5: Los sueños de los reyes

CINCO

Los sueños de los reyes

El invierno cayó sobre Reikdorf como un puño, cada día se fue haciendo más corto y la temperatura descendió hasta que las primeras nevadas cubrieron el mundo de blanco. El río Reik fluía lento y majestuoso, el agua estaba fría y llena de témpanos de hielo a la deriva que llegaban desde las montañas Grises, allá al sur.

Los umberógenos se refugiaron para esperar a que pasara la estación, sus almacenes de grano estaban llenos con los frutos de una cosecha copiosa, había pan en abundancia y ninguna casa pasaba hambre. El rey Björn envió carros de grano al oeste, hacia las tierras de los endalos, pues la tierra allí era escasa y las malignas aguas de los pantanos habían envenenado muchos de sus cultivos. Guerreros con armadura viajaban con los carros ya que el bosque era un lugar peligroso, incluso en lo más crudo del invierno. Puede que los forajidos interrumpieran sus incursiones mientras la nieve se acumulaba sobre la tierra, pero el frío mortal no atemorizaba a las bestias contrahechas que se ocultaban en lo más recóndito del bosque.

Wolfgart condujo a los guerreros umberógenos a Marburgo, cabalgando a la cabeza de una columna de guerreros equipados con nuevas lorigas de hierro recién salidas de la forja de Alaric y Pendrag. Wolfgart se había resistido a desprenderse de su peto y coraza de bronce, pero cuando Alaric le mostró la resistencia de la armadura de hierro, los dejó a un lado y se puso encantado su nueva protección.

Él y sus guerreros pasarían el invierno con los endalos para regresar en primavera, y Sigmar echaba mucho de menos a su amigo mientras los días transcurrían con gélida lentitud.

Las frías semanas se alargaban interminablemente y cada una suponía una gran carga para Sigmar. Estaba deseando cumplir el juramento que había hecho con sus hermanos de armas, pero no se podía hacer nada mientras el invierno tuviera a la tierra en su poder. Ningún ejército podría marchar en invierno, y partir en medio de este frío entumecedor era lo mismo que suicidarse. La vida cotidiana continuaba como de costumbre, con la gente de Reikdorf dedicándose a quehaceres que sólo se podían llevar a cabo cuando los días no estaban ocupados con la agotadora labor de la labranza.

Los artífices elaboraban magníficas joyas, los tejedores creaban grandes tapices y los artesanos enseñaban a los aprendices a trabajar la madera, tallar la piedra y muchos otros oficios que habrían sido inconcebibles sin el lujo de un excedente de cosecha.

La forja de Alaric resonaba con golpes de martillo y sibilantes nubes de vapor caliente salían por la alta chimenea. Pendrag visitaba la forja a diario, donde aprendía el secreto de combinar metales para fabricar espadas de hierro que conservaban el filo más tiempo y no se hacían pedazos tras un uso constante.

Mientras el invierno se alargaba, el flujo de comercio que entraba y salía de Reikdorf se redujo al mínimo. Las caravanas enanas eran las únicas que se atrevían a viajar durante el invierno, vehículos achaparrados y feos de los que tiraban ponis igualmente achaparrados y musculosos. Cada caravana llegaba cargada de mena procedente de las minas, armas y armaduras finamente trabajadas y barriles de cerveza fuerte.

Enanos revestidos de relucientes sobrevestes de malla y pesadas armaduras avanzaban junto a las caravanas sin que al parecer les afectara la profunda capa de nieve. Mantenían los rostros ocultos y las largas barbas trenzadas eran lo único visible bajo las viseras de bronce. Alaric recibía a cada caravana personalmente, hablando en la lengua bronca y, sin embargo, lírica de la gente de la montaña, mientras los umberógenos observaban tras las ventanas con los postigos cerrados.

En cuanto los carros se descargaban, se llenaban con grano, pieles y toda suerte de bienes que los enanos no podían conseguir en sus territorios. También se intercambiaban mensajes entre el rey Björn y el rey Kurgan Barbahierro, cada uno le transmitía al otro las noticias del mundo de las que tenía conocimiento.

Sigmar pasó gran parte del invierno entrenando con los guerreros de los umberógenos, afinando sus ya temibles habilidades e infundiendo una sensación de camaradería a los guerreros con su agudeza y lealtad.

Naturalmente también había batallas que librar, y tanto Sigmar como su padre condujeron a sus guerreros al bosque varias veces para enfrentarse a grupos de bestias que merodeaban por el lugar y se alimentaban de los asentamientos de la periferia. En cada ocasión, los jinetes regresaban a Reikdorf con sus cráneos clavados en las lanzas, y cada vez transcurría más tiempo antes de que las bestias atacaran de nuevo.

