una lluvia de gigantescas jabalinas de hierro, arrojadas desde enormes máquinas de guerra, surcó el aire para diezmar sus filas. Cada saeta mataba a una docena de hombres, ensartados en las aguzadas púas, y muchísimas de ellas volaron hacia los menogodos en cada descarga.

La carnicería fue atroz y los guerreros menogodos se replegaron ante esta espantosa lluvia de lanzas dejando los flancos de los merógenos desprotegidos. Los guerreros orcos se lanzaron hacia delante gritando, atravesando en avalancha la brecha que la huida de los menogodos había abierto, y aunque Sigmar se había asegurado de que cada sección de espadas contara con un grupo de guerreros más reducido para proteger sus flancos vulnerables, estos destacamentos fueron masacrados y aplastados en seguida.

Intuyendo la victoria, el avance orco se desvió hacia el flanco abierto y la configuración de la batalla comenzó a cambiar. Donde antes dos ejércitos se habían enfrentado en una línea ininterrumpida, ahora la batalla se balanceaba como si fuera una puerta, con el sólido flanco izquierdo a modo de bisagra.

Los merógenos se estaban desmoronando ante los ataques procedentes del frente y el costado y sólo era cuestión de tiempo antes de que cedieran.