13: Una reunión de reyes

TRECE

Una reunión de reyes

Con el regreso de los guerreros umberógenos a Reikdorf, se había celebrado un gran banquete para honrar su valor y las hazañas de los muertos. Poetas de sagas llenaban las tabernas y se reunían en todos los rincones para embelesar a los oyentes con relatos empapados de sangre acerca de las batallas contra los crueles norses y la gloriosa muerte del rey Björn.

Por muy épicos y escabrosos que fueran esos relatos, Sigmar sabía que no captaban —era imposible que lo hicieran— la nobleza ni el sacrificio de la última batalla de su padre, cuando se había adentrado en el averno para salvar a su hijo.

Sigmar no sintió la necesidad de aumentar las leyendas que se estaban tejiendo alrededor de las hazañas de su padre, pues sabía que la historia preferiría el desesperado heroísmo y la trágica inevitabilidad de su muerte antes que el más íntimo drama familiar que se había interpretado en el reino de penumbra de las Bóvedas Grises.

Los días posteriores al regreso del ejército fueron felices, mientras esposas y madres se reencontraban con maridos e hijos; pero también desgarradores, pues muchas familias habían sufrido la pérdida de un ser querido y la muerte del rey Björn fue un doloroso golpe para todos los umberógenos.

Se honró a los caídos con piras sobre las colinas que rodeaban Reikdorf y, cuando el sol se puso al día siguiente, miles de hogueras desterraron la noche. Habían empujado a los hombres del norte de regreso a su tierra helada, pero Sigmar sabía que sólo sería cuestión de tiempo antes de que otro caudillo surgiera y avivara las ardientes brasas en sus corazones belicosos.

Aun así, los umberógenos no estaban abatidos y Sigmar podía sentir la confianza que su gente tenía en él con tanta claridad como el suelo bajo sus pies. Sus habilidades en combate eran bien conocidas, así como su honor e integridad. Se daba cuenta de que estaban orgullosos de él y sabía que este sentimiento se veía empañado por la tristeza que sentían por la pérdida de Ravenna. Nadie se atrevía a mencionar a Gerreon, su nombre no se pronunciaba y pronto lo desterrarían de sus recuerdos.

Por dondequiera que Sigmar caminara en Reikdorf, lo saludaban con sonrisas cariñosas y con la amistad natural de la gente que lo conocía y confiaba en él.

Sigmar estaba preparado para ser rey y ellos estaban preparados para su reinado.

Los reyes de las tribus llegaron a Reikdorf el día anterior a la luna nueva.

El rey Marbad de los endalos fue de los últimos en llegar, acompañado de sus Yelmos de Cuervo y portando un estandarte mojado en sangre en homenaje al caído Björn. Con Pendrag a su lado, Sigmar los vio llegar al son de la música de las gaitas y le impresionó una vez más el porte marcial de los guerreros de Marbad.

La última vez que Sigmar había visto a estos magníficos luchadores fue seis años atrás, cuando el envejecido rey había acompañado a Wolfgart desde sus tierras al oeste para hacerle una visita a su rey hermano. Marbad había envejecido en los años que habían transcurrido desde entonces, ahora tenía el cabello completamente blanco y su cuerpo enjuto estaba dolorosamente delgado. Sin embargo, a pesar de ello, Marbad aún se desenvolvía con orgullo y saludó a Sigmar calurosamente y con fuerza.

Los Yelmos de Cuervo eran tan temibles como Sigmar recordaba y eran igual de recelosos con su entorno, aunque Sigmar reconocía que esta vez tenían motivos para estarlo. Al otro lado del río, una serie de guerreros con armadura de bronce, yelmos emplumados y banderines de vivos colores ondeando en sus lanzas observaban la llegada de los endalos con manifiesta hostilidad. Se trataba de los guerreros brillantemente ataviados de la tribu de los jutones, emisarios de Marius, que no se había dignado viajar a Reikdorf.

Tampoco había venido el rey Artur de los teutógenos, ni siquiera se había molestado en enviar un emisario a los ritos fúnebres de su compañero rey. Esto no había sorprendido a Sigmar y, de hecho, le había alegrado que ningún teutogeno pisara Reikdorf, pues temía represalias por la incursión contra Ubersreik y las otras aldeas y asentamientos fronterizos en los bordes de las tierras de los umberógenos.

Los dos reyes que habían luchado junto a su padre contra los norses habían venido en persona: el rey Krugar de los taleutenos y el rey Aloysis de los querusenos. Ambos eran hombres de hierro y habían impresionado a Sigmar con sus sinceros elogios para con su padre.

