17: Cadenas de deber

DIECISIETE

Cadenas de deber

La tierra se extendía ante Sigmar, más abierta que los dominios de los umberógenos y aún más plana que las amplias llanuras de los asoborneos. Las semanas que habían transcurrido desde que salió de Reikdorf habían sido liberadoras, y aunque su partida había provocado furiosas discusiones en la casa larga, su decisión de viajar solo estaba resultando ser la correcta.

—Es una locura —bramó Alfgeir cuando Sigmar anunció su intención de adentrarse solo en las tierras de los brigundianos.

—Una insensatez —coincidió Pendrag.

Y en cuanto sacaron a Wolfgart de su lecho matrimonial, con el aspecto de perro apaleado, éste había sumado su voz a los que estaban de acuerdo.

—Te matarán.

Sigmar había escuchado pacientemente mientras se planteaban todo tipo de alternativas: misiones diplomáticas encabezadas por Eoforth, una rápida guerra de conquista e incluso una incursión relámpago en Siggurdheim para asesinar a la casa noble brigundiana.

Había escuchado todas las sugerencias pero había dejado claro que pensaba encaminarse solo a las regiones salvajes, dijeran lo que dijesen sus amigos y consejeros. Por mucho que le irritara seguir el consejo de la hechicera, en cuanto tomó la decisión de seguir sus palabras sintió que se le quitaba un gran peso de encima, un peso que ni siquiera se había dado cuenta de que cargaba.

Mientras el día pasaba de la mañana a la tarde, Sigmar reunió sus provisiones y se dirigió hacia la puerta oriental de Reikdorf, saliendo de su capital y adentrándose en los caminos que conducían al futuro.

Sus hermanos lo habían observado desde las murallas, y aquella tarde, mientras preparaba una comida compuesta de avena caliente y carne de conejo, gritó hacia la oscuridad:

—¡Cuthwin! ¡Svein! Sé que estáis ahí fuera, así que he preparado suficiente para los tres. Venid a calentaros junto al fuego y comed algo.

Minutos después, sus dos exploradores salieron del bosque y se reunieron con él para comer sin decir nada. Al terminar, Cuthwin limpió la olla y los platos y los tres se acostaron en sus mantas mientras las estrellas salían de detrás de las nubes.

Para cuando los exploradores despertaron, Sigmar se había marchado hacía tiempo y ninguno de los dos pudo encontrar su rastro.

Caminar por sus tierras supuso un despertar para Sigmar, la mera inmensidad de la vista que tenía ante él ampliaba los horizontes de su interior. Llevaba demasiado tiempo en compañía de sus congéneres y caminar solo en el mundo con el sol en la piel y el viento en la espalda fue un placer redescubierto.

Las tierras de los umberógenos habían cambiado más de lo que podía imaginar en los últimos diez años, había nuevos sembrados en las tierras bajas y rebaños de reses, ovejas y cabras en las colinas que rodeaban Reikdorf. El descubrimiento de nuevas minas había cambiado el paisaje de tal manera que resultaba irreconocible y un hombre podía caminar durante días viendo indicios de asentamientos y ni pizca de auténtico terreno salvaje.

Aquí era diferente. Éste era el mundo tal y como le habían dado forma los dioses: amplias llanuras con lomas rocosas y grandes extensiones de praderas abiertas. Oscuras montañas envueltas en relámpagos parpadeaban a lo lejos, al sur y al este, y el carácter puro y vital de la tierra le hablaba a Sigmar a un nivel que estaba más allá de las palabras y la comprensión mortal.

La sensación de libertad al aire libre, separado de todos los lazos de fraternidad, familia y responsabilidad, resultaba increíblemente liberadora, y mientras Sigmar observaba cómo una manada de caballos salvajes cruzaba las llanuras con gran estruendo, sintió envidia. Lazos de férreo deber lo ataban al pueblo umberógeno y al futuro; pero aquí fuera, con sólo la tierra para hacerle compañía, Sigmar sintió que esos lazos se aflojaban y la seductora perspectiva de una vida vivida para sí mismo flotaba ante él.

