10: Amanecer rojo

DIEZ

Amanecer rojo

El sol salió entre las nubes doradas, los rayos de luz golpearon la armadura de bronce de los norses e hicieron que pareciera como si la cordillera cubierta de árboles estuviera en llamas. Reunidos con actitud desafiante en las laderas de una ancha cresta rocosa, los aterradores hombres del norte aporreaban las hachas sobre los tachones de sus escudos y bramaban espantosos gritos de sangre y muerte.

Björn estaba sentado sobre su caballo en la base de la montaña junto a Alfgeir y rodeado de sus guardias personales, los Lobos Blancos, como los apodaban ahora. Su estandarte con un lobo ondeaba en el viento glacial que soplaba desde el norte y, al mirar a izquierda y derecha, vio las banderas de sus compañeros reyes en alto a lo largo de la línea del ejército.

De todos los guerreros congregados, Björn se enorgullecía al saber que los umberógenos eran, sin ninguna duda, los más temibles y magníficos. Hileras de guerreros armados con lanzas aguardaban la orden para avanzar y hermanos de armas tribales respondían a los gritos de guerra norses con sus propios rugidos no menos aterradores.

Los salvajes querusenos les mostraban los traseros desnudos a los norses y los jinetes taleutenos galopaban con glorioso abandono ante el ejército enemigo.

Parecían animosos y los sacerdotes de Ulric veían el viento helado como un buen augurio, una bendición del dios del invierno y un presagio de victoria.

Björn se volvió hacia Alfgeir, cuya armadura de bronce había sido pulida hasta lograr un lustre dorado. Llevaba la visera levantada y permanecía inmóvil junto al rey, aunque Björn descubrió una tensión en sus facciones que no había visto nunca en los momentos previos a la batalla.

—¿Te preocupa algo? —preguntó Björn.

Alfgeir se volvió hacia el rey y negó con la cabeza.

—No. Estoy tranquilo.

—Pareces inquieto.

—Estamos a punto de entrar en batalla y debo proteger a un rey que se mete en los combates más intensos sin pensar en su propia supervivencia —respondió Alfgeir—. Eso inquietaría a cualquiera.

—¿Sólo piensas en mi vida? —quiso saber Björn.

—Sí, mi señor —contestó Alfgeir.

—¿La idea de tu propia muerte no te preocupa?

—¿Acaso debería, mi rey?

—Supongo que a la mayoría de los hombres que hay aquí les asusta aunque sea un poco, morir.

Alfgeir se encogió de hombros.

—Si Ulric me quiere, me llevará con él, no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Lo único que me resta es luchar bien y rogar que me encuentre digno de permitirme entrar en su salón.

Björn sonrió, pues ésta era una de las conversaciones más largas que había tenido con su paladín.

—Eres un hombre excepcional, Alfgeir. La vida es muy simple para ti, ¿verdad?

—Supongo que sí —coincidió Alfgeir—.Tengo un deber hacia vos, pero más allá de eso...

—Más allá de eso, ¿qué? —preguntó Björn, sintiendo curiosidad de repente.

Alfgeir aseguraba que no le preocupaba la muerte, pero la batalla que se avecinaba le había soltado la lengua de un modo como nada lo había hecho antes. Incluso mientras formaba ese pensamiento, supo que no era la lengua de su paladín la que se había soltado, sino la suya.

—Más allá de eso... no lo sé —respondió Alfgeir—. Siempre he sido vuestro paladín y protector.

—Y cuando yo muera serás el de Sigmar —concluyó Björn. La boca se le secó de pronto al darse cuenta de que su deseo de hablar y conectar con otro ser humano nacía de la necesidad de asegurarse de que su gente estaría a salvo tras su muerte.

—Estáis de un humor sombrío, mi señor —comentó Alfgeir—. ¿Sucede algo?

Era una pregunta sencilla, pero para la que Björn descubrió que no tenía respuesta.

Se había despertado en medio de la noche, su agudo sentido del peligro lo había hecho despertar al sentir una presencia en su tienda. Cómo podría ser posible tal cosa con Alfgeir y los Lobos Blancos velando alrededor de la misma no lo sabía, pero su mano encontró rápidamente el mango de Segadora de almas.

Abrió los ojos y sintió que un escalofrío entraba en su corazón al ver una niebla plateada deslizándose por el suelo de su tienda y una figura encapuchada vestida de negro encorvada en un rincón.

