16: Ser rey

DIECISÉIS

Ser rey

Aunque se encontraban a más de un kilómetro de distancia, los estridentes gritos de la línea de batalla del rey berserker se podían oír con claridad desde el campamento umberógeno. Sigmar sentía ahora todo el peso de sus veintiséis años sobre él y odiaba el hecho de que sus enemigos en este campo de batalla fueran una tribu de hombres y no los pieles verdes.

El sol brillaba y hacía frío, las últimas nieves aún se aferraban a los picos de las montañas al norte y los vientos del invierno soplaban desde la costa occidental. Casi doce mil guerreros umberógenos estaban acampados en las regiones salvajes de las tierras de los turingios, listos para enfrentarse a los guerreros pintados del rey Otwin.

Desde el amanecer, los alocados aullidos de los guerreros berserker habían resonado por el bosque y los umberógenos habían hecho el símbolo de los cuernos para protegerse de los espíritus malignos que se decía que se reunían en los bosques y empujaban a los hombres a la locura.

Cientos de guerreros se congregaban alrededor de los fuegos, intercambiaban ruidosas bromas, le sacaban filo a armas ya afiladas o le ofrecían plegarias a Ulric pidiendo luchar bien. El olor a carne cocinándose y avena hirviendo impregnaba el aire, aunque la mayoría de guerreros comió con frugalidad, pues sabían que no era conveniente tener la vejiga y los intestinos llenos antes de ir a la batalla.

Los Lobos Blancos se ocupaban de sus monturas, almohazándolas y atándoles las colas con cuerdas como parte de los preparativos para la carga. Los corceles aún no llevaban la armadura, ya que necesitarían todas sus fuerzas en la batalla que les aguardaba y los cansaría innecesariamente que se las pusieran sobre el lomo demasiado pronto.

El ejército se estaba movilizando para la guerra, los líderes de cada grupo de espadas despertaban a sus hombres y apagaban los fuegos con puñados de tierra. Lo que antes había sido una masa de hombres congregados sin apariencia de orden, se transformó rápidamente en un disciplinado ejército de guerreros, y a Sigmar se le hinchió el corazón de orgullo al verlos.

Se volvió al oír pasos a su espalda y vio a Wolfgart, Pendrag y Alfgeir acercándose. Todos estaban ataviados para la batalla y Pendrag portaba el estandarte carmesí de Sigmar. El rostro del mariscal del Reik mostraba una expresión adusta e incluso Wolfgart parecía incómodo ante la naturaleza de la batalla que estaban a punto de librar.

—Es buen día para luchar —dijo Wolfgart con tono mordaz—. Los cuervos ya se están reuniendo.

Sigmar asintió tristemente con la cabeza, pues no había ninguna duda acerca de cuál sería el resultado de la batalla. Apenas seis mil guerreros se oponían a los umberógenos y el ejército de Sigmar no había conocido nunca la derrota.

—No hay nada de bueno en esto —repuso Sigmar—. Muchos hombres morirán hoy, y ¿para qué?

—Por honor —contestó Alfgeir.

—¿Honor? —repitió Sigmar, negado con la cabeza—. ¿Dónde está el honor en esto? Superamos a los guerreros de Otwin al menos dos a uno. No puede ganar y él lo sabe.

—No se trata de ganar, Sigmar —añadió Pendrag.

—Entonces ¿de qué se trata?

—Piensa en ello: si invadieran nuestras tierras, ¿no lucharíamos? —preguntó Pendrag—. Por mucho que nos superaran en número, aun así lucharíamos para defender nuestro territorio.

—Pero nosotros no somos invasores —protestó Sigmar—. He hecho todo lo que estaba en mis manos para evitar esta guerra. Le ofrecí al rey Otwin mi Juramento de Espada y la oportunidad de unirse a nosotros, pero rechazó todos los emisarios que envié.

Alfgeir se encogió de hombros mientras se apretaba las correas del peto.

—Otwin es astuto. Sabe que no puede ganar, pero también sabe que no seguiría siendo rey mucho tiempo si no se enfrentara a nosotros. Cuando derrotemos a su ejército buscará condiciones, pues el honor ya se habrá satisfecho.

