7: Toda nuestra gente

SIETE

Toda nuestra gente

La luz del fuego iluminaba los rostros de los guerreros que lo rodeaban. Sigmar les hizo un gesto con la cabeza a Wolfgart y Pendrag mientras veía las formas imprecisas de Svein y Cuthwin abriéndose camino cuesta abajo a través de la densa maleza. Los dos se movían en silencio, su habilidad para mezclarse con el paisaje los convertía en los exploradores más valiosos de Sigmar.

—Aquí vienen —susurró Sigmar.

Sus hermanos de armas atisbaron entre la penumbra del ocaso.

—Tienes buena vista, hermano —dijo Wolfgart—. Yo no veo nada.

Pendrag señaló con la cabeza hacia una línea de árboles.

—Allí. Junto a los olmos, creo —anunció.

Wolfgart entrecerró los ojos, pero negó con la cabeza.

—Son como fantasmas —comentó.

—Serían malos exploradores si dejaran que los vieran —señaló Pendrag.

Los dos exploradores salieron de detrás de los árboles que habían estado utilizando como protección y Sigmar les hizo señas para que se dirigieran al grupo de jinetes que acechaba entre los enmarañados matorrales al borde del cráter. El terreno aquí era empinado y muy boscoso, el suelo era terroso y estaba sembrado de negras rocas afiladas.

La leyenda decía que un trozo de la luna había caído aquí hacía siglos y había abierto un agujero en el suelo. Sigmar no sabía si eso era cierto, pero la tierra que rodeaba este lugar era árida y nada bueno crecía aquí. En el aire había un hedor nauseabundo y los árboles estaban retorcidos como si sufrieran. La maleza que brotaba a lo largo de los bordes del cráter era enredada y espinosa. Las espinas supuraban una savia verdosa que transmitía sueños febriles a cualquier hombre que tuviera la mala suerte de sufrir un arañazo.

El sonido de tambores apagados y bramidos guturales se extendía sobre el borde rocoso del cráter, acompañado de un idioma oscuro que surgía de gargantas que nunca estuvieron hechas para pronunciar ningún tipo de lenguaje.

Cincuenta guerreros envueltos en capas de piel de lobo aguardaban a los exploradores. Sigmar rogó que el terrero fuera favorable, pues podía sentir la necesidad de venganza que ardía en el corazón de cada hombre. La carnicería que las bestias habían inferido a los poblados que se encontraban a ambos lados de las fronteras de las tierras de los umberógenos y los asoborneos no había tenido precedentes.

—¿Qué habéis visto? —preguntó cuando los dos exploradores se acercaron lo suficiente para oír su susurro.

—Unas sesenta o setenta bestias —contestó Svein—, borrachas y cubiertas de sangre.

—¿Cautivos?

El rostro normalmente jovial de Svein se endureció mientras asentía con la cabeza.

—Sí, pero ninguno en buen estado. Las bestias se han divertido con ellos.

—¿Y no tienen ni idea de que estamos aquí? —quiso saber Wolfgart.

Cuthwin negó con la cabeza.

—Hice que viniéramos en la dirección del viento respecto a su campamento. Ninguno de ellos está vigilando, están demasiado... ocupados... con los cautivos.

—¿Estás seguro? —insistió Wolfgart.

—Estoy seguro —respondió Cuthwin—. Si nos encuentran aquí, será por todo el dichoso ruido que haces.

Sigmar le ocultó su sonrisa a Wolfgart mientras recordaba la noche en la que había descubierto a Cuthwin acercándose a hurtadillas a la casa larga situada en el centro de Reikdorf casi seis años atrás. Había sido la noche antes de que fueran a la guerra en el puente de Astofen y Sigmar recordaba el sigilo y el coraje desafiante del muchacho, rasgos que le servían bien como uno de los guerreros de Sigmar.

Wolfgart se enfureció ante las palabras del joven explorador, pero no dijo nada.

—Pendrag —ordenó Sigmar—, coge quince guerreros y ve hacia el este trescientos pasos. Wolfgart, haz lo mismo al oeste.

—¿Y tú? —preguntó Wolfgart—. ¿Qué harás tú?

—Yo cabalgaré sobre la cresta y cargaré contra el centro del campamento de las bestias —contestó Sigmar—. Cuando se me vengan encima, vosotros dos llegáis desde los flancos y los aplastáis.

—Buen plan —apuntó Wolfgart—. Sencillito.

Dio la impresión de que Pendrag estaba a punto de protestar, pero se encogió de hombros e hizo que su caballo diera la vuelta para reunir a sus hombres. Sigmar le hizo un gesto con la cabeza a Wolfgart, que siguió el ejemplo de Pendrag y se alejó para reunir a los guerreros a los que conduciría a la batalla.

Sigmar se volvió en la silla para mirar al guerrero que tenía detrás mientras el ritmo de los tambores que llegaba desde el interior del cráter aumentaba.

—Gerreon, ¿estás preparado? —dijo.

El gemelo de Trinovantes se adelantó en su caballo para unirse a él y esbozó una sonrisa feroz.

—Estoy preparado, hermano.

Sigmar y Gerreon habían hecho las paces seis años antes.

Sigmar estaba entrenándose con Pendrag en el Campo de Espadas, en la base de la Colina de los Guerreros, practicando con espada y lanza, cuando el hermano de Trinovantes había ido a buscarlo. El Campo de Espadas era el nombre que se le daba a una extensa área de terreno dentro de los muros Reikdorf donde los guerreros veteranos de la ciudad en constante expansión entrenaban a los jóvenes para la batalla.