Se le había negado una vida con Ravenna, pero aún era joven y el mundo le estaba ofreciendo una oportunidad para dejar atrás su vida de guerra y sangre, para salir de las páginas de la historia y convertirse en... convertirse en nada.

Incluso mientras le llegaba la tentación, supo que nunca sucumbiría a ella, ya que no podía desentenderse sin más de su lugar en el mundo y su deber para con su gente. Sin él, las tribus de los hombres caerían y el mundo entraría en una era oscura, una era sangrienta de guerra y muerte. En cualquier otro hombre tal parecer sería una gigantesca arrogancia, pero Sigmar sabía que era sencillamente la pura y simple verdad.

También sabía lo suficiente para comprender que la vanidad influía en su decisión, pues ¿quién no desearía que lo recordaran a través de los tiempos? ¿Saber que las futuras generaciones de guerreros podrían, en eras aún por llegar, dar gracias a su memoria o contar relatos de sus batallas tomando una espumosa jarra de cerveza?

Sí, decidió, eso sí que estaría bien.

* * *

Transcurrieron días y semanas bajo el amplio cielo mientras Sigmar se adentraba más en el sureste y las oscuras cimas de las montañas se acercaban. Aunque aún se encontraban a muchos kilómetros de distancia, la amenaza de aquellas descomunales agujas que se elevaban en el extremo del mundo era palpable, como si un millón de ojos maliciosos atisbaran desde debajo de lúgubres peñascos y tramaran la ruina del hombre.

Una lanza de relámpagos púrpura danzaba por el cielo y Sigmar le dio gracias a Ulric porque sus tierras se encontraran muy lejos de estas inquietantes montañas.

Ningún hombre elegiría vivir en tal lugar sin una buena razón, aunque Sigmar había visto que la tierra era fértil, oscura y arcillosa con muchos nutrientes. Sobrevivir y prosperar en un territorio situado tan cerca de estas cimas amenazadoras requeriría mucho valor, y Sigmar descubrió que su admiración por los brigundianos crecía con cada paso que daba hacia el corazón de su reino.

Sigmar no sabía prácticamente nada acerca de Siggurdheim, salvo lo que los mercaderes que venían a Reikdorf le habían contado. Se decía que la sede del rey Siggurd dominaba la tierra que la rodeaba desde un promontorio natural de roca oscura con un muro de piedra lisa circundándola. Los comerciantes hablaban del rey Siggurd como un soberano artero de gran astucia y previsión y Sigmar estaba deseando conocer a su hermano rey.

Había pensado comprobar su ruta en las pocas aldeas por las que había pasado para comprar provisiones, pero en seguida descubrió que no necesitaba preguntar, pues muchas caravanas comerciales viajaban hacia el sur y todas se dirigían a Siggurdheim. El único hecho que se conocía acerca de los brigundianos era que poseían muchas riquezas y que comerciaban con comida y mineral de oro con los asoborneos y las tribus del sur e incluso, aseguraban algunos, con grano con los enanos.

Mientras caía la noche en la cuarta semana de viaje, Sigmar acampó junto a un pequeño arroyo en la base de una loma recortada que se alzaba orgullosa del paisaje como un túmulo solitario, las laderas estaban compuestas de losas de mampuesto que se habían venido abajo y helechos salvajes de color de herrumbre. Una familia de zorros le enseñó los dientes cuando dejó su fardo entre una colección de fragmentos de cerámica y comenzó a preparar un fuego, pero los ignoró y se retiraron a su guarida.

Sigmar montó su hoguera a la sombra de una losa caída y preparó una comida consistente en ciervo asado que había adquirido en la última aldea por la que había pasado. La carne estaba dura y fibrosa, era evidente que el cazador había disparado la flecha mortal mientras el animal corría, pero de todas maneras era consistente y tenía mucho sabor. Cogió un poco de agua en un tazón llano y bebió con avidez antes de lavarse las manos en el arroyo.

Se recostó sobre una almohada formada con su armadura envuelta en la capa de viaje y contempló las estrellas, recordando que solía mirar estas mismas estrellas con Ravenna en sus brazos. Donde antes tal recuerdo le había causado dolor, ahora se aferró a él como a una preciosa bendición.