—Miles morirán para satisfacer ese honor —dijo Sigmar—. Es una locura.

—Sí, tal vez —coincidió Alfgeir—, pero no puedo menos que admirarlo por ello.

Wolfgart sacó su enorme espada de la vaina que llevaba sobre el hombro.

—Bueno, acabemos con esto y volvamos a casa.

Sigmar sonrió, suponiendo la razón de la irritación de Wolfgart, y agradeció la oportunidad de cambiar de tema.

—No te preocupes, hermano. Te mantendremos a salvo y te llevaremos a casa para Maedbh.

—Sí, Maedbh nos arrancaría las entrañas si no lo hiciéramos —añadió Pendrag.

A pesar del peligro de viajar en medio de la nieve, Wolfgart había regresado al este poco después de que volvieran de su misión en tierras de la reina Freya y había pasado el invierno con los asoborneos. Cuando regresó en primavera, lucía con orgullo un tatuaje en el brazo, un símbolo de su compromiso con Maedbh. Cuando hubiera concluido este sangriento asunto con los turingios, se uniría a la mujer asobornea sobre la Piedra de Juramentos en Reikdorf.

Sigmar estaba feliz por su amigo y deseaba que llegaran los festejos que siempre seguían a una ceremonia de unión de manos, pero la melancolía lo tocó mientras sus pensamientos se dirigían inevitablemente a Ravenna. Habían transcurrido muchos años desde su muerte, pero no pasaba ni un solo día sin que Sigmar pensara en ella.

Incluso cuando había yacido con Freya, había sido el rostro de Ravenna el que se había imaginado.

Se deshizo de esos pensamientos, ya que atraería la mala suerte pensar en los muertos antes de la batalla.

Se oyó el estruendo de los cuernos umberógenos. El ejército estaba preparado para ir a la guerra, y Sigmar le dio la mano a cada uno de sus camaradas.

—Luchad bien, amigos míos —dijo—. Si debemos librar esta batalla por honor, entonces que sea rápida.

* * *

Sigmar estrelló su martillo contra el pecho de un guerrero turingio y giró sobre los talones mientras bloqueaba una estocada de lanza con la espada que llevaba en la otra mano. Golpeó a su portador en la cara con el codo y saltó sobre el cuerpo que caía para cargar con el hombro contra el hombre que se encontraba tras él. El hacha de un berserker le había astillado el escudo y sangraba debido a una veintena de pequeñas heridas.

El sonido de guerreros gritando llenaba el aire, miles de miembros de tribus endurecidos por la batalla se golpeaban unos a otros con hachas y espadas o se acuchillaban con lanzas y dagas. El ejército del rey Otwin se estaba desintegrando ante la carga de los umberógenos. Los Lobos Blancos de Alfgeir embistieron contra el flanco izquierdo y aplastaron a los guerreros con armadura ligera que se encontraban allí. Agiles escoltas rodearon el flanco derecho mientras inmutables lanceros y espadachines se enfrentaban a la furiosa carga de los berserker en el centro.

Sigmar había aguardado con Pendrag y Wolfgart mientras los turingios cargaban hacia ellos entre gritos. La mayoría iban desnudos, estaban cubiertos de espirales pintadas de vivos colores y llevaban el pelo cubierto de creta formando rígidas puntas. Blandían espadas y hachas enormes, sus ojos mostraban una expresión enloquecida y echaban espuma por la boca.

Un guerrero gigante se le vino encima a Sigmar. Tenía el rostro perforado con pinchos de metal y gruesos anillos, su enorme cuerpo, muy musculoso, sangraba debido a profundos cortes autoinfligidos. Sigmar esquivó un mandoble de hacha que pasó con un zumbido y el golpe partió en dos al guerrero que estaba a su lado. El movimiento de regreso fue deslumbrantemente veloz, y el borde del hacha se enganchó en la hombrera de Sigmar y lo derribó.

Sigmar rodó por el barro e intentó ponerse en pie desesperadamente. Una lanza se dirigió hacia él y la desvió con el antebrazo. La punta golpeó el suelo y Sigmar le dio una patada a su portador rompiéndole la rótula y haciéndolo retroceder. El suelo se deslizó bajo sus pies, los guerreros que luchaban lo habían pisoteado hasta convertirlo en barro, y una espada le cruzó el pecho mientras se ponía en pie y los eslabones de hierro se rompieron bajo el potente golpe.