Wolfgart había sostenido que daba mala suerte aprender las habilidades de la guerra ante un lugar de descanso de los muertos, pero Sigmar había insistido afirmando que todo guerrero necesitaba saber qué estaba en juego si flaqueaban.

Muchísimos jóvenes aprendieron a luchar con espada y lanza bajo la despiadada tutela de Alfgeir, mientras que Wolfgart instruía a otros en tiro con arco. Se habían montado blancos tallados para asemejarse a orcos, y el golpe de las flechás disparadas con precisión y el sonido del entrechocar de las espadas de hierro llenaban el aire.

Todos los hombres de Reikdorf tenían ahora una espada de hierro, y Pendrag y Alaric habían viajado por todas las tierras de los umberógenos a lo largo de los años para asegurarse de que los herreros trabajasen en forjas equipadas con fuelles accionados por agua capaces de fabricar tales armas. Pocos guerreros llevaban ya armadura de bronce y la mayoría de los jinetes estaban provistos de cotas de malla de anillos de hierro enlazados o lorigas de escamas montadas unas sobre otras.

Emisarios de los jutones, querusenos y taleutenos habían observado los grandes adelantos que estaban experimentando los umberógenos, y al rey Björn le encantaba la idea de que la fuerza de su tribu se conociera a lo largo y ancho de la tierra.

—Estamos aviados —dijo Pendrag mientras Gerreon se aproximaba.

Sigmar bajó la espada y se volvió para enfrentarse al hermano de Ravenna, preparándose para las duras palabras y la indignación del apuesto guerrero ante su comportamiento con su hermana. No era ningún secreto que Ravenna y él se estaban acercando cada vez más, y sólo a un ciego podrían habérsele escapado los evidentes sentimientos que compartían.

En realidad, le sorprendía que Gerreon hubiera tardado tanto tiempo en abordarlo.

Como siempre, Gerreon iba impecablemente vestido: sus pantalones de gamuza eran de la mejor calidad, el jubón negro estaba bordado con hilo de plata y las botas fabricadas en suave cuero. Su mano agarraba la empuñadura de la espada con delicadeza, una espada que Sigmar le había visto blandir con una destreza aterradora y deslumbrante en numerosos asaltos y combates de entrenamiento.

Sigmar era un buen espadachín, pero Gerreon era lo que los roppsmenn del este llamaban un «maestro de la espada». Se puso tenso, esperando un ataque de furiosa indignación, y notó que Pendrag se colocaba a su lado.

—Gerreon —comenzó Sigmar—, si esto es por Ravenna...

—No, Sigmar —repuso Gerreon—. Esto no es por mi hermana. Se trata de ti y de mí.

Gerreon no pretendería retarlo a un combate, ¿verdad? Retar al hijo del rey era una locura. Aunque ganara, los guardias del rey lo matarían.

—Entonces ¿de qué se trata?

Gerreon apartó la mano de la empuñadura de la espada.

—He tenido tiempo para pensar desde la muerte de Trinovantes y me avergüenzo de las cosas que dije e hice cuando regresaste de Astofen. Era tu amigo y lo querías mucho.

—Así es, Gerreon —asintió Sigmar.

—Sólo quería que supieras que no te culpo por su muerte. Como dijo mi hermana, fue un orco el que lo mató, no tú. Si me brindas tu perdón, te ofreceré mi amistad como hizo una vez mi hermano. —Gerreon mostró su deslumbrante sonrisa y le ofreció la mano a Sigmar—. Y como ahora hace mi hermana.

Sigmar sintió que se ruborizaba mientras tomaba la mano de Gerreon.

—Eres un umberógeno —dijo—. No necesitas mi perdón, pero lo tienes de todas formas.

—Gracias —contestó Gerreon—. Esto significa mucho para mí, Sigmar. No sabía si había echado por tierra cualquier posibilidad de amistad.

—Nunca —aseguró Sigmar—. ¿Qué clase de imperio forjaré si hay división dentro de los umberógenos? No, Gerreon, eres uno de los nuestros y siempre lo serás.

Se dieron un apretón de manos y Gerreon sonrió aliviado.

Wolfgart y Pendrag habían desconfiado de ese repentino arrepentimiento; sin embargo, en los años siguientes, la confianza de Sigmar se había visto justificada y Gerreon se había ganado el respeto de los otros en docenas de combates desesperados. En la batalla de las Colinas Baldías, Gerreon le había salvado la vida a Sigmar decapitando hábilmente a un líder de guerra orco que lo había inmovilizado debajo del cuerpo de su lobo muerto.

Contra los asaltantes teutógenos, Gerreon también había despachado a un arquero listo para lanzar una saeta a bocajarro contra la espalda desprotegida de Sigmar.

Una y otra vez, Gerreon había cabalgado a la batalla junto a ellos y, en cada ocasión, Sigmar agradecía la fuerza de carácter que había llevado al guerrero a buscar perdón. Ravenna se había mostrado encantada y Sigmar había pasado muchos momentos agradables con ella y con Gerreon cazando, cabalgando por los senderos del bosque o simplemente hablando hasta bien entrada la noche de su sueño de unir a las tribus de los hombres.

