20: Defensores del imperio

VEINTE

Defensores del imperio

—Déjame, chico —dijo Svein jadeando, la sangre le burbujeaba en las comisuras de la boca—. Sabes... que tienes... que hacerlo.

—Calla, viejo —soltó Cuthwin mientras arrastraba el cuerpo de su amigo y mentor alrededor de un grupo de rocas cubiertas de nieve y lo apoyaba contra una de ellas.

La sangre cubría el jubón de cuero de Svein y le manchaba las calzas de lana. Habían taponado la herida con una tira de tela, pero la sangre seguía goteando, dejando un rastro de puntos rojos sobre la nieve fácil de seguir.

Cuthwin estaba agotado y se tomó un momento para recuperar el aliento mientras escrutaba su rastro. Aún no había indicios de persecución, pero los habría. El olor de la sangre atraería a los goblins, incluso aunque no pudieran seguir el rastro que se había visto obligado a dejar mientras cargaba con su amigo herido.

La flecha del goblin había salido de la nada y había alcanzado al explorador de más edad en la parte baja de la espalda, atravesándole el jubón y sobresaliendo por el vientre. Una multitud de monstruos había aparecido de la oscuridad entre chillidos, con cuchillos serrados y espadas cortantes que brillaban a la luz de la luna.

Los goblins, diminutas cosas encapuchadas que olían a boñiga de animal y carne podrida, eran veloces figuras vestidas con harapientas túnicas negras que ocultaban sus caras crueles y puntiagudas y dientes como agujas. Cuthwin mató a los dos primeros y Svein había acabado con un tercero antes de que los rodearan en medio de un aluvión de chillidos rápidos y cortantes.

Habían derribado a Svein con su peso, pero Cuthwin los había apartado a patadas, repartiendo puñaladas con la espada y el cuchillo de caza. Incluso estando herido, Svein había peleado como un héroe, partiendo cuellos y destripando a las asquerosas y pequeñas criaturas con rápidos giros de su cuchillo. Más flechas habían repiqueteado contra las rocas y los goblins que luchaban contra ellos gritaron aterrorizados ante la falta de atención por las vidas de sus compañeros, para luego dar media vuelta y huir hacia las grietas en penumbra de las montañas.

Con la huida momentánea de los goblins, Svein había caído de rodillas y Cuthwin corrió al lado de su amigo. La flecha que le atravesaba el cuerpo era un objeto rudimentario; Cuthwin partió la punta de piedra y sacó el asta con rapidez del cuerpo de Svein.

—Ah... Han acabado conmigo, muchacho —dijo Svein—. Déjame y regresa con el ejército.

—No seas bobo —repuso—. Te podrás bien. Eres demasiado grande y feo para morirte por culpa de esta pequeña pica para jabalíes.

Cuthwin taponó la herida rápidamente y pasó un brazo por debajo del hombro de Svein antes de ponerlo en pie. Éste soltó un gruñido de dolor, pero Cuthwin no podía permitirse perder tiempo, pues sabía que los goblins regresarían cuando su precario valor se viera reforzado por la superioridad numérica.

Durante toda la noche arrastró a su amigo en dirección oeste hacia el paso de montaña y la seguridad. El invierno había aflojado por fin su dominio sobre las montañas situadas en el extremo del mundo, pero los ejércitos de los reyes tribales estaban acampados lejos de la entrada del paso. Si Svein conseguía sobrevivir lo suficiente, Cuthwin podría llevarlo hasta los boticarios, que le curarían la herida. No obstante, mientras la noche se alargaba interminablemente y la herida continuaba sangrando, Cuthwin se temió que la flecha goblin le hubiera perforado uno de los riñones a su amigo y que sufriera una hemorragia interna. También sabía que las flechas de los goblins estaban cubiertas a menudo de heces de animales y que era más que probable que la herida de Svein ya estuviera infectada.

La luz del día le trajo pocas esperanzas a Cuthwin, ya que Svein tenía un color espantoso, el rostro ceniciento y las mejillas hundidas. Al mirarlo, tuvo la certeza de que su amigo tendría suerte si vivía otra hora, muchos, menos regresar con sus compañeros.

