6: Despedidas y encuentros

SEIS

Despedidas y encuentros

El rey Marbad y sus guerreros se quedaron con los umberógenos otra semana, disfrutando de la hospitalidad del rey Björn y su gente y correspondiendo a ésta con historias del oeste y sus enfrentamientos con los jutones y los bretones. La tierra que rodeaba el estuario del Reik era un lugar de batalla con tres tribus de hombres metidas en una zona con limitada tierra fértil.

—¿Por qué Marius no se quedó a luchar contra los teutógenos? —preguntó Sigmar una noche mientras él y su padre cenaban con Marbad.

—Artur humilló a Marius en su primera batalla —explicó Marbad—, y el rey de los jutones no es un hombre al que le guste que lo humillen. Los teutógenos de Artur son guerreros temibles, pero también son disciplinados y han aprendido mucho de los enanos que los ayudaron a excavar esa maldita montaña suya.

—La roca Fauschlag —dijo Sigmar—. Parece increíble.

—Sí —coincidió Björn—. Al verla, cualquiera pensaría que sólo los dioses se atreverían a vivir tan alto.

—¿La habéis visto? —preguntó Sigmar.

—Una vez —contestó Björn, asintiendo con la cabeza—. Creo que llega hasta el cielo. Es lo más alto que he visto que no fuera una cordillera, y aun así se acercaba bastante.

—Tu padre dice la verdad, joven Sigmar —añadió Marbad—. Pero vivir allá arriba, en esa gran roca, cambia la perspectiva de un hombre. Artur fue otrora un buen hombre, un rey noble, pero al contemplar la tierra desde arriba se volvió avaricioso y quiso convertirse en el señor de todo lo que veía. Condujo a sus guerreros al oeste y aplastó al ejército de Marius en una gran batalla en la costa, empujando a los jutones al sur hacia el estuario del Reik. Los albañiles llegaron tras esta victoria y construyeron torres de piedra y altas murallas. A los pocos años, una docena de estas cosas se extendían por lo que antaño había sido tierra jutona y los guerreros de Artur podían atacar a voluntad a través del bosque. Por mucho que odie admitirlo, Marius es un líder de guerra astuto y los cazadores jutones son expertos arqueros, pero ni siquiera ellos pudieron prevalecer sobre las estratagemas de Artur. Para sobrevivir tuvieron que irse más al sur.

—Hacia vuestras tierras —concluyó Sigmar.

—Sí, hacia mis tierras, pero nosotros tenemos el Salón del Cuervo y no nos lo quitarán fácilmente. Aún controlamos las tierras al norte de la desembocadura del río y lucharemos para impedir que los jutones se hagan con más terreno por ahora, pero seguirán llegando. No tienen elección, pues la región costera es poco más que un páramo y hay pocas cosas que crezcan allí.

—Cuentas con nuestras espadas, hermano —ofreció Björn, estirándose para darle un fuerte apretón de manos a Marbad.

—Sí, y te lo agradecemos —dijo Marbad, asintiendo con la cabeza—. Y si alguna vez necesitas llamar a los Yelmos de Cuervo, acudirán en tu ayuda.

Sigmar había observado a su padre y a Marbad ofrecerse su juramento de ayuda y sabía que a través de tales alianzas podría hacerse realidad su gran visión de un imperio. Con pesar en el corazón se reunió con el resto de los guerreros umberógenos para despedir a Marbad.

El sol estaba en lo alto y la mañana primaveral era fresca y soleada. Los últimos indicios del frío del invierno aún persistían en el aire, pero la promesa del verano estaba presente en cada inspiración. Los Yelmos de Cuervo con su armadura oscura atravesaron la puerta a caballo, flanqueados por los altos gaiteros, y el estandarte del rey se alzó con orgullo.

Marbad montó en su caballo soltando un gruñido cuando sus extremidades agarrotadas dificultaron la tarea.

—Ah, ya no soy un jovencito, ¿eh? —comentó mientras colocaba la capa sobre el lomo del caballo y movía el cinto de la espada para situar a Ulfihard en una posición más cómoda al costado.