Sigmar dirigió la mirada hacia la losa bajo la que se refugiaba y vio unos dibujos en la superficie erosionada por los elementos en los que no se había fijado antes. El fuego arrojaba sombras sobre la roca, y ranuras que Sigmar había pensado que eran naturales ahora llevaban el sello de un trabajo deliberado.

Se incorporó y se inclinó hacia la losa, observando que, de hecho, una antigua mano la había tallado en un lenguaje desconocido para él. Había elementos similares a la escritura que Eoforth y Pendrag habían ideado y Sigmar se preguntó quién habría escrito este mensaje olvidado.

Quitó parte de la tierra que se había acumulado alrededor de la losa, arrancó los helechos que crecían más cerca y descubrió más fragmentos de cerámica y puntas de lanzas oxidadas. Cuando más limpiaba, más claro veía que había acampado en medio de un tesoro de antiguos artefactos, y lo invadió un escalofrío al darse cuenta de que lo que él había pensado que parecía un túmulo era en realidad un túmulo.

Sigmar movió con el pie un montón de fragmentos de cerámica, puntas de flecha de bronce y hojas de espada rotas observando el diseño desconocido de las armas. Las espadas eran curvas en la punta pero rectas en el tramo central, aunque los mangos se habían podrido hacía mucho dejando los restos corroídos de la espiga visibles con trozos de cuero adheridos aún al metal.

¿A quién había pertenecido esta tumba? Era evidente que a un guerrero o a alguien que quería que lo recordaran como un guerrero. Debían de haber transcurrido cientos de años desde el entierro de este guerrero y Sigmar se preguntó si alguien recordaba su nombre. En eras pasadas, ésta podría haber sido la última morada de un rey o un príncipe o un gran general: un hombre que pensaba que su fama perduraría más allá de su muerte hasta la inmortalidad.

Aquí, entre los fríos vientos de las llanuras brigundianas, un hombre solitario se resguardaba en las ruinas de lo que antaño podría haber sido un magnífico monumento a un soberano olvidado. Todo sueño de inmortalidad o recuerdo eterno estaba tan muerto como el ocupante del túmulo. Tal era la vanidad de los hombres al creer que sus hazañas serían recordadas a lo largo de las eras, y Sigmar sonrió mientras se acordaba de que él había pensado lo mismo antes, durante su viaje.

¿Alguien recordaría el nombre de Sigmar dentro de cien años? ¿Algo de lo que él había logrado sería recordado cuando el mundo cayera al fin? Puede que dentro de mil años un joven acampe a la sombra de la tumba de Sigmar y se pregunte qué poderoso héroe yace bajo la tierra, poco más que comida para los gusanos.

Esa idea lo abatió y se agachó junto a la losa una vez más decidido a averiguar quién estaba sepultado dentro de esta tumba, ofrecer una plegaria a su espíritu y decirle que al menos un hombre lo recordaba.

Tal vez alguien haría lo mismo por él un día.

La escritura de la losa estaba desvaída y era difícil de distinguir, pero las escuetas sombras que proyectaba el fuego ayudaban a reconocer la forma extraña y angular de la letra. Sigmar había aprendido la escritura umberógena bastante rápido, y aunque ésta compartía una serie de similitudes en construcción y forma, parecía haber un gran número de representaciones pictográficas que formaban las palabras dentro de cada grupo de caracteres.

Los labios de Sigmar se movían en silencio mientras trataba de leer los caracteres a la vez que deslizaba los dedos sobre las letras grabadas. Un viento cálido y árido lo envolvió susurrando mientras observaba la escritura con los ojos entrecerrados y el chillido lastimero de un búho que cazaba de noche resonaba por la llanura. Un terror repentino le atenazó el corazón al sentir un ansia atroz que emanaba de lo más profundo del túmulo, una rabia latente nacida de la ambición frustrada y el sufrimiento eterno.

Sigmar dejó escapar un gemido al ver la imagen del esqueleto de un rey con una armadura de oro tendido dentro de un ataúd de jade y aferrando un par de espadas extrañamente curvas. Una fría luz azul ardía en los ojos de la calavera y los vientos que soplaban a su alrededor susurraban un nombre.