Cuthwin notó lágrimas escociéndole en los ojos y se las limpió enfadado. Conocía a Svein desde que era un niño, y el hombretón le había enseñado los trucos de camuflaje y supervivencia, convirtiéndose en el padre suplente que nunca había conocido desde que los pieles verdes mataran a su familia muchos años atrás.

En los meses que habían pasado en las montañas, los dos exploradores se habían tropezado con muchos grupos de goblins y habían salido victoriosos en todos esos encuentros. Los goblins eran criaturas cobardes que atacaban por medio de emboscadas, pero Cuthwin y Svein contaban con artimañas fuera del alcance de la astucia de simples goblins y habían eludido todos esos ataques.

Las montañas situadas en el extremo oriental del mundo eran el hogar de toda clase de asquerosas criaturas; los goblins se contaban entre las que menos, y por tres veces se habían visto obligados a esconderse para evitar las atenciones de troles, y una vez de un gigante, que se movían con pesados pasos. El peligro era enorme, pero Sigmar les había encomendado la tarea de reunir información acerca de los movimientos y efectivos de la horda piel verde que se estaba congregando en las montañas.

Al llegar a la entrada este del paso, habían comprobado toda la magnitud del ejército orco. Aunque lo había visto con sus propios ojos, Cuthwin seguía sin poder creerse del todo el tamaño de la horda orca, un creciente océano de carne verde que llenaba las llanuras cenicientas al otro lado de las montañas hasta donde alcanzaba la vista. Miles de mástiles de estandartes tribales salpicaban las llanuras y el humo de las hogueras de los pieles verdes proyectaba una sombra oscura sobre todo el paisaje.

El estruendo de los tambores de guerra resonaba en las laderas de las montañas y los gritos y bramidos de los orcos mientras entonaban cánticos eran como el rugido de un dios furioso. Habían erigido ídolos gigantes, enormes efigies de mimbre de viles deidades orcas, y la rabia de Cuthwin había amenazado con arrollar a su sentido común cuando les prendieron fuego y vio que cada una estaba llena de hombres, mujeres y niños que gritaban.

Tras la quema de los ídolos, una inmensa criatura alada con un cuello serpenteante y repugnante piel de reptil alzó el vuelo, un caudillo con una gigantesca armadura iba montado a horcajadas sobre su lomo. Incluso por encima del estruendo y los bramidos de los orcos, Cuthwin pudo oír el rugido de odio de esta poderosa bestia.

La horda emprendió la marcha hacia las montañas, sus movimientos eran irregulares y carecían de la cohesión de un ejército de hombres. Manadas de lobos deambulaban por delante de la bullente hueste y horribles monstruos se tambaleaban junto a las decenas de miles de orcos.

A pesar de la nieve que aún se conservaba en espesos ventisqueros, los pieles verdes se dirigían al paso.

Tanto Cuthwin como Svein sabían que, a menos que advirtieran a Sigmar que los orcos se habían puesto en marcha, los pieles verdes atravesarían el Paso del Fuego Negro antes de que los ejércitos de los hombres pudieran detenerlos.

La prisa había hecho que Cuthwin y Svein se volvieran imprudentes y, mientras descansaban el décimo día de su viaje al oeste, los goblins los habían atrapado al fin.

Svein pagaría ahora con su vida por la falta de atención que habían demostrado.

La noticia que llevaban era de vital importancia para la fuerza de Sigmar; sin embargo, Cuthwin descubrió que no podía dejar que su amigo muriera solo en las montañas.

—Tienes que irte —repitió Svein, como si adivinara lo que estaba pensando.

—No, no puedo dejarte aquí —protestó Cuthwin—. No puedo.

—Sí, muchacho —insistió Svein—. Eso es exactamente lo que tienes que hacer. Esta herida supone mi muerte y lo sabes.

Cuthwin oyó un suave roce, como de tela áspera sobre roca, y supo que sus perseguidores los habían encontrado. Svein también lo había oído y se inclinó hacia delante para agarrar la túnica de Cuthwin con el rostro contraído por el dolor y la determinación.

—Se están acercando, y si no alcanzas a Sigmar, habré muerto en vano, ¿me comprendes?

Cuthwin asintió con la cabeza, con la garganta constreñida y los ojos llorosos.

—Dame ese arco —indicó Svein—. Tú no lo vas a necesitar... e irás más rápido sin él.

