9: Los que se quedaron atrás

NUEVE

Los que se quedaron atrás

Los incendios sólo habían dejado el esqueleto de la aldea de Ubersreik y el olor de la madera calcinada aún persistía en el aire cargado de humo. Un centenar de personas se había establecido aquí y ahora todas estaban muertas. Lobos en busca de comida atravesaban con pasos silenciosos la aldea desierta y había cuervos posados en todos los tejados. Sigmar entró en el lugar sobre su caballo gris y sintió que lo invadía una inmensa tristeza mientras asimilaba la escena de devastación.

El olor a descomposición dejaba una sensación empalagosa en el aire y Sigmar escupió un poco de flema hacia el .suelo pisoteado. Wolfgart y Pendrag cabalgaban a su lado y treinta jinetes los seguían mientras se adentraban en la aldea, una cuarta parte de los que se habían quedado atrás después de que el ejército del rey hubiera partido al norte un mes antes.

Mirara donde mirase, Sigmar veía muerte.

Familias enteras habían sido masacradas en sus casas, los habían matado a cuchilladas en un frenesí de sangre y luego los habían arrastrado fuera y los habían desmembrado. Los animales yacían en montones podridos con los cráneos partidos y había media vaca en el centro del camino.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Wolfgart, su rabia y angustia eran evidentes—. ¿Pieles verdes?

Sigmar negó con la cabeza.

—No.

—Pareces muy seguro —apuntó Pendrag. Su voz sonaba menos tensa aunque Sigmar podía sentir la indignación bajo el control de su amigo—. Esto parece obra de orcos.

—No lo es —aseguró Sigmar—. Los orcos no dejan cuerpos tras ellos cuando se adentran tanto en tierras humanas. Se alimentan de ellos. Y no hay ni un rastro de orcos. Por muy asqueroso que sea esto, es demasiado ordenado para los pieles verdes.

El rostro de Pendrag era una máscara de asco cuando se apartó de los cuerpos ennegrecidos y brutalizados amontonados en la entrada de una casa calcinada.

—Entonces ¿qué? —preguntó Wolfgart—. ¿Crees que esto lo han hecho hombres? ¿Qué clase de hombre mata mujeres y niños con tal salvajismo?

—¿Berserker? —sugirió Pendrag—. Se dice que los turingios emplean guerreros que beben un aguardiente que los empuja a un enloquecido frenesí durante la batalla.

—No creo que el rey Otwin hubiera permitido tal matanza —dijo Sigmar—. Se dice que es un hombre duro, pero nada de lo que he oído de él me hace pensar que sus guerreros tuvieran nada que ver con esta... carnicería.

—Los tiempos han cambiado —apuntó Pendrag—. ¿Sigue Otwin reinando sobre los turingios?

—Que yo sepa —contestó Sigmar—. No he oído que nadie más haya ocupado su trono.

—Entonces tal vez algún nuevo cacique bandido le esté dando un castigo ejemplar a este lugar —sugirió Pendrag.

—No lo creo —respondió Wolfgart—. Los bandidos habrían saqueado este lugar, y ¿por qué reducirlo a cenizas? No puedes robarle a la gente la siguiente estación si los matas.

Sigmar detuvo a su caballo en el centro de la aldea devastada mientras se volvía en la silla para asimilar en toda su extensión la masacre y destrucción que lo rodeaban. La desesperación lo invadió mientras pensaba en la gente que había muerto aquí. Cómo debían de haber gritado cuando las llamas y el enemigo los atraparon.

—¿Por qué no lucharon? —preguntó Wolfgart, cabalgando a su lado.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Sigmar.

—No hay espadas entre las ruinas. Nadie intentó rechazarlos.

—Sólo eran granjeros —señaló Pendrag.

—Seguían siendo hombres —replicó Wolfgart bruscamente—. Podían haber luchado para defenderse. Veo hachas y unas cuantas guadañas, pero nada que me haga pensar que alguien luchara. Si un hombre viene a tu casa con intención de matarte, te cargas a ese cabrón. O al menos te enfrentas a él como puedas, con un cuchillo de trinchar, un hacha o los puños.