Ahora, mientras la oscuridad los rodeaba y sus hermanos de armas se alejaban de él para situarse en círculo alrededor del cráter, Sigmar agradeció la presencia de Gerreon. Contó cien latidos antes de instar a su caballo a avanzar, los veinte guerreros que permanecían con él lo siguieron rápidamente.

El sonido de los tambores aumentó de volumen a medida que los caballos ascendían por las laderas rocosas del cráter, y Sigmar se volvió en la silla para dirigirse a los jinetes que tenía detrás. Todos llevaban una cota de malla y muchos lucían petos y hombreras de hierro. Capas rojas caían de sus hombros y cada jinete portaba una lanza larga y una pesada espada.

—Golpearemos fuerte y rápido —indicó Sigmar—. Haced mucho ruido cuando ataquéis, los quiero a todos mirándonos.

Pudo ver en sus rostros que todos sabían qué hacer.

—Buena caza —les deseó.

El cráter situado en la cima de la cresta se fue acercando, recortado a la luz de las estrellas, y las nubes de lo alto resplandecieron con un tono naranja debido a las hogueras. Un grito rasgó la noche y Sigmar sintió que su rabia crecía ante el terror y el inimaginable dolor que trasmitía.

—¿Te das cuenta del riesgo que estamos corriendo? —preguntó Gerreon.

—Sí, pero no podemos esperar —contestó Sigmar—. Si no atacamos ahora, las bestias desaparecerán en lo profundo del bosque y perderemos cualquier posibilidad de vengar a los muertos. No. Van a morir esta noche.

Gerreon asintió con la cabeza y desenvainó su espada.

Sigmar cogió una pesada lanza con punta de hierro del carcaj que colgaba tras él.

—¡Umberógenos! —gritó mientras golpeaba con los talones las ijadas del caballo—. ¡Cabalgad a la venganza!

El semental se lanzó sobre el borde del cráter y sus guerreros lo siguieron con un estruendoso grito de guerra.

Debajo se desarrollaba una escena de locura. Las llamas rugían hacia el cielo y grupos de bestias monstruosamente contrahechas llenaban la cuenca del cráter festejando y emborrachándose con la matanza y los espíritus malignos.

Se trataba de extraños monstruos. Las horribles criaturas eran las crías híbridas de hombre y bestia, peludas cabezas de cabra sobre torsos musculosos y patas retorcidas de articulaciones invertidas. Criaturas de piel roja con cráneos astados y colas que se agitaban con rapidez daban saltos entre los montones de muertos, mientras torpes bestias que se asemejaban a una espantosa fusión de caballo y jinete se tambaleaban como si estuvieran borrachas alrededor de los bordes del campamento.

Una gran piedra negra se alzaba sobre el grupo en el centro del cráter, una punta de obsidiana tallada con espantosas runas que hablaban de matanza y libertinaje. Una inmensa bestia con cabeza de toro que llevaba una harapienta capa negra le arrancó el corazón a un cautivo que aún seguía vivo, mientras desenfrenadas criaturas cuya herencia resultaba difícil de identificar se deslizaban y brincaban alrededor de la piedra con lunática adoración.

Sus aullidos se mezclaban con el son de los tambores que criaturas enormes con cabeza de lobo golpeaban con sus patas.

Había hombres, mujeres y niños atados repartidos por todo el campamento, sus cuerpos habían sido maltratados y golpeados. Muchos estaban muertos y todos habían sido torturados. A otros simplemente se los habían comido vivos. La furia de Sigmar, que ya estaba al rojo vivo, amenazó con desbordarlo mientras sentía que una niebla roja lo invadía.

Sin embargo, Sigmar no era un berserker, así que concentró su furia en una ardiente lanza de fría rabia.

Su caballo descendió con gran estruendo por la pendiente y un inarticulado grito de odio salió de los labios de Sigmar. Un cuerno de guerra umberógeno sonó, y sus notas parecían llevarlos hacia su enemigo con mayor velocidad.

Las criaturas se estaban despertando, aunque sus viciosas celebraciones los habían dejado aletargados y desprevenidos. La bestia con cabeza de toro soltó un bramido ensordecedor que resonó en las laderas del cráter y el incesante toque de los tambores se interrumpió.

Un puñado de monstruos de piel roja arrojó lanzas contra los jinetes, pero apuntaron mal y ningún jinete resultó alcanzado. Sigmar lanzó la suya, y el pesado proyectil atravesó la espalda de una bestia y la clavó a un árbol raquítico. Sus guerreros usaron las lanzas y el aire se llenó de fuertes gruñidos de dolor.

Cuthwin y Svein dispararon flechas desde el borde del cráter y cada una de ellas derribó a otra bestia. Sin tiempo para arrojar otra lanza, Sigmar cogió a Ghal-maraz y golpeó con él la brutal cara de un monstruo peludo con cabeza de oso que le gruñía.

El martillo de guerra partió el cráneo de la bestia y Sigmar se adentró más en la muchedumbre de enemigos. Mandíbulas que intentaban morderle y garras amarillentas se lanzaron hacia él. Su caballo relinchó de dolor cuando una punzante lanza se le hundió en la grupa. Sigmar golpeó de revés con Ghal-maraz el pecho de su atacante aplastándole la caja torácica y lanzándolo por los aires.

Los umberógenos se abrieron paso por el campamento de las bestias en medio de un arrollador furor de espadas. Las lanzas acuchillaban y las espadas separaban extremidades con garras de hombros fuertemente musciliados. Las criaturas centauro soltaron un bramido de desafío mientras cargaban blandiendo largas hachas y cachiporras con pinchos.