—Ninguno lo somos ya, Marbad —asintió Björn.

—No, pero así son las cosas, hermano, los viejos deben dejar paso a los jóvenes, ¿no?

—Así es como se supone que debe ser, sí —coincidió Björn, lanzándole una mirada extraña a Sigmar.

Marbad se volvió hacia Sigmar y se inclinó para ofrecerle la mano.

—Que te vaya bien, Sigmar. Espero que logres tu imperio algún día, aunque dudo que yo esté vivo para verlo.

—Espero que lo estéis, mi señor —contestó Sigmar—. No puedo imaginar un aliado más incondicional que los endalos.

—También es un adulador, ¿eh? —se rió Marbad—. Llegarás lejos, sí señor. A los que no puedas derrotar con la espada, te los ganarás con palabras.

El rey de los endalos hizo que su caballo diera la vuelta y atravesó las puertas para reunirse con los Yelmos de Cuervo que lo aguardaban. A medida que se alejaban, los vítores de los umberógenos, que se habían congregado para ver su partida, los siguieron mientras emprendían el largo camino a casa.

Los jinetes cruzaron el puente de Sudenreik y dejaron atrás grupos de hombres que construían nuevas casas y edificaciones al otro lado del río. Reikdorf estaba creciendo y se estaban levantando nuevas murallas para extender la ciudad en la otra orilla del río.

—Me gusta Marbad —dijo Sigmar, volviéndose hacia su padre.

—Sí, es un hombre con el que resulta fácil simpatizar —estuvo de acuerdo Björn—. En el pasado era un guerrero poderoso. En su juventud, habría atacado a los jutones y los habría expulsado. Quizás habría sido mejor para los endalos que la corona hubiera pasado a uno de sus hijos, a alguien con más sed de batalla.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Sigmar al regresar al poblado con su padre mientras la gente de Reikdorf retomaba sus quehaceres.

Björn le colocó una mano a Sigmar en el hombro.

—En una manada de lobos, el líder siempre es el más fuerte, ¿cierto? —le dijo.

—Cierto —asintió Sigmar.

—Mientras es fuerte y puede rechazar los desafíos de los lobos más jóvenes, sigue siendo el líder —continuó Björn—. Todo el tiempo, los otros lobos saben que un día el líder se hará viejo y le arrancarán la garganta. A veces, el líder siente cuándo llega su hora, deja la manada y se adentra en el monte para morir solo con dignidad. Es algo espantoso cuando la edad nos debilita y nos volvemos vulnerables o nos convertimos en una carga. Es mejor partir cuando aún te queda algo de fuerza que morir en vano sin legado propio. ¿Me comprendes?

—Sí —contestó Sigmar.

—Es difícil —añadió Björn—. Un hombre se aferra al poder como a una mujer hermosa, pero a veces hay que dejarlo de lado cuando llega el momento. Todo tiene su momento bajo el sol, pero lo que perdura más allá de lo que le corresponde es algo terrible, hijo mío. Debilita todo lo que lo rodea y empaña el recuerdo de la gloria que tuvo una vez.

* * *

—¿Adonde vamos? —preguntó Ravenna mientras Sigmar la guiaba a través de los árboles hacia el sonido de agua corriendo.

Sigmar sonrió ante la nerviosa emoción que percibió en la voz de la joven. Le daba miedo tener los ojos vendados tan lejos de Reikdorf, pero le gustaba estar con él en esta perfecta mañana de primavera.

—Sólo un poco más —le aseguró—. Justo bajando esta pendiente. Ten cuidado, vigila dónde pisas.

El día estaba despejado, el sol aún no había alcanzado su cénit y el canto de los pájaros llenaba el bosque. Una suave brisa recorría los árboles y el borboteo del agua sobre las rocas resultaba relajante.

La primavera le había devuelto la alegría a Ravenna, y el vigorizante optimismo que llenó Reikdorf en los meses posteriores a las nevadas la había ayudado a superar su melancolía. Sonreía una vez más, y oírla reír con las otras jóvenes de la tribu mientras regresaban de los campos había sido como un rayo de sol en el corazón de Sigmar.