Rahotep... Rey guerrero del Delta... Conquistador de la Muerte...

Sigmar se apartó de la losa como si estuviera envuelta en llamas. La imagen del rey esqueleto a la cabeza de un gigantesco ejército compuesto por los muertos ardía en su mente. Guerreros gigantes de hueso y apretadas filas de secos y polvorientos aparecidos llenaban el horizonte y la misma luz, sobrecogedora y antinatural, ardía en los ojos sin vida de cada guerrero que marchaba por la eternidad bajo el hechizo de la atroz voluntad de su señor.

Los vientos calientes de un lejano reino de arena interminable y sol abrasador soplaban a su alrededor y Sigmar sintió un temor y un horror indescriptibles al pensar que ese ejército de los muertos había marchado por las tierras que eran ahora el hogar de los hombres.

Y tal vez algún día volviera a hacerlo...

Sigmar recogió rápidamente sus pertenencias y huyó del antiguo túmulo. La enfermiza sensación de terror que notaba en la boca del estómago se iba desvaneciendo con cada metro que ponía entre él y la última morada del espantoso rey esqueleto. El miedo no era una emoción a la que Sigmar estuviera acostumbrado, pero la imagen de aquellos guerreros muertos hacía mucho tiempo había tocado la parte de él que era mortal y que temía el frío vacío de que se le negara su descanso final.

Para un guerrero de los umberógenos, el mayor honor era ser recibido en el Salón de Ulric tras una muerte gloriosa, pero que se le negara eso por toda la eternidad y verse obligado a recorrer la tierra para siempre como una cosa muerta sin mente...

Sigmar corrió a través de la noche hasta que el amanecer se derramó sobre las montañas orientales.

* * *

Sigmar había caminado con rapidez durante cuatro días desde que acampó a la sombra del túmulo del rey muerto, dejando atrás muchas granjas y aldeas antes de llegar al fin a Siggurdheim. Numerosos caminos de tierra llenos de surcos llevaban hacia la capital de los brigundianos y una multitud de carros cargados se dirigía a la ciudad.

Siggurdheim era tan impresionante como le habían dado a entender a Sigmar, se erguía sobre un valle fluvial como si se tratara de un montón revuelto de tabas que podían caerse con el más ligero empujoncito. La ciudad era grande, pero se veía constreñida por el peñasco sobre el que estaba construida, y lo que Sigmar podía ver de las defensas lo impresionó, aunque su soberano había permitido imprudentemente que la ciudad creciera más allá de las murallas.

Muchos de los oficios relacionados con una ciudad de tal tamaño se habían extendido por las laderas rocosas, con molinos, curtidurías y templos encaramados en estrechos salientes, sostenidos mediante un conjunto de palos de madera de aspecto peligroso o sobresaliendo precariamente de cornisas.

Sigmar se sumó al camino que llevaba a la cima de las laderas por la ruta más directa y pronto se encontró en medio de un agolpamiento de hombres y mujeres procedentes de todos los territorios. Reconoció tatuajes asoborneos, querusenos pintados y las capas a cuadros de los tálemenos. Mezclados con estas tribus que reconocía había muchos otros que no, hombres vestidos de negro de rostro severo y porte hosco. Quizá éstos fueran los menogodos o los merógenos, pues ¿quién no se mostraría taciturno viviendo tan cerca del peligro?

Mientras se acercaba a la puerta, Sigmar se sacó su capa de viaje y la cambió por una capa roja limpia que llevaba en el fardo. Se la colocó sobre los hombros y la sujetó en su sitio con el alfiler de oro. Muchos transeúntes admiraron el alfiler y Sigmar fulminó con la mirada a varios aspirantes a ladrón hasta que huyeron.

Aunque muchos de los hombres iban armados con espadas de hierro cortas o cuchillos de caza, ninguno llevaba una arma de importancia; Sigmar sacó a Ghal-maraz de debajo de la capa y se lo apoyó sobre el hombro. Como había esperado, las exclamaciones de asombro y los susurros se extendieron como ondas en una charca a medida que aquellos que lo rodeaban veían la increíble arma y se apartaban.

