XIV
Incluso en las favorables condiciones de Jem, con el aire más denso y menor gravedad que en la Tierra, la ecuación que determinaba la capacidad de elevación era categórica. Danny Dalehouse podía transportar lo que quisiera, sólo tenía que añadir más globos a su racimo. Charlie no tenía esa posibilidad. Podía cargar lo que su naturaleza le permitía, hasta un límite. Llevar cualquiera de los regalos de Dalehouse implicaba sacrificar lastre y, por tanto, movilidad. Cargarlos todos era imposible. Cuando Dalehouse le reprendió por darle la ballesta a otro miembro de la bandada -¡en un momento en que parecía haber ha'aye'i por todas partes!-, Charlie cantó apaciguándolo:
- ¡Debo conservar el aparato que habla al aire! No puedo cargarlos a los dos, no puedo con ellos.
- ¿De qué te va a servir la radio si te mata un ha'aye 'i? -Charlie ni siquiera pareció entender la pregunta. La bandada y él estaban cantando una especie de rapsodia sobre el aparato que habla al aire y cómo enriqueció su coro, así que Dalehouse renunció. El que Charlie dispusiera de una radio era una ventaja, pero no en todos los sentidos. Significaba que Dalehouse podía mantenerse en contacto con la bandada desde el suelo mientras ésta permaneciera en la línea de visión o cerca, un hecho que no le había pasado por alto al mayor Santangelo, el nuevo comandante del campamento. A Dalehouse le resultaba cada vez más difícil justificar sus escapadas al aire; y, a la vez, también le resultaba cada vez menos interesante permanecer en la base. Santangelo había impuesto su mando en seguida. Lo había demostrado al enviar a Harriet y Alex Woodring de expedición para intentar entrar en contacto con una remota tribu de excavadores, con la esperanza de que no estuviera corrompida por la relación con los Grasis.
El campamento era dirigido según normas militares cada vez más estrictas.
Dalehouse interrumpió el canto del grupo.
- Debo regresar. Hoy llegan cuatro bandadas más de nuestro pueblo y quiero estar presente cuando aparezcan.
- Iremos contigo, iremos contigo…
- No, no vendréis -los contradijo-. Hay demasiados ha'aye'i cerca del campamento. -Eso era verdad y, también, una consecuencia de los «regalos». Desde que los Viscosos habían descubierto que los globonoides utilizaban los «instrumentos científicos» de Santangelo para vigilar lo que pasaba en su campamento, habían empezado a abatir cuantos se acercaban a menos de un kilómetro. Así pues, los globonoides empezaban a disminuir en algunas zonas y los depredadores estaban cada vez más hambrientos-. Volad por los Valles Húmedos -les ordenó-. Comprobad si vuestro pueblo está bien por allí.
- ¡No hace falta! -cantó Charlie-. Mira las alas de tu amigo Jay que viene de allí ahora mismo. -A lo lejos, el pequeño biplano de Cappy, que volvía de visitar el puesto avanzado apareció por la orilla y empezaba a trazar círculos para aterrizar.
- Entonces, adiós -cantó Dalehouse. Descargó hidrógeno con pericia hasta descender al nivel de los vientos que soplaban hacia tierra, que lo llevaron de vuelta al campamento.
Se estaba convirtiendo en un buen piloto de globos, y bajó sonriente sobre el proyecto preferido del comandante, una pequeña fortificación de barro levantada en la orilla, hasta dejarse caer a tierra en el primer acantilado. Recogió los globos deshinchados, se colgó el hatillo suelto al hombro y se encaminó alegremente al cobertizo del hidrógeno.
Hasta ahí llegó su alegría. La mitad del campamento estaba congregada alrededor de Kappelyushnikov y Santangelo, colina arriba. Jim Morrissey y otra media docena se acercaban a él, con los rostros sombríos. Dalehouse agarró el brazo de Morrissey cuando pasaba a su lado.
- ¿Qué ocurre? -preguntó.
Morrissey se detuvo.
- Problemas, Danny. Ha pasado algo en el puesto avanzado. Harriet, Woodring y Dugachenko… han desaparecido. Cappy dice que el campamento está destrozado y no hay rastro de ellos.
