I
Cuando Danny Dalehouse fue a Sofía no sabía que la ciudad iba a ser la primera etapa de un viaje mucho más largo, ni tampoco que allí conocería a algunos de sus futuros compañeros. Jamás había oído hablar del inmenso punto de destino, que tenía el poco atractivo nombre de N-OA Besbes Geminorurn 8426, ni tampoco de las personas con las que se iba a encontrar. Se llamaban Nan Dimitrova, y capitán Marge Menninger. El motivo de la visita era la Décima Asamblea General de la Conferencia Mundial sobre Exobiología. Ninguno de ellos se lo estaba pasando mal. Era primavera y por un instante el mundo entero parecía florecer hacia una vida dulce y amable.
En la sesión de apertura, celebrada en el Gran Salón de la Ciencia y la Cultura, había tres mil personas, entre ellas tantos políticos que los quinientos o seiscientos científicos que participarían activamente en la asamblea tuvieron problemas para encontrar sitio. Incluso los traductores tenían que compartir las cabinas. El apuesto y canoso Carl Sagan, que conservaba el aspecto de un vivaz octogenario y no aparentaba la increíble edad que en realidad tenía, pronunciaba las palabras de apertura. Se dirigía en silla de ruedas hacia la tribuna cuando Dan Dalehouse se acomodó con dificultades en un asiento al fondo del salón. Era la primera vez que Dalehouse estaba en Bulgaria. Le habían atraído los parques soleados y se había prometido hacer una visita al museo de iconos centenarios que se encontraba bajo la catedral de San Esteban, a sólo unas manzanas. Pero no quería perderse a Sagan, y la primera sesión plenaria era una conferencia informativa sobre informes tactran. Desconocía por completo parte de ese material. Pensaba que probablemente fuera obra de Sagan. Aunque sólo ocupara el cargo de presidente adjunto honorario, Sagan había pasado el programa íntegro por su filtro de tonterías. Sin duda, merecería la pena oír cuanto hubiera superado esa criba. El científico habló breve y animadamente y se alejó en su silla en medio de la ovación de los asistentes puestos en pie.
Como el orador principal de la apertura había sido norteamericano, el presidente de la sesión informativa de transmisor taquión tenía que proceder de uno de los otros dos bloques. Era una cuestión de etiqueta internacional. Se trataba de un inglés del grupo de Cambridge de Fred Hoyle. Algunos dignatarios del Bloque de Combustible se quedaron a escucharlo por solidaridad, pero la mayoría de los demás políticos abandonó el salón todo lo discretamente que pudo y Dalehouse pudo sentarse algunas filas más adelante, en el pasillo central.
Se dispuso a aguantar los comentarios de presentación del presidente, adormecido por el aroma de flores que entraba por las ventanas abiertas: en Bulgaria el aire acondicionado se utilizaba todavía menos que en Estados Unidos. Dado que había escuchado a los representantes de Alimentos y Combustible, el protocolo exigía que el siguiente espacio fuera para el bloque de Población. Fue un paquistaní el que leyó la primera ponencia, titulada «Informes sobre signos de vida en cuerpos que orbitan Alfa Draconis, Procyon, 17Kappa y el objeto semiestelar de Kung».
Dalehouse estaba medio adormecido, pero cuando oyó el título por los auriculares, se irguió.
- Nunca había oído hablar de esas estrellas -le comentó a su vecina de asiento-, ¿quién es ese tipo?
Ella señaló el programa y el nombre: Doctor Ahmed Dulla, Universidad Zulfikar Ali Bhutto, Hvderabad. Al inclinarse, Dalehouse descubrió que el aroma a flores no procedía de las ventanas sino de su vecina y la miró con más atención. Rubia, un poco robusta pero con una cara bonita, seria y amable. Resultaba difícil adivinar su edad, pero debía de rondar la que tenía él, treinta y tantos. Desde que se divorció, Dalehouse era más consciente de la sexualidad de sus colegas femeninas y de las mujeres que conocía de manera casual, pero también se había vuelto más cauto. Sonrió con gratitud y se volvió a recostar en la butaca para atender a la ponencia.
