8: Heraldos de guerra

OCHO

Heraldos de guerra

Sigmar corrió por las calles de Reikdorf aferrando su martillo con fuerza y el corazón latiéndole contra las costillas. Habían pasado años desde la última vez que los guardias de las murallas habían sentido la necesidad de hacer sonar las campanas de alarma y se preguntó qué clase de amenaza los habría llevado a tomar tal medida.

Resbaló alrededor de la esquina del almacén de grano central y a su alocada carrera se unieron guerreros umberógenos poniéndose cotas de mallas o sujetándose a toda prisa espadas a la cintura. El flujo de guerreros se incrementó mientras el sonido de las campanas continuaba.

Sigmar corrió hacia las escaleras de mano que llevaban a los muros defensivos. Se colgó a Ghal-maraz del cinto y subió con rapidez por la escalera. Curiosamente, no vio urgencia ni miedo en los hombres reunidos en los muros. No habían tensado los arcos ni habían dispuesto lanzas, listas para arrojarlas contra el enemigo que los estuviera atacando. Sigmar llegó al muro defensivo y se dirigió a los troncos con afiladas puntas de las almenas.

—¿Qué ocurre? —exigió saber.

—Los exploradores acaban de avisar de su presencia —contestó un guerrero que se encontraba cerca mientras señalaba sobre la muralla—. Cientos vienen desde el sur por el camino central.

Sigmar miró por encima de la muralla y vio una larga columna de gente que marchaba penosamente hacia Reikdorf. Cientos de hombres y mujeres con ropa mugrienta y manchada por el viaje avanzaban serpenteando desde los bosques hacia el norte de Reikdorf. Muchos arrastraban carros y camillas cargados de fardos cubiertos con lonas, niños y ancianos.

—¿Quiénes son?

—A mí me parecen querusenos.

Sigmar trasladó su mirada a la columna de gente mientras se acercaban con cautela a la puerta y la gran estatua flanqueada por lobos de Ulric. Observó con más detenimiento al reconocer a una mujer de cabello oscuro que caminaba junto a la columna. Sosteniendo a una mujer de pelo blanco que cargaba a un niño que lloraba a gritos se encontraba Ravenna, que caminaba al lado de esta gente con su largo vestido verde manchado de barro.

—Abrid las puertas —dijo Sigmar—. ¡Ya!

El guerrero asintió con la cabeza y les gritó la orden a los guardias apostados en la base de la muralla. Sigmar regresó al suelo mientras un puñado de guerreros con armadura comenzaba a empujar las enormes hojas.

En cuanto las puertas se abrieron lo suficiente, Sigmar las atravesó y se abrió paso a lo largo de la columna sintiendo el peso de las miradas de súplica.

—¿Qué es esto? ¿De dónde ha salido esta gente? —preguntó al llegar a Ravenna.

—¡Sigmar! —exclamó Ravenna—. ¡Loados sean los dioses! Estábamos terminando el trabajo en los pastos altos cuando los vimos venir hacia el sur.

—¿Quiénes son? Parecen querusenos.

Ravenna le colocó la mano en el brazo y Sigmar pudo ver que estaba agotada.

—Son supervivientes —contestó simplemente.

—¿Supervivientes de qué?

Ravenna hizo una pausa como si le diera miedo expresar el horror que había expulsado a esta gente de sus hogares.

—Los norses —contestó—. Los hombres del norte se han puesto en camino.

* * *

El ambiente en la casa larga del rey Björn era inquietante; Sigmar sentía que una creciente furia y una necesidad de represalia llenaban los corazones de todos los guerreros presentes. Él había sentido la misma furia cuando encontraron la carnicería que las bestias del bosque habían causado entre las aldeas situadas en las fronteras orientales de las tierras de los umberógenos.

Los norses...

Hacía muchos años que las sanguinarias tribus del norte no venían al sur trayendo muerte, destrucción y horror a su paso. Las tierras del lejano norte eran un misterio para la mayoría de las tribus del sur, pocos habían tenido motivos ni deseos de aventurarse a alejarse de sus propias tierras, menos aún de viajar más allá de las montañas Centrales. Se contaban historias de grandes dragones que vagaban por los bosques y tribus carnívoras de feroces guerreros que adoraban a los oscuros dioses de sangre.