Björn sacó los pies del catre y levantó el hacha. El suelo estaba frío y zarcillos de niebla intentaron agarrarlo mientras la figura oscura se erguía cuan alta era.

—¿Quién eres? —bramó Björn—. ¡Muéstrate!

—Tranquilo, rey Björn —dijo una voz sibilante que conocía demasiado bien—. No es más que una viajera de tus tierras que viene a reclamar lo que le corresponde.

—Tú —susurró Björn mientras la figura oscura se echaba la capucha hacia atrás, dejando ver el rostro arrugado de la hechicera del Brackenwalsch.

El cabello de la recién llegada brillaba con la misma luz plateada que la niebla y un terror frío atenazó el corazón de Björn cuando supo qué había venido a buscar la mujer.

—¿Cómo puedes estar aquí? —preguntó.

—No estoy aquí, rey Björn —contestó la hechicera—. No soy más que una sombra en la oscuridad más profunda, un agente de poderes más allá de tu comprensión. Ninguno de los que están aquí me ha visto ni lo hará. Estoy aquí por ti y sólo por ti.

—¿Qué quieres?

—Ya sabes lo que quiero —respondió la mujer, acercándose más.

—¡Apártate de mí! —exclamó Björn.

—¿Quieres ver a tu hijo muerto y la tierra destruida? —dijo la hechicera entre dientes—. Porque eso es lo que está en juego aquí.

—¿Sigmar está en peligro?

La mujer asintió con la cabeza.

—En este mismo instante un amigo de confianza trama destruirlo. Mañana a estas horas tu hijo habrá atravesado la puerta de entrada al reino de Morr.

Björn sintió que las piernas le cedían y se desplomó de nuevo sobre el catre mientras lo invadía el terror al pensar en tener que ver cómo metían el cuerpo de Sigmar en una tumba en la Colina de los Guerreros.

—¿Qué puedo hacer? —inquirió Björn—. Estoy demasiado lejos para ayudarlo.

—No —repuso la hechicera—, no es así.

—Pero tú... tú aún sigues en el Brackenwalsch, ¿verdad? Esto es una visión que me estás enviando, ¿no?

—Eso es, rey Björn.

—Entonces, si sabes quién conspira contra Sigmar, ¿por qué no puedes salvarlo? —exigió Björn—. Tú controlas los misterios. ¡Tú puedes salvarlo!

—No, pues fui yo quien guió los pasos del asesino.

Björn se puso en pie rápidamente, atacando con Segadora de almas y golpeó a la hechicera; pero la hoja sólo la atravesó, la forma de la mujer no era más sólida que la niebla.

—¿Por qué? —quiso saber Björn—. ¿Por qué harías algo así? ¿Por qué poner su asesinato en marcha sólo para intentar impedirlo?

La hechicera flotó más cerca de Björn y el rey de los umberógenos vio que sus ojos estaban llenos de oscuro conocimiento, de cosas que lo condenarían para siempre si llegara a conocerlas. Se apartó de aquella mirada.

—Un hombre es la suma de sus experiencias, Björn —explicó la hechicera—. Todos sus amores, temores, alegrías y sufrimientos se combinan como los metales en una buena espada. En algunos hombres estas cualidades están equilibradas y se convierten en siervos de la luz, mientras que en otros están desequilibradas y caen en manos de la oscuridad. Para convertirse en el hombre que necesita ser, tu hijo debe sufrir dolor y pérdida como ningún otro.

—Pensé que dijiste que tenía que salvarlo.

—Y eso harás. Cuando nos encontramos en la colina de las tumbas te dije que te pediría una promesa sagrada. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —respondió Björn mientras lo invadía un funesto terror.

—Te pido que cumplas esa promesa ahora —dijo la hechicera.

—Muy bien —concedió Björn—. Pídemelo.

—Cuando la batalla se entable por la mañana, busca al caudillo rojo que guía al ejército de los hombres del norte y enfréntate a él.

Björn entrecerró los ojos.

—¿Eso es todo? ¿Sin acertijos ni tonterías? Eso me inquieta.

—Simplemente eso —repitió la hechicera.

—Entonces te juro como rey de los umberógenos que me enfrentaré a ese cabrón norse y le separaré su maldita cabeza de los hombros —pronunció Björn.

La mujer sonrió y asintió con la cabeza.