La espada le cortó la camisola acolchada que llevaba, pero la malla había privado a la estocada de fuerza. Le dio un cabezazo al espadachín y luego le pegó con el martillo en la entrepierna. El hachero gigante intentó golpearlo de nuevo y Sigmar levantó a Ghal-maraz para bloquear el ataque. El resonante impacto le entumeció el brazo, pero esquivó la protección del guerrero y le clavó la espada en las tripas.

El arma se le escapó de la mano y el gigante le estrelló el mango del hacha contra la cara. Le brotó sangre del labio partido, le destellaron estrellas detrás de los ojos y se tambaleó debido a la fuerza del impacto.

Aunque había recibido una herida mortal, el hachero se le echó encima una vez más, no parecía afectarle la espada que llevaba clavada en el vientre. El hombre aulló mientras balanceaba el hacha, la locura de la batalla superaba su dolor. Sigmar se agachó bajo el golpe asesino y avanzó para estrellar la cabeza de su martillo contra la empuñadura de la espada. El impacto incrustó más la hoja en la carne del hombre hasta que el guardamano entró en contacto con su piel.

El guerrero se inclinó y cogió a Sigmar por el pelo echándole la cabeza hacia atrás para dejarle el cuello al descubierto. El hacha se alzó y Sigmar bajó las manos, agarró el mango de la espada y plantó el pie en el vientre del gigante.

Sigmar retorció el arma y tiró de ella. La hoja se soltó, Sigmar giró y la hizo descender con todas sus fuerzas contra un lado del cuello del gigante. La sangre manó a chorros de la herida, la presión del chorro carmesí le indicó a Sigmar que había cortado una arteria.

El guerrero se tambaleó y Sigmar balanceó su martillo en un arco ascendente tumbando al gigante. La cota de malla goteaba anillos al suelo, rota e inútil, así que, en el breve lapso que había creado, Sigmar movió los hombros para quitársela dejando la parte superior de su cuerpo desnuda. Tenía el pelo suelto y alborotado, su rostro era una máscara de sangre, y Sigmar esperaba que ninguno de sus guerreros lo confundiera con un berserker turingio.

Pendrag apareció a su lado sin aliento, su hacha estaba ensangrentada y tenía la cota de malla abollada, pero seguía agarrando el estandarte con fuerza.

—¡Por todos los dioses, pensaba que ese cabrón enorme no iba a caer nunca!

—Sí —asintió Sigmar, jadeando—. Era un tipo duro, desde luego.

—¿Estás herido? —preguntó Pendrag.

—Nada serio —aseguró Sigmar mientras veía cómo estallaba una feroz refriega en el interior de las filas de los turingios bajo un estandarte con un diseño de espadas plateadas contra un fondo negro.

—Vamos —ordenó Sigmar—. ¡Veo el estandarte de Otwin!

Pendrag asintió con la cabeza mientras los guerreros umberógenos formaban una cuña de combate alrededor de su rey y, sin más palabras, Sigmar condujo a sus guerreros hacia el centro del campo de batalla. El ojo experto de Sigmar comprobó que el ejército turingio estaba condenado. Los Lobos Blancos aplastaban los flancos y empujaban hacia el centro, sus temidos martillos subían y bajaban cubiertos de sangre mientras abrían una senda a golpes hacia el estandarte del rey.

El flanco derecho se había desmoronado formando aisladas paredes de escudos. Sólo el centro se mantenía firme contra el ataque umberógeno, y si quería poner fin a la batalla, Sigmar debía llegar hasta el rey.

Berserker enloquecidos por la sangre se lanzaron delante del rey umberógeno y todos murieron ante su martillo de guerra o su espada. Reunidos alrededor de su rey, los guerreros de Sigmar eran imparables, peleaban con un coraje y una ferocidad tenaces. Metro a metro, los umberógenos se abrieron paso a través de la masa de turingios aullantes, despejando una senda sangrienta y bramando el nombre de su rey.