Habían transcurrido décadas desde la última vez que los norses habían marchado hacia el sur, pero los ancianos de Reikdorf aún contaban historias acerca del enemigo al que se habían enfrentado una vez: guerreros brutales con armaduras negras y yelmos astados que portaban pavorosas hachas y escudos más grandes que un hombre normal, y jinetes altísimos sobre corceles negros con abrasadores ojos rojos que respiraban fuego.

Señores de los temibles Buqueslobo, los jinetes norses eran el terror de la costa, asesinos que no dejaban nada a su paso salvo ruinas humeantes y cadáveres. Pocos se habían enfrentado a ellos y habían sobrevivido.

Se decía que en los ejércitos de los hombres del norte luchaban sabuesos babeantes y monstruos contrahechos, y los ancianos hablaban entre susurros de abyectos nigromantes que podían invocar aterradores demonios desde más allá de los reinos conocidos y arrojar lanzas de llamas capaces de calcinar a una hueste de guerreros con armadura.

Sigmar no tenía ninguna duda de que muchas de estas historias eran exageraciones, pero todos los hombres de las tierras al oeste de las montañas se tomaban muy en serio la amenaza de los hombres del norte.

Habían dejado entrar a casi cuatrocientas personas dentro de los muros de Reikdorf, con otras doscientas más acampadas fuera en tiendas improvisadas y refugios de lona. Por suerte, lo peor del invierno había pasado y las noches no eran muy frías, así que se esperaba que pocos perecieran sin un techo sobre sus cabezas.

Alfgeir se había enfurecido con los guardias por abrir las puertas y había amenazado con arrancarles la piel de la espalda a latigazos hasta que Sigmar explicó que él les había ordenado que las abrieran.

—¿Y cómo vamos a alimentar a esta gente? —bramó el mariscal del Reik.

—Los almacenes de grano están llenos—respondió Sigmar—. Hay suficiente para todos si tenemos cuidado.

—Estás asumiendo demasiado, joven Sigmar —dijo Alfgeir mientras se alejaba furioso dando grandes zancadas.

En menos de una hora, los guerreros de los umberógenos se habían reunido en la casa larga para escuchar las palabras de dos hombres que habían venido con los refugiados, emisarios del rey Krugar de los taleutenos y del rey Aloysis de los querusenos.

El hombre del rey Krugar era un guerrero enjuto y de rostro aguileño llamado Notker que portaba un sable de caballería curvo y llevaba el pelo afeitado salvo por un largo mechón que le colgaba por la espalda hasta la cintura. Sus ropas y su andar levemente estevado lo señalaban como jinete y todos sus movimientos eran rápidos y precisos.

El emisario del rey Aloysis se llamaba Ebrulf y era un gigantón con hombros exageradamente musculosos y un hacha de tal peso que parecía imposible que se pudiera blandir. A Sigmar le había caído bien al instante, pues su porte era noble y orgulloso, pero sin arrogancia.

Sigmar se encontraba de pie junto a su padre, que estaba sentado en su trono de roble con rostro adusto y regio mientras escuchaba las palabras de los emisarios de sus hermanos reyes. Las noticias no eran buenas.

—¿Cuántos norses se han puesto en marcha? —preguntó Björn.

Notker respondió primero.

—Casi seis mil espadas, mi señor.

—¡Seis mil! —exclamó Alfgeir—. Imposible. Los hombres del norte no han podido reunir tantos guerreros de ninguna manera.

—Con el debido respeto a vuestro paladín —intervino Ebrulf—. No es imposible. Las tribus perdidas del otro lado de los mares marchan con ellos. Cientos de Buqueslobo están atracados en las orillas de la costa norte y llegan más cada día.

—¿Las tribus perdidas? —dijo Eoforth con voz entrecortada—. ¿Han regresado?

—Así es —afirmó Notker—. Hombres altos sobre corceles negros con largas lanzas y armadura de hierro dorado que sirven a los dioses abandonados y con chamanes que invocan los poderes de esos dioses para dar muerte a sus enemigos con fuego mágico.

Una exclamación de horror recorrió la casa larga ante la mención de las tribus perdidas, hombres aterradores y sanguinarios a los que se habían enfrentado en los primeros días de la colonización del territorio. Las historias que se contaban junto al hogar hablaban de valientes héroes de antaño que habían expulsado a esos salvajes al otro lado del mar y hacia los páramos embrujados del norte cientos de años atrás.

—Se decía que las tribus perdidas habían muerto en las inmensidades yermas —apuntó Eoforth—. Los dioses maldijeron aquella tierra en eras pasadas y nadie puede vivir allí.

