18: Skaranorak

DIECIOCHO

Skaranorak

Un ogro dragón, una de las razas más antiguas del mundo. Sigmar había oído a los ancianos contar historias acerca de los dragones de las recónditas montañas e incluso había visto una vez el cadáver conservado de un guerrero descomunal que un artista itinerante había afirmado que era un ogro, pero nada lo había preparado para la imponente imagen de Skaranorak.

Se trataba de una cosa de carne y hueso, desde luego, pero parecía más duro, viejo y sólido que las montañas a las que consideraba su hogar. Una capa de invierno flotaba tras él y los relámpagos coronaban su cabeza, pero su cuerpo era un horror de carne retorcida y dura como el hierro. La parte inferior era del color de la herrumbre, con escamas y enormemente musculosa, como un lagarto gigante; contaba con patas fuertes y de articulaciones invertidas que se agarraban a las rocas resbaladizas por la lluvia con unas amarillentas garras como hojas de espada.

Una cola serpenteante se deslizaba detrás de la bestia, y unas chispas azules saltaban de los pinchos de hierro que llevaba clavados en la punta. La forma parecida a un dragón de la mitad inferior de la bestia se fundía con la parte superior del cuerpo de lo que parecía un hombre enormemente hinchado, cubierto de capas de músculo como hierro forjado y perforado con aros y pinchos. Enormes cadenas colgaban de sus gruesas muñecas, y Sigmar no pudo menos que preguntarse qué clase de idiota intentaría mantener cautiva a una bestia tan espantosa.

Tatuajes de siniestro significado se deslizaban por su pecho como si se retorcieran bajo su piel, y una melena de pelaje enmarañado, endurecido con sangre, iba desde la parte posterior de su bestial cráneo hasta el centro de la espalda.

La cabeza del monstruo era horriblemente humana, de facciones exageradas y mal distribuidas por la cara, aunque totalmente reconocibles. La nariz era una masa aplastada y un par de prominentes colmillos manchados de sangre mantenía siempre abiertos los labios.

Bajo una frente de grueso hueso con muchas protuberancias, unos ojos de tan infinita maldad y edad que Sigmar apenas podía creer que pertenecieran a algo vivo inspeccionaban sus dominios.

Sigmar supo con absoluta certeza que el monstruo era consciente de su presencia y lo estaba buscando en este mismo momento; su nariz achatada se arrugaba mientras intentaba separar el aroma de Sigmar de los miles de olores fétidos que tenía delante.

El monstruo bajó las manos y levantó una enorme hacha de doble hoja que se encontraba en el suelo a su lado y Sigmar se estremeció de miedo al ver el descomunal tamaño de las hojas. ¡Un arma como ésa podría derribar un roble de un solo golpe!

—Que Ulric me conceda fuerzas —susurró, y se arrepintió de inmediato cuando vio que la cabeza de la bestia se giraba bruscamente hacia su escondite, aunque era imposible que pudiera haberlo oído por encima del incesante martilleo de la lluvia y el lejano estruendo de los truenos.

El ogro dragón soltó un bramido ensordecedor que resonó en los laterales del cañón y cargó. Se lanzó sobre las rocas a una velocidad extraordinaria para una criatura tan grande, y Sigmar vio un fuego virulento en sus ojos.

Sigmar se levantó con rapidez y saltó a un lado mientras el arma de Skaranorak se estrellaba contra las rocas, la fuerza del golpe destrozó bloques de piedra y partió rocas. El hacha se balanceó a un lado y Sigmar pegó bien el cuerpo al suelo mientras el arma pasaba silbando por encima de él, a un palmo de rajarlo de la coronilla a la ingle.

El umberógeno se apartó rodando y dirigió a Ghal-maraz contra el costado desprotegido de Skaranorak. El martillo rebotó en el pellejo de hierro de la bestia, se puso en pie como pudo y volvió a estrellar su arma contra la carne más pálida situada sobre la piel escamosa del dragón, pero este golpe fue igual de ineficaz.