Desde la noche en la que le había hablado de su gran sueño, Sigmar había pensado en poco más que no fuera Ravenna: su cabello negro azabache y el vaivén de sus caderas al caminar. Aún cuando tenía visión de futuro para lograr cosas más importantes para su pueblo, seguía siendo un hombre, y Ravenna le encendía la sangre.

Se habían visto tan a menudo como el tiempo lo había permitido, pero nunca era bastante para ninguno de los dos, y sólo ahora, mientras el roce del verano comenzaba a calentar la tierra, habían encontrado tiempo para escaparse y pasar una tarde juntos.

Habían cabalgado por sendas de cazadores adentrándose en el bosque, a través de claros abiertos y siguiendo caminos llenos de surcos marcados con piedras indicadoras. Al final, Sigmar había salido del sendero y se había dirigido hacia el bosque, donde desmontaron y ataron los caballos a las ramas bajas de un árbol joven. Sigmar cogió un morral y un fardo envuelto con tela de las alforjas de su caballo y se los colgó del hombro antes de tomar la mano de la joven y llevarla hacia delante.

—Vamos, Sigmar—pidió Ravenna—. ¿Dónde estamos?

—En el bosque al oeste de Reikdorf, a unos diez kilómetros de distancia —contestó mientras la guiaba por el sendero que bajaba hasta el río.

Con los ojos de la muchacha cubiertos, él era libre de mirarla abiertamente, admirando la curva de su mandíbula y la tersura de su piel, tan pálida contra el amarillo ocre de su vestido.

La joven tenía manos fuertes, con callos en los dedos, pero la calidez de su piel hizo que lo recorriera una ráfaga de excitación.

—¿Diez kilómetros? —se rió Ravenna, dando pasos vacilantes—. ¡Qué lejos!

Aunque se encontraban muy al interior de las fronteras del territorio umberógeno, seguía sin ser del todo seguro adentrarse tanto en el bosque solos; pero Sigmar no quería que ninguna preocupación por su seguridad se inmiscuyera en este día.

—¿Esto? —dijo—. Esto no es nada, pronto te llevaré a ver las tierras abiertas al sur y el océano al norte. Entonces habrás viajado lejos.

—Ni siquiera has visto esos lugares todavía —señaló la joven.

—Cierto —concedió Sigmar—, pero lo haré.

—Oh, sí —respondió ella—, cuando estés levantando tu imperio.

—Exacto —asintió—. Bien... ya hemos llegado.

—Puedo sentir el sol en la cara —comentó Ravenna—. ¿Estamos en un claro?

—Cuidado con los ojos —le advirtió—. Voy a quitarte la venda.

Sigmar se colocó a su espalda y deshizo el nudo con el que le había amarrado la tira de tela sobre los ojos. Ravenna parpadeó mientras se adaptaba a la luz, pero a los pocos segundos se le iluminó el rostro ante la belleza de la vista que tenía delante. Se encontraban en una ribera cubierta de hierba al borde de un río, las aguas eran cristalinas y formaban espuma blanca mientras retozaban sobre una serie de rocas lisas enterradas en los bajíos del lecho del río. La luz del sol brillaba sobre el agua y peces de piel plateada se movían rápidamente bajo la superficie.

—Es maravilloso —exclamó Ravenna, cogiéndolo de la mano y dirigiéndose hacia el margen del río.

Sigmar sonrió mientras se deleitaba con el placer de la joven, dejó caer el morral y el fardo de tela sobre la hierba y permitió encantado que lo arrastrara tras ella. De pie en la orilla del río, Ravenna respiró hondo y cerró los ojos mientras asimilaba los aromas puros del profundo bosque.

En el aire había un intenso olor a jazmín, pero Sigmar no percibía la belleza que lo rodeaba salvo la de la joven que tenía a su lado.

—Gracias por traerme aquí —dijo Ravenna—. ¿Cómo descubriste este lugar?

