V
¿Qué puede decirse de un ser como Sharn-igon que le haga parecer real y ofrezca de él una imagen clara? Tal vez podríamos abordar la cuestión de manera indirecta, como sigue.
Imagínese a un hombre amable y alegre, el tipo de persona que lleva a los niños a pescar, baila la polca, lee poesía isabelina y sabe por qué Tebaldi fue la mejor Mimí de la historia.
¿Es ése Sharn-igon?
No. Se trata sólo de una analogía. Suponga que seguidamente pasamos a preguntar si ha conocido a ese hombre. Usted vacila, repasando rápidamente los encuentros casuales de su vida. No, dice, con un dedo delante de la nariz, me parece que no, nunca he conocido a nadie así.
Y suponga que entonces le decirnos: ¡Claro que sí! Lo conoció el jueves de la semana pasada. Él conducía el autobús A-37 que usted tomó para ir de la estación al Edificio del Gobierno, y llegó tarde a su cita con el inspector de Hacienda porque ese hombre no le quiso cambiar un billete de cinco dólares.
¿Qué diría entonces? Tal vez algo así como: ¡Dios, es verdad! ¡Recuerdo perfectamente ese incidente! Pero el tipo no era un simpático bailarín de danzas tradicionales, sino un conductor de autobús.
Algo parecido le pasaría también con Sharn-igon. Es bastante fácil imaginarse que se lo encuentra (siempre y cuando no nos preocupe cómo ha llegado usted allí). Realicemos el experimento mental necesario para ver qué sucedería. Imagine que, de algún modo, se encuentra fuera del tiempo y el espacio, como un dios de H. G. Wells contemplando el universo desde una nube. Mete el dedo en lo infinitesimal, toca el planeta de Sharn-igon y lo descubre. Lo examina de arriba abajo.
- ¿Qué es lo que ve?
Podríamos intentar describírselo diciendo que Sharn-igonera conservador en lo político, de arraigadas convicciones morales y decente hasta la médula. Podríamos intentar que lo comprendiera diciendo que él (¿como qué conocido suyo?) gritaba por dentro con un dolor inconsolable.
- Pero ¿sería usted capaz de ver todo eso?
- O, más bien, nada más echarle una ojeada, se quedaría boquiabierto, retiraría su dedo asqueado y diría:
- ¡Dios, amigo! Eso no es una persona. ¡Es una criatura alienígena! Vive (¿vivió? ¿vivirá?) a mil años luz de distancia, en un planeta que gira alrededor de una estrella que no he visto jamás. Y, además, tiene un aspecto espeluznante. Si tuviera que decir qué parece, mirándolo con los mejores ojos que pudiera, diría que se asemeja a medio cangrejo parcialmente aplastado.
- Y, por supuesto, usted tendría razón…
El modo en que Sharn-igon se veía a sí mismo era, claro, muy distinto.
Para empezar, no se trata de una invención instantánea para que usted la contemple. Es una persona. Tiene relaciones con otras personas. Vive en una sociedad. Su existencia se desarrolla (ase desarrollaba?) en y a través de una densa red de tradiciones, leyes, costumbres y usos populares. No se parecía a ningún otro krinpit (como su pueblo se denominaba a sí mismo), por más indistinguibles y similares que nos parezcan a nosotros. El era Sharn-igon.
Por ejemplo, era la época del Corro del Saludo, pero Sharn-igon la aborrecía. Para él, era la parte más solitaria y funesta del ciclo de su especie. Le desagradaba el bullicio, se tomaba a mal el sentimiento hipócrita y fingido. Las tiendas y burdeles estaban atestados pues todo el mundo intentaba comprar regalos y quedarse embarazado, pero en la vida de Sharn-igon todo aquello no era más que una farsa sin sentido porque estaba solo.
Si usted le hubiera preguntado, Sharn-igon le habría contado que siempre había aborrecido el Corro del Saludo, al menos, desde su muda definitiva. (Cuando era una cría que empezaba a agitarse en la retícula de su madre-masculina, le encantaba, como es natural. A todas las crías les gustaba. El Corro del Saludo era para los niños.) Pero no era cierto del todo. El ciclo anterior, su esposa-masculina, Cheee-pruitt, y él habían tenido un Saludo muy animado.