Sigmar vio cómo derribaban a uno de sus jinetes de su corcel con una de estas armas, el hombre cayó al suelo, muerto: su armadura no supuso defensa contra la fuerza bruta del monstruo.

El hedor de aquellos seres era una fuerte mezcla de pelo húmedo, sangre y excrementos. Sigmar sintió náuseas cuando una diabólica criatura saltó sobre su caballo entre chasquidos y le clavó los afilados colmillos en el brazo.

Sigmar echó el codo hacia atrás, aplastándole los rasgos lobunos y apartándolo de su carne. Sacó la daga con la mano libre y la clavó hacia atrás, hundiendo la hoja en el vientre de su agresor. La bestia cayó del caballo y Sigmar atravesó con la daga el ojo de una criatura que gruñía mientras lo atacaba con un hacha de hoja ancha. El arma le fue arrancada de la mano y oyó más gritos de dolor a medida que las bestias por fin superaban la sorpresa de la carga umberógenos.

La enorme bestia que se encontraba en el centro del campamento se irguió con los brazos extendidos y unos relámpagos danzaron en las palmas de sus manos. Sigmar levantó la mirada hacia el este y el oeste mientras oía los gritos de guerra de sus hermanos de armas. Pendrag apareció primero y luego Wolfgart, guiando al resto de sus guerreros a la carga.

—¡Umberógenos! —gritó mientras se introducía en lo más reñido del combate.

Sigmar balanceó a Ghal-maraz a derecha e izquierda matando bestias con cada golpe y rugiendo con la liberación que suponía la batalla. El estruendo de los cascos de los caballos resonó por el cráter cuando Wolfgart y Pendrag se lanzaron a la batalla. El sonido del entrechocar de espadas y hachas era ensordecedor.

Entonces, cayó el rayo.

Como si la hubiera lanzado algún dios maligno, una ardiente lanza de luz blanca azulada chocó contra el suelo en medio de los umberógenos. El rayo estalló y hombres, caballos y bestias salieron volando por los aires mientras su mortífera energía los atravesaba.

El hedor a carne quemada llenó el aire, y Sigmar parpadeó para eliminar resplandecientes destellos, horrorizado ante la imponente destrucción. Otro relámpago se estrelló contra la tierra abriendo una zigzagueante estela de destrucción mientras la luz cegadora hendía el cielo.

Se oyeron gritos de dolor y algunos caballos se revolcaron como locos por el suelo, la fuerza del relámpago les había arrancado las patas. Rugientes monstruos cayeron sobre los jinetes derribados apuñalándolos con lanzas y cuchillos rudimentarios. Chisporroteantes arcos de energía danzaron en el aire, saltando de jinete en jinete y arrojándolos de sus caballos.

Sigmar vio que Wolfgart salía despedido por los aires cuando el azote de otro relámpago de luz estalló en medio de los jinetes. Los guerreros de Pendrag se estrellaron contra las criaturas, dispersándolos con sus espadas y lanzas. Las flechas se hundían con un ruido sordo en carne de bestia, y los aterrados bramidos de los monstruos más pequeños resonaban mientras trataban de escapar de la masacre.

Los jinetes no les concedieron clemencia y los aplastaron bajo los cascos de sus corceles a la carga o los derribaron con sus lanzas.

Sin embargo, siguieron cayendo más relámpagos del cielo y el suelo se ondulaba cada vez que el parpadeante fuego azul lo golpeaba. Arcos de poder se estrellaron contra el cráter y Sigmar oyó el júbilo del monstruo con cabeza de toro ante la destrucción que había desencadenado. La bestia mantenía una mano con garras pegada a la poderosa piedra que se encontraba en el centro del cráter mientras invocaba al relámpago, y Sigmar instó a su caballo a dirigirse hacia allí. Levantó a Ghal-maraz en alto mientras otro rayo caía entre chasquidos y silbidos.

No obstante, en vez de chocar contra el suelo, golpeó la poderosa cabeza del martillo de Sigmar.

Éste sintió el asombroso poder que la gran bestia había conjurado y el mango de Ghal-maraz se calentó muchísimo mientras el arma trataba de disipar las terribles energías. Sigmar gritó cuando una parte de esas energías latieron a través de su cuerpo llenándole las venas de fuego elemental.

Arcos de luz azul relampaguearon alrededor de Sigmar y llamearon procedentes de Ghal-maraz, formando arcos que zumbaban y chisporroteaban. El relámpago centelleó en los ojos de Sigmar mientras luchaba por contener energías que podrían destrozarlo en un instante.

La criatura lo vio llegar y gritó una serie de órdenes guturales a sus seguidores que corrieron rápidamente a defenderlo. Las criaturas extrañamente contrahechas se acercaron arrastrando las patas para bloquearle el paso, pero una multitud de flechas centelleó derribando a varias de ellas.

Sigmar soltó un creciente grito de guerra y su caballo saltó en el aire.

Las bestias aullaron mientras Sigmar pasaba por encima de ellas, echaba hacia atrás su martillo y lo lanzaba hacia el monstruo envuelto en relámpagos.

Ghal-maraz giró en el aire crepitando con energía. El caballo de Sigmar aterrizó mientras el martillo golpeaba. Con una mano pegada a la piedra y la otra sujeta por el rayo, la gran bestia no pudo hacer nada para evitar el lanzamiento de Sigmar.

