XXIII
Como explosión nuclear, fue insignificante. Había consumido menos de un kilotón, una cantidad que habría pasado casi desapercibida entre las explosiones de multimegatones que habían arrasado la superficie de la Tierra. Las granadas de implosión sacaron las agujas brillantes de plutonio de sus vainas para que se aparearan, y éstas estuvieron en contacto sólo unos microsegundos antes de que su propia reacción las separara de golpe.
En ese momento, la explosión ya había tenido lugar. Las agujas, la cápsula que las contenía, las paredes del túnel que las rodeaba, todo se había vaporizado y convertido en un gas hirviente, a miles de millones de atmósferas de presión, que nada podía contener. Escapó. En unas milésimas de segundo había formado una atronadora bola de fuego, de cincuenta metros de ancho, que se elevó a quinientos kilómetros por hora, más brillante que Kung, más brillante que el Sol de la Tierra, más brillante que cientos de estrellas juntas. La bola de fuego, de un rojo brillante con su carga de ácido nítrico que fue blanqueándose y perdiendo brillo a medida que se enfriaba, creció y ascendió a las alturas.
Incluso con los ojos cerrados, aquel resplandor brutal fue visible para los hombres apiñados en la cueva, y la onda expansiva frontal que se abatió sobre ellos hizo temblar su escondite y sus cuerpos. El ruido era ensordecedor. Cuando acabó, por encima de los ecos, Kris Kristianides gritaba:
- ¡Quedaos tumbados! ¡No abráis los ojos! ¡Esperad! -Los mantuvo allí durante casi diez minutos y luego, poco a poco, empezó a abrir los párpados semicerrados, miró a través de las gafas oscuras y les anunció que podían levantarse.
Con gesto inseguro, asomaron la cabeza por encima de la cresta. Con los ojos entrecerrados, vieron lo que Marge Menninger había hecho.
La nube nuclear se alzaba hirviente sobre las capas de estratos. Había abierto un agujero entre las nubes de lluvia, pero la parte superior del hongo quedaba oculta a la vista. Más cerca, el campamento Grasi no parecía muy dañado: una cabaña reventada, un par de tiendas en llamas, gente que se movía aturdida…
- Ella… ¡ha fallado! -gritó Kris, y Danny Dalehouse no supo si el tono era de irritación o alegría. La teniente tenía razón. La parte inferior del hongo nuclear estaba a medio kilómetro del campamento, hacia el polo de calor. Marge se había perdido. La mitad de la presión explosiva producida por la onda expansiva se había desperdiciado en la arena y las plantas carnosas de la estepa.
Sin embargo, el tercio de esa fuerza que se transformaba en calor había sido más eficaz. Las personas más próximas del campamento Grasi se tambaleaban, cegadas y agonizantes. Nadie les había dado gafas protectoras. Nadie les había advertido que no miraran hacia la explosión.
- Comprobad vuestras armas -ordenó Kristianides. Se había quitado las gafas y bajo ellas tenía los ojos enrojecidos, pero su voz sonó resuelta-. Poneos las capas. Adelante. Vamos a entrar.
Dalehouse se levantó y se colocó el poncho de plástico por encima de la cabeza como un autómata. (¿Iba eso a protegerlos de una gota siquiera de lluvia radiactiva?) Tomó su arma sin retroceso e introdujo un cartucho en la recámara. (¿Por qué estoy haciendo esto?) Se puso en camino con los demás, formando, los nueve, una harapienta línea de asalto, que avanzó lentamente hacia la base de Combustible.
A cada paso, Dalehouse se decía que aquello estaba mal. Estaba mal tácticamente: la explosión nuclear sólo había eliminado a unos pocos desafortunados, y era probable que los supervivientes les volaran la cabeza. Estaba mal estratégicamente: nunca debían haber permitido que se llegara a esta situación. Y, lo peor de todo, estaba mal moralmente: ¿es que iban a luchar por un mundo en el que se mataba a la gente por las buenas, sin aviso previo?
Danny miraba con inquietud adelante y atrás, a todos los demás que formaban la fila. Todos miraban fijamente hacia delante, al campamento de Combustible. ¿Acaso nadie sentía lo que él?
Se paró de golpe.
- Kris -dijo-, no quiero hacerlo.
Ella se volvió despacio, de manera que la boca de su arma le apuntó.
- Mueve el culo, Dalehouse.
- No, espera, Kris. Hable…
Ella lo interrumpió con firmeza:
- Esperaba esto de ti. Vamos a entrar ahí. Todos. La coronel Menninger lo planeó y no voy a permitir que tanto esfuerzo quede en nada, así que muévete.
Los demás se habían detenido a mirarlos. Nadie decía nada, sólo esperaban mientras Dalehouse observó cómo el cañón del AGR se alineaba con el puente de su nariz. Suspiró profundamente y dijo:
- No, Kris.
Se quedó allí parado mientras la expresión de la oficial cambiaba, se endurecía y Dalehouse se dio cuenta de que sí, en efecto, iba a apretar el gatillo.
- Baje el rifle, teniente -gritó Ana.
Estaba detrás de Kris, a un lado, y apuntaba sin titubear su propia arma a la espalda de la teniente.
- No quiero matar -dijo-, pero tampoco yo quiero atacar ese campamento.
Dalehouse no esperó a ver qué sucedía. Se adelantó y le arrebató el AGR de las manos a Kristianides. Lo tiró hacia atrás, por encima de la cresta de la colina que acababan de cruzar, y luego tiró también su propio fusil. Al cabo de un segundo, Ana hizo lo mismo, y los demás, uno por uno, los imitaron.
- Jodidos idiotas! -estalló Kris-. ¡Os matarán como a ratas!
Dalehouse no le respondió. Miró hacia el campamento Grasi, donde habían empezado a aparecer algunas personas que no parecían ciegas ni incapacitadas. Llevaban armas y estaban mirando el drama que tenía lugar en la colina.
Dalehouse levantó las manos por encima de la cabeza y empezó a caminar lentamente hacia ellos. Por el rabillo del ojo vio que Ana lo imitaba. Quizá Kris tuviera razón. Quizá alguna de esas personas armadas que se arrodillaban a cubierto de una tienda en llamas empezaría a disparar, pero era algo que no estaba en sus manos. Fuera de quien fuese la posible responsabilidad de lo que sucediera, no sería suya; y, por primera vez en muchos meses, se sintió en paz.