—Tú eres un guerrero, hermano —dijo Sigmar—. Llevas la lucha en la sangre, pero estas personas eran granjeros, sin duda agotados tras un día en los campos. Los atacantes se les echaron encima de noche y nuestra gente no tuvo ocasión de defenderse.

Wolfgart negó con la cabeza.

—Un hombre siempre debería estar preparado para luchar, granjero o guerrero.

—Contaban con nosotros para que los protegiéramos y les fallamos —repuso Sigmar.

—No podemos estar en todas partes a la vez, amigo mío —dijo Pendrag mientras se quitaba el yelmo—. Nuestras tierras son demasiado extensas para patrullarlas con los pocos guerreros que nos quedan.

—Exacto —coincidió Sigmar—. Fue una arrogancia por nuestra parte suponer que podríamos proteger nuestras tierras nosotros mismos, pero Wolfgart tiene razón, todo hombre debería estar preparado para luchar. Nos hemos asegurados de que cada guerrero de nuestras tierras tenga una espada, pero deberíamos asegurarnos de que cada hombre tenga una espada.

—Tener una espada está muy bien —opinó Wolfgart—. Contar con la habilidad para usarla..., eso es otra cosa.

—Así es, amigo mío —respondió Sigmar—. Necesitamos poner en marcha un sistema de adiestramiento en nuestras tierras de modo que todos los hombres sepan cómo blandir una espada. Cada aldea debe mantener un cuerpo de guerreros para defenderla de tales ataques.

—Eso llevará tiempo —apuntó Pendrag—. Si es que es posible.

—Debemos hacerlo posible —insistió Sigmar—. ¿De qué sirve un imperio si no podemos defenderlo? Cuando mi padre regrese haremos planes para establecer un sistema para reclutar tropas, adiestrarlas y equiparlas en cada aldea. Tienes razón, nuestro territorio es demasiado grande para defenderlo con un ejército, así que cada aldea deberá ocuparse de su propia defensa.

La discusión se zanjó cuando Cuthwin y Svein salieron del bosque en el borde norte de la aldea y se dirigieron hacia los tres guerreros.

Por la expresión de Svein, pudo comprobar que la sospecha que se había estado formando en su mente había sido acertada. Los dos exploradores se acercaron y Sigmar se deslizó del lomo de su caballo mientras Svein, de facciones bien marcadas, se ponía en cuclillas y hacía un bosquejo en la tierra.

—Puede que unos cincuenta jinetes, mi señor—informó Svein—. Llegaron del oeste justo mientras se ponía el sol. Atravesaron la aldea quemándolo todo a su paso. Otro grupo llegó del este y atrapó a los que huyeron. A la mayoría los mataron al aire libre, pero al resto los empujaron de nuevo hacia sus casas y los quemaron vivos dentro.

—¿Adonde fueron los asaltantes después de matar a todo el mundo? —quiso saber Sigmar.

—Al oeste —contestó Cuthwin—, siguiendo la línea del bosque hacia la costa.

—Pero no mantuvieron ese rumbo, ¿verdad?

—No, mi señor —coincidió Cuthwin—. Después de cinco kilómetros más o menos acortaron hacia el norte siguiendo el río.

—Buen trabajo —los felicitó Sigmar mientras se ponía en pie y se limpiaba la ceniza de las calzas de lana.

—Tú sabes quién hizo esto. ¿Verdad? —dijo Pendrag.

—Tengo una idea —admitió Sigmar.

—¿Quién? —quiso saber Wolfgart—. ¡Dínoslo y caeremos sobre ellos con las espadas desenvainadas!

—Creo que lo hicieron los teutógenos —contestó Sigmar.

—¿Los teutógenos? ¿Por qué? —preguntó Wolfgart.

—Artur sabe que el rey ha ido al norte con su ejército y está aprovechando la ausencia de mi padre para poner a prueba nuestra fuerza —explicó Sigmar—. Parece la conclusión lógica.

—¡Entonces incendiaremos una de sus aldeas y le enseñaremos lo que significa atacar a los umberógenos! —gruñó Wolfgart.