El cráneo del monstruo se partió cuando el poderoso martillo de guerra lo golpeó y la cabeza explotó en un mar de sangre y fragmentos de hueso. Un chorro de abrasadora energía surgió del cadáver sin cabeza y su cuerpo se sacudió de manera espasmódica mientras el poder que había invocado lo abandonaba.

Sigmar hizo que su caballo diera media vuelta mientras la bestia moría. El cuerpo chamuscado quedó reducido a una cáscara marchita de carne quemada. El fuego que ardía en los ojos de Sigmar se fue apagando y el último relámpago enjaulado abandonó su cuerpo tras la muerte de su creador. Sigmar respiró de manera entrecortada y volvió a concentrar su atención en la encarnizada batalla que se desarrollaba a su espalda.

Las bestias aullaron ante la muerte de su líder y los guerreros umberógenos atropellaron a los últimos de su grupo. Wolfgart estaba de pie en el centro del cráter, despedazando con su enorme espada al resto de las bestias babeantes con cabeza de lobo que tocaban los tambores, mientras Pendrag disparaba flecha tras flecha con su arco de cuerno hacia las criaturas que huían.

Sigmar sonrió de manera siniestra para sus adentros. En cuestión de momentos, no quedaría ni una sola bestia con vida.

Se deslizó del lomo de su caballo y le dio una palmadita en las ijadas.

—¡Por todos los dioses, ha sido un salto impresionante, Grancorazón! —exclamó mientras le pasaba la mano por el cuello y le alborotaba las crines.

El caballo relinchó complacido y sacudió las crines, siguiéndolo mientras se detenía para recuperar su martillo de guerra. El relámpago que había contenido brevemente en su interior se había apagado, aunque la escritura rúnica que decoraba la cabeza aún brillaba de poder.

—Puede que eso sea la cosa más estúpida que te he visto hacer —soltó Gerreon, acercándose a su espalda.

Sigmar se volvió para enfrentarse al guerrero.

—¿El qué?

—Tirar tu martillo así. Quedaste desarmado.

—Aún tenía mi espada —repuso Sigmar.

Gerreon señaló hacia la cintura de Sigmar, donde una correa de cuero rota era lo único que quedaba del cinto de su espada. Sigmar ni siquiera había notado el golpe que había cortado el cuero, y de pronto se sintió idiota por haber lanzado a Ghal-maraz.

—¡Por Ulric! —exclamó Wolfgart mientras se acercaba corriendo a ellos—. ¡Menudo lanzamiento, Sigmar! ¡Asombroso! ¡Le arrancó la cabeza a ese cabrón limpiamente!

Gerreon negó con la cabeza.

—Y aquí estoy yo diciéndole lo idiota que fue por lanzarlo.

—¡Ni hablar! —aseguró Wolfgart—. ¿No lo viste? Nunca he visto nada igual. ¡El relámpago! ¡El lanzamiento!

—¿Y si hubieras fallado? Entonces ¿qué? —intervino Pendrag, uniéndose a la reunión en su caballo.

—Lo hubiera matado a golpes —contestó Sigmar, adoptando una pose de luchador a puño limpio.

—¿No viste el tamaño que tenía? —se rió Pendrag—. Te habría dado una cornada antes de que pudieras asestarle un puñetazo.

—¿A Sigmar? —dijo Wolfgart—. Nunca.

—No si contaras con un martillo que regresara a tu mano una vez lo hubieras lanzado —apuntó Gerreon—. Entonces estaría impresionado.

—No seas tonto —terció Pendrag—. ¿Un martillo que regresara a ti después de que lo lanzaras? ¿Cómo podría fabricarse algo así?

—¿Quién sabe? —dijo Wolfgart—. Pero estoy seguro de que el maestro Alaric podría hacerlo.

Pendrag negó con la cabeza y apuntó:

—Dejando de lado por el momento la endeble comprensión del mundo que tienen Gerreon y Wolfgart, deberíamos quemar estos cuerpos y marcharnos de este lugar. La sangre atraerá a otros depredadores y tenemos que ocuparnos de nuestros heridos.

—Tienes razón —asintió Sigmar, olvidando toda ligereza—. Wolfgart, Gerreon, que vuestros hombres recojan a las bestias muertas y levanten una pira alrededor de esa piedra. Quiero que en menos de una hora estén quemados y nosotros nos hayamos puesto en marcha. Pendrag, ayúdame con los heridos.

Los jinetes emplearon seis días en el viaje de regreso a Reikdorf a través del bosque, la ruta que siguieron los llevó por numerosas aldeas y asentamientos diseminados. Antes de llegar a las zonas habitadas del bosque, Sigmar condujo a los supervivientes de las incursiones de las bestias de regreso a las ruinas hechas añicos de las tres aldeas que habían sido atacadas.

Los muros que rodeaban cada una de ellas estaban en ruinas, los habían destrozado con pesadas hachas o simplemente los habían derribado con la fuerza bruta. Cuando los jinetes de Sigmar se encontraron con los osarios humeantes de las aldeas, no había habido tiempo de ocuparse del deber para con los muertos, y con la ayuda de los supervivientes de ojos hundidos y deshechos en llanto, enterraron los cadáveres y los enviaron de camino al reino de Morr.