Ghal-maraz era conocido y temido como el arma del rey Sigmar y pocos de los que moraban en las tierras al oeste de las montañas no habían oído hablar de su gran poder.

En cuestión de momentos, Sigmar avanzaba hacia la puerta solo; la maravilla y majestuosidad de su presencia y la de su martillo de guerra le abrían una senda con la misma eficacia que un centenar de heraldos con trompetas.

Los guardias de la puerta llevaban lorigas de escamas de hierro de primera calidad y yelmos de bronce pulidos y obviamente bien cuidados. Cada uno portaba una larga lanza con una punta que se iba ensanchando en forma de hoja y una espada corta y afilada. Sigmar reprimió una sonrisa mientras comprobaba cómo su recelo se transformaba en sorpresa y luego en sobrecogimiento al reconocerlo.

Pocas, si es que alguna, de estas personas habrían visto a Sigmar, pero lo imponente de su presencia, la capa roja, el alfiler forjado por enanos y el gran martillo de guerra sólo podían pertenecer a un hombre.

Sigmar se detuvo ante las puertas de Siggurdheim.

—Soy Sigmar, rey de los umberógenos —anunció—, y estoy aquí para ver a vuestro rey.

* * *

—¿Habéis venido solo desde Reikdorf? —preguntó el rey Siggurd.

Iba ataviado con una túnica larga y suelta de vivos colores y ribeteada de hilo de oro y suave piel. Sobre su frente descansaba una corona de oro cuya circunferencia tenía piedras preciosas incrustadas.

El Gran Salón de rey Siggurd era muy distinto a la austeridad iluminada por la lumbre de la casa larga de Sigmar, las paredes estaban taraceadas con oro y pintadas con brillantes frescos que representaban escenas de caza y de batalla. Altas ventanas iluminaban el salón sin necesidad de antorchas ni faroles, pero hacían que resultara poco apropiado para la defensa.

Muchísimos guerreros llenaban la cámara y a Sigmar le había impresionado su disciplina mientras lo escoltaban a través de Siggurdheim hacia el salón del rey. La ciudad era ruidosa y estaba abarrotada de gente, su centro era un hervidero de voces que gritaban y mercados en los que se vendía de todo, desde caras alhajas de oro y plata a carne fresca y tela teñida de brillantes colores.

Toda la ciudad estaba dedicada al comercio y cada calle estaba llena de mercaderes y carros que transportaban sus mercancías entre las tiendas y los muelles. A pesar del intenso ambiente, Sigmar había sentido un sutil trasfondo de temor, como si los habitantes se mantuvieran ocupados a propósito para evitar pensar demasiado en un miedo indescriptible que acechaba tras las sonrisas y los regateos a gritos.

El rey Siggurd era un personaje impresionante, con porte marcial y la complexión de un guerrero. Tenía el largo cabello oscuro, aunque entrecano, y sus ojos eran tan astutos como le habían dicho a Sigmar. Sus guardias iban bien armados y tenían buen porte, pero Sigmar pudo ver miedo en sus ojos, aunque no supo decir a qué.

—En efecto, he venido caminando desde Reikdorf —dijo Sigmar en respuesta a la pregunta del rey Siggurd.

—¿Por qué? —inquirió Siggurd—. Un viaje así es peligroso en el mejor de los casos, pero ¿solo? ¿Con las tribus de orcos en movimiento?

—No hemos visto orcos en las tierras umberógenos durante muchos años —contestó Sigmar.

—Claro que no, porque estáis lejos de las montañas, pero aquí no tenemos tanta suerte.