—Confiad en mí, anciano, están vivos. Aquí Muerdecuellos se ha cobrado las cabezas de unos cuantos de ellos en la batalla —contestó Ebrulf, dando una palmadita al mango de su hacha.

—Supongo que habéis venido a mi casa como más que simples portadores de noticias —intervino Björn—. Decidme lo que hayáis venido a pedir.

Notker y Ebrulf se miraron y el queruseno le hizo una seca señal con la cabeza al taleuteno rapado, que dio un paso al frente e hizo una profunda reverencia ante el rey de los umberógenos.

—Nuestros reyes nos han enviado para ofreceros la oportunidad de uniros a una poderosa hueste que se está reuniendo para hacer frente a los hombres del norte y expulsarlos de nuevo hacia el mar —anunció Notker.

—El rey Aloysis convoca luchadores bajo su estandarte a la sombra de las montañas Centrales y el rey Krugar reúne a sus jinetes en las colinas Farlic —continuó Ebrulf—. Nuestro ejército suma casi cuatro mil espadas, pero si le añadierais la fuerza de vuestros guerreros, nos enfrentaríamos a los hombres del norte en igualdad de condiciones.

—¿Una oferta para unirnos a vuestra hueste? —soltó Alfgeir—. Lo que queréis decir es que os enfrentáis a la derrota y habréis muerto cuando llegue el invierno a menos que os ayudemos.

Ebrulf fulminó a Alfgeir con la mirada.

—Tenéis una lengua viperina, hombre del rey. ¡Volved a mostrarme tal falta de respeto y mi hacha morderá vuestro cuello!

Alfgeir dio un paso al frente con el rostro enrojecido y buscando la espada con su brazo.

Björn hizo retroceder a Alfgeir con un irritado gesto de la mano.

—Aunque el comentario de Alfgeir ha estado fuera de lugar, tiene razón al apuntar que vuestro rey me pide algo que está por encima de nuestras posibilidades. Enviar tantos guerreros al norte dejaría mis tierras prácticamente desguarnecidas.

—El rey Krugar comprende lo que os pide, pero os ofrece su Juramento de Espada si acudís al norte —dijo Notker.

—El rey Aloysis hace la misma promesa, mi señor —añadió Ebrulf.

Sigmar se quedó atónito ante tales juramentos, pero su padre parecía haberlo esperado y asintió con la cabeza.

—Ciertamente la amenaza del norte debe de ser muy grande —comentó el rey Björn.

—Lo es, mi señor —le aseguró Notker.

Agradecieron las noticias a los emisarios y les permitieron retirarse. Los sirvientes del rey los condujeron a alojamientos apropiados a los mensajeros de reyes para que tomaran comida y agua. Asimismo, los guerreros umberógenos también recibieron la orden de retirarse; su humor era sombrío y estaba lleno de pensamientos de guerra.

El rey Björn hizo que Alfgeir y Eoforth se acercaran y Sigmar se sentó junto a su padre mientras discutían cómo hacer frente a la amenaza del norte. El mariscal del Reik se mostraba agresivo, la llegada de los refugiados y los emisarios se habían impuesto a su brevedad habitual.

—Están desesperados —dijo Alfgeir—. Deben de estarlo para haber enviado a esos dos a suplicarnos ayuda. Ofrecer un Juramento de Espada. .. Eso no es algo que se otorgue a la ligera.

—No —estuvo de acuerdo Eoforth—, pero los hombres del norte tampoco son una amenaza que se deba tomar a la ligera.

—Bah, sólo son hombres —repuso Alfgeir—. Sangran y mueren como cualquiera.

—Yo ya me he enfrentado a los norses una vez —dijo Björn—. Sí, sangran y mueren, pero son guerreros fuertes y feroces, y si es verdad que las tribus perdidas marchan con ellos...

—Siempre pensé que las tribus perdidas eran cuentos siniestros para asustar a los niños —comentó Sigmar.

—Y lo son —contestó Alfgeir—. Sólo están tratando de meternos miedo para que los ayudemos.

—No lo creo —terció Eoforth—. Ni creo que ninguno de esos dos hombres estuviera mintiendo.

—No mentían —opinó Björn—. Sigmar, ¿estás de acuerdo?