Sigmar se enfureció con su amigo, la rabia destellaba en sus ojos mientras hacía un gesto con la mano en dirección a los cuerpos quemados y mutilados.

—¿Quieres que le hagamos esto a una aldea teutógena? ¿Matarías mujeres y niños en nombre de la venganza?

—¿Dejarías este acto de barbarie sin respuesta? —cuestionó Wolfgart.

—Artur pagará por esto —aseguró Sigmar—, pero no ahora. No contamos con los efectivos para castigarlo y no le daremos una excusa para lanzarse contra nosotros en mayor número. Mientras el ejército umberógenos siga en el norte, debemos tragarnos nuestro orgullo.

—¿Y cuando regrese tu padre? —inquirió Wolfgart.

—Entonces habrá un ajuste de cuentas —prometió Sigmar.

* * *

El rey Björn se puso la blanca capa de piel de lobo alrededor de los hombros, entumecido hasta los huesos por el frío del norte y el cortante viento que lograba abrirse paso hasta su carne, por muy bien que se cubierta con pieles. Tan al norte, el clima y el paisaje era muy diferentes de las primaveras cálidas y los inviernos frescos de sus tierras como la noche del día.

Aquí, la gente moraba en una tierra de pinos oscuros, valles escarpados y brezales azotados por el viento donde sólo los más decididos sobrevivirían. La gente del norte soportaba veranos húmedos e inviernos de tal ferocidad que aldeas enteras morían durante la noche, enterradas en tormentas de nieve que las borraban de la faz del mundo.

Climas tan rigurosos, sin embargo, producían gente fuerte, y los habitantes del norte habían impresionado a Björn con su coraje y tenacidad ante los invasores norses.

El rey de los umberógenos atravesó el campamento de los ejércitos aliados sonriendo y elogiando el valor de cada grupo de guerreros que dejaba atrás. Los salvajes querusenos, desnudos salvo por diseños pintados en su cuerpo y gruesos taparrabos, danzaban alrededor de hogueras que ardían con un fuego azul, y los guerreros taleutenos bebían licores fuertes destilados de cereales mientras hablaban de todas las cabezas que se habían cobrado.

Casi siete mil guerreros habían marchado a la batalla. Cerca de un millar de ellos se había quedado en el campo de batalla, comida para los cuervos y la tierra. Cientos más gritaban de dolor mientras los cirujanos cumplían con la sangrienta labor de salvar a los heridos. Hileras irregulares de tiendas llenaban el valle, aunque la mayoría de los guerreros dormían envueltos en gruesas pieles junto a los cientos de fogatas que salpicaban el terreno como estrellas que hubieran caído a la tierra.

Alfgeir caminaba junto al rey ataviado de la cabeza a los pies con una armadura de bronce y un yelmo con la visera levantada con la forma de un lobo gruñendo. El paladín de Björn llevaba un abrigo idéntico de piel de lobo blanco, un regalo del rey Aloysis cuando el ejército umberógeno cruzó el Talabec y se adentró en la tierra de los querusenos.

Tras los dos hombres avanzaban diez guerreros armados con pesados martillos de guerra, petos pintados de rojo y las largas barbas peinadas en gruesas trenzas al estilo de los taleutenos. Estos hombres estaban tan seguros de sus habilidades que no se dignaban a llevar yelmos y no portaban escudos. Björn sabía que no se equivocaban al depositar tanta confianza en sí mismos.

Estos hombres le habían salvado la vida al menos tres veces en el campo de batalla, aplastando cráneos norses o derribando a grandes monstruos con sus poderosos martillos mientras se acercaban al rey. Todos los miembros del séquito de Björn llevaban la capa de piel de lobo blanco y ya se susurraba que estos guerreros estaban dotados de la fuerza de Ulric.

Las fuerzas de los hombres del norte habían penetrado mucho tierra adentro y la capital del rey Wolfila de los udoses estaba sitiada en su ciudad fortaleza costera. Aún habría que derramar mucha sangre para obligar a los norses a regresar al mar. Hasta entonces, los habían hecho retroceder, pero estos encuentros habían sido meras escaramuzas, un calentamiento antes de la gran batalla que se había librado en las estribaciones rocosas al este de las montañas Centrales.