Aunque las bestias no eran sus únicos enemigos. Asaltantes teutógenos se adentraban descaradamente en territorio umberógeno para robar reses y ovejas, pero les daban caza y los mataban antes de que pudieran regresar a sus propias tierras. Gerreon fue al fin a la guerra en una de estas escaramuzas donde se ganó el respeto de sus compañeros por su mortífera habilidad con la espada; sin embargo, como él había predicho, su ausencia en la batalla de Astofen había creado un abismo entre él y aquellos que habían luchado en la desesperada batalla con los orcos.

A medida que los días se iban haciendo más largos, los guerreros umberógenos comenzaron a alejarse más mientras mantenían una estrecha vigilancia sobre sus fronteras. Con la llegada de la primavera, las escaramuzas en la frontera se hicieron más habituales, y una y otra vez los arqueros umberógenos a caballo rechazaron los intentos de saqueadores que gritaban y chillaban mientras arrojaban lanzas y flechas.

Los días pasaron, la gente de Reikdorf sobrevivió al invierno y los corazones de los hombres se fueron alegrando a medida que los días se hacían más brillantes. El sol se mantuvo en el cielo un poco más y, cuando las nieves comenzaron a retirarse, el verde y el dorado del bosque se volvieron más intensos con cada día que transcurría.

Los agricultores regresaron a sus campos para preparar la siembra de primavera provistos de las sembradoras de Pendrag mientras se construían molinos y graneros nuevos por todo el reino. Los ancianos de Reikdorf proclamaron que el invierno había sido uno de los más suaves que podían recordar.

No bien las primeras flores de la primera habían comenzado a abrirse paso entre la nieve, divisaron un grupo de jinetes cabalgando por la orilla septentrional del Reik hacia la ciudad. Guerreros con armadura corrieron a las murallas, hasta que vieron un estandarte conocido y las puertas se abrieron de par en par. Wolfgart condujo a sus guerreros bajo la adusta y severa estatua de Ulric de regreso a Reikdorf entre gritos de bienvenida.

La vuelta a casa estuvo llena de júbilo y se celebró un gran banquete para celebrar el retorno a salvo de todos los guerreros que habían partido. La gente reclamó noticas del oeste y Wolfgart se deleitó con su papel de narrador.

—El rey Marbad —anunció Wolfgart—, el viejo en persona, va a venir a Reikdorf.

El aire en el interior de la forja era denso y pesado, las chispas y el humo caliente se acumulaban en las vigas mientras el fuelle bombeaba aire frenéticamente dentro del horno. Los ladrillos situados más cerca del fuego resplandecían debido al calor y el carbón rugía cuando le echaban aire encima.

—¡Tienes que soplar más fuerte, humano! —gritó Alaric—. ¡El horno tiene que estar más caliente para eliminar las impurezas!

—No puede ir más rápido, Alaric —repuso Pendrag—. La marea está demasiado baja y la bomba no puede adquirir suficiente velocidad para el fuelle.

—Bah, estaban yendo bien esta mañana.

—Eso fue esta mañana —replicó Pendrag, soltando las manivelas del fuelle mecánico—. Vamos a tener que esperar hasta que la marea suba otra vez.

Se apartó del artilugio hecho con vejigas llenas de aire y correas de cuero de las que estaba compuesto el fuelle y que obtenía su fuerza del veloz cauce de agua que habían desviado del río Reik para que pasara por la forja.

Cuando el río estaba crecido, el agua hacía girar una gran paleta rotatoria que a su vez accionaba el fuelle, el cual calentaba el horno hasta alcanzar las increíbles temperaturas necesarias para fabricar hierro.

Hasta la primavera pasada, cuando Alaric había llegado a Reikdorf, los guerreros umberógenos habían empuñado espadas y lanzas de bronce; sin embargo, siguiendo las instrucciones del enano, Pendrag había sido el primer hombre en forjar una espada hecha de hierro.

No había pasado todavía una estación y cada guerrero contaba con una espada de hierro y cada día se producían más lorigas de malla y cuero a medida que los herreros de Reikdorf aprendían las antiguas técnicas metalúrgicas que conocían los enanos.