El ogro dragón arremetió con la pata delantera y Sigmar salió volando por los aires y cayó encima de un cuerpo destrozado y a medio comer. Se apartó rodando del cadáver ensangrentado y sacudió la cabeza para librarse del resonante mareo que amenazaba con abrumarlo.

Un trueno bramó y la irregular forma de un relámpago golpeó el suelo haciendo que saltarinas llamas azules salieran despedidas por el aire. La lluvia aporreaba la tierra y Sigmar hubiera jurado que había oído risas apagadas tras el trueno.

El ogro dragón se le echó encima una vez más, pero ahora Sigmar estaba preparado. Se hizo a un lado en el último momento dejando que el hacha del monstruo golpeara el suelo junto a él. Cuando la hoja se clavó en la roca, Sigmar saltó hacia Skaranorak y le estrelló el martillo en el pecho arrancándole un bramido de dolor.

Sigmar aterrizó mal, perdió el equilibrio sobre las rocas resbaladizas y cayó al suelo a la vez que el hacha de Skaranorak acuchillaba el aire por encima de su cabeza. Sigmar se deslizó sobre un saliente y se dejó caer a un nivel inferior de la meseta mientras la pata del monstruo daba un pisotón dejando la huella de sus zarpas grabada en la roca.

Sigmar corrió para ponerse a cubierto entre un grupo de agujas rocosas que se unían formando algo parecido a un bosque de oscuras estalagmitas en una cueva. Quizá aquí pudiera encontrar cierta ventaja, ya que fuera, en la meseta, no tenía ninguna.

Se volvió al sentir una creciente presión en el aire y retrocedió cuando un trueno descomunal bramó como si fuera el rugido de un dios furioso y la lanza de un poderoso relámpago desgarró el cielo con su inimaginable resplandor.

El rayo golpeó al ogro dragón justo en el pecho y el júbilo inicial de Sigmar se transformó rápidamente en horror cuando vio que la criatura se hinchaba debido a las sobrecogedoras energías. Sus ojos ardían de poder y el fuego se retorcía bajo su carne, como si sus mismos huesos estuvieran formados de la furia de la tormenta.

Skaranorak bajó de la meseta de un salto y el suelo pareció temblar cuando aterrizó. Sigmar no se había encontrado nunca con un enemigo como éste y todos sus instintos le decían que huyera ante su terrible poder, pues no cabía duda de que ningún hombre podría enfrentarse a tal criatura y salir con vida.

No obstante, Sigmar no había huido ni una sola vez de sus enemigos y el mismo miedo que sentía le dio fuerzas, ya que ¿qué era el coraje si no había miedo?

Se puso derecho y levantó el martillo mientras la gran bestia avanzaba hacia él, rondándolo con paso lento, como un lobo al acecho.

Al darse cuenta de que se mantenía desafiante ante él, el ogro dragón rugió y cargó una vez más; atacó con el hacha y destrozó una de las torres de estalagmitas haciéndola pedazos. Sigmar retrocedió para alejarse de la bestia mientras ésta lanzaba otro hachazo y partía al interior secciones de la roca en fragmentos irregulares.

Sigmar se arriesgó a mirar por encima del hombro mientras conducía a Skaranorak más dentro del bosque de estalagmitas. Vio que el abismo sin fondo se encontraba cerca, nocivos zarcillos de humo amarillo se alzaban desde abajo.

También vio que se estaba quedando sin espacio para retirarse.

Los rugidos del monstruo ahogaban los truenos, que se sucedían tan rápido que parecían un tambor demoníaco aporreando el techo del mundo. Relámpagos parpadeantes iluminaban el cielo con una incesante descarga y la lluvia golpeaba las montañas como si hubieran volcado un océano desde el reino de los dioses.

Sigmar aferró su martillo y supo que tendría que realizar su jugada pronto, ya que sus reservas de fuerza no durarían mucho más. La escalada desde las tierras de los brigundianos lo había dejado casi agotado, y luchar contra este monstruo al final de tal esfuerzo...