La primera parte no era muy interesante. Los informes sobre la sonda enviada a Alfa Draconis ya se habían publicado.
No le interesaba demasiado escuchar de nuevo las mediciones fotométricas que establecían la presencia de vida «vegetal» fotosintética en una atmósfera reducida. Había numerosos planetas como ése por ahí que ya se habían explorado y de los que habían informado las sondas taquión con sus cargas de instrumentos, sondas que no abultaban más que un pomelo pero que, milagrosamente, eran capaces de recorrer distancias interestelares en una semana. El paquistaní parecía empeñado en repetir cada palabra de cada uno de los informes, sin olvidarse de comentar el número de otros planetas con atmósfera reducida ya descubiertos y el, según parecía, escaso nivel de la vida evolucionada que habitaba en ellos. La sonda Procyon había perdido su guía y sus informes eran, en el mejor de los casos, ambiguos. Afortunadamente, Dulla no se extendió en los detalles del instrumental. Los datos acerca de 17Kappa Irsdi sonaban mejor -presentaban una atmósfera de oxígeno, al menos, aunque la marcada variación de temperaturas era un mal indicador y los signos de vida, poco precisos-, pero el premio gordo llegó al final de la ponencia.
El objeto semiestelar Kung no era mucho mayor que un planeta. En comparación con las estrellas, resultaba diminuto, apenas lo bastante voluminoso para fundir núcleos e irradiar calor, pero tenía un planeta propio que parecía divertido. Era caluroso, húmedo y de aire denso, pero con la presión parcial de oxígeno casi correcta para resultar apropiado para la vida, incluida la de un grupo de exploración humano, si alguien estaba dispuesto a aportar los recursos económicos para intentarlo. Y los indicadores eran de primera clase: dióxido de carbono, vestigios -sólo vestigios- de metano, buena fotometría… Los únicos parámetros que le faltaban para ser casi igual que Miami Beach eran longitudes de onda de radio.
El paquistaní procedió a explicar cómo la antena parabólica fija de radio de Nagchhu Dzong, en las colinas de Thanglha, había descubierto la estrella Kung, y que el descubrimiento había sido una consecuencia directa de la sabiduría y el ejemplo del difunto presidente Mao. Eso de por sí no era muy interesante, salvo para los demás miembros del Bloque de Población, que mostraban su acuerdo asintiendo con seriedad, pero el planeta parecía bastante raro. La intérprete tenía problemas para seguir el ritmo del paquistaní v, en todo caso, lo que explicaba tampoco pertenecía a la esfera de interés de Dalehouse, aunque llegó a entender que el estudio biótico sólo había abarcado una parte de un hemisferio. ¡Qué curioso! Y no era él el único fascinado. Miró a la fila de los intérpretes, cada uno encerrado en su cabina de cristal individual como cortaúñas y peines de bolsillo detrás de las ventanillas de una máquina expendedora. Cada cabina tenía sus correspondientes cortinas escarlata colgadas, recogidas con una banda dorada, todo muy eslavo y fuera de lugar. Detrás de ellas los intérpretes, con sus cascos de comunicación compactos, parecían astronautas. Uno de ellos era una joven de cara dulce y franca que se inclinaba hacia delante para mirar fijamente al orador, con una expresión que tanto podría ser de incredulidad como de arrebato. No movía los labios; parecía demasiado extasiada para trabajar.
Dalehouse le pidió un bolígrafo a su vecina y escribió una nota en el margen de su programa: lnvstgr Estr Kung, posbl. El paquistaní no había mencionado el nombre del planeta. Todavía no lo tenía, aunque algunos de los Poblas se habían referido a él casi con reverencia corno Hijo de Kung. Con el tiempo, recibiría otras denominaciones incluso peores.