—Sí, padre. No percibí engaño en ellos. Creo que dicen la verdad y que debemos ir en ayuda de vuestros reyes hermanos. Contar con Juramentos de Espada de dos reyes tan poderosos nos beneficiaría en gran medida. Mucha de nuestra frontera septentrional estaría segura y tener a la caballería taleutena y a los salvajes querusenos de aliados no es ninguna tontería.

—¡Has hablado como un auténtico rey! —se rió Björn—. Sí, partiremos. Si los querusenos y los taleutenos son derrotados, no cabe duda de que los norses caerán sobre nosotros después.

—Me pregunto por qué Aloysis y Krugar no han recurrido a los teutógenos en busca de ayuda —apuntó Eoforth.

—Probablemente lo hicieron —contestó Björn—, pero Artur se creerá a salvo sobre la Fauschlag y sin duda planea invadir las tierras de sus vecinos cuando los querusenos y los taleutenos sean derrotados y los norses tengan menos fuerza.

—En ese caso es aún más imperativo que partamos ya —insistió Sigmar.

—¿Y nuestras propias tierras? —preguntó Alfgeir—. Las dejaremos sin protección si enviamos tantos guerreros al norte. Las bestias se vuelven más audaces cada día que pasa y los pieles verdes siempre se ponen en marcha con la primavera.

—Reuniremos todos los guerreros que podamos, pero no vamos a dejar nuestras tierras desguarnecidas —aseguró Björn —. Dejaré a nuestro mejor guerrero para que mantenga nuestros hogares a salvo.

—¿A quién? —inquirió Alfgeir, y Sigmar sintió que se le formaba un pesado nudo en la boca del estómago mientras se temía la respuesta que daría su padre.

—Sigmar defenderá nuestras tierras mientras nuestro ejército marcha al norte.

* * *

La luna se reflejaba en el Reik y el sonido del jolgorio de borrachos que salía de las tabernas se extendía por el agua hasta las viviendas iluminadas con luces tenues en la orilla sur. Gerreon se encontraban en la ribera del río, con sus pensamientos sumidos en un mar de confusión mientras revivía el incidente que se había producido en el Campo de Espadas.

Los accidentes no eran raros bajo la dura tutela de Alfgeir, pero la sangre que se había derramado esta tarde le había hecho recordar un día que casi había olvidado. Cerró los ojos mientras rememoraba la mancha roja de la huella de una mano en la túnica de Sigmar y experimentaba una repentina claridad en sus recuerdos mientras escuchaba las palabras de la hechicera resonando en su cabeza como si las hubiera oído ayer mismo.

Cuando veas la señal de la mano roja en el mismo instante que una espada herida... será el momento para tu venganza. Busca la cicuta de agua que crece en los pantanos cuando ningún rey reine en Reikdorf.

Se había marchado de la cueva de la hechicera aturdido, una niebla envolvía sus pensamientos debido a los opiáceos que ardían en la hoguera de la mujer y las consecuencias de lo que él deseaba. Gerreon no recordaba mucho del viaje de regreso por el Brackenwalsch, salvo que sus pasos lo habían llevado de modo certero a través del terreno pantanoso a oscuras y que se había despertado en su cama a la mañana siguiente con un fuerte dolor de cabeza y la boca seca.

Mientras permanecía allí tendido, la voz de la hechicera le había susurrado y el terror lo había mantenido clavado a la cama con las palabras de la mujer fluyendo como miel en sus oídos.

Sé el conciliador... Aférrate a tu venganza, pero encúbrela con amistad. Recuerda, Gerreon de los umberógenos... La mano roja y la espada herida.

Se había levantado de la cama sintiéndose como si caminara por un sueño mientras atravesaba Reikdorf. El sol brillaba y el cielo era de un maravilloso tono azul. Se había detenido junto a la Piedra de Juramentos en el centro del asentamiento y había notado una angustiosa sensación de desasosiego mientras se dirigía al Campo de Espadas.

Allí había encontrado a Sigmar y había hecho las paces con el futuro rey de los umberógenos, aunque las palabras casi lo habían hecho atragantar. Durante seis largos años había mantenido su odio siempre presente, nutriéndolo cada día que pasaba y rascando la costra que cubría esa herida cada vez que amenazaba con disminuir.

Y sin embargo...

Mientras transcurrían los días y Gerreon se convertía en uno de los amigos de Sigmar, descubrió que el control que ejercía sobre su odio se le iba escapando de las manos, como si el dolor por la muerte de su gemelo estuviera disminuyendo de algún modo. Una mañana se había dado cuenta, para su horror, de que en realidad le caía bien Sigmar. Incluso Wolfgart y Pendrag, hombres a los que había detestado en su adolescencia, se habían vuelto simpáticos y se vio obligado a admitir que, vistos sin el mal genio de la juventud, tenían muchas cosas que le gustaban.