Cheee-pruitt se había ido. Sharn-igon hizo gestos hacia su biombo, casi tropezándose con un fantasma incomestible que estaba tumbado ante él. No hubo ninguna reacción. Vaciló. Algo -tal vez el fantasma- estaba diciendo su nombre, pero eso era ridículo. Tras un instante de indecisión, se abrió paso rápidamente entre el atestado sendero hacia -llamémoslo bar- para mascar un par de bocados rápidos.
Observe con atención a Sharn-igon mascando hebras de helecho alucinógeno, apretujado bajo dos o tres clientes alrededor del krinpit que amasaba y dispensaba el producto. Tenía una figura elegante: una anchura viril -por lo menos dos metros de borde a borde- y era agradablemente esbelto, con no más de cuarenta centímetros hasta la punta superior de su caparazón. A pesar de su humor, resultaba atractivo para todo tipo de machos y hembras sin pareja. Estaba sano, era joven, potente sexualmente y tenía éxito en la profesión que había elegido.
Bueno, no es exactamente así porque en su actividad hay una paradoja. La profesión de Sharn-igon era una especie de trabajo social. Cuanto mayor éxito lograra, cuanto más satisficiera las necesidades de su propio ego, peor era su sociedad. Los krinpit recurrían a personas como Sharn-igon sólo cuando tenían problemas. Los krinpit eran socialmente interdependientes hasta un extremo que no suele darse en una cultura tecnológica de la Tierra. Tal vez podríamos encontrar ese tipo de clan tan unido entre los esquimales o los bosquimanos, sociedades en las que cada miembro de la comunidad tenía que poder depender de los demás, o todos morirían. Por esa razón, Sharn-igon era más feliz cuanto menos requirieran sus servicios. El Corro del Saludo estaba produciendo la cosecha habitual de egos heridos, fruto de la soledad en medio de la alegría festiva de los demás. Estaba más ocupado que nunca y, por tanto, también era más desdichado.
Póngase en pie sobre su nube y contemple a Sharn-igon desde las alturas. Sin duda para usted tiene una apariencia extraña y, es verdad, puede que hasta repulsiva. Su caparazón con forma de creciente está salpicado de lo que parecen velas marinas quitinosas. Algunas alcanzan unos centímetros de alto, otras son mucho más pequeñas; y a su alrededor corren, chasqueando y raspando, lo que parecen piojos. De hecho no lo son, ni siquiera se trata de parásitos, salvo en el sentido en que un feto es un parásito de su madre: son las crías. Sharnigon no es el único krinpit del bar que lleva crías. Del centenar de individuos que hay en el local, ocho o diez se hallan en la etapa de macho criador. A veces, una de las pequeñas y huidizas criaturas se cae o, sin querer, se la lleva el caparazón de otro krinpit cuando se frotan entre ellos. Los pequeños se percatan inmediatamente de lo sucedido y se ponen frenéticos intentando volver a su sitio.
Los extremos del caparazón de Sharn-igon son de quitina plisada, articulados con cartílago. Esa parte siempre está en movimiento, expandiéndose como los pliegues de un acordeón, inclinándose o desplegándose como un abanico. Sharnigon se desplaza por el atestado suelo de tierra o sobre los cuerpos de otros krinpit (en el agradable ambiente del bar a nadie le importa que le pasen por encima) apoyándose sobre una docena de patas de articulación doble.
Después de tomar tres bocados rápidos, sintiéndose mejor, salió del bar y avanzó sigilosamente por el sendero de césped, sin prisas, sin haber pensado en dirigirse a ningún sitio en particular. A cada lado del sendero se levantan lo que podríamos tomar por unos biombos japoneses bastante ajados. No tienen ningún ornamentó, pero están ensamblados y plegados y son de todos los tamaños. Esas pantallas delimitan los hogares y los espacios comerciales, algunos de los cuales están atestados de krinpit, como el bar, y otros casi vacíos. Los biombos también están tachonados con las diminutas protuberancias con forma de vela, pero carecen de otra ornamentación. Lo primero que salta a la vista es que carecen de colores. Los krinpit no captan el color y, bajo la luz crepuscular y de tono rojo sangre de la estrella de Kung, tampoco usted diferenciaría demasiados colores al principio, incluso si los hubiera.
Ése es el aspecto que un entorno similar tendría para usted, con su visión humana. ¿Qué apariencia tendría para los ojos de los krinpit? Es irrelevante: se trata de una pregunta sin sentido porque los krinpit no tienen ojos. Poseen receptores fotosensibles sobre los caparazones, pero carecen de lentes, de retina, de mosaico de células sensibles que puedan analizar una imagen y traducirla en información.