El ogro dragón atravesó un par de estalagmitas usando la fuerza bruta y sosteniendo el hacha en alto para golpear. Sigmar saltó hacia una aguja de roca caída a la vez que el hacha descendía y se lanzó hacia la bestia mientras las hojas pasaban por debajo de él.

Sigmar chocó contra el pecho de la bestia y buscó un lugar para agarrarse con la mano libre. Encontró uno de los aros de hierro que le perforaban la carne. Mientras agarraba el aro con fuerza, apoyó los pies contra el estómago del monstruo y le golpeó la cara con Ghal-maraz.

El aullido de dolor de Skaranorak hizo que cayeran avalanchas de roca de la montaña y el monstruo se sacudió con furia tratando de deshacerse de su atacante. Sigmar se aferró al aro de hierro y estrelló de nuevo su martillo de guerra contra la cara de la bestia arrancándole un nuevo bramido de furia.

Salpicaduras de sangre hirviendo cayeron sobre Sigmar, que soltó un rugido de triunfo al ver el espantoso daño que su arma había ocasionado en la cara de Skaranorak. La carne alrededor de los ojos era un revoltijo sangriento, la sangre se derramaba como si fuera lágrimas por los huesos destrozados del cráneo. El monstruo se irguió y Sigmar se agarró desesperadamente mientras las patas delanteras con zarpas lo buscaban.

Un fuego al rojo blanco atravesó a Sigmar mientras las garras del monstruo le desgarraban la espalda. Se apartó de la bestia y gritó de dolor a medida que la sangre manaba de su cuerpo. El ogro dragón se sacudía como loco por encima de él, su mole derribaba estalagmitas y sus aullidos resultaban ensordecedores.

Sigmar apretó los dientes para superar el dolor y se puso en pie, tambaleándose mientras las fuerzas intentaban abandonarlo. El monstruo ciego se revolvía frenéticamente en medio del dolor y la furia. Sigmar se volvió para subirse a la roca situada más cerca mientras la visión se le iba nublando. Trepó más alto, la lluvia lo azotaba y el viento amenazaba con arrancarlo de la roca en cualquier momento.

Una mano con zarpas golpeó la roca a su lado, las garras abrieron profundos surcos en la piedra y Sigmar no pudo seguir sosteniéndose. Se balanceó en el aire colgando de una mano mientras la roca temblaba debido al impacto.

El rostro ensangrentado de Skaranorak se encontraba a centímetros del suyo, pero no podía tomar impulso para golpear al monstruo. Éste intentó destriparlo y Sigmar trepó rápidamente por encima de las manos que lo buscaban cuando éstas lograron dar en la roca en pos de su carne. Más relámpagos rasgaron el cielo, pero los rayos se estrellaban contra el suelo sin dirección, como si sin la guía del ogro dragón, no tuvieran ninguna utilidad.

Sigmar se subió a la parte superior de la columna de roca y se tendió boca abajo. Los retumbantes temblores de la locura de Skaranorak hacían que se sacudiera como un junco en el viento. Un fuego azul crepitaba alrededor de la cabeza de Ghal-maraz y Sigmar recordó el rayo que lo había alcanzado antes de que matara al líder de las bestias del bosque hacía tantos años.

El poder lo había recorrido y había sentido crecer las energías de los cielos en sus huesos, llenándole los músculos y encubriendo el dolor de sus heridas.

Por debajo de él, Skaranorak rasgaba el aire con las garras, su ceguera hacía que atacara a diestro y siniestro, sin orden ni concierto. Sigmar no sintió lástima por el monstruo, pues era una criatura de origen antinatural, su carne era una fusión de bestias retorcidas completamente hostiles a la raza de Sigmar. Levantó a Ghal-maraz y se irguió cuan alto era mientras un trueno retumbaba en los laterales del cañón y un relámpago chisporroteaba desde lo alto.

El ogro dragón que aullaba por debajo de él quedó iluminado durante un brevísimo instante, tenía la cara levantada hacia él mientras rugía.