—Mareas —rezongó Alaric, negando con la cabeza—. En Karaz-a-Karak no nos preocupamos por las mareas. Poderosas cascadas procedentes de la cima de la montaña caen en el corazón de la fortaleza día y noche. Ah, humano, deberías ver las grandes forjas de las montañas. El corazón de la fortaleza resplandece con un tono rojo debido al calor y la montaña se estremece con los golpes de martillo.

—Bueno, nosotros no tenemos cascadas como ésa aquí —señaló Pendrag—. Tenemos que arreglárnoslas con las mareas.

—Y las máquinas —continuó Alaric, pasando por alto el comentario de Pendrag—. Grandes émbolos de hierro sibilantes, ruedas giratorias y rugientes fuelles. Dioses de las montañas, nunca pensé que echaría de menos la presencia de un maquinista.

—¿Un maquinista? ¿Qué es eso? ¿Una especie de herrero?

Alaric soltó una carcajada.

—No, un maquinista es un enano que construye máquinas como ese fuelle de ahí, pero mucho más grandes y mucho mejores.

Pendrag dirigió la mirada hacia el fuelle, que silbaba y resollaba, las vejigas aplastadas, como si fuera un acordeón, se expandían y contraían mientras la bomba rotatoria giraba en el cauce. Con la ayuda de Alaric, él y los mejores artesanos de la aldea habían necesitado todo un mes para construir el fuelle accionado con agua, que era una maravilla de la invención y el ingenio.

—Pensaba que lo habíamos hecho bien a la hora de construir el fuelle —dijo Pendrag a la defensiva.

—Los humanos tenéis cierta habilidad, es cierto —contestó Alaric, aunque Pendrag pudo comprobar que le costó incluso hacer un elogio tan vago—, pero la artesanía enana es la mejor que hay, y hasta que pueda convencer a un maquinista para que baje de las montañas, tendremos que conformarnos con este... artefacto.

—Vos nos ayudasteis a construir el fuelle —apuntó Pendrag—. ¿No sois maquinista?

—No, muchacho —repuso Alaric—. Soy... algo completamente diferente. Yo puedo crear armas como no podrías imaginar, armas parecidas al martillo de guerra que blande el hijo del rey.

—¿A Ghal-maraz?

—Sí, el partecráneos, un arma poderosa, sin duda —asintió Alaric—. El rey Kurgan bendijo a vuestra gente cuando se lo entregó a Sigmar. Dime, muchacho, ¿sabes lo que significa la palabra «único»?

—Creo que sí —respondió Pendrag—. Significa que algo es especial. Que sólo hay uno.

Alaric hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Así es, pero sería más como decir que «no tiene igual». Ghal-maraz es así, irrepetible, forjado en la antigüedad con un arte que ningún enano ha podido reproducir.

—¿Así que vos no podríais hacer algo como eso?

Alaric le lanzó una mirada de irritación al ver puesta en entredicho su habilidad.

—Poseo mucha habilidad, muchacho, pero ni siquiera yo podría crear un arma como Ghal-maraz.

—¿Ni aunque contáramos con un maquinista?

El enano se rió y la tensión desapareció de su rostro barbado.

—No, ni aunque contáramos con un maquinista. A nosotros no nos gusta mucho vivir sin un techo de piedra sobre nuestras cabezas, así que dudo que pueda convencer a uno los chicos de que baje de las montañas para quedarse aquí.

—Vos os quedasteis —señaló Pendrag mientras observaba cómo el resplandor del horno se debilitaba pasando de un naranja dorado a un rojo apagado y oscuro.

—Sí, ¿y sabes cómo me llaman en Karaz-a-Karak?

—No —negó Pendrag con la cabeza—. ¿Cómo os llaman?

—Alaric el Loco —respondió el enano—, así me llaman. Todos piensan que estoy mal de la cabeza por pasar mi tiempo con humanos.

Aunque había pronunciado esas palabras quitándoles importancia, Pendrag pudo sentir la tensión que se ocultaba tras ellas.

—Entonces ¿por qué os quedáis con nosotros? —preguntó Pendrag—. ¿Por qué no volvéis a las montañas? No es que quiera que os vayáis, por supuesto.

El enano se apartó del horno para coger una de las hojas del montón que se encontraba sobre un banco bajo de madera que se extendía de un extremo a otro de uno de los muros de piedra de la forja. El metal era oscuro y aún había que encajar una empuñadura y un guardamano sobre la espiga afilada.

—Los humanos sois una raza joven y tenéis vidas tan cortas que muchos de los míos creen que intentar enseñaros algo es una pérdida de tiempo. Haría falta el transcurso de varias de vuestras vidas antes de que se considerase que un enano es simplemente aceptable como herrero. Comparado con la artesanía enana, el trabajo de los hombres es rudimentario y de muy mala calidad, casi ni merece la pena perder el tiempo con él.