Pronto había caído en la camaradería natural de guerreros que luchaban codo con codo y se salvaban unos a otros de la muerte una y otra vez. Con el paso de los años, él y Sigmar se habían vuelto como hermanos y el futuro era dorado, su odio desaparecía como la neblina matutina.

Y ahora esto...

Ahora había visto las señales de las que había hablado la hechicera y el siniestro recuerdo de la muerte de Trinovantes invadió de nuevo su mente como si se tratara de un río crecido sobre un dique roto; el veneno, la rabia y el dolor de la traición de Sigmar eran tan fuertes como lo habían sido el día que habían traído su cuerpo de regreso.

La espada herida...

Nunca había sabido en qué podría consistir tal señal, pero mientras veía cómo sangraba el muchacho en el Campo de Espadas de pronto había quedado claro. El chico había dicho que se llamaba Brant, un antiguo nombre de los primeros días de la migración de la tribu desde el este, un buen nombre con una orgullosa herencia.

En la antigua lengua de los umberógenos, el nombre Brant significaba «espada».

¿Y Reikdorf sin rey? Cómo podría acontecer tal cosa cuando los umberógenos se encontraban en la cumbre de su poder e influencia; parecía una idea rocambolesca, pero ahora el rey Björn había hecho público un llamamiento a las armas.

Había despachado jinetes por todos sus territorios, emplazando a todos los que le habían jurado lealtad para que se dirigieran a Reikdorf en menos de diez días. Cada uno debía traer una espada, un escudo y protecciones de malla y debía estar preparado para marchar hacia el norte para emprender varios meses de campaña.

Sigmar reinaría en ausencia de su padre... dejando Reikdorf sin rey.

Siniestros pensamientos de sangre y el placer que obtendría al vengar a Trinovantes batallaban con los lazos de fraternidad que había forjado a lo largo de los últimos seis años. Apartó la mirada del agua y se volvió hacia la silueta gris de la Colina de los Guerreros donde yacía su gemelo.

—¿Qué habrías querido que hiciera? —susurró Gerreon mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas.

Durante diez días, Reikdorf se convirtió en un lugar de reunión para guerreros llegados de todas las tierras de los umberógenos. Asambleas de espadas procedentes de asentamientos situados a lo largo del río y los fértiles valles del Reik se dirigieron a la capital umberógena guiados por la orden de su rey y por los lazos de deber y honor que eran más fuertes que el hierro forjado por los enanos.

Se levantaron campamentos en los campos al este de la ciudad, largas hileras de tiendas de lona para los cientos de hombres que llegaban a diario desde todos los rincones de las tierras del rey. Guerreros de rostro adusto con pesadas hachas, espadas y lanzas desfilaban sobre el puente de Sudenreik acompañados de arqueros con armadura ligera y dotados de petos de cuero, arcos de tejo de gran calidad y aljabas de flechas con astas tan rectas como los rayos del sol.

Wolfgart montó cercados provisionales al norte de la ciudad para que los jinetes guardasen sus monturas mientras Sigmar organizaba a los guerreros en grupos de combate. La hueste crecía con cada día que pasaba, y pronto la tarea de tomar nota de los guerreros que se iban congregando le correspondió a Pendrag.

Los comerciantes habían usado desde hacía mucho marcas y escritura sencilla para llevar la cuenta de sus transacciones y, con la ayuda de Eoforth, Pendrag sacó ideas del concepto de lenguaje rúnico de los enanos para desarrollar una forma rudimentaria de instrucción escrita. Sigmar, que vio en seguida las ventajas de esta técnica, le ordenó a Pendrag que perfeccionara más esta nueva forma de comunicación y que hiciera que la enseñaran en las escuelas.

Cuando llegó el momento de reunir al ejército para partir, el recuento de Pendrag indicaba que el rey Björn conduciría a un ejército de casi tres mil espadas, con cada hombre y su aldea de procedencia anotados fielmente por Pendrag.

Sigmar, Wolfgart y Pendrag hicieron maravillas de organización con el ejército congregado, preparándolo para marchar y asegurándose de que dejaría Reikdorf con suficientes suministros para sustentarlo durante la temporada de campaña. Un largo cortejo de carromatos y los comerciantes necesarios para mantener al ejército listo para luchar se reunieron pronto y se prepararon para acompañar a los guerreros.