Sigmar vio a Otwin luchando en el centro de su línea de batalla y sintió que un escalofrío de supersticioso temor se apoderaba de él. El rey de los turingios era un gigantón, aún más grande y fuerte que el hachero al que Sigmar había matado. El cuerpo desnudo de Otwin estaba adornado con tatuajes y pendientes, su corona era una amasijo de pinchos dorados clavados a la carne de la sien. Tenía el cuerpo cubierto de sangre y blandía encadenada a su muñeca un hacha de doble hoja más grande que el arma del padre de Sigmar.

Un puñado de guerreros igual de temibles se congregaba alrededor de su rey, sus gritos aullantes eran como los de una manada de lobos rabiosos. Sigmar vio que Otwin detectaba la cuña de combate de guerreros umberógenos y se volvía hacia ellos con una sonrisa de rabia demente.

Uno de los paladines del rey saltó hacia delante, incapaz de contener su sed de batalla, y Sigmar balanceó su martillo hacia el guerrero. El guerrero se agachó, se lanzó al suelo por debajo del golpe y rodó hasta ponerse en pie con sus espadas gemelas extendidas ante él. Sigmar saltó por encima de la estocada de las espadas, giró en el aire y estrelló el talón contra el mentón del guerrero.

El cuello del otro hombre se partió con un espantoso chasquido y cayó mientras un nuevo guerrero atacaba. Sigmar levantó la espada para asestar un golpe, pero titubeó al descubrir que este paladín era una hermosa mujer con un cuerpo delgado como una fusta, cabello dorado y ojos leonados. Su cuerpo era fuerte, pero rápido. La vacilación de Sigmar casi le cuesta la vida cuando las dos espadas que llevaba la mujer se lanzaron hacia él en medio de una masa borrosa de bronce manchado de sangre.

—¡Soy Ulfdar! —gritó la guerrera—. ¡Y soy tu muerte!

Sigmar paró una de las espadas de Ulfdar mientras la otra se deslizaba por su hombro dejando una línea de fuego. Desvió otro golpe con su arma y embistió con la frente contra el rostro de Ulfdar. La mujer se tambaleó y escupió sangre riéndose como una loca mientras le lanzaba una estocada a la entrepierna. Sigmar se hizo a un lado mientras las armas de sus guerreros por fin se encontraban con las del séquito del rey turingio.

La segunda hoja de la guerrera se dirigió a su garganta; Sigmar avanzó hacia el golpe y la mano de la mujer chocó contra el torque de hierro que rodeaba su cuello. Sigmar oyó cómo se le partían los dedos y la espada salió despedida de la mano de la guerrera turingiana. Balanceó su martillo hacia el estómago de la mujer y la pesada cabeza la dejó sin aliento. Levantó la rodilla para golpearla en la mandíbula y oyó cómo se rompía mientras la mujer caía de rodillas ante él. La luz del berserker se iba apagando en los ojos de la guerrera a medida que el dolor de sus heridas se imponía a la niebla roja que la invadía, sin embargo, aún seguía mirándolo con desafío.

Sigmar sabía que debía matarla, como ella lo habría matado a él, pero algún imperativo desconocido lo detuvo antes de propinar el golpe mortal. En lugar de ello, le estrelló el puño contra la mejilla, pues sabía que si la dejaba consciente, intentaría encontrar otra arma y conseguiría que la mataran.

La batalla fluía alrededor de Sigmar como un ser vivo, la marea de los guerreros que gritaban componía un progresivo crescendo de dolor y rabia. Vio un puñado de guerreros enemigos abriéndose paso hacia su estandarte carmesí y sacudió la cabeza para olvidarse del combate que acababa de librar mientras el poderoso rey berserker le bramaba su desafío cubierto de sangre y rezumando rabia.

Sigmar alzó a Ghal-maraz por encima de su cabeza para que todos sus guerreros lo vieran y respondió con su propio desafío.

Los dos reyes se encontraron en medio de un choque de fuego y furia. La enorme hacha de Otwin hendió el aire trazando un arco sangriento mientras Sigmar rodaba por debajo del golpe para estrellar su martillo contra el costado de su enemigo. El rey de los turingios soltó un gruñido de dolor pero no cayó, el mango de su hacha descendió y la hoja se clavó en el músculo del hombro del Sigmar.