—Entonces ¿por qué lo hacéis? —inquirió una voz desde la puerta de la forja—. Me refiero a perder el tiempo con él.

Pendrag levantó la mirada y vio a Sigmar recortado en la entrada con su capa de piel de lobo apretada alrededor del cuerpo. Un soplo de aire frío se introdujo en la forja antes de que el hijo del rey cerrara la puerta tras él al entrar.

Alaric dejó la hoja y se sentó en un taburete de patas gruesas junto al banco. Saludó a Sigmar con la cabeza y dijo:

—Porque tenéis potencial. Éste es un mundo funesto, muchacho: orcos, bestias y cosas de las que es mejor no hablar tratan de ahogarnos a todos en sangre. Los elfos han huido a su isla y los hombres y los enanos son los únicos que quedan para detener a esas criaturas del mal. Algunos de los míos piensan que simplemente deberíamos sellar las puertas que llevan a nuestras fortalezas y dejaros que luchéis contra los orcos, pero a mi modo de ver, si no os ayudamos con mejores armas y armaduras y os enseñamos un par de cosas acerca de cómo fabricarlas, entonces vuestra raza morirá y nosotros seremos los siguientes.

—¿Creéis que somos tan débiles? —preguntó Sigmar mientras recorría el banco con las hojas de espada sin terminar y cogía una.

—¿Débiles? —exclamó Alaric—. ¡No seáis tonto, muchacho! Los hombres no son débiles. He pasado el tiempo suficiente entre vosotros para saber que sois fuertes, pero reñís como niños y no contáis con los medios para enfrentaros a vuestros enemigos. Cuando vuestros antepasados cruzaron las montañas tenían espadas y armaduras de bronce, ¿verdad?

—Eso es lo que nos han dicho los ancianos —asintió Pendrag.

—Lo único que tenía la gente que ya vivía aquí eran cachiporras de piedra y petos de cuero, y mirad lo que les ocurrió: muertos hasta el último de ellos. He visto a los orcos al este de las montañas, y hay tantos que pensaríais que os estabais volviendo locos al verlos a todos. Sin armas y armaduras de hierro os destruirán.

Sigmar le dio la vuelta a la hoja en la mano y preguntó:

—Pendrag, ¿puedes fabricar una de estas hojas de hierro sin la ayuda del maestro Alaric?

Pendrag asintió con la cabeza.

—Sí, creo que sí.

—Eso no basta —repuso Sigmar mientras dejaba caer la espada de nuevo sobre el banco y se acercaba donde se encontraba Pendrag. La piel del hijo del rey brillaba de sudor debido al calor de la forja, pero su mirada se mantenía fija—. Dime la verdad, ¿puedes hacer una hoja así?

—Sí —aseguró Pendrag—. Sé cómo separar las impurezas de la mena, y ahora que tenemos el fuelle funcionando podemos calentar el horno lo suficiente.

—Con marea alta —rezongó Alaric.

—Con marea alta —coincidió Pendrag—. Pero, sí, puedo hacerlo. De hecho, he estado pensando en una forma mejor de eliminar las...

Sigmar sonrió y levantó una mano.

—Bien —dijo—. Cuando la nieve se abra del todo reuniré a todos los herreros de las tierras de los umberógenos y les enseñarás a fabricar estas cosas. El maestro Alaric tiene razón, sin mejores armas y armaduras estamos perdidos.

—¿Quieres que yo les enseñe? ¿Por qué no el maestro Alaric? —preguntó Pendrag.

—Con el debido respeto al maestro Alaric, él no estará con nosotros eternamente, y ya es hora de que aprendamos a hacer estas cosas por nuestra cuenta.

—Así es —estuvo de acuerdo Alaric—. Además, podrías morir mañana, y entonces ¿qué sería de vosotros?

Pendrag le lanzó una mira de exasperación a Alaric mientras Sigmar continuaba.

—El rey ha decretado que antes del final del verano cada aldea umberógena debe estar forjando espadas de hierro. Tú y el maestro Alaric habéis logrado cosas magníficas aquí, pero vosotros dos solos no podéis esperar producir suficientes armas lo bastante rápido para equipar a nuestros guerreros.

Pendrag se puso en pie, se escupió en la palma y le ofreció la mano a su hermano de armas.

—¿Antes del final del verano?