¿Qué puede decirse de alguien como Danny Dalehouse? Escuela primaria, instituto, facultad, posgrado. Consiguió su lustroso título de Doctor a los veintiséis, pero los empleos escaseaban. Pudo impartir un curso de primero de biología durante un año, el siguiente lo pasó becado en Tiblisi y después dedicó otro año largo a estudios de posdoctorado, de manera que tenía más de treinta cuando lo contrataron en el nuevo departamento de exobiología de la Universidad Estatal Michigan. Su matrimonio, que había sobrevivido a un año de dieta únicamente a base de queso y vino blanco en la Georgia soviética, se deshizo en East Lansing. Si se lo contemplaba con una mirada comprensiva podría considerárselo de estatura mediana -un metro setenta con los zapatos puestos- y delgado. Tampoco era especialmente atractivo, pero sí inteligente. Lo bastante inteligente para convertirse, en los tres años que llevaba en la Universidad de Michigan, en uno de los principales expertos del Bloque de Alimentos en la lectura de la telemetría de una sonda de transmisor taquión y en la traducción acertada de los datos. Ello le permitía precisar cuánta vida representaban los indicadores e incluso de qué tipos de vida se trataba. Aunque también fue lo bastante inteligente para comprender que a un analista de telemetría cuya capacidad gozaba de reconocimiento a escala nacional lo considerarían demasiado valioso en el puesto que ocupaba para que se arriesgaran a perderlo en una expedición tripulada a uno de aquellos mundos fascinantes y remotos. Así que dejó de afinar sus habilidades en la interpretación de datos y desarrolló otras pericias como la escalada, el vuelo sin motor y las carreras de larga distancia. Nunca se sabía qué tipo de cualidades atléticas se necesitarían si se tenía la fortuna de ser una de las pocas decenas de elegidos que cada año eran lanzados a otra estrella.
El que estuviera divorciado suponía probablemente un valor añadido. A un hombre que careciera de mucha vida familiar se lo consideraría más capaz de concentrarse en la misión que a otro que se pasara el día pensando en su esposa e hijo a cincuenta años luz de distancia. Dalehouse no había querido que Polly se marchara. Pero, cuando ella hizo las maletas y se fue, él se dio cuenta en seguida de que el divorcio no era tan terrible.
Esa noche, en el bar Aperitif, volvió a encontrarse con la mujer rubia. Dalehouse había acudido al bar a escuchar la conferencia de prensa de los personajes que llenan los titulares, pero la multitud en aquel extremo de la barra era muy densa, y casi todos los que la formaban parecían ser periodistas de verdad a quienes no se creía con derecho a apartar a empujones. Entre sus cabezas y las cámaras alcanzaba a ver de vez en cuando a Sagan y a Iosif Shklovskii sentados juntos en sus sillas al fondo del estrecho salón, mientras les hacían fotos y se intercambiaban comentarios sonrientes y una máscara de oxígeno. Se dirigieron hacia los ascensores y la mayor parte de la multitud los siguió. Dalehouse optó por tornarse una copa y echó una mirada por el bar.
La rubia estaba con dos hombres pequeños, morenos y sonrientes tomando whisky; no, se fijó mejor: ella bebía whisky; ellos, zumo de naranja.
Los hombres se levantaron y le desearon buenas noches y Dalehouse, que seguía buscando un sitio para sentarse, aprovechó la oportunidad.
- ¿Le importa que me siente? Soy Danny Dalehouse, de la Universidad de Michigan.
- Marge Menninger -respondió ella, y no, no le molestó lo más mínimo que se sentara. Tampoco le importó que la invitara a otro scotch, ni devolverle la invitación seguidamente, ni dar un paseo bajo la gruesa luna primaveral búlgara, ni acompañarlo a su habitación para descorchar una botella de vino búlgaro; así que, en conjunto, el día que Danny Dalehouse oyó hablar por primera vez de la estrella de Kung fue una jornada muy completa y placentera para él.
El día siguiente no fue tan bueno. Y eso que empezó bastante bien, a primera hora de la mañana. Se despertaron uno en brazos del otro e hicieron una vez más el amor sin cambiar de postura. Era demasiado temprano para encontrar algo que comer, así que compartieron lo que quedaba de la botella de vino mientras se duchaban y vestían. Luego decidieron salir a dar un paseo.