- ¿De Harriet tampoco?
- De nadie, maldita sea. Lo que sí hay es sangre y huellas de krinpit por todas partes. Vamos, tenemos que ir al castillo Santangelo… por si nos invaden por mar, supongo. En todo caso, más vale que vayas allá arriba y veas cuáles son tus órdenes.
¡Órdenes! ¡Qué típico de un oficial del ejército reaccionar de forma exagerada y empezar a dar órdenes a diestro y siniestro! Dalehouse esperó a que pasaran y se dirigió con paso beligerante hacia el grupo reunido en torno a Santangelo y el piloto. Alguien estaba diciendo:
- … no sabía que hubiera krinpit en los Valles Húmedos.
- Si vivieras en Beverly Hills tampoco sabrías que había serpientes de cascabel en California, pero si pasearas por las colinas de Hollywood te despellejarían vivo. Ya basta de discutir -dijo el mayor-. Los que tenéis puestos de defensa asignados, ocupadlos. Durante las próximas veinte horas van a llegar cuatro naves. Sería el momento perfecto para que cualquiera nos pillara desprevenidos, y no lo vamos a permitir. ¡En marcha!
Dalehouse, al que no habían destinado a ningún puesto de guardia, no estaba especialmente inquieto porque se lo asignaran. Cuando el grupo se dispersó, se apresuró a alejarse con los demás, rodeó los límites del campamento y se dirigió a la choza de comunicaciones.
Dentro, el equipo de guardia a cargo de las comunicaciones estaba observando en pantalla un despliegue de símbolos móviles que se desplazaban continuamente sobre una rejilla verde de coordenadas: eran las cuatro naves de reaprovisionamiento que ya estaban en órbita alrededor de Jem, realizando las últimas correcciones de rumbo antes de descender a la superficie. Dalehouse había esperado que Kappelyushnikov apareciera por allí, y así lo hizo poco después.
- Ah, Danny -dijo con tono lúgubre-, tienes el don de encontrar siempre el sitio más adecuado para molestar. Espera mientras compruebo si el gilipollas del controlador de tráfico se ha equivocado y ha colocado por casualidad las naves en la órbita correcta. -Miró la pantalla, gruñó al equipo de guardia, se encogió de hombros y volvió a prestar atención a Dalehouse-. Está siguiendo un rumbo -le informó-, la cuestión es: ¿es el rumbo correcto? Ya lo averiguaremos. ¡Pobre Gasha!
- ¿Estás seguro de que ha muerto?
- No he visto el corpus delicti, por tanto, no puedo asegurarlo, pero había mucha sangre, dos litros como mínimo.
- Pero no viste los cadáveres.
- No, Danny, no los vi. Vi la sangre. Vi las tiendas hechas jirones tan finos que parecían encajes venecianos, ropa tirada por todas partes, y también comida, la radio aplastada, pequeñas huellas de bichos rayadas allá donde mirara. No había cadáveres, de manera que grité un poco, escuché, miré entre los arbustos. Luego volví aquí. Pobre Gasha, por no mencionar al pobre Alexei y al pobre Gregor.
Danny negó con la cabeza en gesto de incredulidad.
- Los krinpit son unas bestias muy ruidosas. No entiendo cómo pudieron asaltar el campamento por sorpresa, y si no los sorprendieron deberían de haber sido capaces de cuidar de sí mismos. Santangelo les hizo llevar armas.
Kappelyushnikov se encogió de hombros.
- Si quieres, te llevo en el avión y estudias la escena del crimen en persona. Perdona, pero la primera nave está a punto de salir de órbita y debo asegurarme de que el controlador mantenga el nivel de precisión personal requerida.