—Te creo —dijo.

La niebla se había hecho más espesa y Björn había despertado con el sol de la mañana abriéndole los ojos. Se sentó. Lo esencial de su encuentro con la hechicera seguía grabado en sus recuerdos con espantosa claridad.

Björn abrió el puño y descubrió que aferraba un colgante de bronce en una correa de cuero. Le dio la vuelta en la palma de la mano y vio que era una pieza sencilla tallada con la forma de una puerta cerrada. Su primer impulso fue tirarlo por un precipicio o al veloz río, pero en lugar de ello se lo pasó por encima de la cabeza y se lo metió bajo el jubón de lana.

Ahora, mientras estaba sentado ante el ejército enemigo, el colgante le parecía un yunque alrededor del cuello, su peso amenazaba con arrastrarlo a la muerte.

Alfgeir señaló hacia la cresta.

—Ahí está ese cabrón.

Björn levantó la mirada. El caudillo de la hueste enemiga cabalgaba al frente del ejército norse, su armadura era de un reluciente tono carmesí y su estandarte con un dragón se alzaba orgullosamente. El oscuro corcel del caudillo se levantó sobre las patas traseras y la luz del sol brilló en la poderosa espada del guerrero mientras la sostenía en alto.

Se oyeron tambores y agudos toques de trompeta y el ejército de los reyes meridionales comenzó a avanzar; miles de espadas, portadores de hachas y lanceros listos para expulsar a los norses de estas tierras.

Un lobo aulló a lo lejos y Björn sonrió con tristeza.

—¿Crees que es un buen augurio? —preguntó.

—Ulric está con nosotros —aseguró Alfgeir mientras alargaba la mano.

Björn le dio un apretón de manos a su paladín agarrándolo por el antebrazo.

—Que te conceda fuerza, Alfgeir.

—Y también a vos, mi rey —contestó Alfgeir.

El rey Björn de los umberógenos levantó la mirada hacia el caudillo con armadura roja y agarró el mango de Segadora de almas mientras los cuervos comenzaban a congregarse.

* * *

Sigmar se levantó descansado y alerta, con los últimos rastros de un sueño sobre su padre pegados a él, pero suspendidos justo fuera de sus recuerdos. Respiró hondo y dirigió la mirada hacia la forma dormida de Ravenna a su lado. La joven tenía el hombro destapado, la manta de piel había resbalado durante la noche, y él se inclinó para besarle la piel broceada.

Ella sonrió, pero no se despertó, y Sigmar salió de la cama para recoger su ropa.

Cogió unos trozos de pollo de un plato que había en la mesa delante de la chimenea, dándose cuenta de pronto de lo hambriento que estaba. Él y Ravenna habían preparado algo de cenar, pero cuando Gerreon los dejó solos, sus pensamientos habían pasado a otros apetitos que necesitaban satisfacer y no se lo habían comido.

Se sentó a la mesa e interrumpió su ayuno sirviéndose un poco de agua y enjuagándose la boca. Ravenna se agitó y Sigmar sonrió con satisfacción.

Su mente estaba menos llena de pensamientos de guerra y de las preocupaciones por su gente, pero el asunto de gobernar un territorio no cesaba para ningún hombre, hijo de rey o no. Por un momento, anheló los tiempos más sencillos de su juventud, cuando con lo único que soñaba era con luchar contra dragones y ser como su padre.

No obstante, ya había dejado atrás esos sueños de niñez y los había reemplazado por otros más ambiciosos donde su gente vivía en paz con hombres buenos para guiarlos y había justicia para todos. Negó con la cabeza para librarse de pensamientos tan grandiosos, contento por ahora con ser simplemente un hombre que se acababa de despertar junto a una mujer hermosa y con el estómago lleno.

Ravenna se dio la vuelta y apoyó la cabeza en un codo. Tenía el cabello oscuro alborotado y con el mismo aspecto que la melena de un berserker. La idea lo hizo sonreír y ella le devolvió el gesto mientras apartaba las mantas y atravesaba desnuda la habitación para coger su capa esmeralda.

—Buenos días, mi amor —la saludó Sigmar.

—Ya lo creo que son buenos —contestó ella—. ¿Estás descansado?

—Estoy como nuevo —dijo Sigmar, asintiendo con la cabeza—, aunque sólo Ulric sabe por qué. ¡No me dejaste dormir mucho, mujer!