Por la noche había llovido un poco. Las calles estaban húmedas pero el aire era caluroso y, bajo el delicado resplandor rosado de la salida del sol, los edificios amarillos de María Teresa habían adquirido un tono melocotón cálido y agradable.
- Lo próximo que quiero hacer -comentó un jovial Dalehouse mientras deslizaba el brazo alrededor de la cintura de Marge- es echarle un vistazo a la estrella de Kung.
Ella lo miró con un interés distinto.
- ¿Dispones de medios para hacerlo?
- Bueno… -respondió con menos ímpetu-, no. No, supongo que no. La universidad lanzó cuatro tactranes el año pasado, pero nunca hemos conseguimos subvención para enviar una sonda tripulada.
Ella golpeó suavemente con la cabeza el hombro de Dalehouse.
- Eres más listo de lo que pareces.
- ¿Qué?
- No causas muy buena impresión de buenas a primeras, Danny, muchacho, pero sabes qué estás haciendo en cada momento, ¿verdad que sí? Como anoche. Aquellos dos árabes no sabían cómo conquistarme y entonces entraste tú tranquilamente.
- No tengo muy claro de qué me estás hablando.
- Ah, ¿no?
- No, de verdad que no. -Pero ella no parecía dispuesta a aclarárselo, así que él volvió a lo que en realidad le interesaba-. Ese planeta parece magnífico, Margie. ¡Tal vez incluso haya industria! ¿Entendiste esa parte? Vestigios de monóxido de carbono y ozono.
- No había señales de radio -objetó ella pensativa.
- No. Pero eso no prueba nada. Tampoco habrían captado señales de radio de la Tierra hace doscientos años, pero aquí había una civilización.
Ella frunció los labios pero no respondió. A Dalehouse le dio la impresión de que le inquietaba algo, tal vez alguna de esas cosas de mujeres cuya comprensión siempre se le había escapado. Buscó a su alrededor algo que distrajera a Margie y comentó:
- Eh, mira esos tipos.
Paseaban por delante del Mausoleo Dimitrov. Pese a la hora y a que no había ningún otro ser humano a la vista, los dos guardias de honor permanecían completamente inmóviles con sus uniformes de comedia musical antigua, en los que no se agitaba ni la punta de las largas plumas onduladas.
Margie miró hacia allí, pero, fuera lo que fuese lo que ocupara sus pensamientos, desde luego no parecía que se tratara de turismo.
- Sería un viaje de, al menos, dos años -dijo ella-. ¿De verdad te gustaría ir?
- Esto… me parece que me he perdido, Margie -dijo él interpretando mal el comentario.
- Oh, basta de rollos. Si tuvieras los recursos necesarios, ¿irías? -replicó ella con impaciencia.
- Ponme a prueba.
- Ese paqui estaba visiblemente encantado consigo mismo. Es probable que ya lo tenga todo preparado con el Heredero de Mao para que los Poblas envíen una sonda tripulada.
- Bueno, por mí no hay ningún problema. No quiero ir por razones políticas. Me da igual qué país encuentre por primera vez alienígenas civilizados; lo único que deseo es estar presente.
- Pues a mí no me da igual. -Ella se soltó de él para encender un cigarrillo.
Dalehouse se paró y observó cómo Margie ahuecaba las manos alrededor del mechero para proteger la llama de la suave brisa matutina. Habían bebido mucho y no habían dormido demasiado. Como consecuencia, él sentía cierta debilidad, pero a Marge Menninger no parecía haberle afectado en lo más mínimo. Esa era la primera vez que se había acostado con una mujer sin el intercambio previo de varios capítulos de autobiografía. Sólo la conocía a través de sus sentidos, no tenía ni idea de qué pensaba.
La otra preocupación de Dalehouse en esos momentos era que tenía que leer una ponencia en la sesión de las 10.00 horas -«Estudios preliminares sobre un primer contacto con sensibles subtecnológicos»- y quería un poco de tiempo para añadir algunos comentarios sobre el planeta de la estrella de Kung.