La mitad del personal de la primera nave era un grupo de combate, un hecho que antes habría supuesto una sorpresa muy desagradable para Dalehouse, pero que ahora no se lo parecía tanto. Mientras todavía estaba en órbita, se había informado por radio de la situación al coronel vietnamita que estaba al mando, de manera que el pelotón formó fuera de la nave en cuanto desembarcaron y al instante sacaron las armas y corrieron a reforzar a los guardias del perímetro. En la segunda nave los militares también eran mayoría, pero entre ellos Dalehouse reconoció un rostro. Tardó un instante en establecer la relación, pero luego no le cupo duda: era la chica búlgara que había intercedido por él y Marge Menninger en Sofía. La llamó y la saludó agitando la mano; ella pareció sorprendida, luego sonrió, de manera muy atractiva, pensó Dalehouse, y le gritó un saludo. Hasta ahí pudieron llegar. A esas alturas, el nuevo coronel ya había hablado con el mayor Santangelo y el campamento entero fue movilizado. El vietnamita -se llamaba Tree- requisó a Kappelyushnikov y al avión. Pasaron más de dos horas sobrevolando el campamento en círculos cada vez más amplios, primero a mucha altitud, luego casi rozando las copas de los árboles. Antes de volar había ordenado desmontar todas las tiendas. Cuando aterrizó el tercer cohete, volvían a estar montadas, ahora en hileras de a seis, en cuatro filas paralelas, en lo que se había convertido en la calle de una compañía militar. En cada esquina del campamento se excavaron zanjas, y de la tercera nave salieron ametralladoras y lanzallamas que se situaron en ellas. Los escasos no especialistas sin rango militar a los que no habían destinado a descargar, organizar las tiendas o excavar zanjas se encargaban de clavar estacas de acero en el suelo diez metros más allá de los límites del campamento. Entre el cargamento de la tercera nave había dos inmensas bobinas de alambre de púas que, cuando el último vehículo interestelar empezó a descender, ya había sido tendido a lo largo de las estacas.
Por una vez, cuando la cuarta nave se hizo visible muy por encima del lejano horizonte del lago-océano, los cielos de Jem se volvieron casi claros. Primero hubo un gran estallido de intensa luz, como la de un meteorito, a medida que los escudos de entrada ablativos absorbían lo peor de la energía excedente y la despedían en fragmentos incandescentes. Luego la propia nave quedó a la vista, descendiendo por un instante en caída libre. Una rápida llamarada del reactor realizó una corrección del rumbo. Al instante el disparador del paracaídas se liberó, tirando de los tres paracaídas principales tras él. La nave pareció quedar suspendida y casi inmóvil en el aire rojizo; pero lenta, muy lentamente, se fue haciendo más voluminosa hasta situarse casi encima de sus cabezas, a doscientos metros de altura. Soltaron los paracaídas y bajó sobre sus cegadores y ensordecedores cohetes hasta la playa.
Dalehouse hizo recuento y comprobó que había presenciado cinco de esos aterrizajes, sin contar el que él mismo había vivido. Observándolos, todos resultaban casi milagrosos y diferentes entre sí. Incluso las naves eran distintas. De las cuatro nuevas, sólo una tenía la forma alargada y plateada de la suya. Las otras tres eran conos dobles achaparrados que, al asentarse sobre las plataformas de aterrizaje medían tan sólo diez metros entre la punta y la parte inferior redondeada, aunque alcanzaban casi los veinte de ancho en el punto más amplio.
La primera persona que salió de la nave fue Marge Menninger.
No era ninguna sorpresa. Lo sorprendente era que no hubiera venido antes. Dalehouse se dio cuenta de que había estado esperando verla aparecer de cada nave que aterrizaba. Parecía cansada, desarreglada y agobiada, y obviamente había estado durmiendo con su uniforme de trabajo verde oliva durante toda la semana de la fase de tránsito. Aun así, a Dalehouse también le parecía que su aspecto era más que aceptable. Los miembros femeninos del grupo del Bloque de Alimentos no habían sido elegidos por su atractivo sexual. Aparte de algún raro y ocasional achuchón con alguien que no le atraía demasiado -impulsado unas veces porque hacía que uno de los globonoides liberara unas gotas de su zumo de la alegría, y otras sólo por aburrimiento-, la vida sexual de Dalehouse había sido escasa, triste y aburrida. Margie le hizo recordar tiempos mejores.