—Éste es el río Skein —explicó Sigmar—, donde nos encontramos con Colmillonegro.

—¿El gran jabalí? —preguntó ella.

Sigmar asintió con la cabeza mientras señalaba hacia un punto en la orilla opuesta del río cerca de una de las rocas redondeadas.

—Sí, el gran jabalí en carne y hueso. Salió del bosque justo ahí y recuerdo que Wolfgart casi se muere del susto al verlo.

—¿Wolfgart, asustado? —se rió Ravenna mientras dirigía una mirada nerviosa al otro lado del río—. Eso sí me habría gustado verlo. ¿El jabalí sigue vivo?

—No lo sé —contestó Sigmar—. Eso espero.

—¿Que eso esperas? He oído que Colmillonegro es un monstruo que mató a toda una partida de caza.

—Eso es cierto —admitió Sigmar—, pero es una criatura noble, y creo que sentimos algo el uno en el otro que reconocimos.

—¿Qué reconociste en un jabalí? —se rió Ravenna mientras se sacaba las botas de una patada y se sentaba en la orilla—. No intento halagarte, pero no creo que te parezcas mucho a un jabalí.

Ravenna hundió los pies en el agua fresca e inclinó la cabeza hacia atrás en dirección al sol.

—No —repuso Sigmar—. No me refería a eso, aunque deberías verme con resaca.

—Entonces ¿a qué te referías?

Sigmar se sentó a su lado y desató las correas que le sujetaban las botas. El agua estaba fría y sintió un agradable cosquilleo en la piel cuando sumergió los pies en la veloz corriente del río.

—Quiero decir que los dos éramos especiales.

La muchacha soltó una carcajada y le dio un empujón en broma antes de darse cuenta de que lo decía en serio.

—Lo siento —se disculpó—. No fue mi intención reírme.

—Ya lo sé, suena arrogante, pero es lo que sentí —prosiguió Sigmar—. Colmillonegro era enorme, el animal más grande que he visto nunca, con patas como troncos de árbol y un pecho más ancho que el caballo más grande de las caballerizas del rey Era único.

—Tienes razón —apuntó Ravenna—. Eso suena arrogante.

—¿De verdad? Yo no lo creo, ya que yo soy el único que parece tener una visión de algo mejor para nosotros de lo que tenemos en este momento. Los reyes de las tribus están contentos con su suerte, peleándose entre ellos y luchando contra los orcos y las bestias cuando los atacan.

—Pero tú no.

—No, yo no —coincidió Sigmar—. Pero no te he traído aquí para hablar de guerra y muerte.

—¿Ah, no? —exclamó Ravenna, lanzándole un poco de agua—. Entonces ¿para qué me has traído aquí?

Sigmar se puso en pie y recuperó los objetos que había sacado de las alforjas de su caballo. Dejó el morral a su lado y le pasó el fardo envuelto en tela a Ravenna.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Ábrelo y descúbrelo.

Ravenna desdobló con entusiasmo la tela que protegía el contenido del fardo, dándole la vuelta mientras destapaba lo que había dentro. La joven soltó un grito ahogado al ver una capa verde esmeralda doblada bordada con ensortijadas espirales de oro. Hilo de plata se entrelazaba con el oro y el cuello de la capa estaba ribeteado de suave armiño.

Sobre la prenda doblada había un ahusado alfiler de oro adornado con una piedra azul en el extremo más grueso, engastada en el centro de un círculo de centelleante oro con forma de serpiente devorándose la cola. La factura era exquisita. A lo largo del cuerpo de la serpiente había pequeñas franjas grabadas con el símbolo de un cometa con dos colas.

—No... No sé qué decir—balbuceó Ravenna—. Es maravilloso.

—Eoforth me contó que la serpiente comiéndose la cola es un símbolo de renacimiento y renovación —dijo Sigmar mientras Ravenna le daba vueltas al alfiler en las manos con los ojos clavados con boquiabierta admiración en la increíble alhaja—. El comienzo de cosas nuevas... y la unión de dos en uno.

—Dos en uno —sonrió Ravenna.