La reina Freya de los asoborneos había llegado en medio de un aullante desfile de carros desde el este, aterrorizando a la gente que labraba los campos y enviando una oleada de pánico hacia Reikdorf hasta que se confirmaron sus intenciones. Subida a un carro con cuchillas hecho de madera oscura con incrustaciones de llamas doradas, la hermosa reina de cabello cobrizo se había presentado ante Sigmar con una sonrisa picara y había plantado su lanza con tridente en la tierra delante de él.

—¡La reina Freya! —anunció la mujer—. ¡Destructora de la tribu de Faucesrojas, conquistadora de los ladrones canijos y asesina del Gran Colmillo! ¡Amante de un millar de hombres y Señora de las Llanuras Orientales, vengo ante ti para rendirle homenaje a tu padre y beber de tu fuerza para medirla contra la mía!

A continuación, había partido la lanza con tridente y la había arrojado a los pies de Sigmar, antes de tirar de él hacia delante para besarlo con fuerza en los labios mientras lo agarraba por entre las piernas. Pendrag y Alfgeir se habían sorprendido tanto que ninguno había tenido tiempo de reaccionar, pero cuando iban a coger sus espadas la reina liberó a Sigmar, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—El hijo de Björn tiene la fuerza de su padre en las entrañas —anunció Freya—. ¡Disfrutaré haciendo la bestia con dos lomos con él!

Diciendo eso, Freya y sus guerreras asoborneas, fieras mujeres embadurnadas de pintura que iban en sus carros desnudas, salieron de Reikdorf para acampar en los campos en barbecho del este.

—Por todos los dioses —exclamó Sigmar más tarde mientras comían en la casa larga del rey—. ¡Esa mujer está loca!

—Bueno, al menos dijo que eras fuerte —apuntó Pendrag—. Imagina si no le hubiera impresionado tu... fuerza.

—Sí —dijo Wolfgart con una sonrisita—. Si yo fuera rey, no me importaría pasar una noche a solas con ella.

—Desde luego sería una experiencia interesante —estuvo de acuerdo Pendrag—, si sobrevivieras.

—Los dos estáis locos —opinó Sigmar—. Preferiría llevarme a un lobo rabioso a la cama que a Freya.

—No seas tan quisquilloso —dijo Wolfgart, que era evidente que estaba disfrutando de la incomodidad de Sigmar—. Sería una noche inolvidable, y piensa en las cicatrices de batalla que conseguirías.

Sigmar negó con la cabeza.

—Mi padre siempre decía que un hombre nunca debería acostarse con una moza a la que no pudiera vencer en una pelea. ¿Alguno de los dos piensa que podría ganarle a Freya?

—Puede que no —contestó Wolfgart—, pero sería divertido averiguarlo.

—Esperemos que nunca tengas que hacerlo, amigo —dijo Pendrag.

* * *

Para cuando el sol se escondió por el oeste la noche de los ritos fúnebres del rey Björn, la tensión en Reikdorf era palpable. Un gran banquete había comenzado en la casa larga cuando el sol había alcanzado su cénit, con consumo de gran cantidad de cerveza y aguardiente, mientras los reyes y guerreros allí congregados brindaban por el gran nombre del rey Björn. Cientos de personas llenaban la casa larga, hombres y mujeres procedentes de todos los rincones de la tierra, y a Sigmar le emocionó ver a tantos que habían llegado de tan lejos.

Habían matado a los mejores animales de las manadas de los umberógenos y habían horneado cientos de panes. Había barriles de cerveza de la cervecería situada a orillas del río y una gran cantidad de jarras de vino del oeste en mesas de caballetes a lo largo de una pared. La chimenea central calentaba la casa larga y el delicioso aroma de la carne cocinándose inundaba los sentidos.

Las gaitas endalas llenaban el salón de música y los tambores aporreaban sus instrumentos al compás de la melodía. Un ambiente festivo, aunque tenso, danzaba en el aire, pues éste era un momento para recordar las grandes hazañas de un heroico guerrero, una ocasión para celebrar su épica vida mientras ocupaba su lugar en el Salón de Ulric. El rey yacía en la Casa de Curación, donde los acólitos de Morr se ocupaban de su cuerpo, hombres que habían llegado caminando del Brackenwalsch la semana anterior para hacerse cargo de él antes de que atravesara las puertas de su tumba.