El ejército de los norses era salvaje y fiero, pero le faltaba la disciplina de las tribus del sur. Los tres reyes habían formado a sus ejércitos en una gran hueste y la dirigían con el ejemplo, cabalgaban hacia donde la batalla era más encarnizada y exhortaban a sus guerreros a demostrar una bravura inimaginable.

Los siete mil guerreros de los reyes del sur combatieron contra seis mil asesinos de ojos fríos procedentes de los reinos del norte y los saqueadores de armadura negra del otro lado del mar. Hordas de guerreros berserker cubiertos de creta pintada y sangre, con el pelo de punta y cadenas a las que daban vueltas cargaron desde las filas del enemigo gritando espantosas invocaciones a sus Dioses Oscuros.

Andanadas de flechas acabaron con esos locos, pero los sabuesos babeantes con el pelo apelmazado por la sangre y las bestias aullantes no habían caído tan fácilmente. Causaron horribles estragos en la línea aliada con sus colmillos amarillentos que arrancaban gargantas y apéndices dotados de armas que hacían pedazos a una docena de hombres con cada golpe.

Björn recordó el terrible momento en el que una cuña a la carga, formada por jinetes oscuros sobre corceles negro brillante que no paraban de bufar, se estrelló contra la brecha que habían abierto los sabuesos. Muchísimos hombres habían muerto bajo sus lanzas negras o aplastados bajo la incontenible furia del ataque. No obstante, los salvajes querusenos habían cargado sin pensar contra la masa de jinetes con armadura y los habían arrancado de sus sillas, mientras los guerreros umberógenos despachaban con denuedo a los guerreros caídos con golpes de hacha brutalmente eficientes.

La batalla se había alimentado con una furia creciente por ambos lados, cada momento traía un nuevo horror de las filas enemigas. No obstante, el valor de los hombres del sur se había mantenido firme. A medida que trascurría el día, los ataques de los norses se volvieron menos severos y Björn sintió que la línea enemiga cedía en algunos puntos.

Los aliados habían avanzado formando una silenciosa masa de hachas y espadas, con los jinetes taleutenos cabalgando alrededor de los flancos del enemigo y hostigándolos con disparos de arco mortalmente certeros desde sus sillas. Los guerreros umberógenos golpearon la línea de los norses y la empujaron hacia atrás como si fuera un arco encordado, matando guerreros enemigos por docenas. Dándose cuenta de que había llegado el momento de hacer sentir su presencia, Björn había ordenado que su estandarte avanzara y había atacado sosteniendo su gran hacha en alto sobre la cabeza para que todos sus guerreros lo vieran.

Los reyes de los taleutenos y los querusenos vieron el ataque de Björn y el aire se llenó de toques de cuernos y sones de tambor mientras los reyes meridionales cabalgaban a la batalla. Cientos de jinetes se estrellaron contra el ejército de los hombres del norte, matándolos a montones y dispersándolos como paja al viento.

Una gran ovación llenó el valle y dio la impresión de que el destino de los norses estaba escrito, que sus guerreros estaban sentenciados. Entonces, un caudillo norse con armadura roja y un yelmo astado cabalgó por las primeras líneas de la batalla bajo un estandarte rojo sangre. Montaba un corcel oscuro con ojos como hornos encendidos y restableció el orden en su ejército, que emprendió entonces una retirada disciplinada del valle.

El ejército aliado no contaba con los efectivos ni la cohesión para perseguirlos, y Björn escuchó apesadumbrado cómo sus exploradores le informaban de que los hombres del norte se habían reagrupado más allá del horizonte y se estaban replegando de forma ordenada hacia una cordillera con espesos bosques.

Esa noche, los ejércitos de los tres reyes descansaron y comieron bien, pues todos sabían que aún había que seguir luchando y muriendo.