—¿Crees que puedes hacerlo? —preguntó Sigmar mientras se escupía también en la palma y estrechaba la mano de Pendrag.

—Puedo hacerlo —respondió Pendrag.

* * *

El rey Marbad llegó apenas una semana después de que la nieve se fundiera. Cabalgó hacia el puente de Sudenreik con su estandarte desplegado y gaiteros marchando ante él. Los gaiteros vestían largos faldellines hechos con correas de cuero y relucientes petos de discos de bronce.

Los músicos eran jóvenes extraordinariamente altos y las gaitas que llevaban se asemejaban a silbantes vejigas con tubos de madera insertados por uno de los cuales se soplaba mientras que el otro se tocaba con los dedos.

La música se extendió por el río y los pescadores que se encontraban en la otra orilla comenzaron a dar palmas al son de las pegadizas melodías cuando vieron el estandarte del cuervo y quién cabalgaba bajo él.

Los umberógenos conocían bien al rey de los endalos, un hombre canoso de edad avanzada con un rostro curtido y surcado de arrugas. Tenía un cuerpo delgado y enjuto, aunque su armadura de bronce había sido moldeada para parecerse al físico musculoso de su juventud. Llevaba un yelmo alto con emplumadas alas negras que se alzaban desde las amplias placas de las mejillas y una larga capa oscura se extendía sobre la grupa de su caballo. Una veintena de Yelmos de Cuervo cabalgaban junto a su rey, guerreros altos con capas negras y yelmos alados idénticos al de Marbad. Se trataba de los mejores y más valientes guerreros endalos, hombres que habían jurado proteger la vida de su rey con la suya propia.

La gente de Reikdorf hizo una pausa en sus labores para observar el desfile de guerreros, gritando entusiasmados mientras daban la bienvenida a estos amigos procedentes de tierras lejanas. Los endalos iban acompañados de exploradores umberógenos, y los guerreros que guarnecían las murallas de Reikdorf hicieron correr la voz de la llegada de Marbad.

Mientras el rey de los endalos cruzaba el Reik y comenzaba a subir hacia el asentamiento, las puertas se abrieron de par en par y el rey Björn salió a recibir a Marbad con Sigmar a su lado. Alfgeir y los Guardianes del Gran Salón los seguían de cerca, con pieles de lobo sobre los hombros y martillos de guerra de mango largo a los costados.

Sigmar observó a los jinetes con ojo experto y reconoció la disciplina en las filas mientras los Yelmos de Cuervo de rostro adusto mantenían las manos cerca de las empuñaduras de las espadas sin relajar nunca la guardia, ni siquiera en este territorio amigo. Eran hombres fuertes, enjutos y resistentes, aunque los caballos que mostraban eran delgados y no se podían comparar con los corceles umberógenos de pecho ancho.

—¡Qué alegría volver a verte, Marbad! —bramó el rey de los umberógenos. Su potente voz llegó con facilidad hasta el río.

Sigmar sonrió ante el genuino placer que percibió en la voz de su padre, pues era algo que había echado en falta gran parte del invierno.

Desde que se habían completado los ritos fúnebres por Trinovantes, el fuego presente en los ojos de su padre se había ido debilitando y había comenzado a mirarlo de un modo extraño cuando pensaba que Sigmar no se daba cuenta.

El rey Marbad levantó la mirada y su rostro antes adusto se deshizo en una amplia sonrisa. El rey de los endalos había visitado Reikdorf muchos años antes, pero Sigmar sólo tenía recuerdos vagos de él. Los jinetes con capas negras se abrieron paso hasta las puertas de Reikdorf y se desplegaron en abanico hasta detenerse formando una línea con su rey en el centro. Los gaiteros se situaron a cada extremo de la línea, mientras el portador del estandarte del cuervo permanecía junto a Marbad.

—Me alegra ver que aún sigas vivo, Björn —dijo Marbad, que contaba con una voz potente a pesar de su físico delgado—. He oído que lo has estado pasando mal.

—Wolfgart exagera —repuso Björn. Estaba claro que se había dado cuenta de dónde había salido la información de Marbad.

Marbad pasó la pierna sobre el cuello de su caballo y bajó con suavidad hasta el suelo. Los dos reyes se abrazaron como hermanos que no se hubieran visto en mucho tiempo dándose fuertes golpes en la espalda con los puños.

—Ha pasado demasiado tiempo, Marbad —dijo Björn.

—Así es, amigo mío —respondió Marbad mientras miraba hacia Sigmar—. ¡Éste no puede ser Sigmar! No era más que un muchacho la última vez que lo vi.