Si el escenario es oscuro, también es ruidoso. Todos los krinpit repetían atronadora y continuamente su nombre, bueno el «nombre» en el sentido de que el nombre de la esposa de Franklin Roosevelt era Eleanor. El nombre no era una convención arbitraria, sino el sonido que hacía cada krinpit. Era el sonido lo que los guiaba, lo que palpaba el mundo a su alrededor y les devolvía la información necesaria a sus cerebros ágiles y competentes. Los impulsos de sonar que emitían, para leer los ecos, eran sus «nombres». Cada uno de ellos era distinto, y todos los krinpit los emitían continuamente mientras vivían. Su aparato auditivo principal era la superficie inferior del vientre, tirante como un tambor. Utilizaban un sistema parecido al de los delfines, que les permitía emitir una notable gama de sonidos vocálicos. Las «rodillas» de las patas de doble articulación podían puntuar los sonidos vocálicos con «consonantes» vibrantes. Cada vez que se desplazaban, caminaban rodeados de música. No podían moverse en silencio.
Eran capaces de controlar los sonidos concretos que producían; en realidad, poseían un lenguaje complejo y sofisticado.
Los sonidos que se convertían en sus señales de reconocimiento eran probablemente los que les resultaban más fáciles de emitir, pero podían producir casi cualquier otro sonido en la gama de frecuencia de su oído. En este sentido sus voces se parecían bastante a las humanas.
Así pues, allá a donde fuera Sharn-igon estaba siempre rodeado de su sonido: «Sharn», un ruido creciente y prolongado, como una sierra musical, sobre el que se solapaba un siseo blanco; e «igon», un redoble de tambor que repiqueteaba y bajaba de nuevo a la tónica. Y no era sólo Sharn-igon. Todos los krinpit producían continuamente sus nombres-sonidos básicos, cuando no emitían los de los demás. Y no sólo eran los krinpit. Su entorno les cantaba. Cada uno de sus recintos se distinguía de los demás con máquinas movidas por energía eólica que producían sonidos. Casi todas ellas tenían trinquetes, tubos que emitían zumbidos, bastidores que rugían o cuerdas arqueadas que clamaban a los vientos su propia señal de reconocimiento.
Para unos ojos humanos, Sharn-igon era un cangrejo torcido que se desplazaba rápidamente en medio de una ruidosa masa de otros cangrejos, sumidos en una infernal penumbra rojiza, con un no menos infernal sonido estruendoso que salía de todas partes.
Sharn-igon lo percibía de manera muy distinta. Paseaba sin propósito definido por una calle que conocía bien. La calle tenía un nombre, que se traduciría con bastante fidelidad como «Gran Vía Blanca».
En el cruce de la Gran Vía Blanca con el Rincón de los Reproductores, Sharn-igon entabló conversación con un conocido. -¿Tienes idea del paradero de Cheee-pruitt?
- Negativo. Conjetura: es estadísticamente probable que esté en la zona del lago de la ciudad.
- ¿Por qué?
- Algunas personas heridas o enfermas. Muchos espectadores. Se ha informado de la presencia de varios fantasmas anómalos.
Sharn-igon agradeció la información y se volvió hacia el paseo del lago. Recordó que, hacía algún tiempo, parecía haber habido un fantasma cerca de la residencia de Cheeepruitt, y era anómalo. Básicamente, había dos tipos de fantasmas. Los Fantasmas de Arriba eran muy comunes y fácilmente «visibles» (porque hacían mucho ruido), pero no devolvían ninguna señal de eco para poder hablar al sonar de un krinpit. Cuando podían atrapar a alguno resultaba un buen bocado. Los Fantasmas de Abajo, por su parte, eran casi invisibles. Muy raramente emitían sonidos reconocibles y no devolvían demasiado eco; sólo podían detectarlos cuando sus excavaciones subterráneas dañaban una estructura o una granja krinpit. También eran comestibles, y los cazaban sistemáticamente cuando tenían la suerte de dar con un nido de crías.
Pero ¿qué eran estos otros seres anómalos, que ni eran Fantasmas de Arriba ni de Abajo?