Hasta el momento, la atmósfera en Reikdorf había sido tensa, pero había estado libre de violencia; los guerreros de cada tribu habían respetado el estandarte de tregua bajo el que se reunían los reyes de los hombres, y Eoforth había procurado mantener a los guerreros de aquellas tribus cuyas relaciones eran tirantes lo más alejados posible. Para salvaguardar aún más la paz, Alfgeir y los Lobos Blancos deambulaban por las murallas con sus martillos en los cintos y las copas llenas de vino muy aguado.

El fuerte murmullo de las conversaciones y los cantos resonaba en las vigas y Sigmar recorrió el salón con la mirada mientras se sentaba en su trono: el trono de su padre permanecía vacío a su lado.

El rey Marbad contó historias sobre los demonios de la niebla de los pantanos y los guerreros umberógenos pidieron a gritos que hablara de las batallas que había librado en su juventud junto a Björn. Krugar y Aloysis hablaron de la guerra contra los norses y de cómo Björn había cargado contra el centro de una pared de escudos y le había cortado la cabeza al caudillo enemigo en combate singular.

Cada soberano tenía una historia que contar, y Sigmar prestó atención mientras la reina Freya hablaba de la destrucción final de la tribu de orcos de Cuchillo Ensangrentado, una batalla que había puesto fin al poder de los pieles verdes en el este durante una década. Muchos de los guerreros umberógenos reunidos en la casa larga habían estado presentes durante esta victoria y golpearon los tableros de las mesas con los mangos de las hachas mientras revivían el furor del combate.

Cuando la reina Freya concluyó su relato, Sigmar se quedó conmocionado al oírla hablar de las habilidades sexuales de su padre, pues entonces comprendió que yacer con la reina de los asoborneos había sido el precio de la ayuda de sus guerreros en la batalla contra los orcos. Se preguntó si a él se le invitaría a compartir la cama de Freya para conquistarla para su causa, y la idea lo hizo estremecer.

Sigmar adivinó dónde comenzarían los problemas el instante antes de que se lanzara el primer insulto, cuando vio que un miembro de la tribu de los jutones con una barba ahorquillada, cabello trenzado y un rostro con numerosas cicatrices se acercaba con aire arrogante donde estaban reunidos los gaiteros endalos.

Aunque el joven que tocaba la gaita era mucho más alto que el jutón, era mucho más joven y se notaba que aún no era un guerrero.

—¡Por todos los dioses, este ruido hace que me duelan los oídos! ¡Suena como si alguien estuviera apareándose con una oveja! ¿Por qué no tocas un poco de música decente? —gritó el jutón mientras le arrancaba la gaita de las manos al joven y la tiraba a la hoguera.

El resto de gaiteros dejó de tocar y un puñado de endalos se puso rápidamente en pie, furiosos. Un grupo de guerreros jutones con jubones de brillantes colores se levantó de los bancos situados frente a ellos. Alfgeir vio cómo el enfrentamiento iba adquiriendo impulso y se abrió paso a grandes zancadas entre la multitud para llegar a los guerreros.

Los jutones y los endalos se fulminaban con la mirada unos a otros. El rey Marbad hizo una señal con la cabeza al resto de gaiteros y la música comenzó una vez más.

—Esto es música decente, jutón —exclamó uno de las endalos mientras sacaba los restos calcinados de la gaita del fuego—, no esa estupidez ensordecedora que escucháis vosotros.

El mariscal del Reik alcanzó al fin al jutón y le hizo dar media vuelta, pero el hombre sentía deseos de violencia y no tenía intenciones de marcharse tranquilamente. Lanzó el puño contra Alfgeir, pero el paladín de Sigmar había estado esperando el ataque y bajó la cabeza. El puño del jutón chocó contra su frente y el hombre rugió de dolor.

Alfgeir dio un paso atrás y estrelló su martillo en el vientre del hombre, que se dobló en dos lanzando un explosivo resoplido. Un par de Lobos Blancos apareció a su lado y Alfgeir les entregó rápidamente al hombre incapacitado.

Estimulados para entrar en acción, el resto de jutones se abalanzó sobre Alfgeir lanzando puñetazos en dirección a su cabeza. Éste aguantó los golpes y estrelló el mango de su hacha contra la cara enrojecida de un guerrero jutón rompiéndole la nariz y arrancándole algunos dientes de la mandíbula. Los endalos corrieron a ayudar a Alfgeir y pronto comenzaron a volar puños y pies a medida que asomaban antiguas rencillas y contiendas.

Sigmar saltó de su trono y recorrió la chimenea, furioso por la insensatez de esta reyerta sin sentido. Por todo el salón los guerreros se pusieron en pie para pelear y Sigmar se abrió paso a empujones hacia su paladín. Gritos agresivos lo seguían a su paso, pero se acallaban rápidamente cuando se daban cuenta de quién los empujaba para abrirse paso.