Éste gritó de dolor y dejó caer la espada. Otwin golpeó con el puño el rostro de su enemigo, que retrocedió al sentir cómo se le rompía el pómulo. El rey turingio siguió avanzando mientras su hacha ascendía para golpear a Sigmar por debajo del brazo y hundirse en su corazón. Sigmar se apartó del hacha y dejó que el impulso del giro lanzase a Ghal-maraz contra la cadera de Otwin; el potente golpe hizo que el rey turingio cayera de rodillas.

Sigmar se sacudió la sangre de los ojos y saltó para atacar a su enemigo una vez más. El hacha de Otwin fue hacia él, pero Sigmar estaba preparado y estrelló a Ghal-maraz contra la muñeca del rey.

Surgieron chispas calientes de la cadena que ataba el hacha a Otwin y los eslabones se rompieron ante la furia y el arte del gran martillo. Partes de la cadena volaron por los aires y la enorme hacha escapó girando de manos de Otwin.

Sigmar acortó la distancia entre ellos y cerró la mano alrededor del cuello de Otwin dejándolo sin aire. Al rey berserker se le salían los ojos de las órbitas y forcejeó para ponerse en pie, pero Sigmar lo mantuvo de rodillas: su mano era como hierro sobre al cuello de su enemigo. Otwin arañó el brazo de Sigmar, pero la asfixiante presión era implacable. Sigmar levantó a Ghal-maraz por encima de su cabeza. El martillo forjado con runas estaba preparado para partir el cráneo del rey turingio.

Todo movimiento cesó en el campo de batalla mientras los guerreros de ambos ejércitos se daban cuenta de la trascendencia de este choque de gigantes. El resultado de la batalla se estaba decidiendo en este momento y el sonido del entrechocar de armas se apagó a medida que todas las miradas se volvían hacia el enfrentamiento que se desarrollaba en el centro del campo de batalla.

Sigmar bajó el martillo de guerra y puso a Otwin en pie aferrando aún con fuerza el cuello de su enemigo hasta que vio que la luz de la locura del combate desaparecía de sus ojos. El rey berserker introdujo aire en sus pulmones con un sonido áspero cuando Sigmar lo soltó y lo miró a los ojos sin temor ni vergüenza.

—Se acabó, rey Otwin —dijo Sigmar en un tono que no admitía discusión—. Ahora debéis escoger: vivir o morir. Haced vuestro Juramento de Espada conmigo. Pasad a formar parte de mi hermandad de guerreros y juntos levantaremos un imperio de hombres para frenar el avance de la oscuridad.

—¿Y si me niego? —gruñó Otwin, al que le salía sangre de la comisura de la boca al haberse mordido el interior de las mejillas.

—Entonces os expulsaré a vos y a toda vuestra gente de esta tierra —prometió Sigmar—. Todos los hombres congregados perderán la vida, vuestras aldeas arderán, vuestros herederos morirán y el lamento de vuestras mujeres no tendrá fin.

—No hay mucho donde escoger —repuso Otwin.

—No —coincidió Sigmar—. ¿Qué va a ser? ¿Paz o guerra? ¿Vida o muerte?

—Tenéis el corazón de piedra, rey Sigmar —dijo Otwin—, pero, por todos los dioses, ¡sois todo un guerrero con el que recorrer el camino hacia el Salón de Ulric!

—¿Tengo vuestro juramento? —preguntó Sigmar, ofreciéndole la mano al rey turingio.

—Sí —contestó Otwin mientras aceptaba la mano de Sigmar—, lo tenéis.

* * *

La música llenaba la casa larga del rey y los bailarines giraban y reían mientras zigzagueaban al ritmo de los tambores y las gaitas. Guirnaldas de flores colgaban de las vigas y el aroma del jazmín y la madreselva creaba un fragante perfume en el aire. Sigmar observaba las danzas nupciales con completa satisfacción, disfrutando al ver a sus guerreros jugando en lugar de combatiendo.