Sharn-igon recorrió apresuradamente el Rincón de los Reproductores hacia la Plaza de los Vendedores de Pescado y luego avanzó por el paseo del lago hacia la animada conmoción del Amarradero de Balsas. Había algo casi invisible meciéndose sobre el fondo del cadencioso oleaje de la bahía. Aunque los krinpit utilizaban el metal en contadas ocasiones, Sharnigon reconoció al momento su brillantez; pero ese metal resplandeciente parecía flotar sobre algo tan blando e inmaterial que no devolvía un reflejo real a su auscultación. Sin embargo, la parte brillante no sólo reflejaba los sonidos de Sharn-igon con una potencia casi cegadora, sino que generaba su propio sonido: un débil gemido agudo y constante, un crujido de arena seca irregular. Sharn-igon no supo identificar esos sonidos; pero claro, nunca había visto una cámara de televisión ni un repetidor de radio.
Detuvo a uno de los krinpit que se alejaba irritado del grupo y le preguntó qué pasaba.
- Algunos krinpit intentaron comerse el fantasma. Están heridos.
- ¿Los hirió el fantasma?
- Negativo. Después de comer, les hizo daño. Un fantasma sigue ahí. Avisa para que no coman.
Sharn-igon atendió a los sonidos que rebotaba el desconocido con más cautela.
- ¿Tú también has comido de los fantasmas?
- Muy poco. Yo también estoy mal.
Sharn-igon se tocó las mandíbulas y siguió su camino, preocupado por Cheee-pruitt. No lo había oído entre la multitud, pero el estruendo era cegador. Unos doscientos krinpit, al menos, raspaban y se deslizaban unos por encima de los caparazones de otros, arremolinados alrededor de la masa sanguinolenta de lo que había sido uno de los «fantasmas». Sharn-igon se detuvo y auscultó la zona, sin saber qué hacer.
Oyó su propio nombre a sus espaldas, mal pronunciado pero reconocible: Sharn-igon. Al girarse, su desarrollado sentido direccional del sonido identificó la fuente. El fantasma parecía haber pronunciado su nombre. Sharn-igon se le aproximó con cautela; no le gustaba su olor, no le gustaba su sonido amortiguado y sombrío, pero sentía curiosidad. Primero, pronunciaba su nombre: Sharn-igon. Y, entre las repeticiones… ¿qué decía? ¿Otro nombre? Con toda seguridad no un nombre krinpit, pero el fantasma lo repetía una y otra vez. Sonaba como OJ med dul LAJ.
En la otra orilla de la Bahía de la Revolución Cultural, a cincuenta kilómetros, Feng Hua-tse aclaró los cubos de miel en las aguas purpúreas y los llevó de vuelta al grupo de burbujas que conformaba el cuartel general del Bloque de Población. Desde la orilla no podía verse el vehículo de aterrizaje. Las protuberantes burbujas lo rodeaban y ocultaban. A través de las paredes transparentes de la más cercana (podían haberlas hecho opacas, pero el grupo había tomado la decisión de que la conservación de la energía era más importante que la intimidad) podía ver las sombras borrosas de las dos mujeres a las que se les había asignado la tarea de atender la enfermería. No se les había encargado esa función porque fueran mujeres, sino porque ellas mismas tendrían que haber estado en la cama. Apenas capaces de caminar, su estado aún les permitía cuidar más o menos de sí mismas y de los dos casos más graves, y no podían prescindir de ningún otro que lo hiciera por ellas.
Feng dejó los cubos limpios dentro de la burbuja de enfermería, lamentando el desperdicio del precioso estiércol, aunque fue él quien tomó la decisión de que los desechos de los enfermos se arrojaran a la bahía en lugar de utilizarlos para fertilizar el diminuto terreno que habían habilitado como jardín. Hasta que estuvieran seguros de qué había matado a un miembro de la expedición y había puesto a cuatro más en la lista de enfermos -¡casi la mitad de sus efectivos aniquilados de un plumazo!-, Feng no correría riesgos de contaminación. Era una pena que su biólogo fuera el más grave de los enfermos: necesitaban sus conocimientos. Feng había sido biólogo aficionado de joven y proseguía con los experimentos con los animales, los informes tactran a Pekín y las revisiones de los enfermos cuatro veces al día.
Se detuvo en la sala de radio. La pantalla de vídeo que seguía al pequeño grupo que había cruzado la bahía continuaba iiiostrando la misma monótona escena. Según parecía, habían dejado la cámara en la balsa, y todo indicaba que ésta había navegando a la deriva llevada por las corrientes lentas y erráticas de la bahía, de manera que la cámara mostraba sólo ocasionalmente una delgada franja de la costa, a un cuarto de kilómetro. De vez en cuando se podía ver a uno de los artrópodos desplazándose deprisa por la orilla, así como vislumbrar sus edificaciones bajas y frágiles. Todavía no había visto a Ahmed Dulla ni al costarricense que lo acompañaba.