—No me sorprende —aseguró Sigmar—, y por esa razón he viajado hasta vos, rey Siggurd. Las tierras de los hombres se extienden desde las montañas al sur y al este hasta los océanos del norte y el oeste, y las tribus de los hombres que moran en ellas son el pueblo bendecido de los dioses. Cultivamos tierra fértil, criamos a nuestros hijos y nos reunimos alrededor de los fuegos del hogar para contar relatos de bravura, pero siempre existirán aquellos que buscan quitarnos lo que tenemos: orcos, bestias y hombres de carácter malvado. En el norte he forjado alianzas con muchas tribus, pues éramos como jaurías de perros salvajes, luchando y riñendo mientras los lobos se volvían más fuertes a nuestro alrededor. Es una locura permitir que desacuerdos insignificantes nos mantengan separados cuando nuestra ascendencia común debería unirnos. En cualquier asentamiento, todos los hombres deben ayudar a sus vecinos o perecerán. Cuando uno pide ayuda, todos deben responder.

—Un noble parecer —comentó Siggurd mientras bajaba de su trono y se dirigía hacia Sigmar—. El altruismo está muy bien, rey Sigmar, pero la naturaleza del hombre es servirse a sí mismo. Incluso cuando un hombre ayuda a otro, por lo general es con la esperanza de recibir alguna recompensa.

—Tal vez —coincidió Sigmar—, pero me acuerdo de cuando se produjo un incendio en un granero en el borde de Reikdorf el año pasado. No había forma de salvar el granero, pero aun así los vecinos del dueño concentraron todos sus esfuerzos en impedir su destrucción.

—Para impedir que el fuego se extendiera a sus propiedades —señaló Siggurd.

—No cabe duda de que eso influyó, sí, pero cuando se extinguió el fuego esos mismos vecinos ayudaron a reconstruir el granero quemado. ¿Dónde estaba el beneficio para ellos en esto? Todos en Reikdorf saben que pueden contar con la gente que los rodea para apoyarlos cuando tienen problemas, y esa comunidad compartida es lo que nos da fuerzas. Ocurre lo mismo con las tribus. He hecho Juramentos de Espada con seis reyes del norte y todos nuestros guerreros luchan como uno solo. Cuando las bestias del bosque atacan los asentamientos de la costa, los arqueros umberógenos a caballo parten a la batalla junto a los lanceros endalos. Cuando los orcos del este asaltan aldeas asoborneas, los guerreros taleutenos y los hacheros umberógenos los empujan de nuevo hacia las montañas.

Siggurd se situó a la altura de Sigmar y éste notó que los ojos del rey se veían atraídos hacia Ghal-maraz. Sigmar le tendió el martillo de guerra al rey de los brigundianos para que lo cogiera.

—Estoy enterado de la fuerza de vuestro brazo derecho, así como del poder de vuestros aliados —dijo Siggurd mientras agarraba el martillo de guerra y lo levantaba asiéndolo con fuerza—. Mantenéis vuestras tierras a salvo con miles de guerreros que luchan con el coraje que vos les proporcionáis. Defendéis a vuestra gente mediante la fuerza de las armas, pero los brigundianos prosperamos más por medio del comercio y la diplomacia. Las granjas brigundianas suministran comida para los asoborneos, los merógenos y los menogodos y nuestro grano va a parar a las cervecerías de los enanos. Esa gente son nuestros amigos y nuestras tierras están a salvo por medio de estas alianzas.

Sigmar negó con la cabeza.

—Llegará un momento en el que la diplomacia no os valdrá de nada, cuando un enemigo avance en tal número que ninguna tribu pueda hacerle frente sola. Haced un Juramento de Espada conmigo y nuestros pueblos se mantendrán unidos como hermanos. Junto con las tribus del sur, al fin estaremos unidos como un pueblo.

—¿Todos los hombres deben mantenerse unidos? —preguntó Siggurd mientras le devolvía Ghal-maraz a Sigmar.

—Sí.

—¿Y todos los hombres deberían responder a sus vecinos si piden ayuda?

—Ningún hombre de honor rehusaría tal petición —aseguró Sigmar.

Siggurd sonrió y dijo:

—Entonces, como vuestro hermano rey, os pido ayuda para combatir un gran mal que asola mis tierras.

—Mi fuerza es vuestra —ofreció Sigmar—. ¿Qué tipo de mal aqueja vuestras tierras?

—Una bestia de la antigüedad —contestó Siggurd—. Un ogro dragón.