—Eso me dijo —asintió Sigmar—. Le pedí al maestro Alaric que me hiciera el alfiler, pero creo que sólo aceptó para no tener que fabricar más cotas de malla.

Ravenna pasó los dedos alrededor del círculo de oro.

—Nunca he tenido nada tan hermoso —le confió, y Sigmar notó un temblor en su voz—. Y esta capa...

—Era de mi madre —explicó Sigmar—. Mi padre me dijo que la llevaba puesta cuando se casaron.

Ravenna volvió a dejar el alfiler sobre la capa y dijo:

—Son unos regalos magníficos, Sigmar. Muchísimas gracias.

Sigmar se sonrojó, feliz de que la hubieran complacido.

—Me alegra que te gusten.

—Me encantan —aseguró Ravenna. Hizo un gesto con la cabeza hacia el morral que había junto a él—. ¿Y qué hay ahí? ¿Más regalos?

Sigmar sonrió.

—No exactamente —respondió mientras alargaba la mano y abría el morral para sacar un poco de queso envuelto en muselina y varias rebanadas de pan. Una jarrita de arcilla sellada con cera vino después, seguida de dos copas de peltre.

—Comida —exclamó—. Has pensado en todo.

Sigmar rompió el sello de la jarra y sirvió un líquido fresco del mismo color que el zumo de manzana pálido. Le pasó una copa a la muchacha.

—Vino de las laderas del estuario del Reik —dijo Sigmar—, cortesía del rey Marbad.

Bebieron juntos y Sigmar disfrutó del fuerte y refrescante sabor del vino. Aunque tenía un gusto más refinado que la cerveza a la que estaba acostumbrado, le resultó agradablemente fresco.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Sí —contestó Ravenna—. Es dulce.

—Ten cuidado, Marbad me advirtió que es bastante fuerte.

—¿Estás intentando emborracharme?

—¿Necesito hacerlo?

—Eso depende de lo que estés intentando conseguir.

Sigmar bebió otro trago de vino; se sentía como si ya estuviera borracho, pero sabía que no tenía nada que ver con el alcohol.

—No conozco un modo ingenioso de decir esto —comenzó Sigmar—, así que lo voy a decir sin más.

—¿Decir qué?

—Te amo, Ravenna —soltó simplemente—. Siempre te he amado, pero no soy hábil con las palabras y no he sabido cómo decirlo hasta ahora.

Ravenna abrió mucho los ojos ante su declaración y Sigmar temió haber cometido un terrible error hasta que la joven alargó la mano libre y le pasó los dedos por la mejilla.

—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca —le confesó.

—Estás en mis pensamientos cada día —continuó Sigmar. Sus palabras salían en un confuso torrente—. Cada vez que te veo, quiero cogerte en mis brazos y abrazare.

Ravenna sonrió y detuvo sus divagaciones inclinándose hacia delante para besarlo. Sus labios sabían a vino y a otro millar de sabores que Sigmar recordaría el resto de su vida. Sigmar le devolvió el beso mientras la rodeaba con sus brazos y la hacía tenderse sobre la hierba.

Los brazos de Ravenna se deslizaron con naturalidad alrededor de sus hombros y se besaron durante varios minutos hasta que sus manos encontraron los cinturones y botones del otro. Las ropas resbalaron de sus cuerpos con facilidad y, aunque Sigmar sabía que era una insensatez exponerse tanto tan dentro del bosque, todo pensamiento de cautela se desvaneció ante la imagen de la piel desnuda de Ravenna bajo su cuerpo.

La piel de la joven era pálida y tersa, y su cuerpo, delgado y duro debido a los días trabajando en los campos, aunque suave, ágil y encendido por la pasión.

Sigmar se había llevado a la cama a bastantes muchachas de la aldea; sin embargo, mientras sus manos exploraban el cuerpo de Ravenna, sintió como si esta belleza que tenía delante las hubiera borrado de su recuerdo. Cada caricia era experimental, vacilante y deliciosamente nueva. Asimismo, las manos de la joven le acariciaban los músculos duros y tensos del pecho y los brazos sin ocultar su placer.