Sigmar saltó de la roca con un bramido de rabia, sosteniendo a Ghal-maraz en alto mientras el hacha de Skaranorak golpeaba la aguja y la hacía pedazos. Sigmar cayó sobre el hombro de la bestia y balanceó el martillo con las dos manos contra un lado de su cráneo.

Contando con el impulso de la fuerza y la furia de Sigmar, la cabeza incrustada de runas de Ghal-maraz atravesó el hueso de la sien de Skaranorak y se hundió en el cerebro del monstruo.

El aullido de agonía del ogro dragón murió sin ver la luz, y su enorme mole aplastó las pocas agujas de roca que aún se mantenían en pie. Sigmar se agarró al pelo enmarañado de la espalda de la bestia mientras ésta se inclinaba hacia delante y su cuerpo caía inerte.

El monstruo se desplomó estrepitosamente, el impacto rajó la roca bajo sus pies y Sigmar salió despedido. Su cuerpo se deslizó por los escombros hechos añicos de la épica batalla. La sangre fluía bajo la lluvia debido a sus numerosas heridas, y Sigmar profirió un gemido de dolor cuando se le vino encima todo el peso de su victoria.

El último suspiro escapó de las mandíbulas con colmillos del ogro dragón mientras la lluvia y los truenos morían con él. La tormenta cesó mientras Sigmar yacía maltrecho y lleno de magulladuras en medio de los escombros de las agujas de roca y las nubes oscuras comenzaban a dispersarse.

Sigmar rodó para colocarse boca abajo, gruñendo por el esfuerzo, y utilizó el mango de Ghal-maraz para ponerse de rodillas. El cuerpo del ogro dragón estaba tendido sin moverse y, a pesar del dolor, Sigmar sonrió. Con la muerte de la bestia, había sumado otras tres tribus a su estandarte.

—Fuiste un enemigo digno —dijo Sigmar, honrando el espíritu de una bestia tan poderosa.

El sol se abrió paso entre las nubes y un rayo de luz dorada brilló sobre las montañas.

* * *

El sol de verano brillaba sobre los campos de trigo que se mecían con la brisa y Sigmar experimentó una profunda sensación de satisfacción mientras cabalgaba por el camino de piedra que conducía a través de las colinas hacia Reikdorf. En los dos meses que habían transcurrido desde que partiera de su capital, los campos habían dado fruto y la tierra había devuelto el cuidado que su gente le había prodigado.

Muchas granjas y aldeas salpicaban el paisaje mientras el sol calentaba las espaldas de los agricultores que mantenían los rostros inclinados hacia la tierra. Sigmar estaba orgulloso de todo lo que él y su gente habían logrado y, aunque era seguro que les aguardaban tiempos difíciles, la tierra estaba en paz por el momento. Sigmar estaba contento.

Al regresar a la aldea en ruinas de Krealheim había encontrado a Siggurd y a sus hombres acampados con aire de desamparo en la orilla del río. El rey brigundiano había llorado de alegría al verlo a él y los trofeos que había traído consigo. Tras descansar en las montañas durante un día para recobrar fuerzas, Sigmar había arrancado los grandes colmillos de la mandíbula del ogro dragón y había usado su largo cuchillo de caza para desollarle la piel dura como el hierro de los costados.

—Pensábamos que habíais muerto —dijo Siggurd cuando Sigmar cruzó el río.

—Soy un hombre difícil de matar —contestó Sigmar, sin resuello después de la caminata montaña abajo.

Sigmar le ofreció los colmillos ensangrentados a Siggurd, que los cogió y asintió con la cabeza, asombrado y arrepentido.

—Vos solo habéis logrado lo que nuestros mejores guerreros no consiguieron —señaló Siggurd—. Los relatos acerca de vuestro valor y fuerza no os hacen justicia.

Sigmar metió la mano en un bolsillo cosido en su capa y sacó algo pequeño y dorado.

—Encontré esto en la guarida de la bestia y pensé que debería devolvéroslo —dijo, tendiéndoselo a Siggurd.