Durante días los aliados habían hostilizado a los hombres del norte, tratando de provocarlos para que atacaran desde su baluarte defensivo; pero el temor al gran caudillo había mantenido su ferocidad natural bajo control y ni siquiera los insultos salvajes y desafiantes de los arqueros taleutenos a caballo pudieron sacarlos de su posición.

El problema de cómo proseguir la campaña contra los hombres del norte era algo que desconcertaba profundamente a los comandantes del ejército aliado, y era a un consejo de guerra convocado para responder a esta pregunta adonde se dirigía Björn en ese momento.

—Krugar querrá atacar al amanecer, al igual que Aloysis —comentó Alfgeir mientras se aproximaban a la tienda de los reyes, rodeada de guerreros armados y antorchas encendidas.

—Ya lo sé, y parte de mí también quiere —contestó Björn.

—Atacar esa ladera será costoso —añadió Alfgeir cuando llegaron a la tienda del rey Aloysis—. Morirán muchos hombres.

—También sé eso, Alfgeir, pero ¿qué alternativa tenemos? —preguntó Björn.

* * *

Sigmar se dio cuenta de que el tiempo no era algo constante, firme y férreo, sino flexible como el oro caliente. Las semanas desde que su padre había partido de Reikdorf habían transcurrido con dolorosa lentitud, mientras que las horas que lograba pasar con Ravenna entre sus viajes alrededor de las tierras de los umberógenos habían pasado veloces como un rayo.

Apenas había vuelto a atravesar a caballo las puertas de Reikdorf y caído en sus brazos cuando parecía que una vez más se estaba poniendo la loriga y el escudo, listo para luchar. Los asaltos contra asentamientos aislados continuaban, pero en ninguno se había repetido aún la ferocidad del ataque contra Ubersreik.

Sigmar había enviado carretas cargadas de espadas y lanzas a todas las aldeas umberógenas, junto con guerreros para adiestrar a los aldeanos. Además de estas armas, las reservas de grano de Reikdorf se habían reducido para alimentar a las mujeres y niños mientras los hombres aprendían a ser guerreros además de granjeros.

Eoforth había ideado un sistema rotativo en el que los vecinos de cada granjero se ocupaban de una parte de sus campos mientras él se adiestraba para defender su aldea. Así, cada hombre aprendería a comportarse como un guerrero sin preocuparse de que su tierra no se labrase o las cosechas no se recogiesen.

Con las tierras en buenas manos, los pensamientos de Sigmar se dirigieron hacia el exterior, a las tierras más allá de las fronteras del reino de su padre. Mientras los meses de verano transcurrían, las tribus de orcos se habían puesto en camino en las montañas y les habían llegado noticias del rey Kurgan Barbahierro de que se estaban librando grandes batallas ante las murallas de muchas de las fortalezas enanas. Sigmar hubiera querido enviar guerreros para ayudar a los enanos asediados, pero no podía prescindir de ningún hombre en sus propias tierras.

Recorrió de arriba abajo el suelo de la casa larga del rey, inmensamente cansado mientras esperaba noticias de su padre y del rumbo de la guerra en el norte. Bebió de una jarra de vino, el fuerte alcohol lo ayudaba a aliviar el dolor de cabeza que se le estaba formando detrás de los ojos.

—Eso no te ayudará —dijo Ravenna, observándolo desde la puerta de la casa larga—. Necesitas descanso, no vino.

—Necesito dormir —repuso Sigmar—, y el vino me ayuda a dormir.

—No, no te ayuda —lo contradijo Ravenna, entrando en la casa larga y quitándole la jarra de la mano—. El sueño del que se emborracha de vino no es un auténtico descanso. Puede que te quedes dormido, pero no estás descansado por la mañana.

—Puede que no —contestó Sigmar inclinándose para besarla en la frente—, pero sin él los pensamientos me dan vueltas en la cabeza y me paso sin dormir las largas guardias de la noche.

—Entonces ven a mi cama, Sigmar, —ofreció Ravenna—. Yo te ayudaré a dormir y por la mañana despertarás siendo un hombre nuevo.

—¿De verdad? —preguntó Sigmar mientras la tomaba de la mano y la seguía hacia la puerta de la casa larga—. ¿Y cómo harás este milagro?