Se besaron con ferocidad mientras hacían el amor, adquiriendo confianza con cada movimiento. Sigmar deseó que aquel momento no terminase nunca. El tacto frío del viento en la espalda, el sonido del agua corriendo y la rápida respiración de Ravenna resonándole en los oídos.

Al final, agotados, se tendieron abrazados en la orilla del río. Todo pensamiento del mundo más allá de este momento había caído en el olvido.

Sigmar se apoyó en un codo y le recorrió el cuerpo con los dedos.

—Cuando sea rey, me casaré contigo —prometió.

Ravenna sonrió y el corazón de Sigmar quedó atrapado.

* * *

La cueva estaba oscura y llena de ecos del pasado: magníficas hazañas, infame traición y horrorosa carnicería. Algunas se habían tramado y otras se habían prevenido; pero, como con todas las cosas, tenían su origen en los hombres y sus deseos.

La hechicera estaba sentada en el centro de la cueva, un caldero de hierro negro borboteaba a fuego lento frente a ella. Un humo maloliente surgía de la capa de líquido turbio que había al fondo de la olla y la mujer espolvoreó un puñado de hierbas podridas y moho dentro del metal caliente.

De la mezcla se alzó un humo sibilante y la hechicera introdujo una profunda bocanada en sus pulmones mientras sentía que el poder que surgía de los reinos septentrionales llenaba su cuerpo. Los hombres conocían poco de esta energía, temían su poder para transformar a las criaturas en viles monstruos. En su ignorancia, lo llamaban brujería o, sencillamente, mal, pero la hechicera sabía que este poder era simplemente una fuerza de la naturaleza a la que podía dar forma la voluntad de alguien lo bastante fuerte.

De niña se había visto aquejada por visiones de cosas que después acontecían y podía realizar proezas maravillosas sin esfuerzo. Las llamas podían danzar en la punta de sus dedos y las sombras obedecían sus órdenes y la llevaban dondequiera que deseara.

Por este motivo le habían tenido miedo y sus padres le habían suplicado que parase, que se guardase sus habilidades. La querían, pero temían el momento en que llegara a la mayoría de edad, y ella podía oírlos mientras lloraban y maldecían a los dioses que les había entregado una niña con tantos problemas.

Era joven, no obstante, y la tentación de hacer uso de su habilidad era demasiado grande. Había entretenido a los otros niños de la aldea con deslumbrantes despliegues de luz y fuego que hicieron que volvieran chillando a casa con historias de sus maravillosos poderes.

Ella se lo había contado a su padre y se le había partido el alma al ver la angustia grabada en su rostro. Sin mediar palabra, su padre había cogido su hacha y se la había llevado hacia el bosque iluminado por la luz del atardecer.

Habían caminado durante horas hasta que se había quedado dormida y él la había cargado contra su pecho. Si lo intentaba, aún podía recordar el olor de su jubón de cuero y el aroma a turba del pantano mientras su padre chapoteaba por las ciénagas poco profundas del Brackenwalsch.

Con la luna verde en lo alto, la había dejado en el suelo entre los juncos y el agua negra; el zumbido de los insectos y los lejanos chapoteos de los sapos del pantano resonaban en la oscuridad. Su padre había levantado el hacha, la luz de la luna se había reflejado en la hoja afilada, y ella había gritado mientras él gritaba también.

La hechicera sintió crecer su rabia y la reprimió con ferocidad. La rabia provocan que el viento del norte se levantara con una violenta fuerza y la empujara a una oscura espiral de odio. Para planear en las corrientes de poder, la mente tenía que estar despejada. La rabia sólo ofuscaría sus pensamientos.

Su padre había sostenido el hacha en alto, los brazos le temblaban por el atroz acto que estaba a punto de cometer; sin embargo, antes de que el arma pudiera descender para acabar con su vida, se oyó una voz fuerte que se extendía por el inhóspito pantano con temible autoridad.

—Deja a la niña —ordenó la voz—. Ahora es mía.