Björn se volvió con el brazo aún alrededor de los hombros de Marbad.

—¡Lo sé! Yo tampoco puedo creerlo. ¡Parece que fue ayer cuando mamaba de la tetilla y se cagaba en la cuna!

Sigmar ocultó su irritación mientras Björn llevaba a su hermano de armas hacia su hijo. Aunque habían pasado varios años desde la última vez que los dos reyes se habían visto, ambos parecían tan cómodos que podría haber transcurrido sólo un día. Mientras Marbad se acercaba, la mirada de Sigmar se vio atraída hacia la espada enfundada en una vaina de cuero gastado que llevaba al costado: el mango estaba envuelto con brillante alambre de plata y una gema azul resplandecía con una fuerte luz en el pomo.

Se trataba de Ulfihard, una espada de la que se decía que había sido forjada por los duendes en la antigüedad, cuando los demonios asolaban las tierras y la raza de los hombres vivía en cuevas y hablaba con gruñidos y aullidos.

Sigmar apartó la mirada del arma y se irguió mientras el rey Marbad le colocaba las manos enguantadas en los hombros con el rostro lleno de orgullo.

—Te has convertido en un hombre bien parecido, Sigmar —dijo Marbad—. ¡Por todos los dioses, puedo ver a tu madre en ti!

—Mi padre dice que tengo sus ojos —contestó Sigmar, complacido con el halago.

—Sí, bueno, menos mal que has salido a ella, chico —se rió Marbad—. No querrías parecerte a este viejo, ¿verdad?

—Sólo porque somos hermanos de armas piensa que puede insultarme en mis propias tierras —se quejó Björn mientras apartaba a Marbad de Sigmar y lo llevaba hacia Alfgeir.

—Amigo mío. —Marbad saludó con un apretón de manos al paladín del rey, agarrándolo por el antebrazo—. ¿Te va bien?

Alfgeir asintió con la cabeza.

—Sí, mi señor.

—Tan hablador como siempre, ¿eh? —comentó Marbad—. ¿Y dónde está Eoforth? ¿Ese viejo granuja sigue soltando sandeces y llamándolas sabios consejos?

—Te pide disculpas, Marbad —explicó Björn—. Ya no es un jovencito y le cuesta levantarse de la cama estos días.

—Bah, no importa, lo veré esta noche, ¿no?

—Así es, viejo amigo, así es —prometió Björn antes de volverse hacia Alfgeir y ordenarle—: Comida y agua para los Yelmos de Cuervo y asegúrate de que sus caballos reciben el mejor grano.

—Me encargaré de ello, mi rey —aseguró Alfgeir, que empezó a dar órdenes a los Guardianes del Gran Salón.

Marbad se volvió de nuevo hacia Sigmar.

—Wolfgart me habló del puente de Astofen —dijo—, pero creo que me gustaría que me lo contaras tú mismo. Quizá esta vez consiga oírlo sin todos esos dragones y malvados hechiceros, ¿eh? ¿Qué dices, chico? ¿Le darás el gusto a un viejo de escuchar unos cuantos relatos?

Sigmar asintió con la cabeza.

—Con mucho gusto, mi señor —contestó.

* * *

Una vez más, la casa larga de los umberógenos se llenó de guerreros de juerga, con cerveza y carne para asar en abundancia. Sigmar se sentó a las mesas con caballetes a beber con sus guerreros mientras su padre y Marbad se sentaban y hablaban al extremo de la mesa. Las muchachas que servían daban vueltas alrededor de la mesa llevando fuentes de suculenta carne, pellejos de vino y jarras de cerveza.

El ambiente era agradable e incluso los Yelmos de Cuervo se habían relajado lo suficiente para despojarse de la armadura y unirse a los guerreros umberógenos mientras festejaban. Antes, aquella misma tarde, Sigmar había hablado largo y tendido con un guerrero llamado Laredus y había encontrado muchas cosas que le gustaban acerca de los endalos.

Tras haberse visto obligados a abandonar las tierras de sus antepasados por la llegada de miembros de la tribu de los jutones, a los que había empujado al oeste el belicoso Artur de los teutógenos, se habían labrado un hogar en las inhóspitas tierras que rodeaban el estuario del Reik.