Éste miró el objeto que Sigmar sostenía en la palma de la mano y su rostro se crispó angustiado.

—El anillo de los reyes brigundianos —dijo—. El anillo de mi hijo.

—Lo siento —le expresó su pesar Sigmar—. Yo también sé lo que es perder a alguien querido.

—Era el mejor y el más valiente de nosotros —añadió Siggurd, luchando por recobrar la compostura ante sus guerreros.

El rey cogió el anillo de manos de Sigmar y se irguió. Dirigió la mirada hacia la montaña mientras realizaba inspiraciones profundas y temblorosas.

—Los brigundianos somos un pueblo orgulloso, Sigmar —comentó Siggurd al final—, pero eso no siempre es algo bueno. Cuando llegasteis ante mí por primera vez, vi una oportunidad para librarme de vos, pues no deseaba verme envuelto en lo que creía que era vuestro empeño para esclavizar a todas las tribus con palabras bonitas y elevados ideales. Pero cuando aceptasteis la tarea de dar muerte a Skaranorak, comprendí que hablabais con sinceridad y que yo había actuado de modo egoísta.

—Ahora no importa —afirmó Sigmar—. Yo estoy vivo y la bestia está muerta.

—No —repuso Siggurd—. Sí importa. Pensaba que os había enviado a la muerte y he esperado aquí atormentado por culpa de esa abyecta acción.

Sigmar le ofreció la mano al rey brigundiano.

—Entonces nuestro Juramento de espada marcará un nuevo comienzo para los umberógenos y las tribus del sureste —dijo—. Midamos nuestras acciones a partir de este momento como amigos y aliados.

El rostro de Siggurd mostraba una expresión afligida, pero sonrió.

—Así será.

* * *

Habían dejado las ruinas destrozadas de Krealheim y regresado a Siggurdheim, donde los colmillos gigantes del ogro dragón muerto se montaron en un gran podio en reconocimiento a la impresionante victoria de Sigmar. Mientras descansaba y se recuperaba de sus heridas, una semana después de su regreso de las montañas, los reyes de las tribus más alejadas llegaron a Siggurdheim.

Henroth de los merógenos era un guerrero fornido con una larga y ahorquillada barba pelirroja y un rostro con numerosas cicatrices. Le colgaban gruesas trenzas de las sienes, sus ojos eran duros como pedernal tallado y daba la mano con fuerza. A Sigmar le cayó bien de inmediato.

El rey menogodo, Markus, era un espadachín de cabeza rapada con un físico enjuto y lobuno y ojos suspicaces. Su actitud inicial fue fría, pero cuando vio los colmillos que Sigmar le había quitado al ogro dragón se mostró impaciente por obedecer la directriz de Siggurd de hacer un Juramento de Espada con Sigmar.

Los cuatro reyes cruzaron sus espadas sobre los colmillos de Skaranorak y sellaron su pacto con una ofrenda a Ulric de la que fueron testigos los sacerdotes de la ciudad. Tras tres noches festejando y bebiendo, Markus y Henroth salieron en dirección a sus reinos, pues los orcos se habían puesto en marcha y tenían batallas propias que ganar.

Sigmar les había prometido guerreros umberógenos para sus batallas y había observado desde la torre más alta de Siggurdheim cómo ellos y sus hermanos de armas galopaban hacia las montañas. El día siguiente al amanecer, Sigmar se despidió de su hermano rey y se preparó para el viaje de regreso a sus tierras.

Había tardado casi cinco semanas en llegar a Siggurdheim a pie, pero el viaje a casa sería más corto ya que el rey Siggurd le había obsequiado con un poderoso ruano castrado con una brillante silla de cuero elaborada por artesanos taleutenos.

A diferencia de los jinetes umberógenos, que montaban sus corceles a pelo, los jinetes taleutenos iban a la batalla en sillas equipadas con estribos de hierro que les permitían guiar mejor a sus monturas y luchar con más eficacia a caballo.