Su padre había retrocedido dejando caer el hacha en las aguas con un fuerte sonido de salpicadura.

Ella lo había llamado a gritos, pero él había desaparecido en la oscuridad y nunca lo había vuelto a ver.

Al darse la vuelta había visto a una bruja vieja y marchita con una harapienta túnica negra avanzando con paso firme a través del pantano hacia ella.

Su miedo se multiplicó al instante cuando sintió que la invadía una espantosa familiaridad y una horrible inevitabilidad, pero sus pies permanecieron clavados donde estaban y no pudo moverse.

—Tienes el don, niña —anunció la bruja mientras se detenía ante ella.

Ella había negado con la cabeza, pero la bruja se había reído con amargura.

—No puedes mentir, muchacha. Lo veo en ti como mi predecesora lo vio en mí. Ven conmigo, tengo mucho que enseñarte y los poderes oscuros ya están conspirando para acabar conmigo.

—No quiero ir —había repuesto ella—. Quiero ir a casa. Quiero a mi papá.

—Tu papá iba a matarte —contestó la bruja—. No tienes nada a lo que volver. Si regresas, los sacerdotes del dios lobo te quemarán por practicar las artes oscuras. Morirás con dolor. ¿Eso es lo que quieres?

—¡No!

—No —estuvo de acuerdo la bruja—. Dame la mano y te enseñaré cómo utilizar ese poder tuyo.

Empezó a llorar, y la mano de la bruja, veloz como una espada, había aparecido y le había dado una fuerte bofetada en la mejilla.

—No llores, niña —le dijo bruscamente—. Guarda tus lágrimas para los muertos. Si quieres usar tu poder y vivir, tendrás que ser más fuerte.

La bruja le ofreció la mano.

—Vamos. Hay mucho que enseñarte y poco tiempo para aprenderlo.

Había cogido la mano de la bruja conteniendo las lágrimas y se había visto arrastrada hacia las profundidades del pantano, donde aprendió acerca del potente viento de poder que soplaba desde el norte. Los largos años le habían enseñado mucho: el poder de los hechizos y las maldiciones, el modo de leer augurios y presagios y, quizá lo que era más importante, los corazones y las mentes de los hombres.

—Aunque te odiarán por tus poderes, los hombres siempre te buscarán para burlar a lo que el mundo ha querido que fuera su destino —explicó la bruja, que nunca le dijo su nombre.

—Entonces ¿por qué deberíamos ayudarlos? —había preguntado ella.

—Porque ese es el papel que desempeñamos en este mundo.

—Pero ¿por qué?

—No puedo responderte, niña —contestó la bruja—. Siempre ha habido una hechicera morando en el Brackenwalsch y siempre la habrá. Formamos parte del mundo tanto como las tribus de los hombres y sus ciudades. El poder que utilizamos es peligroso; puede pervertir el corazón incluso de la persona más noble transformándola en una criatura de la oscuridad. Utilizamos ese poder para que otros no tengan que hacerlo. Es una vida solitaria, sí, pero la raza de los hombres no está hecha para manejar tales poderes, independientemente de lo que otros puedan decidir un día, ya que el hombre es demasiado débil para resistir sus tentaciones.

—Entonces ¿éste es nuestro destino? —había preguntado—. ¿Guiar y proteger mientras nos temen y nos odian? ¿No conocer nunca lo que es el amor ni la familia?

—En efecto —asintió la bruja—. Ésta es la carga que debemos llevar. Ya no hablaremos más de ello, pues tenemos poco tiempo y ya puedo sentir mi muerte aproximándose en el ruido de pasos de pies con botas y el afilar de los cuchillos de cocina.

Un año después, su maestra había muerto, hervida viva en su propio caldero por los orcos.

Ella había visto cómo mataban a la bruja sin sentir tristeza ni necesidad de intervenir. La bruja había tenido conocimiento de su muerte durante décadas, al igual que ella también sabía el día que moriría y el momento en el que buscaría a una reacia niña de poder para que se convirtiera en su sucesora.