Después de la victoria sobre la hueste turingiana, la mayoría de los guerreros del ejército de Sigmar había regresado a sus hogares, mientras que los combatientes permanentes habían marchado de regreso a Reikdorf triunfalmente. A pesar de que muchos hombres habían muerto para conseguir el juramento del rey Otwin, Sigmar se había sentido satisfecho, y no poco aliviado al ver que muchos de los heridos vivirían.

A Alfgeir le habían clavado una lanza en el costado, pero la armadura había impedido que el arma lo destripara, y Pendrag había perdido tres dedos de la mano izquierda cuando un hacha turingiana golpeó el mástil del estandarte y se deslizó a lo largo de él. A pesar de la pérdida de los dedos, Pendrag no había dejado caer el estandarte y Sigmar nunca se había sentido más orgulloso de su hermano de armas. El curandero Cradoc le había salvado el resto de dedos, pero Pendrag siempre llevaría las cicatrices de la batalla para ganarse a los turingios.

Wolfgart había salido de la batalla ileso, había necesitado poco más que unos cuantos puntos en los antebrazos y las piernas, y había partido de inmediato por delante del grueso del ejército hacia Reikdorf.

Maedbh lo había estado esperando y, al día siguiente al regreso de Sigmar, él y Maedbh recorrieron el camino cubierto de flores hasta la Piedra de Juramentos, donde la sacerdotisa de Rhya les había atado las manos con una espiral de muérdago y había recibido sus promesas de fe y fertilidad.

Sigmar había bendecido la unión y Pendrag les había hecho entrega de los regalos: un torque de oro de maravillosa factura para Maedbh y una cota de malla con un lobo de plata para Wolfgart.

Sigmar había abierto las puertas de la casa larga del rey y se había dado la bienvenida a todos, el vino y la cerveza estaban a disposición de los que desearan ser parte de las celebraciones. La plaza que se encontraba delante de la casa larga se convirtió en lugar de reunión para los festejadores y poco después cantantes, trovadores y narradores de relatos comenzaron los entretenimientos.

Sigmar había bailado con muchas de las doncellas de la aldea, pero se había excusado antes de verse demasiado envuelto en el baile y había regresado a su trono para velar por su gente. Ahora, con la agradable sensación del vino y el licor de cereales calentándole el estómago, Sigmar se sentía como si su sueño estuviera a punto de completarse. Las tribus más lejanas eran las únicas que permanecían ajenas a los avances de los umberógenos: los jutones y los bretones al oeste y los brigundianos y los ostagodos al este.

Más al sureste se encontraban los menogodos y los merógenos, pero si aún existían, era un misterio, pues sus tierras estaban peligrosamente cerca de las montañas donde toda suerte de bestias y tribus de orcos sedientos de sangre tenían sus guaridas.

Sigmar sonrió mientras observaba cómo Maedbh y Wolfgart bailaban cogidos del brazo en un círculo formado por sus amigos. Sentado a una mesa cercana, Pendrag daba golpecitos con el pie al ritmo de la música con la mano envuelta en vendajes.

Habían convencido incluso a Alfgeir para que bailara, y el viejo Eoforth danzaba animadamente con las tías solteronas de la ciudad. La risa y la alegría eran la moneda corriente este día y la gente de Sigmar la gastaba a manos llenas en el espíritu de la amistad y abundancia compartidas.

Reikdorf había seguido creciendo a lo largo de los años, y con el descubrimiento de oro en las montañas, su prosperidad había quedado garantizada. Curtidurías, cervecerías, forjas, sastres, tejedores, tintoreros, alfareros, criadores de caballos, molineros, panaderos y escuelas se podían encontrar dentro de las murallas de Reikdorf, y su población era numerosa y estaba bien alimentada.

Más de cuatro mil personas consideraban Reikdorf su hogar, y aunque gran parte de la ciudad aún estaba protegida con empalizadas de madera, se había puesto la mayoría de los cimientos para una muralla circundante de piedra que protegería a los umberógenos de los ataques de sus enemigos.

Sigmar aún no tenía veintisiete años, pero ya había logrado más que su padre, aunque era lo bastante astuto para comprender que se había alzado sobre hombros de gigantes para llegar tan alto.