Mientras Sigmar se encontraba junto a las tumbas sintió una presencia a su lado, y al levantar la mirada vio a Wolfgart. Su amigo tenía los ojos bordeados de rojo debido al humo de las hogueras y parecía inmensamente cansado.

—Un día duro —dijo Sigmar.

Wolfgart se encogió de hombros.

—Los he visto peores.

—Entonces ¿qué te preocupa?

—Esto —contestó Wolfgart, agitando la mano en dirección a las tumbas frente a las que se encontraban—. Esta masacre y los hombres que perdimos vengándola.

—¿Qué les pasa?

—Esta aldea está en tierras de los asoborneos y la gente que trajimos son asoborneos.

—¿Y?

Wolfgart suspiró y prosiguió:

—No son umberógenos, así que ¿por qué fuimos a rescatarlos? Perdimos cinco hombres y otros tres no volverán a ir a la batalla. Así que explícame por qué hicimos esto. Después de todo, la reina Freya no lo habría hecho por nuestra gente, ¿verdad?

—Puede que no —admitió Sigmar—, pero eso no importa. Todos son nuestra gente: asoborneos, umberógenos, teutógenos..., todos. La noche que juramos que todo lo que haríamos sería al servicio del imperio de los hombres... ¿significó algo para ti, Wolfgart?

—¡Claro que sí! —protestó el guerrero.

—En ese caso, ¿dónde está el problema en ayudar a los asoborneos?

—No estoy seguro. —Wolfgart se encogió de hombros—. Supongo que porque daba por hecho que crearíamos ese imperio conquistando a las otras tribus en la batalla.

Sigmar le colocó la mano a Wolfgart en el hombro y lo hizo volverse hacia la labor que se desarrollaba en la aldea. Grupos de enterramiento sacaban a rastras los cadáveres de las casas en ruinas mientras los guerreros trabajaban codo con codo con los granjeros reuniendo a los muertos, con las manos y los rostros manchados de sangre.

—Mira a esta gente —indicó Sigmar—. Son asoborneos y umberógenos. ¿Puedes diferenciarlos?

—Por supuesto —contestó Wolfgart—. He cabalgado con estos guerreros durante seis años. Los conozco bien a todos.

—Supon que no los conocieras. ¿Podrías diferenciar entonces a los asoborneos de los umberógenos? —Wolfgart pareció sentirse incómodo con la pregunta y Sigmar siguió presionando—: Dicen que todos los lobos son grises de noche. ¿Has oído esa expresión?

—Sí.

—Pasa lo mismo con los hombres —explicó Sigmar, señalando a un hombre con la tristeza grabada en el rostro mientras llevaba a un niño muerto en brazos—. Bajo la sangre y la mugre todos somos hombres. Las distinciones que nos colocamos unos a otros carecen de sentido. En la sangre, todos somos iguales, y para nuestros enemigos también. ¿Crees que a las bestias y a los orcos les importa si matan asoborneos o umberógenos? ¿O taleutenos o querusenos? ¿U ostagodos o endalos?

—Supongo que no —admitió Wolfgart.

—No —coincidió Sigmar, enfadándose de pronto con Wolfgart por ser tan corto de miras—, y a nosotros tampoco debería importarnos. En cuanto a lo de conquistar a las otras tribus... No quiero ser un tirano, amigo mío. Los tiranos acaban cayendo y sus enemigos derriban lo que han construido. Yo quiero levantar un imperio que permanezca para siempre, algo de valor que se edifique sobre la justicia y el fuerte liderazgo.

—Creo que lo entiendo, hermano —admitió Wolfgart.

—Bien —contestó Sigmar—, porque te necesito conmigo, Wolfgart. Estas diferencias son lo que nos mantienen separados y tenemos que superarlas.

—Lo siento.

—No lo sientas —dijo Sigmar—. Sé mejor hombre.

* * *

Cinco días después, Sigmar observó desde las murallas de Reikdorf cómo otra barcaza más se acercaba despacio al muelle que habían construido a lo largo de la orilla norte del río. En este caso se trataba de una embarcación ancha y de casco profundo con altos laterales hechos con escudos grandes cubiertos de cuero y llevaba la heráldica jutona de una calavera estampada sobre dos sables curvos.

La cubierta superior de la embarcación estaba llena de barriles y cajas de madera, la bodega inferior sin duda estaría repleta de pesados sacos de lona y fardos de pieles y tintes. Los pantanos que rodeaban Jutonsryk suministraban muchos ingredientes para tintes, y los mercaderes que podían permitirse pagar guerreros dispuestos a aventurarse a entrar en los pantanos embrujados podían regresar con muchos pigmentos consistentes que no se desteñían con el tiempo.

Pudo ver otro barco más arriba en el río, éste llevaba el emblema del cuervo del rey Marbad. Tomó nota mentalmente de recordarles a los guardias nocturnos que vigilaran las tabernas junto al río, pues siempre que los endalos y los jutones se juntaban acababa en enfrentamientos.

La mirada de Sigmar se desplazó desde el muelle recién construido a los edificios situados al otro lado del río. El puente de Sudenreik ya era una de las vías más concurridas de la ciudad y habían comenzado a trabajar en un tercer puente sobre el río, ya que el segundo, una sencilla estructura de madera, se usaba principalmente para transportar materiales de construcción hacia la parte meridional y más nueva de la ciudad.

Partiendo de lo que había aprendido del maestro Alaric, Pendrag había levantado una escuela en la zona nueva donde, dos veces a la semana, los niños umberógenos venían a aprender acerca del mundo que había más allá de Reikdorf y cómo vivían allí.