—Muy bien —sonrió Ravenna—. Te dejaré tranquilo la próxima vez que compartas mi cama.

—Ah, vamos, no quería decir eso.

—Bien.

Sigmar apartó el plato de sobras de pollo mientras Ravenna comentaba:

—Me apetece nadar. Deberías venir conmigo.

—No sé nadar —repuso Sigmar— y, por desgracia, tengo cosas de las que ocuparme hoy.

—Yo te enseñaré —se ofreció Ravenna, abriéndose la capa para exhibir su desnudez—. Y si el futuro rey no puede tomarse tiempo para sí mismo, ¿quién puede? Vamos, conozco una charca al norte donde un afluente del Reik pasa por una pequeña cañada apartada. Te encantará.

—Muy bien —concedió Sigmar, extendiendo las manos en señal de derrota—. Por ti, lo que sea.

Se vistieron rápidamente y metieron un poco de pan, pollo y fruta en una cesta. Sigmar se ajustó el cinto de la espada, pues había dejado a Ghal-maraz en la casa larga del rey, y los dos partieron, cogidos de la mano, a través de Reikdorf.

Sigmar saludó a Wolfgart y Pendrag, que estaban adiestrando guerreros en el Campo de Espadas, mientras se dirigían a la puerta norte. Los guardias los saludaron con la cabeza cuando atravesaron la puerta, dejando paso a carromatos de mercancías tirados por ponis ostagodos de pelo largo y mercaderes ambulantes de las tribus brigundianas.

Los caminos que conducían a Reikdorf estaban muy concurridos y los guerreros apostados en las murallas tenían mucho trabajo inspeccionando a aquellos que deseaban entrar a la ciudad del rey.

Un lobo aulló a lo lejos y Sigmar sintió que un escalofrío le recorría la espada.

Sigmar y Ravenna abandonaron pronto el camino y la zona donde podían ser vistos desde Reikdorf y se adentraron en el bosque en dirección al sonido de agua cayendo. Los pasos de Ravenna eran seguros mientras se encaminaba hacia un valle aislado donde una estrecha franja de agua plateada se derramaba desde las laderas que rodeaban Reikdorf hacia el imponente Reik.

Los árboles estaban muy separados aquí, aunque aún seguían sin verlos desde el camino, y una pantalla de rocas sobresalía del suelo como antiguos dientes delante de una ancha charca situada en la base de una pequeña cascada.

La charca era profunda, pero Ravenna se sacó el vestido y se zambulló trazando una senda recta a lo largo la superficie del agua. Salió a la superfície y sacudió la cabeza mientras se mantenía a flote con las piernas para apartarse el cabello de los ojos.

—¡Vamos! —exclamó—. Métete en el agua.

—Parece fría —dijo Sigmar.

—Es vigorizante —repuso Ravenna mientras recorría toda la longitud de la charca con brazadas fuertes y ágiles—. Te despertará.

Sigmar dejó la cesta de comida en el borde del claro.

—Ya estoy despierto.

—¿Qué ven mis ojos? —se rió Ravenna—. ¿El poderoso Sigmar le tiene miedo a un poco de agua fría?

Él negó con la cabeza, se desabrochó el cinto de la espada y lo dejó caer junto a la comida mientras se quitaba las botas y se sacaba el resto de la ropa. Se puso en pie y se acercó al borde de la charca disfrutando de la sensación del agua vaporizada procedente de la pequeña cascada salpicándole la piel.

Había un cuervo posado en la rama de un árbol situado frente a Sigmar. Saludó con la cabeza al pájaro pues daba la impresión de que éste lo contemplaba con silencioso interés.

—Trinovantes vio un cuervo la noche antes de que partierais hacia Astofen —dijo una voz a su espalda.

Sigmar fue a coger su espada antes de darse cuenta de que la había dejado con la comida. Se volvió y se relajó al ver a Gerreon de pie en el borde del claro.

Sigmar supo de inmediato que algo iba mal.

Las ropas de Gerreon estaban cubiertas de barro y manchadas de negro. Tenía las botas destrozadas y el jubón de cuero rasgado y harapiento. El hermano de Ravenna tenía el rostro pálido, círculos oscuros debajo de los ojos y el cabello negro —que normalmente se peinaba con tanto esmero— colgando alrededor de la cara en mechones enmarañados.