* * *

Las cimas situadas al sur de Siggurdheim eran oscuras y hostiles, con rocas recortadas y nubes que se pegaban a las faldas de las montañas. El aire era frío y, a las pocas horas de ascensión, Sigmar estaba cubierto de una humedad pegajosa. Tenía el vello de los brazos de punta y parpadeantes ascuas de rayos globulares danzaban en las rocas que lo rodeaban.

Ningún sonido de fauna ni chillido de aves perturbaba el silencio, lo único que se oía era el roce de la pizarra suelta bajo los pies de Sigmar y los ecos de las piedras que caían por las laderas y se hundían en las lagunas oscuras y silenciosas.

El viento susurraba a través de grietas en la roca y Sigmar tenía la desagradable sensación de que la montaña gemía de dolor mientras dormía. Tenía las manos ensangrentadas, ya que las rocas de bordes afilados le habían cortado las palmas y le habían rasgado las calzas y la túnica.

Sigmar había dejado al rey Siggurd y a sus guerreros en las estribaciones, junto a las riberas del veloz río que nacía en el corazón de las montañas. Se había levantado una aldea bastante grande junto al río, pero nadie vivía allí ahora. Todos los edificios habían sido pasto de las llamas o los habían derribado, y la devastación sin sentido le recordó a Sigmar las ruinas de las aldeas asoborneas atacadas por las bestias del bosque.

El camino principal que atravesaba las ruinas de la aldea estaba salpicado de cráteres ennegrecidos que se asemejaban a potentes descargas de relámpagos, y Sigmar notó una creciente sensación de nerviosa expectación ante la idea de enfrentarse a una criatura que podía invocar tal poder. Entonces se acordó del líder de las bestias del bosque y cómo había utilizado brujería siniestra para lanzar mortíferos relámpagos.

Había caído bajo su martillo de guerra y también lo haría esta criatura del mal.

Una llovizna había envuelto todo en un manto gris y la amarga sensación de abandono era palpable. Sigmar vio que a muchas de las casas las habían echado abajo, no con hachas ni martillos, sino mediante la fuerza bruta.

—Esto era antes Krealheim —le explicó Siggurd con tristeza—, uno de los numerosos asentamientos que ha destruido la bestia. Muchos creen que éste fue el primer asentamiento de los brigundianos. Fue donde se criaron mi madre y mi padre.

—¿Y el ogro dragón hizo todo esto? —preguntó Sigmar, horrorizado—. ¿Una sola criatura?

—Sí —confirmó Siggurd, asintiendo con la cabeza—. Los enanos lo llaman Skaranorak. Dicen que su fuerza puede aplastar rocas y sus garras pueden rajar incluso la armadura forjada con runas. Mis rastreadores creen que los cazadores del rey de la montaña lo obligaron a salir de las profundidades de las montañas y que ahora busca alimentarse con nuestros cuerpos.

—¿Habéis enviado partidas de caza para destruir a la bestia?

—Sí, pero ninguna ha regresado —contestó Siggurd—. Mi hijo iba al frente de la última expedición y temo enormemente por su vida.

—Daré muerte a este Skaranorak por vos, rey Siggurd —juró Sigmar, ofreciéndole la mano.

—Matadlo y tendréis mi Juramento de Espada —prometió Siggurd—, y los juramentos de los menogodos y los merógenos.

—¿Tenéis autoridad para ofrecer sus juramentos?

—Sí —le aseguró Siggurd—. Matad a la bestia y formaremos parte de vuestro grandioso imperio.

Sigmar había descubierto un pequeño bote de pesca que estaba en las condiciones mínimas para navegar y cruzó el río para comenzar la ascensión. Ahora, mientras el viento helado y cortante descendía a través de profundas grietas verticales en la roca, Sigmar sentía el frío hasta en los huesos y le parecía como si tuviera el cuerpo envuelto en mantas congeladas.

Encontró cierta protección al abrigo de un saliente de roca negra; por fortuna, el hueco que había debajo estaba libre del viento y el agua. Sigmar juntó la poca leña que pudo encontrar y encendió un fuego, cuyas parpadeantes llamas apenas llegaron a calentarle el cuerpo entumecido. A pesar del frío, de durmió; el cansancio y la apremiante desesperación que flotaba sobre las montañas como un velo conspiraron para vencer su vigilancia.