Cuthwin encordó rápidamente el arco que llevaba, se lo pasó a Svein y apoyó un carcaj de flechas contras las rocas mientras su amigo desenvainaba la espada y la colocaba en el suelo a su lado.

—Ahora vete, ¿eh? —ordenó Svein—. Y que Taal guie tus pasos.

Cuthwin hizo un gesto afirmativo con la cabeza y contestó:

—El Salón de Ulric estará abierto para ti, amigo mío.

Svein asintió con la cabeza.

—Más vale que sí. No pienso morir como un héroe para nada. ¡Ahora vete!

Cuthwin se volvió y resbaló por las rocas dejando un rastro que requeriría más astucia para seguirlo de la que poseía un goblin.

Había avanzado menos de cien metros cuando oyó los primeros chillidos de goblins muriendo, seguidos rápidamente por el entrechocar de espadas, y luego nada.

* * *

Los merógenos las llamaban las montañas del Fin del Mundo y Sigmar sabía que ese nombre era bien merecido. Adustos centinelas en el mismo extremo del mundo conocido, poco de lo que se encontraba al otro lado se entendía, y mucho de ello se temía. Altísimas cumbres de roca gris se erguían por encima del paisaje, llegando hasta el firmamento y atravesando el cielo con su inmensidad.

La nieve se extendía formando gruesos chales sobre las laderas y los pinares perfumaban el aire con un frescor que a Sigmar le resultó grato tras el hedor de miles de guerreros en campaña.

La bendición de la primavera se notaba en el aire y, con ella, una promesa de un año de sangre y coraje.

El sol estaba bajo en el horizonte oriental, brillando a través de la neblina de primeras horas de la mañana y enmarcado por las imponentes escarpaduras que señalaban los lados cortados a pique del Paso del Fuego Negro. El día para el que Sigmar se había estado preparando toda su vida había llegado por fin y podía sentir su potencial presionándole dentro del cráneo.

El día de hoy sería el momento en el que la raza del hombre se condenaría o prevalecería.

Eoforth lo había despertado de un sueño en el que había bebido de una copa de sangre con el mismísimo Ulric y comido carne arrancada de los huesos de un ciervo recién cazado. Una manada de lobos con los hocicos manchados de sangre daba vueltas a su alrededor y sus aullidos eran música para sus oídos.

Le había contado el sueño a Eoforth y el anciano había sonreído.

—Creo que es un buen augurio.

El peto de plata de Sigmar descansaba sobre un armero, reluciente y con un grabado en relieve de un cometa de oro con dos colas de fuego. Su yelmo alado brillaba como nuevo y sus grebas de bronce estaban trabajadas con lobos de plata.

Eoforth lo había ayudado a ponerse la armadura y, mientras levantaba a Ghal-maraz, Sigmar sintió que lo recorría un estremecimiento de entusiasmo. El arma de los antepasados del rey Kurgan también se daba cuenta de la importancia de este día. Eoforth le pasó entonces a Sigmar un escudo dorado con el borde de hierro y un tachón grabado en el centro representando la cabeza de un jabalí gruñendo.

Sigmar salió de su tienda y una gran ovación salió de cientos de gargantas cuando los guerreros acampados más cerca lo vieron. El resto del ejército hizo suya la ovación en seguida mientras se corría la voz, y pronto las montañas temblaron debido al estruendo ensordecedor de miles de guerreros.

El terreno de las amplias llanuras situadas ante el paso de las montañas estaba lleno de guerreros, caballos y carromatos, ya que Sigmar y Wolfgart habían viajado por todas las tierras de los hombres para asegurarse de que las otras tribus iban a cumplir la promesa que habían hecho en el salón del rey Siggurd.

Su viaje los llevó hasta el último confín del territorio y los dos se alegraron al ver que no había disidentes. Se habían puesto en contacto incluso con aquellos reyes que no habían asistido con nuevas promesas de honor y gloria, pero fue en vano.

Todos los emisarios al rey Marius de los jutones fueron rechazados y el rey Marbad de los endalos informó de que los bretones también se habían negado a enviar cualquier tipo de ayuda, habían dejado sus casas y se habían dirigido al sur a través de las montañas Grises hacia tierras lejanas. Por muy desagradable que fuera esta noticia, Sigmar sabía que la partida de los bretones suponía una bendición para los endalos, que ahora contaban con nuevas tierras hacia las que su gente podría expandirse.