La pelea que se desarrollaba en el otro extremo de la casa larga se extendía como las ondas en una charca a medida que los guerreros que se encontraban más lejos de su origen se veían arrastrados dentro de su órbita. La reina Freya se lanzó a la refriega como una banshee, mientras guerreros tálemenos luchaban con jutones y hombres querusenos forcejeaban con mujeres guerreras asoborneas que lanzaban chillidos.

Hasta el momento, Alfgeir era el único que había sacado un arma, pero sólo era cuestión de tiempo que un acero diera en el blanco, y entonces la reunión se daría por concluida con discordia. Sin pararse a pensarlo, Sigmar levantó a Ghal-maraz y saltó hacia el centro de los guerreros que peleaban.

El arma ascendió y luego descendió estrellándose sobre el tablero de una mesa y haciéndolo astillas. El martillo golpeó el suelo y un ruido ensordecedor se extendió desde el punto de impacto mientras una potente onda de fuerza lanzaba a todos los hombres por tierra.

Se hizo un repentino silencio mientras Sigmar se situaba en el centro de los guerreros caídos.

—¡Basta! —gritó—. ¡Os reunís bajo un estandarte de tregua! ¿O tengo que romper unas cuantas cabezas antes de que lo comprendáis?

Nadie contestó, y aquellos que se encontraban más cerca de Sigmar tuvieron el sentido común de parecer avergonzados por la pelea.

—Nos hemos reunido aquí para enviar a mi padre a su descanso final, a un hombre que luchó al lado de la mayoría de vosotros en batallas demasiado numerosas para contarlas. Él os unió como guerreros de honor ¿y así lo recordáis?, ¿peleando como pieles verdes?

»Las viejas sagas dicen que la gente de esta tierra son aquellos a los que los dioses enloquecieron —añadió Sigmar— pues todas sus guerras son alegres y sus canciones, tristes. Hasta ahora no entendía esas palabras, pero ahora creo que sí.

Las palabras fluían de Sigmar sin pensar, todos sus sueños de un imperio lo invadían mientras recorría de un lado a otro el salón de su padre sosteniendo el imponente martillo de guerra ante él.

—¿Qué clase de raza somos que derramaríamos la sangre de nuestros compañeros cuando a nuestro alrededor hay enemigos que lo harían con mucho gusto por nosotros? Cada año, muchos de nuestros guerreros mueren para mantener nuestras tierras a salvo y cada año las hordas de orcos y bestias se vuelven más fuertes. Si las cosas no cambian, acabaremos muertos o empujados al borde de la existencia. Si no cambiamos, no merecemos vivir.

Sigmar alzó a Ghal-maraz, la luz del hogar brillaba en las runas talladas a lo largo del mango y la poderosa cabeza.

—Esta tierra nos pertenece por derecho de destino, y el único modo de que siga así es que dejemos a un lado nuestras diferencias y reconozcamos nuestro objetivo común de supervivencia. Pues ¿no somos todos hombres?, ¿no queremos las mismas cosas para nuestras familias e hijos? Cuando quitáis todo lo demás, todos somos mortales, todos vivimos en este mundo, respiramos su aire y cosechamos sus presentes.

El rey Krugar de los taleutenos se acercó con ánimo de intervenir:

—Luchar es la naturaleza del hombre, Sigmar —dijo—. Es el modo en el que las cosas han sido siempre y el modo en el que siempre serán.

—No —repuso Sigmar—. Ya no.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó el rey Aloysis de los querusenos.

—Que nos convirtamos en una sola nación —exclamó Sigmar—. Que luchemos como uno solo. Cuando un territorio se ve amenazado, todos los territorios se ven amenazados. Cuando un rey pide ayuda, todos deben contestar.

—Eres un soñador, amigo mío —dijo Krugar—. Hacemos Juramentos de Espada con nuestros vecinos, pero ¿luchar por un rey de tierras lejanas? ¿Por qué deberíamos arriesgar nuestras vidas por gente que no es la nuestra?

—¿Y por qué no? —contraatacó Sigmar, su voz llegaba a todos los rincones de la silenciosa casa larga—. Pensad en lo que podríamos lograr si estuviéramos unidos en nuestros propósitos. ¿Qué grandes cosas podríamos aprender si nuestras tierras siempre estuvieran a salvo de ataques? ¿Qué nuevas maravillas podríamos descubrir si los eruditos y los pensadores se vieran libres de la carga de alimentarse y defenderse y concentraran íntegramente su voluntad a la mejora del hombre?