Además, los fabricantes de armaduras y sastres de Siggurdheim habían trabajado juntos para crear una reluciente capa con la piel que Sigmar le había arrancado a Skaranorak. Se trataba de un objeto maravilloso y podía desviar incluso la estocada más potentes sin un rasguño.

Entre los vítores de la multitud y el sonido de las trompetas, Sigmar partió al norte, hacia sus propias tierras, una vez más, disfrutando de la sensación de cabalgar con una silla y saboreando la perspectiva de ver a sus amigos otra vez.

El viaje al norte transcurrió sin incidentes y Sigmar gozó de nuevo de la soledad al atravesar terreno abierto. Cabalgó sin la sensación de liberación que se había apoderado de él al dejar Reikdorf, pero las cadenas de deber que habían parecido coartarlo durante el viaje al sur ahora eran bien recibidas.

Sigmar había esperado llegar discretamente y sin anunciar a Reikdorf, pero unos exploradores umberógenos le habían dado el alto en la frontera de sus tierras y la noticia de su regreso había viajado con rapidez hasta su capital. Había rechazado el ofrecimiento de una escolta y se había dirigido hacia Reikdorf a través de un bucólico paisaje de trigales dorados y aldeas tranquilas. Pasó una piedra indicadora en el camino que le dijo que se encontraba a tres leguas de Reikdorf e instó a su caballo a avanzar más rápido al ver numerosas líneas de humo grabadas en el cielo, demasiadas para tratarse sólo de Reikdorf.

Por fin, rodeó un lado de un ondulado terraplén y vio el humo que subía en espirales de la ciudad y de los cientos de fuegos para cocinar esparcidos por los campos y colinas al norte. Las faldas de las colinas estaban salpicadas de refugios provisionales y miles de personas se apiñaban bajo toldos de lona y en refugios excavados en la tierra. Por los colores de sus capas y su cabello oscuro, Sigmar se dio cuenta de que esas personas no eran umberógenos, pero ¿quiénes eran y por qué estaban acampadas ante las murallas de Reikdorf?

Había guerreros cubriendo las murallas de su capital y el sol de la tarde se reflejaba en cientos de puntas de lanza y eslabones de cotas de malla. La urbe —ya no se podía llamar ciudad— era su hogar y el vivificador río Reik relucía como una cinta plateada mientras serpenteaba alrededor de los muros y seguía una ruta sinuosa hacia la lejana costa.

Sigmar guió a su caballo por el camino del sur y se unió a los numerosos carromatos de comercio que se dirigían hacia la ciudad. Se alzó una gran ovación mientras se acercaba a las puertas de Reikdorf cuando los guerreros de la muralla lo reconocieron. En cuestión de momentos, toda la longitud de la muralla se convirtió en una masa de hombres que gritaban entusiasmados y agitaban las lanzas o golpeaban las espadas contra los escudos para darle la bienvenida.

Las puertas de la ciudad se abrieron y Sigmar vio a sus amigos más allegados esperándolo.

Wolfgart se encontraba al lado de Alfgeir y Pendrag, que sostenía su estandarte carmesí en una reluciente mano de plata. Junto a Pendrag había una baja figura barbada, ataviada con un largo abrigo de relucientes escamas y cubierta con un alado yelmo de oro. Sigmar sonrió al reconocer al maestro Alaric y levantó la mano en señal de bienvenida.

Otro hombre al que Sigmar no reconoció permanecía detrás de sus amigos, un guerrero alto y desgarbado con el pecho desnudo y un único mechón de pelo colgándole de la parte posterior de la coronilla. El hombre llevaba calzas de color rojo fuerte y botas de montar de caña alta y portaba una elaborada vaina de cuero negro y oro.

Sigmar apartó al desconocido de su mente mientras Wolfgart le daba una palmadita a su caballo en el cuello.

—Maldita sea, te tomaste tu tiempo —dijo su hermano de armas a modo de saludo—. Un viaje corto, dijiste. Al menos dime que fue satisfactorio.

—Fue satisfactorio —contestó Sigmar mientras desmontaba—. Ahora somos hermanos de las tribus del sureste.