Mientras el primer mes de la primavera se aproximaba, un embajador procedente del oeste se había presentado ante las puertas de Reikdorf con un mensaje del rey de los jutones.

El corazón de Sigmar se había llenado de esperanzas ante la reunión, pero éstas se habían visto cruelmente truncadas cuando el embajador, un hombre delgado y de hombros encorvados llamado Esterhuysen, le había hecho entrega de un arco de maravillosa calidad. La madera era dorada y le habían dado forma con una habilidad que se decía que sólo poseían los duendes del otro lado del océano.

—El rey Marius os ofrece este obsequio como muestra de sus mejores deseos —dijo Esterhuysen, haciendo una profunda reverencia—. Lamentablemente, no puede brindaros guerreros para vuestra guerra en el sur, pero espera que esta espléndida arma os traiga suerte en todos vuestros esfuerzos.

Sigmar cogió el arco, un artefacto realmente magnífico de incalculable valor, y lo partió sobre su rodilla.

Lanzó los trozos rotos a los pies del horrorizado Esterhuysen.

—Abandona mi ciudad —ordenó Sigmar—. No necesito suerte para derrotar a los pieles verdes, necesito guerreros. Regresa a tu miserable hogar y dile al cobarde de tu rey que habrá un ajuste de cuentas entre nosotros cuando se gane esta guerra.

Prácticamente habían arrojado al embajador por las puertas occidentales y Sigmar había necesitado hacer uso de todo su autocontrol para no ordenar un ataque inmediato contra Jutonsryk.

Aunque la negativa de los jutones a luchar supuso una apabullante decepción para Sigmar, todos los soberanos que habían asistido al Concilio de los Once —como los hombres llamaban a la trascendental reunión que había tenido lugar en el salón del rey Siggurd el año anterior— habían mantenido su palabra y habían marchado hacia Reikdorf con sus relucientes huestes de guerreros.

Como la propia primavera, había sido un espectáculo que alegró el corazón de todo el que lo vio y un poderoso símbolo de todo lo que se había logrado durante el último año. A lo largo del invierno, las forjas de los umberógenos y de todas las demás tribus de hombres habían trabajado noche y día para elaborar espadas, lanzas y puntas de flecha, así como lanzas largas para la caballería umberógena.

Se habían talado extensas franjas de terreno para proporcionar combustible para los hornos y todos los artífices, desde arqueros y flecheros a fabricantes de ropa y talabarteros, habían hecho maravillas al producir los artículos menos marciales, pero no menos esenciales, que necesitaba un ejército a punto de ponerse en marcha.

El invierno era normalmente un momento de sosiego para las tribus de los hombres, cuando las familias cerraban los postigos de sus casas y se acurrucaban alrededor de los fuegos mientras aguardaban a que Ulric regresara a su reino helado en los cielos y su hermano Taal trajera equilibrio al mundo en primavera.

No obstante, con la perspectiva de la guerra avecinándose, todos los hogares habían pasado los fríos meses preparándose para el próximo año, asegurándose de que cada uno de sus hijos estuviera provisto de una cota de malla y una espada o una lanza. Se mataron rebaños enteros y la carne se curó con sal para proporcionar comida a los miles de guerreros que se dirigirían a los fuegos de la batalla.

En menos de una semana, los ejércitos de los reyes se habían reunido y una hueste como nunca antes se había visto estaba preparada para marchar a la guerra. Los festines de la Noche de Sangre fueron escandalosos y estuvieron llenos de buen humor, pero también de tristeza, ya que muchos de los que iban a partir por la mañana no regresarían, dejando esposas sin maridos y niños sin padres.

Sigmar y sus hermanos reyes le había ofrecido sacrificios a Ulric y ofrendas al Señor de los Muertos y a la diosa de la sanación y la misericordia, Shallya. Se honró a todos los dioses, pues nadie osó hacer enfadar ni siquiera al menor de ellos por miedo a terribles consecuencias en la batalla venidera.

Cuando los reyes se reunieron la mañana de la partida, Sigmar obsequió a cada uno con un escudo de oro idéntico al suyo, de diseño y factura exquisitos. Pendrag había dedicado muchas horas a lo largo del invierno a crear los escudos, forjando uno para cada uno de los reyes de los hombres aliados. El círculo exterior de cada uno de ellos estaba decorado con los símbolos de las doce tribus, y como el maestro Alaric había prometido, la habilidad de Pendrag con el metal era mayor que nunca.