—¿Y quién gobernaría este paraíso? —quiso saber Aloysis—. ¿Tú?

—Si yo soy el único con la visión para hacerlo realidad, ¿por qué no? —exclamó Sigmar—. Pero quienquiera que gobernase sería justo y sabio, un gobernante fuerte con el apoyo de sus líderes y guerreros. Él contaría con su lealtad y a cambio ellos dispondrían de la protección de todos los guerreros de la tierra.

—¿De verdad crees que se puede lograr? —inquirió Aloysis.

—Creo que se debe lograr —respondió Sigmar, asintiendo con la cabeza y tendiendo a Ghal-maraz—. Creo que ninguna solución a nuestro destino está fuera de nuestro alcance. Debemos unirnos para luchar por nuestra supervivencia, es el único modo. El gran rey de los enanos me entregó este martillo, una poderosa arma de sus antepasados, y juro por su poder que lo lograré antes de morir.

Un viento frío silbó por la casa larga y una voz áspera, sonora y con mucho acento habló:

—Bonitas palabras, humano, pero Ghal-maraz es mucho más que sólo un arma. Pensaba que lo habías entendido cuando te lo di.

Sigmar sonrió y al volverse vio una figura achaparrada y de complexión fuerte recortada contra la entrada de la casa comunal. La luz del fuego se reflejaba en una brillante armadura de tal magnificencia que dejó sin aliento a todos los guerreros congregados para verla. Se habían labrado martillos y relámpagos de oro y plata en el reluciente peto y eslabones de malla de la mejor calidad cubrían las cortas piernas del guerrero.

Un yelmo completo, trabajado con la forma de un estilizado dios enano, cubría el rostro del guerrero. Éste entró en la casa larga y levantó las manos para sacárselo.

El rostro que quedó al descubierto era anciano y pálido, y apenas se veía nada de piel a causa de las franjas de cabello trenzado y la barba plateada que le cubrían el rostro. Los ojos del enano estaban envejecidos con una sabiduría incomprensible para los hombres. Sigmar bajó a Ghal-maraz mientras hincaba la rodilla.

—Rey Kurgan Barbahierro —saludó Sigmar—, bienvenido a Reikdorf.

Todas las miradas del salón estaban puestas en el gran rey de los enanos mientras caminaba de un lado para otro ante los guerreros allí congregados sobre la tarima elevada junto a Sigmar y Eoforth. La noticia de la llegada de los enanos se había extendido con rapidez y el salón estaba atestado de guerreros reunidos para oír hablar al rey de la gente de la montaña.

El maestro Alaric había llegado de su forja, había saludado a su rey como si se tratara de un amigo al que hubiera perdido de vista hacía mucho tiempo y habían hablado brevemente en el lenguaje de su gente, antes de que el gran rey asintiera con la cabeza con tristeza y se alejara.

Los guardias del rey eran fuertes enanos con armaduras muy elaboradas creadas a partir de un metal que brillaba con más fuerza que la plata más pulida y que devolvía la luz de las antorchas del salón con un deslumbrante fulgor. Cada uno de los guerreros portaba una enorme hacha, prácticamente igual a cualquiera de las que llevaban los hacheros umberógenos más fuertes, y sus ojos eran cautelosamente hostiles. Ningún hombre se había atrevido aún a hablar con ninguno de ellos, pues parecían seres de otro mundo a los que resultaba extraño y peligroso acercarse.

El rey Kurgan había correspondido al saludo de Sigmar y se había abierto paso entre los hombres congregados en la casa larga, separándolos como un barco separa las aguas, mientras se dirigía hacia la tarima situada ante el trono de los reyes umberógenos.

—¿Recuerdas el día que te entregué ese martillo, humano? —preguntó el gran rey.

—Lo recuerdo bien, mi rey —contestó Sigmar, siguiendo al rey Barbahierro.

—Es evidente que no —gruñó Kurgan—. O recordarías que fue Ghal-maraz quién te escogió. Vi algo especial en ti ese día, chico. No hagas que me arrepienta de haberte entregado la reliquia de mi casa. —El rey Kurgan se volvió hacia los guerreros reunidos y continuó—: Supongo que sabéis cómo este joven se hizo con Ghal-maraz, ¿no?

Nadie se atrevió a contestar al rey hasta que Wolfgart gritó:

—Lo hemos escuchado una o dos veces, pero ¿por qué no lo contáis, rey Kurgan?