Sigmar no había viajado nunca tan al oeste, pero por la descripción de Laredus y el relato de su padre de la batalla contra los demonios de la bruma, decidió que no deseaba hacerlo. La descripción de Marburgo, sin embargo, hizo que pareciera un lugar magnífico, con sus fortificaciones de tierra construidas sobre una gran roca de negra piedra volcánica que se alzaba sobre los pantanos y las altas y sublimes torres del Salón del Cuervo construidas sobre las ruinas de lo que se decía había sido antaño un puesto de avanzada costero de los duendes.

Los gaiteros de Marbad llenaron el salón de música, y aunque el extraño y agudo son no era del gusto de Sigmar, era evidente que los guerreros que se encontraban en el salón no opinaban igual que él, pues se cogían del brazo y giraban alrededor de un lugar despejado del salón siguiendo el rápido ritmo. Wolfgart bailaba como un loco, abriéndose paso por una línea de jovencitas que aplaudían y se reían de sus payasadas.

Sigmar soltó una carcajada cuando Wolfgart y su última pareja giraron hasta chocar con una de las chicas que servían y lanzaron una bandeja de jabalí asado volando por el aire. Cayó una lluvia de carne caliente y los perros lobo del rey saltaron hacia el grupo de bailarines para hacerse con los sabrosos bocados. Una hilarante anarquía estalló cuando los perros de caza hicieron tropezar a los bailarines entre ladridos y los hombres y mujeres se ayudaron unos a otros a ponerse en pie.

—Nunca ha sido muy ligero de pies, ¿verdad? —comentó Pendrag, sentándose frente a Sigmar.

Sigmar apartó la mirada del caos de la danza.

—Sí —contestó—. A veces me pregunto cómo logra blandir esa gran espada suya y no cortarse su propia cabeza.

—Pura suerte, supongo.

—La suerte tienes sus ventajas —añadió Sigmar mientras apuraba la cerveza que le quedaba y golpeaba la mesa con la jarra para pedir más.

—Yo prefiero no confiar en ella, de todas formas —repuso Pendrag—. Es una doncella veleidosa, un minuto está a tu lado y al siguiente te abandona por otro.

—Eso es cierto —asintió Sigmar mientras una hermosa y rubísima muchacha le volvía a llenar la jarra y le sonreía de manera seductora.

—No creo que tengas que preocuparte por encontrar una cama en la que meterte esta noche, Sigmar —dijo Pendrag cuando la chica se alejó.

—Es guapa, pero no es mi tipo —repuso Sigmar, tomando un buen trago.

—No —apuntó Pendrag—. Prefieres a las chicas con cabello oscuro, ¿verdad?

Sigmar sintió que se sonrojaba.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Vamos, no te hagas el tonto conmigo, hermano —dijo Pendrag—. Sé que no tienes ojos más que para Ravenna, está tan claro como el agua. De todos modos, ¿pensabas que estaría tan ocupado enseñándoles a unos viejos a fabricar espadas de hierro que no me fijaría en ese alfiler de capa de oro que Alaric te está haciendo?

—¿Tan poco sutil soy?

Pendrag frunció el entrecejo como si estuviera absorto en sus pensamientos.

—Sí.

—Ella llena mis pensamientos —admitió Sigmar.

—Entonces habla con ella —contestó Pendrag—. Sólo porque su hermano sea una serpiente no es razón para evitarla. He visto cómo te mira.

—¿Sí? —preguntó Sigmar—. Quiero decir, ¿me mira?

—Por supuesto —se rió Pendrag—. Si no estuvieras tan ensimismado con esa visión de un imperio, tú también lo verías. Ravenna es una gran muchacha, y necesitarás una reina algún día.

—¿Una reina? —exclamó Sigmar—. ¡No había pensado tan a largo plazo!

—¿Por qué no? Es hermosa y, cuando cogió aquel escudo de tus manos, creo que incluso yo me enamoré un poco de ella.

—Oh, ¿de verdad? —dijo Sigmar.

Entonces alargó la mano sobre la mesa y le vació el resto de cerveza encima a Pendrag, que resopló fingiendo indignación y luego le devolvió el favor. Los dos amigos se rieron y se dieron un fuerte apretón de manos, y Sigmar sintió que se le quitaba un gran peso de los hombros. Se recostó en el banco y miró hacia la cabecera de la mesa, donde se encontró con la mirada de su padre mientras éste le hacía señas para que cruzara la sala.

—Mi padre me llama —dijo, poniéndose en pie y pasándose las manos por el cabello cubierto de cerveza. Se miró el jubón empapado—. ¿Te parezco presentable?

—El hijo del rey de la cabeza a los pies —declaró Pendrag—. Mira, cuando Marbad te pida que le cuentes la historia de Astofen, acuérdate de hacer que mi parte en la batalla parezca emocionante.