—Así como el año pasado me ofrecisteis vuestras espadas —había dicho Sigmar—, yo ahora os entrego a cada uno un escudo para defender vuestro cuerpo y vuestras manos. Somos los defensores de la tierra y este obsequio simboliza nuestra unión.

Entre grandes ovaciones, los reyes habían renovado sus juramentos de lealtad y la marcha al sur había comenzado en medio del sonido de cuernos de guerra, tambores y ruidosa música de gaitas.

Durante las primeras semanas, el viaje se llevó a cabo de muy buen humor; sin embargo, mientras la sombra de las montañas se iba volviendo más oscura, las bromas relajadas se fueron apagando en seguida. A ninguno se le escapaba la enormidad de lo que les aguardaba y todos sabían que cada paso los acercaba más a la muerte.

No habían forzado el ritmo, pues las montañas aún estaban envueltas en un manto de nieve y los pasos bloqueados, pero eso cambió cuando Cuthwin llegó tambaleándose al campamento con la noticia de que los orcos ya se habían puesto en marcha y que la nieve estaba disminuyendo en el paso. Sigmar se apenó al enterarse de la muerte de Svein, pero tuvo que dejar a un lado su pesar para impulsar a sus guerreros a que se movieran con mayor urgencia.

Esa urgencia se había comprendido y los hombres habían avanzado a un paso desaforado que los llevó a subir a las montañas bajo el frío sol dé la primavera. Bien envueltos en capas de piel, los hombres de las tribus no dejaron escapar quejas ni juramentos mientras trepaban cada vez más alto hacia donde el aire era escaso y el viento bajaba silbando desde las rocas con dientes como cuchillos.

Sigmar levantó la mirada hacia las montañas, las cumbres escarpadas lo empequeñecían y se mantenían indiferentes al gran drama que estaba a punto de interpretarse a su sombra.

Éste era el Paso del Fuego Negro.

Éste era el lugar en el que todo se decidiría.

* * *

Sigmar, Alfgeir y Wolfgart cabalgaron por delante del ejército de hombres mientras el sol subía más alto, bañando las montañas de oro y brillando sobre más de cien mil armas relucientes. El terreno era duro y arenoso, el avance de incontables pies lo habían pisoteado hasta aplanarlo a lo largo de los siglos.

Desde los primeros días, el Paso del Fuego Negro había sido la principal ruta de invasión por las montañas, y resultaba fácil ver por qué. Incluso este punto, el más estrecho del paso, medía casi tres kilómetros de ancho y estaba encerrado por precipicios escarpados a cada lado.

El Paso del Fuego Negro era un pasillo natural desde los parajes malditos del este a las fértiles tierras del oeste, y Sigmar hizo una pausa para volver la mirada hacia la hueste de hombres congregada.

Se le cortó la respiración mientras asimilaba la imponente magnitud del ejército de hombres: su ejército.

Los guerreros llenaban el paso de lado a lado sin interrupción, grandes bloques de espadachines permanecían hombro con hombro con lanceros y berserkers que entonaban cánticos.

Miles de caballos resoplaban y piafan, y la habilidad de Wolfgart como criador de caballos quedaba demostrada por el hecho de que casi todos los corceles de los jinetes llevaran armadura de hierro. La mayoría de los guerreros a caballo también portaban altas lanzas, largos mástiles de madera con afiladas puntas de hierro. Estas lanzas, que eran más pesadas que las normales, eran armas mortíferas y sólo habían sido posibles gracias a la adición de estribos a las sillas umberógenas. Ataviados con pesadas armaduras de placas, los jinetes eran gigantes de hierro que aplastarían a los orcos en medio del estruendo de los cascos.

Los Lobos Blancos de Alfgeir eran los únicos que se habían negado a llevar la lanza, pues eran hombres de ardiente coraje que deseaban adentrarse con sus caballos en el centro de la batalla aplastando los cráneos del enemigo con sus martillos en honor de su amo y señor.