Lanzó una mirada furtiva a su reloj: las 7.30; tenía tiempo de sobra. La ciudad seguía tranquila. En alguna parte oyó, sin llegar a verlo, el primer tranvía de la mañana. A lo lejos, en la misma calle, atisbó dos guardias urbanos que caminaban cogidos de la mano, con la porra oscilando en la mano exterior de cada uno de ellos. Era como si en Sofía no estuviera sucediendo nada más. Le recordó a su propio pueblo en East Lansing, a la misma prometedora hora del día y en la misma época del año, cuando la universidad funcionaba a medio gas durante las clases de verano, y también a las mañanas apacibles en que caminaba o iba en bicicleta a su despacho para disfrutar de esa tranquilidad. Y, por supuesto, desde su divorcio, para salir de su casa vacía.
Claro que, se recordó, Sofía no se parecía en nada a East Lansing: llana y urbana, poco tenía que ver con su pueblo, montañoso y escalonado en niveles de mil metros cuadrados de superficie.
Marge Menninger no se parecía en nada a la ausente Polly, que era morena, diminuta, lista y se aburría en seguida. ¿Cómo era exactamente Marge Menninger? Dalehouse no acababa de decidirse del todo. Marge parecía ser personas distintas. El día anterior, en el Gran Salón de la Ciencia y la Cultura había sido una colega académica más; anoche, lo que a todo joven norteamericano le gustaría encontrarse en la cama. Pero ¿quién era esta mañana? Ya no paseaban asidos de la cintura. Marge iba a un metro de distancia, un poco adelantada, moviéndose ligera, fumando con intensidad y mirando fijamente hacia delante.
Pareció haber tomado una decisión y lo miró:
- Universidad Estatal de Michigan, Instituto de Biología Extrasolar. Daniel Dalehouse, licenciado en letras, máster en ciencias, doctor. Me parece que no te dije que vi unas pruebas de tu ponencia antes de salir de Washington.
- Ah, ¿sí? -Estaba asombrado.
- Una ponencia interesante que hace que me incline a pensar que hablas en serio cuando dices que quieres ir. Danny, chico, tal vez podría ayudarte.
- Ayudarme, ¿cómo?
- Con dinero, querido. Eso es todo lo que tengo que ofrecer. Y me parece que puedo darte algo. Por si no te habías fijado en mi tarjeta de identificación cuando me estabas quitando la ropa, así me gano la vida. Trabajo en la COIDEE.
- Alabada sea la Comisión de la que manan todas las bendiciones -dijo Danny con fervor; eran las subvenciones anuales de la Comisión para la Investigación y Desarrollo de la Exploración Espacial las que mantenían al Instituto de Dalehouse-. ¿Cómo es posible que no te haya visto nunca cuando voy a Washington con mi platillo para recoger limosnas?
- Sólo llevo en la Comisión desde febrero. Soy vicesecretaria para Nuevos Proyectos. El cargo no existía hasta principios de año y me lo agencié. Antes me dedicaba a enseñar la misma especialidad en mi alma máter… entre otros temas; no teníamos lo que podría considerarse un departamento extrasolar. Es una universidad pequeña y pasa una mala racha incluso desde antes de que me licenciara. Y, bien, ¿qué me dices?
- ¿Qué te digo de qué?
- ¿Estabas hablando por hablar? ¿O de verdad quieres una subvención para un viaje tripulado a la estrella de Kung?
- ¡Claro que sí! Dios, claro que quiero.
Ella le tomó la mano con una de las suyas y se la palmeó con la otra.
- Pues puedes considerarlo arreglado. Vaya, ¿qué es eso?
- Pero…
- He dicho que está arreglado. -Ya no lo miraba, algo le había llamado la atención. Habían llegado a un parque muy extenso y, a su derecha, un paseo conducía a un monumento. Flanqueando la entrada al paseo había dos grupos heroicos esculpidos en bronce.
Dalehouse la siguió hacia las estatuas, tan aturdido como resacoso: todavía no lo había asimilado.
- Supongo que tengo que enviar una propuesta -dijo vacilante.