Fuera de la burbuja para el equipo de comunicaciones, los dos antillanos echaban tierra sin orden ni concierto dentro de cestas tejidas. Feng les habló con brusquedad y consiguió una efímera aceleración de su ritmo de trabajo. Ellos también estaban enfermos, pero todavía no se sabía a ciencia cierta si padecían el mismo trastorno que los demás. Aquí, pensó con amargura, los antillanos deberían sentirse como en casa. El calor y la humedad eran como los de la jungla. Lo peor era la iluminación, siempre el mismo rojo mortecino, sin alcanzar nunca el brillo suficiente para ver con claridad, ni tampoco oscurecerse nunca del todo. Feng tenía dolor de cabeza desde que habían llegado y, en su opinión, se debía sólo a la vista cansada. Él, al menos, no había probado la comida de Hijo de Kung. En eso había tenido más suerte, o había sido más listo, que los cuatro ingresados en la enfermería y el que había muerto, por no mencionar la docena de ratas y conejillos de Indias que utilizaron para probar las sustancias. Feng maldijo. ¿Por qué había permitido que ese narigudo montañés de Pakistán lo convenciera de que dividieran sus fuerzas? Claro que había pasado antes de que los otros cinco enfermaran rápidamente pero, aun así, había sido un error. Cuando volviera a Shensi, asumió Feng para sus adentros, le esperaba una larga jornada de autocrítica. Si es que volvía.
Levantó dos cestas de tierra en la percha que colgaba del hombro y se las llevó consigo a inspeccionar la presa. En ella radicaba su mayor esperanza. Cuando la acabaran, no les faltaría electricidad para dar energía a las lámparas ultravioleta, almacenadas todavía en la bodega del vehículo de aterrizaje, que transformarían los débiles y frágiles semilleros en resistentes cosechas de alimentos. ¡La tierra de este planeta no tenía nada malo! No importa cuántos enfermaran, incluso que murieran, él sabía que no se debía a la tierra; Feng la había desmenuzado entre el índice y el pulgar, la había olisqueado, había dado la vuelta a un palada y observado con asombro los seres diminutos que se arrastraban por ella y la habitaban. Se trataba de seres extraños, pero su presencia significaba que la tierra era fértil. Lo que le faltaba era una luz solar apropiada. Eso es lo que tendrían que proporcionarle ellos, y lo harían una vez construida la presa; y entonces, se juró Feng, producirían cosechas que serían la envidia de todas las granjas colectivas de la provincia de Shensi.
Cuando emprendió el camino de vuelta, empezaba a llover. Unas gotas cálidas, lentas y gruesas caían por la espalda de Feng bajo su chaqueta de algodón. Había otro aspecto positivo: la abundancia de agua, que no sólo era buena para las plantas, sino que evitaban el crecimiento de esporas. Feng albergaba muchas sospechas de que ellas fueran la causa de la enfermedad. Incluso a través de las nubes podía percibir el calor de Kung Fu-tze. No era visible, pero daba a las nubes el aspecto rojizo e irritado de un cielo sobre una lejana gran ciudad. Seguiría así hasta que la masa de aire que empujaba a las nubes se desplazara; entonces reaparecería esa brasa encendida y distante, y el cielo púrpura negruzco con sus estrellas.
Feng regresó al cuartel general por el sendero del bosque, revisando las trampas. En una de ellas había dos criaturas de varias patas, que recordaban a langostas terrestres. Una de ellas estaba muerta y la otra la devoraba. Feng las tiró a las dos y no volvió a colocar las trampas. No tenía sentido. Carecían de personal para ocuparse de más ejemplares de animales de los que ya tenían. Tres de los cepos habían saltado, pero estaban vacíos, y otro había desaparecido. Feng rezongó para sí, irritado. Era mucho lo que desconocían acerca de la fauna de este bosque de helechos. Para empezar, ¿qué había robado la trampa? Casi (odas las criaturas que habían visto eran artrópodos, tenían aspecto de insectos o de crustáceos, ninguno de mayor tamaño que la mano de un hombre. Sin duda existían animales mayores. Los seres sensibles del asentamiento de la otra orilla de la bahía, de una corpulencia equiparable a la de un humano, eran prueba de ello. Pero los animales salvajes, si existían, no se dejaban ver y, sin duda, había seres que vivían en aquellos helechos altos y leñosos. Podían oírlos, incluso vislumbrarlos de vez en cuando, pero ningún miembro de la expedición había podido capturar o ni siquiera fotografiar todavía a ninguno. Era evidente que si había criaturas pequeñas, también habrìa otras mayores que se las comieran, pero ¿dónde estaba n? ¿Y qué apariencia tenían? ¿Dientes de lobo, garras de felino, pinzas de cangrejo?… Feng se quitó esos pensamientos de la cabeza, no eran tranquilizadores. Sin duda, los humanos serían tan indigestos a la fauna local como ésta les había resultado a los hombres.