—Eso no será un problema —aseguró Sigmar, dándole una palmada a su amigo en el hombro y volviéndose para abrirse paso entre los festivos guerreros y reunirse con los dos reyes.

—Sabes que se supone que debes beberte la cerveza y no llevarla puesta, ¿no? —apuntó Marbad, riéndose al ver el desaliño de Sigmar.

—Mi hijo se rodea de granujas —comentó Björn.

—Un hombre debería rodearse de granujas —repuso Marbad, asintiendo con la cabeza—. Lo mantiene honesto, ¿no?

—¡Por eso yo te conservo a ti, viejo! —exclamó Björn.

—Tal vez —coincidió Marbad—, aunque me gusta pensar que se debe a mi encantadora personalidad.

Sigmar se sentó al lado de Marbad y sus ojos se desviaron una vez más hacia la espada que el rey endalo llevaba atada al costado. Anhelaba ver el arma de los antiguos duendes, preguntándose en qué se diferenciaría tal arma de la que habían elaborado los enanos.

Marbad vio su mirada, sacó el arma de la vaina con rapidez y se la ofreció a Sigmar. La gema azul del pomo titilaba a la luz del fuego y el reflejo del brillo de las antorchas se rizaba como si estuviera atrapado dentro de la pulida hoja.

—Cógela —le ofreció Marbad.

Sigmar cogió el arma, sorprendido por su ligereza y equilibrio. Comparada con su espada, Ulfihard era una obra maestra del fabricante de armas, completamente diferente y, sin embargo, llena del mismo feroz poder que Ghal-maraz. La hoja resplandecía con su propia luz interna y Sigmar comprendió que con armas así se podrían forjar naciones.

—Es magnífica —dijo—. Nunca he visto nada igual.

—Ni volverás a verlo —aseguró Marbad—. Los duendes crearon Ulfihard antes de abandonar las tierras de los hombres y, a menos que regresen, será la única de su clase.

Sigmar le devolvió el arma al rey Marbad. Sentía un hormigueo en la palma debido a las poderosas fuerzas contenidas en el interior de la hoja.

—Tu padre me ha estado hablando de tus grandiosos sueños para el futuro, joven Sigmar —comentó Marbad mientras enfundaba la espada con un suave movimiento—. Un imperio de hombres. Suena bien, hay que reconocerlo, ¿eh?

Sigmar asintió con la cabeza y sirvió más cerveza de una jarra de cobre.

—Es ambicioso, lo sé, pero creo que se puede lograr. Más que eso, creo que es necesario lograrlo.

—¿Cómo comenzarás? —quiso saber Marbad—. La mayoría de las tribus se odian unas a otras. Yo no les tengo aprecio a los jutones ni a los teutógenos y tu gente ha luchado contra los merógenos y los asoborneos en los últimos años. Los norses no son amigos de nadie. ¿Sabías que realizan sacrificios humanos a los dioses de las inmensidades septentrionales?

—Lo he oído —respondió Sigmar con un cabeceo de asentimiento—, pero en su día se dijo lo mismo de los berserker turingios y no eran más que patrañas.

El padre de Sigmar negó con la cabeza.

—Yo he luchado contra los norses, hijo. He visto la carnicería que dejaban al paso de sus invasiones y Marbad dice la verdad. Son un pueblo bárbaro sin honor.

—Entonces los expulsaremos de las tierras de los hombres —aseguró Sigmar.

Marbad soltó una carcajada.

—Tiene coraje, hay que reconocerlo, Björn.

—Se puede hacer —insistió Sigmar—. Los endalos y los umberógenos son aliados y mi padre ha ido a la guerra junto a los querusenos y los tálemenos. Esas alianzas son el comienzo de cómo uniré a las tribus.

—¿Y qué pasa con los teutógenos y los ostagodos? —preguntó Björn—. ¿Y los asoborneos y los brigundianos y todos los demás?

Sigmar tomó un largo trago de cerveza.

—Aún no lo sé, padre, pero siempre hay un modo —contestó—. Con espadas o palabras, lograré poner a las tribus de mi lado y forjaré una tierra digna de aquellos que vendrán después de nosotros.

—¡Tienes una gran amplitud de miras, muchacho, sí señor! —exclamó el rey Marbad mientras le daba un palmada a Sigmar en el hombro con orgullo—. Si los dioses te sonríen, creo que puede que te conviertas en el más grande de todos nosotros. Ahora, vamos, ¿eh? Háblame del puente de Astofen.