Wolfgart cogió las riendas del caballo y se quedó mirando con aire inquisitivo el conjunto de silla y estribos.

—¿Brigundiano?

Sigmar negó con la cabeza.

—Taleuteno, un regalo del rey Siggurd.

Alfgeir se acercó y miró a Sigmar de arriba abajo, dándose cuenta de las nuevas cicatrices que tenía en los brazos.

—Parece que no se unieron pacíficamente —observó.

—Es una buena historia —respondió Sigmar—, pero la contaré más tarde. Primero dime qué está pasando. ¿Quién es esta gente acampada al otro lado de las murallas?

—Saludad a vuestros hermanos de armas primero —le aconsejó Alfgeir—. Luego hablaremos en la casa larga.

Sigmar hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió hacia Pendrag y el maestro Alaric. Cogió la mano plateada de Pendrag y se asombró cuando los dedos se doblaron y agarraron la suya.

Su hermano de armas sonrió.

—El maestro Alaric me la hizo —explicó—. Dice que es casi tan buena como la de verdad.

—Mejor que la de verdad —rezongó Alaric—. No perderás estos dedos si eres lo bastante torpe para dejar que un hacha los golpee.

Sigmar soltó la mano de Pendrag y agarró el hombro del enano.

—Me alegra veros, maestro Alaric. Ha pasado demasiado tiempo desde vuestra última visita.

—Bah —gruñó el enano—. Fue sólo ayer, muchacho. Los humanos tenéis muy mala memoria. Apenas he estado fuera.

Sigmar soltó una carcajada, pues hacía casi tres años que no veía al maestro Alaric, pero sabía que la gente de la montaña contaba el tiempo de modo diferente a la raza de los hombres y que tal lapso de tiempo era como un parpadeo para ellos.

—Siempre sois un visitante bienvenido, amigo mío —dijo Sigmar—. ¿Al rey Barbahierro le va bien?

—Sí, así es. Mi rey me envía a veros con nuevas desalentadoras del este. Al igual que este joven —contestó el enano, señalando con la cabeza al hombre de pecho desnudo que permanecía apartado de los capitanes de Sigmar.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Sigmar, volviéndose hacia el desconocido.

El hombre dio un paso al frente e hizo una reverencia ante Sigmar. Tenía la piel tersa y facciones suaves, pero sus ojos mostraban una expresión angustiada.

—Me llamo Galin Veneva. Soy Ostagodo y vengo de parte del rey Adelhard. Mi gente es la que se encuentra al otro lado de vuestras murallas.

* * *

Sigmar reunió a sus guerreros en la casa larga para escuchar el relato de Galin Veneva y, apesadumbrado, se sentó en su trono y dejó su martillo de guerra a su lado. El viaje a casa a través de los campos tranquilos y la dorada luz del sol parecía ahora un último regalo de los dioses antes de lo que él sabía que serían días de sangre y guerra.

La voz del miembro de la tribu de los ostagodos tenía mucho acento y contó su historia entrecortadamente, el recuerdo de los horrores que había sufrido su gente lo abrumaba.

Los orcos se habían puesto en marcha en mayor número del que se tuviera memoria.

Habían llegado formando una marea verde desde las montañas orientales, quemando y destruyéndolo todo a su paso. Asentamientos enteros de ostagodos habían sido arrasados. No se habían hecho con ningún botín ni se habían llevado a ningún cautivo, los pieles verdes sencillamente habían masacrado a toda la gente del este por el puro placer de hacerlo.

Se quemaron campos y todas las fuerzas que el rey Adelhard pudo reunir acabaron arrasadas ante el poderío de la hueste orca. Entre bramidos y cánticos, los guerreros orcos con armaduras hechas de retales no ofrecieron clemencia y los ostagodos desperdigados no pudieron enfrentarse a los brutales asesinos.