El rey Björn participó poco en la organización del ejército, en lugar de ello pasaba los días incansablemente con los hombres con los que cabalgaría a la batalla. Cada día, Björn recorría el creciente campamento e intercambiaba algunas palabras con tantos hombres como podía. Algunas veces, Sigmar lo acompañaba, disfrutando de las bromas de su padre con los guerreros e intentando ocultar todo el tiempo su decepción por no partir a la guerra con ellos.

Tras la declaración de su padre de que se quedaría en Reikdorf, había ido de la casa larga a casa de Ravenna, más furioso de lo que podía expresar con palabras por el hecho de que le negara esta oportunidad de enfrentarse a un enemigo tan poderoso.

Ravenna no había necesitado intuición femenina para percatarse de su sombrío humor; se había sentado de inmediato a la mesa y había servido dos copas llenas de cerveza de Reikdorf. Sigmar caminó de un lado a otro como un lobo enjaulado y ella aguardó pacientemente a que se sentara.

Cuando al final lo hizo, se inclinó hacia él y le puso una copa en la mano.

—Háblame —lo animó—. ¿Qué ocurre?

—Mi padre me ofende —bramó Sigmar—. El ejército va a marchar al norte para luchar contra los norses. Los reyes de los querusenos y los taleutenos nos suplican ayuda y mi padre ha decidido responder a su llamada.

—¿Y en qué te ofende esto?

—Yo no voy a tomar parte en esta campaña —contestó Sigmar mientras tomaba un gran trago de cerveza—. Me van a dejar atrás como una especie de administrador olvidado mientras otros ganan gloria en la batalla.

Ravenna negó con la cabeza.

—Tienes mucha visión de futuro, Sigmar, pero a veces estás muy ciego.

Él levantó la mirada; su expresión era una mezcla de furia y sorpresa.

—Tu padre te está honrando, Sigmar —aseguró Ravenna—. Te ha confiado la seguridad de todo lo que ama mientras él está lejos. Todo lo que ha construido a lo largo de los años está a tu cuidado hasta que regrese. Ése es un gran honor.

Sigmar respiró hondo y, a continuación, tomó otro trago de cerveza.

—Supongo que sí.

—No hay ningún «supongo» en esto —dijo Ravenna.

—¡Pero enfrentarse a los norses! —protestó Sigmar—. ¡Se logra gloria en batallas como ésta! Se...

—¡No seas tonto! —soltó Ravenna, golpeando la mesa con la copa—. ¿No has aprendido nada? No hay gloria en la batalla, sólo dolor y muerte. Hablas de gloria, pero ¿dónde está la gloria para aquellos que no regresarán? ¿Dónde está la gloria para los que se queden en el campo de batalla como comida para los cuervos y los lobos? Te dije que odiaba la guerra, pero odio más el hecho de que los hombres la perpetuéis hablando de gloria y nobles propósitos. Las guerras no se libran por gloria ni libertad ni ninguna otra grandiosa insensatez. Los reyes desean más tierra y riqueza y el modo más rápido y fácil de lograrlo es con la conquista. Así que no vengas a mi mesa y me hables de gloria, Sigmar. La gloria hizo que mataran a mi hermano.

Sigmar vio la rabia y el dolor en el rostro de la joven y midió sus siguientes palabras.

—Tienes razón, pero hay algunas batallas que merece la pena librar —dijo—. Enfrentarse a los norses es una de esas batallas, porque no se lucha por riquezas ni gloria, sino por la supervivencia.

—Y ésa es la única razón por la que me alegro de que no vayas a ir con tu padre.

—¿Que te alegras? ¿Qué quieres decir?

Ravenna suavizó el tono y continuó:

—¿Crees que los peligros a los que nos enfrentamos cada día disminuirán mientras nuestros guerreros marchan al norte para enfrentarse a los norses? Aún hay bestias, saqueadores y pieles verdes a los que combatir, y las otras tribus no ignorarán la partida de tu padre. ¿Y si los teutógenos, los asoborneos o los brigundianos tratan de tomar las tierras de los umberógenos mientras el rey no está? Los guerreros que marcharán con tu padre lucharán por nuestra supervivencia y yo les agradezco a los dioses que tú te quedes aquí para hacer lo mismo. Creo que no te faltarán batallas que librar mientras tu padre está en el norte.