Un grupo de hombres se había encontrado con los orcos en medio de una espantosa tormenta y los había destruido. El líder de aquellos hombres había masacrado a los orcos con certeros golpes de su hacha de doble filo mientras la mujer que viajaba con ellos gritaba de dolor. Mientras la batalla se acercaba a su fin, los alaridos de la mujer cesaron y los chillidos de un recién nacido hendieron el aire.

Los hombres soltaron gritos de angustia al descubrir que la mujer había muerto. Observó cómo el acongojado hombre del hacha levantaba a un bebé ensangrentado del suelo mientras un estruendoso trueno rasgaba el cielo y un poderoso cometa iluminaba el firmamento con dos ardientes colas.

—El Hijo del Trueno..nacido con el sonido de la batalla en los oídos y el tacto de la sangre en la piel —dijo la hechicera entre dientes—. La tuya será una vida de grandeza, pero también de guerra.

Con los años, había descubierto que sus pensamientos siempre se dirigían al niño nacido bajo el signo del cometa con dos colas, las corrientes de poder que fluían a su alrededor y los cambiantes hados a los que daba forma simplemente con existir.

Cada vez estaba más segura de que se habían desatado grandes poderes con el nacimiento de ese niño, pero sabía que habían dejado su trabajo incompleto. Aún debían ocurrirle muchas cosas para alcanzar su potencial: alegría, dolor, furia, traición y un gran amor que cambiaría para siempre el destino de esta tierra.

Permitió que su espíritu volara libre de su cuerpo, dejando atrás su organismo debilitado y esquelético y elevándose en las alas del espíritu, donde la carne no significaba nada y la fuerza de espíritu lo era todo. Corrientes invisibles llenaban el aire, agitadas por los corazones guerreros de los humanos y millares de criaturas de este mundo; estas corrientes soplaban con fuerza, bañando la tierra en invisibles nubarrones de turbulento poder.

Los pantanos del Brackenwalsch bullían de antiguas energías, el terreno estaba empapado del poder puro que borboteaba desde el centro del mundo. Podía ver el mundo dispuesto ante ella como un gigantesco mapa: las grandes montañas al sur y al este, el inmenso océano al oeste y las tierras de los duendes más allá.

El gran viento de poder trajo nubes abigarradas desde el norte, una mezcla de intensos rojos y púrpuras, con unos cuantos toques de blanco y dorado entre los feos y belicosos colores. Los colores más fuertes se iban haciendo más oscuros y la guerra se avecinaba como una inmensa sombra que cubría la tierra con su promesa de destrucción, hambruna y viudas.

Su mirada descendió en picado sobre el mundo y descubrió a la figura solitaria a la que había estado esperando mientras el hombre, avanzando con dificultad, se abría paso por el pantano con cuidado. Llevaba el abrigo verde ceñido alrededor del enjuto cuerpo, y la mujer se sintió levemente irritada por el hecho de que hubiera llegado a la montaña en la que vivía sin que ella se hubiera percatado de su presencia.

Lo colores se arremolinaban a su alrededor: rojos intensos, rosas impactantes y púrpuras lascivos. Un instrumento de los poderes oscuros, sin duda, pero uno con un propósito compatible con el de ella por ahora.

Regresó rápidamente a su cuerpo y dejó escapar un gemido cuando el peso de los años se le vino encima tras la libertad del espíritu. Cuando su gente muriera, nadie recordaría cómo elevarse en los vientos de poder, y ese pensamiento la entristeció mientras oía pisadas húmedas más allá de la entrada de su cueva.

Parpadeó para alejar el denso humo y aguardó la llegada del joven con venganza y traición en la mente.

Era asombrosamente apuesto, y su físico esbelto y esculpido con precisión despertó un ansia en ella que no había conocido nunca. Tan atractivo que llegaba a la indecencia, sus rasgos eran la combinación perfecta de dura masculinidad y suavidad femenina.

Llevaba el cabello oscuro recogido en una coleta corta y una espada, enfundada en una vaina de cuero negro, atada al costado.

—Bienvenido a mi casa, Gerreon de los umberógenos —le dijo.