—Sí —asintió Kurgan—, creo que lo haré. Parece que hace falta que alguien os recuerde lo que significa llevar una ancestral arma de los enanos. Pero primero necesito un poco de cerveza, es un largo camino desde las montañas.

El maestro Alaric sacó rápidamente un barrilito y el delicioso aroma de selecta cerveza enana flotó hasta los que se encontraban cerca mientras le servía una jarra a Kurgan. El rey enano tomó un largo trago y asintió con la cabeza en señal de apreciación antes de dejar la jarra sobre el brazo del trono del rey Björn.

—Muy bien, humanos —comenzó Kurgan—. Escuchad bien, pues ésta es una historia que no oiréis de nuevo de labios de un enano durante el tiempo que os quede a ninguno de vida, ya que es la historia de mi vergüenza.

Una silenciosa sensación de expectación flotó entre las paredes de la casa larga e incluso Sigmar, que conocía la historia de Ghal-maraz mejor que nadie, sintió una ansiosa sensación de excitación, pues nunca se había imaginado que podría escuchar al rey enano hablar de su rescate ante un salón lleno de miembros de las tribus.

—Fue apenas ayer —comenzó Kurgan—, un parpadeo para mí, tan cerca no que recuerdo todo lo relacionado con ese día, es una lástima. Mis parientes y yo viajábamos por los bosques hacia las montañas Grises para visitar a uno de los grandes clanes del sur, los Corazonespiedra. Buenos trabajadores de la piedra, pero ávidos de oro. Les gustaba más que a ningún otro clan de enanos, y eso es decir mucho, os lo garantizo.

»Bueno, estábamos cruzando un río cuando los pieles verdes, tres veces sean malditos, cayeron sobre nosotros guiados por un gran monstruo orco negro llamado Vagraz Pisoteacabezas. Ese orco era astuto como una comadreja y aguardó hasta que nos detuvimos a pasar la noche y sacamos la cerveza antes de atacarnos. Una flecha negra alcanzó a mi pariente, Threkki, en el cuello. Su blanca barba se cubrió de manchas tan rojas como la puesta de sol; nunca lo olvidaré. A nuestros guardias, enanos a los que conocía desde hacía más tiempo que el doble de años de los que tiene el más anciano de los vuestros, los mataron sin clemencia, y los goblins les cortaron el tendón del corvejón a nuestros ponis. Los pieles verdes asesinaron a amigos del hogar y la familia, y recuerdo que pensé que era un día funesto cuando nos hicieron prisioneros y no nos mataron.

»Nos robaron nuestro oro y tesoros y nuestras armas. Un día aciago, sin duda, y recuerdo que me dije a mí mismo: “Kurgan, si consigues salir de ésta, va a haber un ajuste de cuentas tan largo como tu brazo...”. Pero me estoy adelantando y se me seca la garganta reviviendo esta historia.

El rey enano se detuvo para tomar otro trago de cerveza, su relato y su voz dura como el hierro tenían embelesado al público. Se trataba de una voz que demostraba suprema seguridad en sí mismo, pero no arrogancia, pues el rey había probado la derrota y, al hacerlo, había adquirido humildad.

—Bueno, allí estábamos, atados a estacas clavadas en la tierra. No éramos más que diversión para los orcos. Lo único que podíamos hacer era intentar romper nuestras ataduras y morir con honor. Pero incluso eso se nos negó, pues nos habían atado con nuestra propia cuerda, buena cuerda enana que ni siquiera yo podía romper. A nuestro alrededor, Vagraz y sus orcos estaban sentados como reyes sobre nuestros tesoros, bebiendo cerveza de quinientos años que valía un ejército en oro y dándose un festín de la carne de mis amigos. Forcejeé y forcejeé, pero no pude romper las cuerdas.

»Miré a ese gran orco negro directamente a los ojos y no me avergüenza decir que era un bestia aterradora. Eran sus ojos, ¿sabéis...? Rojos, como los fuegos de una forja que ardiera a fuego lento, llenos de odio y rabia... tanto odio. Pensaba torturarnos uno a uno, dejándome ver cómo despedazaban a mis amigos y parientes por diversión. Quería que suplicara, pero un enano no le suplica a nadie, ¡y a un maldito orco menos todavía! Juré en ese preciso momento que iba a ver a esa bestia muerta antes del amanecer.

El público estalló en aplausos de manera espontánea y Sigmar se encontró tomando parte, arrastrado por el giro desafiante en el relato de Kurgan. Todos los hombres del salón estaban de pie, empujaban hacia delante para escuchar más de cerca la historia del rey enano.