La música cambió de tempo pasando del frenético dinamismo de la anterior melodía a un conmovedor lamento que hablaba de amor perdido y sueños olvidados. El ritmo del baile disminuyó mientras las parejas se abrazaban y los amigos brindaban de nuevo por los honorables caídos que caminaban con Ulric en los salones de los muertos.

Sigmar se levantó de su trono y, sin que lo vieran, salió de la casa larga por una puerta en la parte trasera dirigiéndose desde las festividades a un lugar oscuro al norte de la ciudad. La noche era cálida y la suave brisa le resultó agradable en la piel tras tanto tiempo con armadura.

Las dos lunas brillaban en lo alto y las sombras de Sigmar eran cortas mientras caminaba solo por las calles. Algunos de sus perros de caza lo siguieron desde el salón, pero Sigmar los hizo volver con un silbido seco y un manotazo. Cuando más se alejaba del centro de la ciudad, menos edificios de piedra pasaba, la mayoría eran construcciones de madera y tejados de paja. Los edificios estaban muy pegados y Sigmar pasó sin que lo vieran hacia la sección de la muralla que estaba sin terminar.

Había patrullas en la muralla, pero Sigmar conocía la ciudad y sus ritmos, el paso de los guardias y sus movimientos mejor que nadie. Le resultó sencillo cruzar las murallas sin que lo descubrieran y desaparecer en los bosques que rodeaban la ciudad.

Lejos de los muros, Sigmar sintió una extraña sensación de liberación, como si hubiera estado confinado en el interior de la ciudad como un prisionero pero no se hubiera dado cuenta de que todos sus carceleros habían desaparecido hacía mucho. Subió por los caminos que recorrían las colinas que rodeaban Reikdorf y al mirar atrás vio su hogar como si fuera un centelleante faro iluminado con antorchas en medio de la oscuridad.

Las risas y la música llegaban hasta él arrastradas por el viento y sonrió mientras se imaginaba el regocijo de su gente. El sueño de Sigmar de un imperio había mantenido Reikdorf a salvo y sus iniciativas habían permitido que los umberógenos se convirtieran en la tribu preeminente de las tierras al oeste de las montañas, pero él sabía que aún quedaba mucho por hacer.

Los exploradores ya estaban informando de un incremento de las incursiones orcas desde las montañas, y sólo era cuestión de tiempo antes de que los pieles verdes se aventurasen a salir de sus guaridas formando una estruendosa marea de destrucción y muerte. Ése, sin embargo, era un problema para mañana, pues esta noche era para Sigmar, una noche para el recuerdo y el arrepentimiento.

Una vez dentro del bosque, los caminos y senderos eran prácticamente invisibles; no obstante, por muy bien que Sigmar conociera Reikdorf, conocía mejor la tierra, y ésta lo conocía a él, le daba la bienvenida como se le daría a un viejo y leal amigo.

Sigmar se abrió a paso a través de los oscuros árboles, volviendo sobre los pasos de un día hacía ya mucho tiempo en el que se había adentrado en el futuro con sólo sueños dorados en el corazón. Oyó el sonido del agua corriendo por delante y en seguida comenzó a descender hacia una tranquila hondonada donde una cascada poco profunda se derramaba en una reluciente charca que brillaba como si estuviera sembrada de diamantes.

—Debería haberte desposado mucho antes —susurró, observando el reflejo de la luz de las lunas sobre la sencilla lápida situada a un lado de la charca.

Sigmar se arrodilló ante la piedra tallada, lágrimas de pesar le corrieron por las mejillas al recordar el cabello oscuro y la alegre sonrisa de Ravenna.

Apoyó una mano sobre la piedra y levantó la otra para tocar el alfiler de capa de oro que le había regalado el día que habían hecho el amor junto al río.

—¿El rey de los umberógenos no festeja con su gente? —preguntó una voz procedente del borde del claro—. Te echarán en falta.

Sigmar se pasó una mano por la cara y se puso en pie. Al volverse vio a una mujer muy anciana con el cabello del color de la plata y los ojos hundidos en un rostro arrugado que hablaba de oscuros secretos y conocimientos prohibidos.

—¿Quién eres? —inquirió.

—Ya sabes quién soy —contestó la mujer.