Muchos de los padres de estos niños se habían quejado al rey Björn del tiempo que se malgastaba en los estudios cuando había cosechas que plantar y tareas que realizar, pero Sigmar había convencido a su padre de que sólo educando a la gente podían esperar prosperar, y las clases habían continuado.

Al talar los bosques meridionales para dedicarlos a campos de cultivo y establecer nuevos límites para los rebaños, se había construido un granero y un matadero nuevos. Más y más gente había llegado a Reikdorf a lo largo de los últimos años, atraída por la promesa de trabajo y riquezas, y la ciudad estaba creciendo más de prisa de lo que nadie hubiera creído posible.

Se habían levantado nuevas casas dentro del recinto sur de las murallas y una multitud de comerciantes había llegado poco después: zapateros, toneleros, herreros, tejedores, alfareros, palafreneros y taberneros. También había surgido un segundo mercado menos de un año después de que se finalizaran los altos muros de madera que lo protegían de ataques.

Se estaban mejorando partes de la muralla septentrional, se arrancaron los troncos y se reemplazaron por bloques de piedra que arrastraron desde el bosque y a los que dieron forma canteros recién adiestrados bajo la atenta mirada del maestro Alaric.

Muchos de los edificios que se encontraban en el centro de Reikdorf ya estaban hechos de piedra y, a medida que se abrían más canteras en las colinas de alrededor, se estaban construyendo aún más siguiendo diseños cada vez más elaborados.

Sigmar aún no había visto el Salón del Cuervo del rey Marbad ni la Fauschlag del rey Artur, pero dudaba que los asentamientos que rodeaban a cualquiera de los dos lugares fueran tan populosos como Reikdorf. El río y las fértiles tierras que rodeaban el Reik habían traído mucha prosperidad a los umberógenos y se acercaba rápidamente el momento en el que necesitarían hacer uso del gran obsequio que los dioses les habían otorgado.

Los cofres estaban llenos de oro procedente del comercio con los enanos y las otras tribus y los almacenes de grano estaban a rebosar con los frutos de los campos. Los guerreros tenían la moral alta y, con cada herrero en las tierras de los umberógenos trabajando para equiparlos, todos ellos contaban con una cota de malla de hierro, un peto modelado y guardabrazos, hombreras, grebas, brazales y gorjales.

Ver a los guerreros umberógenos en marcha era contemplar una hueste de espléndidos guerreros plateados que resplandecían al sol. El maestro Alaric incluso había sugerido hacer placas acorazadas para los caballos, pero tal protección habría resultado demasiado pesada para todos salvo para los corceles más grandes.

Wolfgart aún seguía comprando las bestias de carga más pesadas y resistentes y los caballos de guerra más fuertes intentando criar un animal con la fuerza y velocidad suficientes para llevar tal armadura. Estaba convencido de que en unos cuantos años habría criado un corcel así.

Pronto llegaría el momento de llevar el sueño del imperio de Sigmar más allá de las fronteras de las tierras de los umberógenos.

El vigesimoprimer cumpleaños de Sigmar se acercaba, y mientras contemplaba desde lo alto la próspera ciudad de Reikdorf, sonrió.

—Convertiré esta ciudad en la más grande de mi imperio —dijo mientras se apartaba de su mirador en las murallas y volvía a bajar hacia la casa larga situada en el centro de la población.

Cruzó la plaza del principal mercado de Reikdorf mientras el sol se ponía sobre la muralla. La mayoría de los comerciantes ya había desmontado sus carros y se los había llevado, dejando la plaza llena de restos y de perros que hurgaban en la basura en busca de comida. Sigmar pasó junto a la forja de Beorthyn, manteniéndose en el centro de la calle para evitar los charcos embarrados que había junto a los edificios.

Más allá de la casa larga, pudo ver la silueta con armadura de Alfgeir en el Campo de Espadas, adiestrando todavía a los hombres umberógenos en el manejo de la espada a pesar de lo tarde que era. Por impulso, Sigmar cambió de rumbo y se dirigió hacia el terreno de adiestramiento.

Una docena de jóvenes se entrenaba en el campo y el sol del atardecer se reflejaba en la armadura de bronce de Alfgeir haciendo que brillara como el oro. De todos los guerreros, el paladín del rey era el único que aún llevaba armadura de bronce.

Gerreon se encontraba junto a Alfgeir, pues no había mejor espadachín entre los umberógenos ni mejor hombre para enseñar a la siguiente generación de guerreros. Sigmar dedicó una mirada a la tumba de Innovantes en la Colina de los Guerreros, desde la que se dominaba el campo de adiestramiento. Luego volvió a concentrarse en el entrenamiento que se desarrollaba ante él, disfrutando del sonido del entrechocar de las armas de hierro mientras se sacaban chispas unas a otras.

Vio cómo Alfgeir le gritaba a la pareja de sus alumnos que se encontraba más lejos y le daba un sopapo a uno. Sigmar se estremeció en solidaridad. Hijo del rey o no, él había recibido unos cuantos golpes como ése en su época de aprendizaje en el Campo de Espadas.

Sigmar observó con el ojo experto de un guerrero nato, notando qué muchachos eran los más rápidos, los más diestros y los más resueltos, y cuáles de ellos tenían la mirada de los héroes, una cualidad a la que Wolfgart había sido el primero en ponerle nombre.