Ravenna sonrió.

—Ya lo verás.

Sigmar se tendió de espaldas en la cama de Ravenna, una ligera capa de sudor brillaba sobre su cuerpo mientras ella le pasaba un brazo sobre el pecho y doblaba una pierna sobre su muslo. El oscuro cabello de la joven se derramó sobre las pieles de la cama y Sigmar pudo oler perfumados los aceites de rosa con que se había frotado la piel.

El fuego casi se había consumido, pero la habitación estaba caliente y agradable y el aroma de dos personas que acaban de ejercitarse de una manera placentera impregnaba el aire.

Sigmar sonrió mientras sentía que un delicioso sopor lo invadía, una copa de vino y la compañía de Ravenna habían calmado su atribulada mente y habían hecho que las preocupaciones del mundo parecieran algo muy lejano.

Ravenna le pasó la mano por el pecho y él le acarició el cabello negro azabache mientras los acontecimientos de los últimos días se desvanecían y, al hacerlo, aliviaban su carga. Anhelaba tener noticias de su padre y los hombres de los umberógenos que luchaban en el norte pero, como a Eoforth le gustaba decir, si lo deseos fueran caballos, nadie caminaría.

—¿En qué piensas? —susurró Ravenna con voz adormilada.

—En los enfrentamientos en el norte —contestó. Se estremeció cuando Ravenna le arrancó un pelo del brazo.

La joven dobló los brazos sobre su pecho y apoyó el mentón en los antebrazos mientras lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sigmar.

—Cuando una mujer te pregunta en qué estás pensando, en realidad no quiere oír en qué estás pensando.

—¿No? Y entonces ¿qué quiere?

—Quiere que le digas que estás pensando en ella y en lo hermosa que es y lo mucho que la quieres.

—Ah, entonces ¿por qué no pregunta eso?

—No es lo mismo si tienes que preguntarlo —señaló Ravenna.

—Pero tú eres hermosa —dijo Sigmar—. No hay ninguna más bonita entre las montañas del Fin del Mundo y el océano occidental, y yo te quiero, ya lo sabes.

—Dímelo.

—Te quiero —repitió Sigmar—, con todo mi corazón.

—Bien —sonrió Ravenna—. Ahora me siento mejor, y cuando yo me siento mejor... tú te sientes mejor.

—En ese caso, ¿no es egoísta por mi parte decirte simplemente lo que creo que quieres oír? —preguntó Sigmar—. ¿No lo estoy diciendo entonces para sentirme mejor yo mismo?

—¿Acaso eso importa? —inquirió Ravenna. Su voz se iba apagando mientras parpadeaba rápidamente por el cansancio.

—No —contestó Sigmar con una sonrisa—, supongo que no. Lo único que quiero es hacerte feliz.

—Entonces háblame del futuro.

—¿El futuro? No soy vidente, mi amor.

—No, quiero decir de lo que esperas del futuro —susurró Ravenna—. Y no de los magníficos sueños de un imperio, simplemente háblame de nosotros.

Sigmar abrazó a Ravenna y cerró los ojos.

—Muy bien —concedió—. Seré el rey de los umberógenos y tú serás mi reina, la mujer más querida de todo el territorio.

—¿Habrá niños en este dorado futuro? —murmuró Ravenna.

—Sin duda —dijo Sigmar—. Un rey necesita un heredero después de todo. Nuestros hijos serán fuertes y valientes y nuestras hijas, diligentes y bonitas.

—¿Cuántos niños tendremos?

—Tantos como quieras —prometió—. Los herederos de Sigmar se contarán entre los más apuestos, orgullosos y valientes de todos los umberógenos.

—¿Y nosotros? —susurró Ravenna—. ¿Qué será de nosotros?

—Nuestro futuro será feliz y viviremos muchos años en paz —le aseguró Sigmar.