Los hombres del este siguieron luchando, su rey congregó a todos los hombres posibles bajo su estandarte mientras los supervivientes de la veloz invasión huían al oeste. Algunos estaban acampados en este mismo momento alrededor de Taalahim, sede del rey Krugar de los taleutenos; no obstante, temiendo que los pieles verdes siguieran hacia delante, muchos refugiados habían proseguido en dirección oeste hacia las tierras de los umberógenos.

Sigmar comprendía bien el resentimiento de Galin por encontrarse en Reikdorf mientras sus parientes luchaban y morían para defender su tierra natal, pero su soberano le había encomendado el solemne deber de reunirse con el rey Sigmar y presentarle un obsequio y una petición.

Alfgeir se puso tenso cuando el Ostagodo se acercó al trono de Sigmar sosteniendo una vaina negra y dorada ante él.

—Ésta es Ostvarath, la antigua espada de los reyes ostagodos —anunció Galin con orgullo—. El rey Adelhard me pide que os la entregue como símbolo de su franqueza. Os promete su Juramento de Espada y os pide que enviéis guerreros a sus tierras para luchar contra los orcos. Están masacrando a nuestra gente, y si no nos ayudáis, estaremos muertos para cuando las hojas caigan de los árboles.

Sigmar se levantó de su trono y aceptó la vaina de manos de Galin, procediendo a desenvainar la hoja y dejar que sus ojos contemplaran largo rato la magnífica factura de la espada. La hoja de Ostvarath estaba pulida y lisa, con ambos filos concienzudamente afilados. Ésta era, con toda justicia, un arma digna de reyes, y el hecho de que Adelhard hubiera enviado su propia espada suponía una señal inequívoca de su desesperación.

—Acepto el Juramento de Espada de tu rey y le ofrezco el mío —contestó Sigmar—. Seremos como hermanos en la batalla y las tierras de los ostagodos no caerán. Te doy mi palabra sobre esto, y puedes confiar en ella.

El alivio fue patente en el rostro de Galin y Sigmar supo que deseaba regresar al este y a las batallas que se estaban librando en su patria. Sigmar envainó la espada de Adelhard y se la devolvió a Galin.

—Restituye Ostvarath a tu rey —le dijo Sigmar—. Adelhard la va a necesitar en los días venideros.

—Así lo haré, rey Sigmar —contestó el Ostagodo con alivio antes de apartarse del trono.

—¿Maestro Alaric? ¿Qué noticias traéis? —preguntó Sigmar.

El enano se situó en el centro de la casa larga, su voz estaba cargada de adusta autoridad mientras hablaba.

—Ese muchacho de ahí dice la verdad, es cierto que los orcos se han puesto en marcha, pero los pieles verdes que atacan sus tierra se retirarán pronto a las montañas.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Sigmar.

—Porque mi gente los detendrá —respondió Alaric—. Los guerreros del Rey Matador y Zhufbar están en este mismo momento marchando para enfrentarse a ellos en combate. Pero han llegado noticias a Karaz-a-Karak de una gran horda de orcos que están subiendo por las cumbres del sur y las tierras asoladas al este de las montañas. Una hueste de pieles verdes que hará que el ejército que está devastando las tierras del rey Adelhard parezca una fuerza de reconocimiento. Se trata de un ejército que sólo busca destruir a la raza del hombre para siempre.

El ambiente en la casa larga se volvió pesado y Sigmar pudo sentir la tensión en el corazón de todos los guerreros ante las noticias. La amenaza piel verde había constituido un peligro constante desde que los hombres tenían memoria, matando y arrasando por todas sus tierras, pero ésta no era una simple fuerza de incursión.

Sigmar levantó a Ghal-maraz y recorrió a los guerreros congregados ante él con la mirada: hombres orgullosos, hombres valientes. Hombres que se mantendrían a su lado y se enfrentarían a esta amenaza de frente: el pueblo de Sigmar.

—Enviad jinetes a los salones de mis hermanos reyes —ordenó Sigmar—. Decidles que apelo a sus Juramentos de Espada. ¡Decidles que reúnan a sus guerreros y se preparen para la guerra!