Cientos de carros de guerra asoborneos se detuvieron en el flanco izquierdo, con la reina Freya a la cabeza, resplandeciente con un peto de oro y el salvaje cabello rojo suelto y formando grandes mechones carmesíes. Maedbh iba a su lado y las dos mujeres alzaron sus lanzas cuando Sigmar y Wolfgart pasaron por delante.

Los jinetes taleutenos se alinearon delante, cabalgando con energía a lo largo de la línea del ejército mientras sus estandartes oro y carmesí ondeaban magníficamente tras ellos.

Los Yelmos de Cuervo del rey Marbad rodeaban a su rey y a su hijo, listos para enfrentarse a los orcos en cuanto se diera la orden. Miembros de los clanes de los udoses vestidos con faldellines bebían licor de cereales y agitaban las espadas como locos mientras un grupo de guerreros cubiertos de la cabeza a los pies con armaduras de relucientes placas los miraban con siniestra diversión. Myrsa, el Guerrero Eterno, iba a la cabeza de estos guerreros, algunos de los hombres más fuertes del oeste, hombres que luchaban con enormes espadas anchas de las que se decía que las habían forjado los enanos.

En el centro del ejército se encontraban los guerreros umberógenos de Sigmar, hombres temibles que habían combatido por su rey desde la muerte de Björn. No había mejores guerreros en el mundo, e incluso los guerreros berserker del rey Otwin, que echaban espuma por la boca, los saludaron con la cabeza en señal de respeto cuando ocuparon su posición en la línea de batalla.

Los merógenos y los menogodos se encontraban unos al lado de otros, ansiosos por vengarse del enemigo que había arrasado sus tierras el año anterior; los sacerdotes de Ulric habían bendecido sus espadas y hachas para cortar cuellos de orco. Guerreros brigundianos con capas de colores chillones e intrincadas armaduras permanecían al lado de sus hermanos del sur, y el rey Siggurd brillaba como el sol ataviado con una magnífica armadura de oro de la que se decía que había sido hechizada en eras pasadas.

Un bosque de estandartes de diferentes colores ondeaba y se agitaba al viento y, al ver la multitud de diferentes símbolos tribales, Sigmar sonrió y le susurró una breve plegaria al espíritu de su padre. Sigmar se apartó, casi abrumado por el espectáculo de tanto poderío marcial, y siguió cabalgando hacia los guerreros que aguardaban junto a las ruinas de una atalaya que se estaba desmoronando.

Los guerreros de Kurgan Barbahierro, el Gran Rey de los enanos, se mostraban adustos e inmóviles, sin la vivacidad y los vítores que resonaban procedentes de los hombres que se encontraban detrás de Sigmar. Recubiertos por completo de reluciente metal plateado y placas de brillante hierro, los enanos parecían tan inamovibles como las montañas por las que habían pasado.

Las espesas barbas y las largas trenzas eran lo único que indicaba que se trataba de criaturas vivas de carne y hueso, tal era el peso del metal que los protegía. Los guerreros portaban enormes hachas y pesados martillos y Sigmar levantó a Ghal-maraz a modo de saludo a su valentía mientras cabalgaba hacia la atalaya.

El estado en ruinas de la atalaya hablaba de las batallas que se habían librado en este lugar, pero Sigmar sabía que lo que iba a ocurrir hoy aquí las eclipsaría a todas. Las fuerzas congregadas resultaban inconcebibles, y la idea de que tal hueste de hombres estuviera a sus órdenes dejaba a Sigmar sin aliento.

Desmontó y ató el ruano castrado a un árbol seco. Se agachó para pasar por el dintel bajo de la entrada y se dirigió a las escaleras, la altura de cada escalón era más baja de lo que estaba acostumbrado. Wolfgart y Alfgeir lo siguieron al interior de la torre construida por enanos, la cual, a pesar de los estragos del tiempo y las batallas, estaba relativamente intacta por dentro.

Al salir al techo de la torre, se encontró al rey Kurgan Barbahierro esperándolo, flanqueado por dos robustos guerreros enanos con hachas imponentes, y la figura con armadura plateada del maestro Alaric. El rey enano estaba sentado sobre un ancho barrilito y sorbía de una jarra de cerveza.

—Así que habéis venido, ¿eh? —dijo Kurgan.

—Dije que lo haría —contestó Sigmar—, y mi padre me enseñó a ser un hombre de palabra.