* * *

Las lágrimas bajaban por el rostro de Gerreon mientras prácticamente huía hacia la oscuridad del Brackenwalsch. Sus magníficas botas del cabrito más suave estaban estropeadas, barro negro y agua rebosaban sobre la parte superior y le empapaban los pies. Tenía los pantalones de lana salpicados de agua sucia mientras sus pasos lo hacían adentrarse cada vez más en los inhóspitos y sombríos terrenos pantanosos.

Una niebla baja cubría el suelo y el fantasmal resplandor de Morrslieb bañaba los pantanos de una luz esmeralda. Titilantes puntos de luz, como velas lejanas, flotaban en la niebla; pero incluso en su afligido estado Gerreon sabía que no debía seguirlas.

El Brackenwalsch estaba lleno de los cuerpos de los que se habían dejado seducir por los fuegos fatuos y habían vagado hacia su muerte en las ciénagas que rodeaban Reikdorf.

Aferraba la espada con la mano y su rabia crecía mientras imaginaba a Sigmar revolcándose con su hermana en su propia casa. Los dos habían regresado cuando Gerreon estaba afilando su espada y él apenas había podido sonreír y contenerse para no matar al príncipe umberógeno.

Sigmar le había puesto una mano en el hombro a Gerreon y él casi se había estremecido, el odio que se reflejaba en sus ojos casi lo había delatado.

Había leído las lascivas intenciones de Sigmar y Ravenna en cada de sus palabras y, aunque le habían pedido que comiera con ellos, se había disculpado y había huido hacia la oscuridad antes de que la luz del fuego iluminase sus verdaderos sentimientos.

Gerreon tropezó en los bajíos de una charca succionadora y cayó de rodillas mientras el barro le tiraba de las botas. Sus manos chapotearon en el líquido maloliente y lágrimas negras cayeron de su rostro mientras miraba fijamente el agua.

Su rostro se rizó en la superficie ondulante de la charca, retorciéndose de forma grotesca en el agua cambiante. La respiración se le cortó en la garganta al ver la imagen reflejada de la luna sobre su hombro, la cara brillante y constante del astro se mantenía inexplicablemente firme en el agua.

Gerreon sacó las manos del agua, las tenía cubiertas con una fina capa de un líquido aceitoso y negro que le goteaba de los dedos. En medio de la oscuridad de la noche parecía sangre, y Gerreon se sacudió las manos para limpiárselas, asqueado.

—No... por favor... —susurró—. Yo no...

Apartó la mirada del agua mientras la luz de la luna brillaba sobre una alta planta que crecía al borde de la charca, los tallos estaban salpicados de muchas flores diminutas y blancas en ramilletes con la parte superior plana. De la planta emanaba un olor empalagoso, y Gerreon la reconoció, acongojado, como la cicuta de agua, una de las plantas más mortíferas que crecían en estas tierras.

Una ráfaga de viento agitó la planta y, durante un brevísimo instante, Gerreon sintió que lo llamaba. Mientras miraba, el tallo se combó y se partió y un líquido aceitoso chorreó del interior hueco.

Gerreon dirigió la mirada hacia el oscuro cielo buscando alguna escapatoria del futuro que los hados parecían decididos a imponerle a la fuerza.

La luna relucía sobre su cabeza, su luz fría era implacable y hostil.

La creencia popular sostenía que daba mala suerte quedarse mirando las profundidades de la luna solitaria durante mucho tiempo, que los Dioses Oscuros veían dentro de los corazones de aquellos que lo hacían y plantaban una semilla de maldad en su interior.

Mientras contemplaba la luz cambiante, le pareció ver un par de ojos relucientes ocultos astutamente en las ondas y curvas de la superficie del astro, ojos de una belleza y crueldad indescriptibles.

—¿Qué eres? —gritó hacia la oscuridad.

Los pozos sin fondo de aquellos ojos prometían oscuras maravillas y experiencias incalculables y Gerreon comprendió con una claridad repentina y atroz que las hebras de su destino se habían tejido mucho antes de su nacimiento y que continuarían mucho después de que llegara el momento de su muerte.

Se puso en pie y caminó por la charca hacia la planta de cicuta caída.

—Muy bien —dijo Gerreon—, si no puedo escapar a mi destino, entonces lo abrazaré.