—Valientes palabras, humanos, valientes palabras, sí señor; pero mientras arrastraban a mi viejo consejero, Snorri, hacia el fuego, no me importa deciros que pensé que mi tiempo en este mundo se había agotado, que estaba totalmente decidido a reunirme con mis antepasados. Pero no quisieron los dioses que así fuera.

Kurgan se acercó a Sigmar y le colocó un puño envuelto en malla en el centro del pecho.

—Los pieles verdes se estaban preparando para torturar al viejo Snorri cuando de pronto el aire se llenó de flechas, flechas humanas. Al principio no supe qué estaba ocurriendo, luego vi a este muchachito de aquí guiando a un grupo de hombres pintados de aspecto esquelético hacia el campamento orco, gritando y chillando y dando alaridos como salvajes.

«Parte de mí piensa que aún no hemos salido de la olla, que simplemente nos va a robar y matar esta gente en lugar de los orcos, pero entonces empiezan a matar a los pieles verdes, luchando con un coraje tan fuerte como un martillo de Rompehierro e igual de mortífero. Nunca había visto nada igual, humanos enfrentándose a orcos con tal entusiasmo y ardor. Entonces este muchacho salta justo en medio de un muro de escudos orcos, cortando y apuñalando con una espadita de bronce. Es una locura, pienso, nunca saldrá vivo de allí, pero entonces sale, no sólo vivo, sino con un círculo de pieles verdes muertos a su alrededor.

»Yo no soy un enano al que se pueda impresionar fácilmente, ¿sabéis?, pero aquí el joven Sigmar luchaba como si los espíritus de todos sus antepasados lo estuvieran observando. Incluso arrancó la estaca a la que estaba atado el viejo Borris del suelo, y yo había visto a tres orcos clavar esa estaca en la tierra. Para entonces, claro, algunos de los nuestros ya están libres y, cuando cortan mis cuerdas, me vuelvo hacia el joven Sigmar y le digo que todos sus guerreros van a morir a menos que consigan ayuda. Mis muchachos y yo, bueno, llevábamos algunas armas de runas muy poderosas cuando nos atraparon y yo sabía exactamente dónde encontrarlas.

Kurgan hizo una pausa mientras compartía una mirada culpable con Sigmar.

—Bueno, puede que no exactamente, pero con bastante aproximación. Sabía que Vagraz guardaría todas las armas en su tienda para así quedarse con las mejores cosas, porque incluso un orco reconoce las buenas armas cuando las ve. A estas alturas, Sigmar está luchando con el monstruo y van de acá para allá, golpeándose el uno al otro, sólo que Sigmar se está llevando la peor parte debido al hacha y la armadura de Vagraz. Ahora bien, no sé qué clase de encantamientos hacen los chamanes orcos, pero sean cuales sean los hechizos oscuros que usan, deben de ser poderosos. Llamas negras parpadeaban alrededor del hacha de la bestia, y lo golpeara donde lo golpease Sigmar con la espada, ni siquiera podía hacerle un arañazo al caudillo.

Sigmar se estremeció al recordar la batalla contra el descomunal orco. Sus estocadas mortales eran desviadas y los golpes del hacha de su enemigo no acababan con su joven vida por un pelo. Incluso seis años después, a veces se despertaba por las noches cubierto de sudor con el recuerdo de aquel desesperado enfrentamiento fresco en sus recuerdos.

—Bueno, a lo que iba, corro hacia la tienda del caudillo y remuevo cielo y tierra para encontrar a mi viejo amigo Ghal-maraz, pero todo está desparramado y amontonado por todas partes. Encuentro mi armadura, pero nada con lo que luchar salvo la espada de un hombre, que, sin ánimo de ofender, no servía de nada puesto que la hoja estaba muy mal forjada. Así que busco algo útil, pero no lo encuentro, y cada segundo que paso buscando los hombres de Sigmar mueren, y puedo oír la risa de Vagraz mientras él y sus orcos negros van camino de matarnos a todos.

«Entonces encontré a Ghal-maraz. Estaba maldiciendo a los orcos con todas las palabrotas que conocen los enanos cuando mi mano se cerró sobre un resistente tejido enrollado alrededor de frío acero. Supe lo que era sólo con el tacto, y lo saqué de la pila del botín.

Sigmar le ofreció el poderoso martillo de guerra, Kurgan lo cogió y pasó las manos a lo largo de la gran arma. Las runas centellearon, aunque Sigmar no sabía si se debía a la luz de los fuegos o al roce de la raza de su creador. Los ojos del rey Kurgan se iluminaron al tocar el martillo de guerra y sonrió con arrepentimiento mientras lo sostenía delante de él.