—¿Gerreon? —comenzó, dándose cuenta de pronto de que estaba desnudo—. ¿Qué ha pasado?

—Un cuervo —repitió Gerreon—. Apropiado, ¿no crees?

—¿Apropiado para qué? —preguntó Sigmar, confundido por el tono hostil de la voz de Gerreon.

Con el rabillo del ojo pudo ver que Ravenna regresaba nadando a la orilla y dio un paso hacia Gerreon.

Su inquietud aumentó cuando Gerreon se situó entre él y su espada.

—Que los dos veáis cuervos antes de morir.

—¿De qué estás hablando, Gerreon? —exigió Sigmar—. Me estoy cansando de esta tontería.

—¡Tú lo mataste! —gritó Gerreon, desenvainando su espada.

—¿Matar a quién? —preguntó Sigmar—. Lo que dices no tiene sentido.

—Ya sabes a quién —lloró Gerreon—. A Trinovantes. Tú mataste a mi hermano gemelo y ahora yo voy a matarte a ti.

Sigmar supo que debía retroceder, saltar al agua y dirigirse río abajo con Ravenna; pero la suya era sangre de reyes, y los reyes no huían del combate, ni siquiera los que sabían que no podrían ganar.

Gerreon era un consumado espadachín y Sigmar estaba desarmado y desnudo. Contra cualquier otro oponente, Sigmar sabía que podría haber acortado la distancia sin sufrir una herida mortal, pero contra un guerrero tan diestro y veloz como Gerreon no había ninguna posibilidad.

—¡Gerreon! —exclamó Ravenna desde el borde de la charca—. ¿Qué estás haciendo?

—Quédate en el agua —le advirtió Sigmar mientras daba pasos lentos en dirección a Gerreon.

Se desvió a la izquierda, pero Gerreon era demasiado inteligente para tragarse un ardid tan evidente y permaneció entre él y su espada.

—Lo enviaste a la muerte y ni siquiera te importó que muriera por ti —continuó Gerreon.

—Eso no es cierto —dijo Sigmar, manteniendo un tono de voz bajo y tranquilizador mientras se acercaba.

—¡Claro que sí!

—En ese caso eres un maldito cobarde —soltó Sigmar con la esperanza de provocar a Gerreon para que cometiera un error imprudente—. Si tu sangre clamaba venganza, deberías haber venido a por mí hace mucho. En lugar de ello esperaste para cogerme desprevenido. Pensaba que eras tan valiente como Trinovantes, pero no eres ni la mitad de hombre que era él. ¡En este mismo instante te está maldiciendo desde el salón de Ulric!

—¡No pronuncies su nombre! —chilló Gerreon.

Sigmar vio la intención de atacar en los ojos de Gerreon y saltó a un lado a la vez que el espadachín arremetía contra él. La punta del acero de Gerreon pasó veloz a su lado y Sigmar giró sobre sus talones balanceando el puño en un mortífero golpe cruzado de derecha.

Gerreon esquivó la embestida y Sigmar tropezó. Desequilibrado, sintió que una línea de fuego blanco le cruzaba el costado cuando la espada de Gerreon le hizo un corte en la cadera subiendo por las costillas. La sangre manó profusamente de la herida y Sigmar parpadeó para librarse de las estrellas de dolor que le aparecieron detrás de los ojos.

Giró y se agachó cuando la espada de Gerreon se le vino encima de nuevo. La hoja pasó a menos de un dedo de derramarle las tripas en el suelo y, mientras luchaba por respirar, un repentino mareo lo hizo caer de rodillas.

Ravenna comenzó a trepar para salir del agua gritando el nombre de su hermano, y Sigmar se obligó a ponerse en pie aunque le costaba respirar. Gerreon daba ligeros botes de un pie al otro, con un brazo levantado a su espalda y la espada extendida delante de él.

Sigmar cerró los puños y avanzó hacia el espadachín respirando con jadeos cortos y entrecortados.

¿Qué le estaba ocurriendo?

La visión se le nubló un instante y el mundo pareció girar de manera peligrosa. Sigmar comenzó a sentir un temblor en la mano, un tembleque como el que aquejaba a algunos desventurados ancianos de Reikdorf.

Gerreon se rió y Sigmar entrecerró los ojos al ver una aceitosa capa amarilla en la hoja del espadachín. Bajó la mirada y vio un poco de la misma sustancia mezclada con la sangre que le cubría las costillas.