- Más te vale. Mándame un borrador antes de transmitir la propuesta por los canales pertinentes. -Estaba examinando las estatuas de bronce-. ¡Fíjate en esto!
Dalehouse las inspeccionó sin interés.
- Es un monumento a los caídos -comentó-, soldados y campesinos.
- Sin duda, pero no es muy antigua. Ese soldado lleva una metralleta… y uno va en una motocicleta. Y, mira, algunos de los soldados son mujeres.
Se inclinó y examinó los rótulos en caracteres cirílicos.
- Mierda. No sé lo que dice. Pero supongo que se trata de los trabajadores y campesinos dando la bienvenida a los libertadores, ¿no? Debe de ser de la última de las grandes, de la segunda guerra mundial. Veamos, estamos en Bulgaria, de manera que debe de ser el Ejército Rojo echando a los alemanes y esos de ahí son los búlgaros que les dan flores, sentidos apretones de manos de solidaridad fraternal y vasos de agua clara de manantial. ¡Vaya! Dios, Danny, mis dos abuelos lucharon en esa guerra, y también una de mis abuelas. Dos en un bando, uno en el otro.
Dalehouse la miró entre divertido y enternecido, aunque sin acabar de entenderla del todo: resultaba extraño encontrar a alguien que se interesara tanto por el trabajoso combate de infantería en esos tiempos, cuando todo el mundo estaba convencido de que la guerra era un precio demasiado alto para cualquier nación que quisiera sobrevivir.
- ¿Y tu otra abuela? ¿Era prófuga o algo así?
Ella levantó la mirada hacia él durante un instante.
- Murió en los bombardeos -dijo-. Eh, esto es divertido. Desde luego, las estatuas destilaban todo el aire militar que pudiera desear un aficionado a los temas bélicos. Cada una de las figuras expresaba coraje, alegría y resolución con la rotundidad del estilo del realismo socialista. Las habían esculpido para que encajaran en bloques oblongos de cuatro lados, con todas las figuras entrelazadas para que cupieran; recordaba bastante a una lata de sardinas congeladas, retorcidas unas alrededor de otras. Según comprobó Dalehouse, el interés de Margie por la escultura estaba a su vez atrayendo el de otros: unos gendarmes habían llegado al final de su ronda y, de vuelta, pasaban cerca de ellos, observándolos con miradas benignas.
- ¿Qué tienen de tan divertido los soldados? -preguntó Dalehouse.
- Son mi profesión, querido Dan. ¿No lo sabías? Marjorie Mande Menninger, capitán, Estados Unidos, última promoción de West Point o, como digo a veces, última promoción de la prácticamente ultimada West Point. Deberías verme de uniforme.
Encendió otro cigarrillo y cuando se lo pasó para que le diera una calada, él se dio cuenta de que no había estado fumando tabaco. Ella retuvo el humo y luego lo exhaló en una larga columna.
- Ah, aquéllos sí eran buenos tiempos -dijo como en un sueño contemplando las estatuas-. Mira a ese soldado que sostiene al bebé. ¿Sabes lo que le está diciendo al otro? «Adelante, Iván, yo sostendré al niño mientras tú violas a su madre. Luego me tocará a mí.»
Dalehouse se rió. Margie, animada, prosiguió:
- Y ese jovencito está diciendo: «Chocolate? ¿Cigarrillos rusos? Eh, soldado del glorioso Ejército Rojo, ¿te gusta mi hermana?». Y la soldado que le está quitando las flores a la mujer dice: «Vaya, camarada, ¿así que robando productos agrícolas de los parques del pueblo? No te quepa la menor duda de que te espera un largo período en los campos de trabajo». Cuando los soviéticos llegaron aquí, los alemanes ya estaban acabados, pero…
- Margie -dijo Dalehouse.
- … aun así debió de ser bastante emocionante…
- ¡Eh, Margie! Vámonos -dijo él con nerviosismo. Se había dado cuenta de que los gendarmes habían dejado de sonreír y recordó, un poco tarde, que todos los policías municipales habían recibido clases de idiomas para la conferencia.