—Mi padre me advirtió sobre ti —admitió Sigmar, haciendo el símbolo del cuerno—. Eres la hechicera del Brackenwalsch.

—Qué título tan descortés —repuso la hechicera—. Los hombres les ponen nombres viles a las cosas que temen, lo que sólo sirve para alimentar ese miedo. ¿Los hombres me tendrían miedo si me llamara la Doncella de la Dicha?

Sigmar se encogió de hombros.

—Puede que no, pero lo cierto es que traes muy poca dicha a nuestras vidas. ¿Qué es lo que quieres, mujer? Pues no estoy de humor para debatir.

—Es una pena —dijo la hechicera—. Hace tiempo que no tengo ocasión de hablar con alguien que sepa apreciar cosas más elevadas que una comida caliente y una mujer tierna.

—¡Di tu precio, mujer! —soltó Sigmar.

—Qué palabras tan precipitadas. Eres igual que tu padre. Rápido para enfadarse y rápido para prometer lo que se debería considerar cuidadosamente.

Sigmar hizo ademán de alejarse de la vieja bruja, cansado de sus divagaciones, pero la mujer lo detuvo con un gesto, sus músculos se quedaron rígidos y el aliento se le paralizó en los pulmones.

—Quédate un momento —pidió la mujer—. Quiero hablar contigo, conocerte.

—Yo no lo deseo —repuso Sigmar—. Libérame.

—Ah, hace demasiado tiempo que no camino entre la gente —dijo la hechicera—. Me han olvidado, así como el temor que solía inspirar. Me vas a escuchar, Sigmar, y debes escuchar bien, pues tengo muy poco tiempo.

—¿Poco tiempo para qué?

—Los acontecimientos se mueven rápido y la historia se escribe minuto a minuto. Éstos son los días de sangre y fuego, donde el destino del mundo se forjará, y ahora mucho pende de un hilo.

—Muy bien —contestó Sigmar—. Di lo que tengas que decir y escucharé.

—La victoria contra los turingios se ganó de manera honorable, pero aún queda mucho por hacer, joven Sigmar. Las otras tribus deben unirse pronto o todo estará perdido. Debes partir una vez más. Los brigundianos y sus tribus satélites deben ofrecerte sus Juramentos de Espada antes de las primeras nevadas o no vivirás para ver el verano.

—Mis guerreros acaban de regresar del oeste —apuntó Sigmar—. No reuniré al ejército otra vez tan pronto, y aunque pudiera, no alcanzaríamos a los brigundianos y los derrotaríamos antes del invierno.

La hechicera sonrió y a Sigmar se le heló la sangre.

—Me has entendido mal. Dije que tú tenías que partir una vez más. No te ganarás a las tribus del sureste por medio de la conquista, sino del valor.

—¿Quieres que me adentre solo en las regiones salvajes?

—Sí, pues agentes de los Dioses Oscuros incitan a los orcos de las montañas a la guerra. Sin suficientes tribus bajo tu estandarte, los pieles verdes destruirán todo lo que has construido.

—¿Has visto esto en una visión? —quiso saber Sigmar.

—Entre otras cosas —respondió la hechicera, asintiendo con la cabeza mientras dirigía la mirada hacia la lápida de Ravenna.

—¿La viste morir? —preguntó Sigmar entre dientes—. ¡Debiste haberme avisado!

La hechicera hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, ya que algunas cosas están grabadas en la piedra del mundo y ni los hombres ni los dioses pueden cambiarlas. Ravenna fue una llama breve y brillante que se encendió para mostrarte el camino y luego se apagó para permitirte recorrerlo solo.

—¿Por qué? —exigió saber Sigmar—. ¿Por qué entregarme amor para luego quitármelo?

—Porque era necesario —aseguró la hechicera, y Sigmar casi creyó poder detectar un dejo de compasión en su voz—. Recorrer el camino que debes recorrer requiere una fuerza de voluntad y determinación fuera del alcance de los hombres corrientes, que sólo ansian la comodidad de la familia y el hogar. Eso es lo que hace falta para ser rey. Esta tierra es tuya y prometiste amarla a ella y a nadie más. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —contestó Sigmar con amargura.