—Sí, tu padre era un buen hombre —recalcó Kurgan, tras lo cual tomó un gran trago de cerveza y se limpió la barba con el dorso de la mano—. Conocía el valor de un juramento.

El rey enano señaló con la cabeza hacia el este.

—Bueno, ¿qué opinas?

Sigmar siguió la mirada del rey y vio una desolada llanura que comenzaba a descender y se iba volviendo cada vez más rocosa cuanto más al este caía.

—Es un buen terreno y ésta es la parte más estrecha del paso, ¿no? —dijo después de haber observado a derecha e izquierda.

—Sí —asintió Kurgan—, así es, joven Sigmar.

—Los pieles verdes no podrán usar su superioridad numérica contra nosotros y los precipicios les impedirán flanquearnos.

Sigmar se esforzó por pensar qué podría haber pasado por alto.

—Y la cuesta los obligará a ir más lentos —terció Wolfgart—. Estarán cansados cuando lleguen a la cima. Eso dará más tiempo a nuestros arqueros para dispararles a esos cabrones pieles verdes.

—Y también está esa roca ahí atrás, Sigmar —añadió Alaric—. La llamamos el Nido del Águila. Sería un buen lugar desde el que dirigir la batalla, elevado y a salvo de ataques.

Sigmar dejó que la sugerencia quedara flotando en el aire un momento antes de responder.

—¿Me estáis sugiriendo que no luche en la batalla?

—En absoluto —aseguró Alaric—. Simplemente que dirijáis la batalla desde un lugar seguro antes de decidir dónde sería mejor atacar cuando llegue el momento.

—¿Vos lo haríais? —le preguntó Sigmar al rey Kurgan.

—No —admitió Kurgan—, pero claro, yo soy un viejo idiota y testarudo, muchacho. Mis luchadores suelen perderse un poco si yo no estoy allí para enseñarles cómo matar grobis.

—No me esconderé detrás de mis hombres —declaró Sigmar—. Esta batalla no se ganará por medio de estratagemas y ardides, sino con brazos fuertes y valor. Soy el rey de los umberógenos y el señor de los ejércitos de los hombres. ¿Dónde habría de estar si no a la vanguardia de la batalla?

—Buen chico —dijo Kurgan mientras se levantaba del barrilito y guiaba a Sigmar hacia las almenas de la torre—. Escucha. ¿Puedes oír eso?

Sigmar dirigió la mirada hacia el paso rocoso, el paisaje era más escarpado e inhóspito cuando más al sur se extendía. A un par de kilómetros de distancia más o menos se curvaba hacia el sur alrededor de un espolón de piedra caída que otrora había sido una imponente estatua de un dios enano, y Sigmar oyó un débil y rítmico son que les devolvían las paredes rocosas de las montañas.

—Son tambores, muchacho —explicó Kurgan—. Tambores de guerra orcos. Están cerca. A media mañana estaremos metidos hasta las rodillas en sangre de orco, ya verás.

Sigmar sintió un estremecimiento de temor ante la idea y lo redujo brutalmente. Toda su vida había estado conduciendo a este día y, ahora que estaba aquí, no sabía si estaba preparado para ello.

—He combatido a muchos enemigos, mi rey —dijo Sigmar. Sus ojos adquirieron una expresión ausente mientras contemplaba el futuro—. He matado bestias del bosque, a mis compañeros de otras tribus, orcos, a los bebedores de sangre y a los devoradores de hombres que moran en los pantanos. Me he enfrentado a todos ellos y los he derrotado, pero esto... esto es diferente. Los dioses están observando, y si titubeamos aunque sea un poco, entonces todo con lo que he soñado morirá. ¿Cómo puede lidiar un hombre con tamaña responsabilidad?

Kurgan soltó una carcajada y le pasó la jarra de cerveza.

—Bueno, no puedo decir que sepa cómo lidiaría un hombre con ella, pero puedo decirte cómo lo haría un enano. Es simple. Cuando llegue el momento, golpéalos con tu martillo hasta que estén muertos. Luego golpea al siguiente. Sigue así hasta que estén todos muertos.

Sigmar tomó un trago de cerveza enana.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo —asintió Kurgan mientras el sonido de los tambores de guerra orcos aumentaba de volumen—. Ahora lo mejor será que regresemos con nuestros guerreros. ¡Tenemos una batalla que librar!