Sin embargo, tal vez no se dieran cuenta hasta que fuera tarde.
Empezaba a tener la impresión de que los humanos no iban a encontrar nada que comer en Klong. El biólogo se había limitado a tomar muestras de microorganismos de cada miembro del grupo y a cultivarlos en platillos de agar. Ya no era posible utilizar animales de laboratorio. Todos habían muerto. Y, uno por uno, él había ido probando cada pequeño y prometedor fragmento de planta o animal que le traían, dejando caer un caldo de su sustancia en el agar y, uno tras otro, destruyeron el círculo oscurecido de bacterias que crecían. Eran antibióticos perfectos salvo por un detalle: habrían matado al paciente mucho más rápido que cualquier enfermedad.
Pese a todo… Haz un corte circular en la corteza de los árboles. Déjalos morir. Irriga esos pastos anegados… Los árboles no parecían poseer una verdadera corteza. De hecho, en reali- dad no eran árboles. La tala y quema tal vez no funcionara aquí. ¡Pero algo tendría que funcionar! De un modo u otro, ¡los campos de Hijo de Kung florecerían!
Feng se dio cuenta de que lo estaban llamando.
Se dio la vuelta y se alejó del lugar donde había estado la trampa desaparecida corriendo de regreso a la colonia. A medida que se aproximaba a la playa y las frondas se aclaraban, vio a una de las enfermas que podían mantenerse en pie agitando los brazos nerviosa.
Feng llegó sin aliento.
- ¿Qué? ¿Qué? -refunfuñó.
- ¡Un mensaje de radio del narigudo! Es una señal de socorro, Hua-tse.
- ¡Vaya! ¿Qué decía?
- No decía nada, Hua-tse. Es la llamada de socorro automática. Intenté comunicarme con él, pero no hubo ninguna respuesta.
- Por supuesto -gruñó Feng, asiéndose las manos con rabia. Otra cosa que tendría que admitir ante la comuna. Dos miembros del grupo estaban en peligro, tal vez perdidos, porque él había sido tan insensato como para permitir que sus fuerzas se dividieran. Dos personas irreemplazables, un mon-tañés y un hispano, eso sí, pero personas al fin y al cabo. Su ausencia sería muy grave, y no sólo la de las personas, también la de una de las tres cámaras de televisión. El repetidor de radio. El inapreciable plástico que habían empleado para confeccionar la cobertura del bote. Había sido un despilfarro excesivo. Ya habían malgastado gran cantidad de plástico en las burbujas para alojar a los enfermos, el equipo, sus escasas pertenencias. Eso también había sido una insensatez: el bosque de helechos constituía. una fuente ilimitada de tallos leñosos para las estructuras, de frondas para los techos y paredes. Con este calor húmedo no necesitaban más que eso, pero él, por debilidad, había permitido el hinchado de las cabañas burbuja en lugar de utilizar lo que la naturaleza les proporcionaba.
¿Podían construir otra barca? No estaba nada claro que quedara plástico suficiente para el casco y las velas y, cuando se hubiera acabado, ¿dónde iban a conseguir más? ¿Y a quién iba a enviar? De los once expedicionarios originales, uno estaba muerto, dos desaparecidos y cuatro enfermos. ¿No era una insensatez todavía mayor dividir más sus fuerzas para intentar reparar el daño que el primer error había causado? ¿Y qué podían hacer si construían una nueva barca y cruzaban la bahía? Lo que les hubiera pasado al montañés y al hispano podría también pasarle a quienquiera que siguiera sus pasos. Tenían muy pocas armas, sólo las que se habían llevado Dulla y el otro hombre en la primera expedición, y de poco les había servido…
- ¿Vamos a ir, Hua-tse?
La pregunta lo sobresalió.
- ¿Qué?
- ¿Vamos a intentar ayudar a nuestros camaradas? Feng se apretó las manos con más fuerza.
- ¿Con qué? -preguntó.