—¿Puedes sentir el veneno haciendo efecto en tu cuerpo, Sigmar? —preguntó Gerreon—. Deberías. Embadurné mi acero con suficiente cantidad para matar a un caballo de guerra.

—Veneno... —dijo Sigmar casi sin aliento. Notaba el pecho como si se lo sujetaran en el tornillo gigante del maestro Alaric—. Ya... dije... que eras... un cobarde.

—Antes dejé que me provocaras, pero no volveré a cometer ese error.

Los temblores de las manos de Sigmar se extendieron a sus brazos y casi no podía mantenerlos quietos. Pudo sentir que lo invadía un espantoso letargo y se tambaleó hacia Gerreon. Su furia le daba fuerzas.

—¿Qué has hecho? —gritó Ravenna, corriendo hacia su hermano.

Gerreon se volvió y, usando la mano libre, le dio un golpe de revés con indiferencia que la tiró sobre la hierba.

—No me hables —contestó Gerreon con brusquedad—. ¿Sigmar mató a Trinovantes y tú te prostituyes con él? No eres nada para mí. Debería matarte a ti también por deshonrar a nuestro hermano.

Sigmar cayó de rodillas de nuevo mientras los temblores se volvían más violentos y las piernas ya no podían sostenerlo. Intentó hablar, pero la presión que sentía en el pecho era demasiado intensa y tenía los pulmones llenos de fuego.

Ravenna rodó hasta ponerse en pie, su rostro era una máscara de rabia, y se lanzó contra su hermano.

Los instintos de Gerreon como espadachín asumieron el control y eludió el ataque de la joven con facilidad.

—¡Dioses, no! —gritó Sigmar cuando la espalda de Gerreon se hundió en el estómago de Ravenna.

La hoja la atravesó y la joven cayó, arrancando la espada de manos de su hermano. Sigmar se puso en pie de golpe; el dolor, la rabia y la pérdida borraron todo pensamiento salvo la venganza contra Gerreon.

La niebla roja del berserker descendió sobre Sigmar y, al igual que antes había resistido su canto de sirena, ahora se rindió a él por completo. El dolor del costado desapareció y el fuego de sus pulmones se atenuó mientras se abalanzaba sobre el asesino de Ravenna.

Cerró las manos alrededor del cuello de Gerreon y apretó con todas sus fuerzas.

—¡La has matado! —le espetó.

Obligó a Gerreon a ponerse de rodillas. Sentía cómo las fuerzas abandonaban su cuerpo, pero sabía que aún le quedaban suficientes para matar a este despreciable traidor. Miró a Gerreon a los ojos buscando algún indicio de remordimiento por lo que había hecho, pero no había nada, sólo...

Sigmar vio al niño que gritaba y lloraba por el hermano que había perdido y un alma que chillaba mientras la arrastraban hacia un atroz abismo. Vio las garras afiladas de un monstruoso poder que habían logrado agarrarse al corazón de Gerreon y la desesperada lucha que se libraba en el interior de su alma torturada.

A la vez que las manos de Sigmar apretaban acabando con la vida de Gerreon, vio cómo ese monstruoso poder se alzaba y reclamaba al espadachín por completo. Una espantosa luz surgió tras los ojos de Gerreon y una maliciosa sonrisa de radiante maldad se extendió por su rostro.

Sigmar se vio obligado a separar las manos del cuello de su enemigo mientras Gerreon lo empujaba. La fuerza del berserker que lo había llenado momentos antes ahora abandonó su cuerpo y Sigmar se apartó tambaleándose de Gerreon.

Gerreon se rió y arrancó su espada del cuerpo caído de su hermana mientras Sigmar se alejaba de él haciendo eses.

—Estás acabado, Sigmar —anunció. Su voz sugería poder—. Tú y tus sueños estáis muertos.

—No —susurró Sigmar mientras el mundo giraba a su alrededor y caía de espaldas dentro de la charca.

El agua helada se abrió paso entre la parálisis del veneno durante un brevísimo instante. Se agitó mientras se hundía bajo la superficie y el agua le llenaba la boca y los pulmones.

La corriente lo atrapó y su cuerpo se retorció mientras lo llevaba río abajo.

La vista de Sigmar se tornó gris y lo último que vio fue a Gerreon sonriéndole a través de las burbujas que se arremolinaban en la superficie del agua.