—Puedes verlo en sus ojos —había dicho Wolfgart—, una combinación perfecta de honor y coraje. Es la misma mirada que veo en tus ojos.

Sigmar examinó el rostro de su hermano de armas buscando algún indicio de burla, pero Wolfgart hablaba completamente en serio, así que había aceptado el cumplido por lo que era. Había que reconocer que, una vez se le había dado un nombre y una idea, él había visto la misma mirada en los rostros de todos y cada uno de sus amigos, y supo que tenía muchísima suerte por estar rodeado de compañeros tan magníficos.

Gerreon lo divisó y se acercó corriendo para reunirse con él en el borde del campo.

—Les está yendo bien —comentó Sigmar.

—Sí —estuvo de acuerdo Gerreon—. Son buenos chicos, Sigmar. Dales unos cuantos años y formarán el mejor cuerpo de guerreros que puedas desear.

Sigmar asintió con la cabeza y volvió a centrar su atención en los guerreros que se entrenaban cuando uno de los chicos soltó un grito de dolor y dejó caer su espada. La sangre le chorreaba por el brazo debido a un profundo corte en el bíceps y el chico cayó de rodillas.

Gerreon y Sigmar cruzaron el campo inmediatamente en dirección al muchacho mientras Alfgeir gritaba:

—¡Traed al cirujano! —Sus palabras sonaron cortantes y secas.

Sigmar se arrodilló junto al chico herido y examinó el corte del brazo. La herida era profunda y le había atravesado el músculo limpiamente. La sangre bombeaba con fuerza del corte y el muchacho tenía el rostro ceniciento.

—Mírame —le dijo Sigmar.

El muchacho apartó la cabeza del brazo ensangrentado. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero Sigmar vio que estaba decidido a no derramarlas delante del hijo del rey.

—¿Cómo te llamas?

—Brant —contestó el chico con voz entrecortada. Su respiración era cada vez más superficial.

—No lo mires —le ordenó Sigmar, poniéndole una mano en el hombro—. Mírame a mí. Eres un umberógeno. Desciendes de héroes y los héroes no le tienen miedo a un poco de sangre.

—Duele —se quejó Brant.

—Ya lo sé —respondió Sigmar—. Pero eres un guerrero y el dolor es el compañero constante de un guerrero. Ésta es tu primera herida, así que recuerda este dolor y cualquier otra herida no será nada en comparación. ¿Me comprendes?

El muchacho asintió con la cabeza, con los dientes apretados a causa del dolor, y Sigmar pudo comprobar que ya estaba recurriendo a sus reservas para vencerlo.

—Tienes una voluntad de hierro, Brant. Puedo verlo con toda claridad —le aseguró Sigmar—. Serás un poderoso guerrero y un gran héroe.

—Gracias..., mi señor —dijo Brant mientras Cradoc, el curandero, corría por el campo sosteniendo su bolsa de medicinas delante de él.

—Sacarás una cicatriz de esto —dijo Sigmar—. Llévala con honor.

Sigmar se limpió la mano en la túnica y cogió la espada de Brant mientras Cradoc se agachaba junto al muchacho. Comprobó el filo y no le sorprendió descubrir que estaba muy afilado. Se volvió hacia Alfgeir y Gerreon.

—¿Los hacéis entrenarse con espadas sin desafilar?

—Por supuesto —contestó Alfgeir con tono desafiante—. Si cometes un error y resultas herido, no volverás a cometer ese mismo error.

—Yo nunca me entrené con armas afiladas —apuntó Sigmar.

—Fue idea mía —intervino Gerreon—. Pensé que les enseñaría el valor del dolor.

—Y yo estuve de acuerdo —añadió Alfgeir—. Así como el rey.

Sigmar le pasó la espada de Brant a Alfgeir.

—No tenéis que justificaros. No tengo la más mínima intención de reprenderos por esto. De hecho, coincido con vosotros. El adiestramiento debe ser tan duro y real como sea posible. De ese modo, cuando se enfrenten a la batalla, sabrán qué les espera.

Alfgeir asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia los otros chicos, que observaban cómo se llevaban a su compañero herido del Campo de Espadas.

—¡Nadie ha dicho que pudierais deteneros! —bramó—. ¡El entrenamiento no termina hasta que yo lo diga!

Sigmar le dio la espalda al paladín del rey para volverse hacia a Gerreon.

El rostro de su amigo estaba tan pálido como el de Brant.

—¿Gerreon? ¿Pasa algo?

Gerreon lo estaba mirando fijamente. Sigmar bajó la mirada hacia su túnica y vio la huella de una mano ensangrentada en el centro de su pecho. Sigmar alargó la mano hacia su amigo, pero Gerreon se estremeció.

—¿Qué ocurre? Sólo es un poco de sangre.

—La mano roja... —susurró Gerreon—. Y una espada herida.

—Lo que dices no tiene sentido, amigo mío —dijo Sigmar—. ¿Cuál es el problema?

Gerreon sacudió la cabeza como si despertara de un largo sueño y Sigmar vio aparecer una mirada fría en los ojos del espadachín.

Antes de que Sigmar pudiera preguntar nada más, el apremiante sonido de las campanas de alerta sonó por toda la ciudad y Sigmar cogió a Ghal-maraz.

—¡Reunid a los guerreros! —exclamó mientras daba media vuelta y corría hacia las murallas.