—Sostengo a Ghal-maraz y me preparo para lanzarme a la batalla, a pesar de que estoy a punto de desplomarme de dolor y agotamiento; pero un enano nunca se echa atrás cuando hay una batalla que librar a menos que esté muerto. ¡E incluso entonces más le vale estar bien pero que bien, muerto o sus antepasados tendrán unas palabras con él cuando llegue al otro lado! Sin embargo, mientras levantaba el martillo de guerra, supe que no me correspondía a mí llevarlo a la batalla. Veréis, el poder de Ghal-maraz es antiguo, incluso para nosotros los enanos, y sabe quién se supone que debe llevarlo. La verdad sea dicha, creo que siempre ha sido tu martillo de guerra, Sigmar, incluso antes de que nacieras. Creo que te estaba esperando a través de los largos y solitarios siglos. Estaba esperando el momento en que estuvieras preparado para empuñarlo.

»Así que en lugar de atacar le lanzo Ghal-maraz a Sigmar, que está retrocediendo, con Vagraz a punto de arrancarle su joven cabeza, ¿y no va y lo coge y detiene el hacha del orco mientras desciende? Ahora las probabilidades están igualadas. De pronto Vagraz ya no parece tan gallito y empieza a parlotear, aullando y rechinando sus grandes colmillos. Pero el joven Sigmar no se deja engañar, puede ver que el cabrón está preocupado y arremete contra él con Ghal-maraz. Trozo a trozo, despedaza al orco hasta que está de rodillas y derrotado.

Sigmar sonrió al recordarlo, reviviendo la calidez y la sensación de plenitud que lo habían envuelto mientras levantaba el gran martillo de guerra y se enfrentaba al caudillo para asestar el golpe mortal.

—¿Recuerdas lo que le dijiste? —preguntó Kurgan.

—Le dije: «¿De verdad, eso es lo mejor que tienes?» —contestó Sigmar.

—Sí —asintió Kurgan—, y luego le hiciste pedazos el cráneo de un solo golpe. Y no creo que haya muchos que pudieran haber hecho eso, incluso con un martillo enano. Entonces la batalla cambió de rumbo. A los orcos no les gusta cuando matas a su jefazo, destroza su valor como si fuera hierro quebradizo, y perdieron el control cuando Vagraz murió. Cuando la batalla terminó, recuerdo que intentaste devolverme a Ghal-maraz, me pareció un gesto honorable para un hombre, pero te miré a los ojos y vi que ardían con una energía que no había visto nunca.

La luz que iluminaba la casa larga pareció atenuarse mientras el rey enano se acercaba al final de su relato, como si la estructura construida con el arte de su raza buscara realzar la narración.

—El resto del rostro del joven Sigmar estaba en sombras, y mientras las llamas parpadeaban en sus ojos, juro que adquirieron una luz sobrecogedora. Ni siquiera la mirada del caudillo piel verde poseía el poder puro de esa mirada. Justo entonces supe que había algo especial en este joven. Pude sentirlo tan cierto como que conozco la piedra y la cerveza. Bajé la mirada hacia Ghal-maraz y comprendí que era el momento de que le pasara esta gran arma, esta reliquia de mi familia, a un hombre. Tal cosa no ha ocurrido nunca en todos los anales de los enanos, pero creo que un obsequio como el Partecráneos bien vale la vida de un rey enano.

Kurgan cruzó la tarima, le entregó una vez más Ghal-maraz a Sigmar e hizo una reverencia ante el joven príncipe antes de volverse de nuevo hacia el embelesado público.

—Le entregué este martillo a Sigmar por una razón. Muy cierto, es un arma, un arma poderosa, por cierto, pero es mucho más que eso. Ghal-maraz es un símbolo de unidad, un símbolo de lo que se puede lograr a través de la unidad. Un martillo es fuerza y dominación, un arma honorable y un arma que, a diferencia de la mayoría de las otras armas, tiene el poder para crear además de destruir. Un martillo puede aplastar y matar, pero también puede darle forma al metal, construir hogares y arreglar lo que se ha roto. Ved este poderoso obsequio por lo que es, un arma y un símbolo de todo lo que puede ser. Hombres de las tierras al oeste de las montañas, prestad atención a las palabras de Sigmar, pues habla con la sabiduría de los antiguos.

El rey Kurgan bajó de la tarima en medio de un atronador aplauso, pero el venerable enano alzó las manos pidiendo silencio.

—¡Ahora brindemos por la memoria del rey Björn y enviémoslo con sus padres cubierto de gloria! —atronó.