El amanecer se estaba aproximando cuando Sigmar despertó. Las estrellas eran invisibles sobre su cabeza y un aullido lastimero llegaba de muy lejos. No se trataba de un lobo, sino de algo mucho más peligroso y antinatural. No tenía idea de cuánto había dormido, pero el fuego estaba prácticamente apagado y las extremidades se le habían congelado en esa posición. Añadió unas cuantas astillas al fuego, estiró las piernas, masajeándose los muslos para eliminar la tensión, y extendió los brazos por detrás de la cabeza cuando el fuego prendió.

Con las extremidades desentumecidas, Sigmar calentó la capa sobre el fuego y masticó un poco de carne curada que había traído consigo. Bebió agua de un odre de cuero, pues no estaba dispuesto a fiarse de los arroyos oscuros que caían por la ladera de la montaña.

—Hora de ponerse en marcha —dijo, y la montaña le devolvió su voz en un eco burlón.

Los tenues rayos del sol iluminaban las nubes, proyectando un resplandor difuso sobre las cumbres lóbregas e inhóspitas, y Sigmar se desmoralizó al comprobar lo poco que había subido. Las nubes bajas ocultaban toda la altura de las montañas, pero le permitían una vista perfecta de las tierras que se extendían abajo. Los verdes y dorados de los campos y los bosques parecían llamar a Sigmar, que ansiaba sentir la hierba bajo sus pies y el perfume de las flores.

Al contemplar la extensión de aquella maravillosa tierra bajo él, no le resultó extraño que las bestias que moraban en estas cumbres desoladas desearan apoderarse de ella.

Durante el resto del día, Sigmar subió cada vez más alto, empujando su cuerpo más allá del punto donde sabía que debería regresar. Cada vez que se acercaba al límite de su aguante, oía la voz de su padre en su cabeza.

«Se trata de juramentos, Sigmar—susurraba Björn desde el Salón de Ulric—. Cumple los que hagas y otros seguirán tu ejemplo».

Y, así, Sigmar seguía subiendo.

* * *

Mientras amanecía en medio de una lluvia torrencial el segundo día de su viaje, Sigmar arrastró su cuerpo maltrecho a través de una grieta irregular entre las rocas; cada inspiración era como fuego en sus pulmones. Cayó de rodillas, rompiendo haces de ramitas bajo su cuerpo. Agradeció el breve refugio contra el viento rapaz y se tomó un momento para descansar antes de ponerse en marcha una vez más.

A medida que su respiración regresaba a la normalidad, se dio cuenta de que el montón de madera astillada sobre el que estaba arrodillado eran en realidad huesos quebradizos y blanqueados. Al comprenderlo se puso en guardia y bajó la mano para sentir el tranquilizador tacto de Ghal-maraz. El mango de su martillo de guerra estaba caliente y podía notar una furia que ardía en el interior del arma, como si algún enemigo ancestral se encontrara cerca.

Sigmar evaluó su entorno manteniéndose lo más quieto posible; un amplio cañón azotado por rayos formado a partir de grandes losas de roca refulgente que habían colisionado en eras pasadas y habían creado una meseta de varios niveles llena de los huesos y cráneos destrozados de todo un ejército.

A la izquierda de Sigmar, la ladera de la montaña caía en declive hacia un abismo en sombras cuya base se perdía de vista bajo los remolinos de nubes de vapor amarillo. Delante se encontraba la enorme entrada a una cueva con una docena de cadáveres desperdigados. A la mayoría le faltaban extremidades, a algunos las cabezas, pero todos habían sido parcialmente devorados.

Una energía chisporroteante llenaba el aire haciendo silbar la lluvia, y Sigmar pudo ver onduladas líneas de fuego azul envolviendo la cabeza de Ghal-maraz.

Oyó un pesado crujido de roca partiéndose y, al levantar la mirada, vio una gigantesca criatura procedente de sus peores pesadillas saliendo de la oscuridad de la cueva: Skaranorak.