Margie también había progresado desde los tiempos de Sofía; las insignias de las solapas del cuello ya no eran las barras de capitán sino las águilas de coronel, y al hacerse a un lado para dejar desembarcar al resto de las tropas, el coronel Tree y el mayor Santangelo empezaron a darle informes rápidamente. Ella los escuchaba con atención, mientras sus ojos hacían inventario del campamento, del perímetro de defensa y del progreso del desembarco. Luego empezó a hablar con frases rápidas y cortas. Dalehouse no estaba lo bastante cerca para poder oír sus palabras, pero no cabía duda de que eran órdenes. Tree discutió algo. Con buen talante, Margie le puso el brazo alrededor del hombro mientras le respondía, y cuando el vietnamita se alejaba con cara de pocos amigos para hacer lo que le había ordenado, le dio unas palmadas en el trasero. Sin interrumpir la conversación, Santangelo y ella se dirigieron hacia el centro de mando. Dalehouse empezó a replantearse sus ideas sobre lo que podía esperar de su reencuentro con Margie Menninger.
Cuando se aproximaban al lugar donde se encontraba, ella lo vio y extendió los brazos:
- ¡Eh, Dan! ¡Encantada de verte! -Lo besó con entusiasmo-. Tienes un aspecto estupendo o, como mínimo, todo lo estupendo que se puede tener con esta luz.
- Tú también -dijo él-. Mi enhorabuena.
- ¿Por qué, por estar aquí? Ah, te refieres a las águilas. Bueno, tuvieron que dármelas para poder manejar a Guy Tree. Dimitrova debe de andar por ahí, ¿la has visto? Bien, si pudiéramos conseguir que el paqui nos hiciera una visita podríamos pasar un buen rato hablando de los viejos tiempos en la cárcel búlgara.
- Coronel Menninger…
- Muy bien, mayor, ya voy. No te preocupes, Dan. Tenemos mucho de que hablar.
Se quedó mirándola. En los viejos tiempos del Rotsy en la facultad, antes de que la abandonara cuando se hizo evidente que nadie tendría que volver a luchar nunca más en una guerra, los coroneles le habían parecido muy distintos. No se trataba de que ella fuera mujer y, además, una mujer bonita y joven. Los coroneles habían parecido tener algo más en la cabeza de lo que tenía Margie Menninger, sobre todo los que heredaban una situación como la de aquel momento, en la que habían estado muy cerca de pulsar el botón del pánico.
Un hombre fornido con uniforme de sargento le estaba hablando.
- ¿Es usted el doctor Dalehouse? Tiene correo en la biblioteca.
- Oh, claro. Gracias. -Dalehouse tomó nota del hecho de que la expresión del sargento era a la vez sorprendida y un poco divertida, pero comprendió ambas reacciones.
- No está mal, la coronel -dijo con benevolencia. No esperó a que le respondiera.
La mayoría del «correo» era de la Universidad de Michigan y el Doble-A-L, pero una de las cartas fue una sorpresa. ¡De Polly! Le quedaba tan lejos y hacía tanto tiempo de aquello que Dalehouse casi había olvidado que había estado casado. No se le ocurría ninguna razón para que le escribiera. Casi todos los miembros de los dos primeros grupos habían recibido también correo, y los textos que habían leído en los visores eran deprimentes. Dalehouse se metió las fichas en el bolsillo y se dirigió al almacén privado de artículos útiles que tenía Kappelyushnikov en la cabaña de hidrógeno. El piloto hacía tiempo que había gorroneado cuanto había considerado esencial para vivir bien en Jem, y entre esos objetos estaba su propio lector de microfichas. Con curiosidad, Dalehouse colocó en su sitio la carta de su ex esposa.
Querido Daniel:
No sé si estás al corriente de que el abuelo Medway murió el verano pasado. Cuando se legalizó el testamento resultó que nos había legado la casa de Grand Haven a los dos. Supongo que no se preocupó de cambiar el testamento tras nuestro divorcio.
No es que valga mucho, pero sí tiene algo de valor. El abogado dice que está tasada en 43.500 dólares. Todo esto me resulta un poco incómodo. Tengo la sensación de que vas a decir que renuncias a tu parte. Bien, si es eso lo que quieres, te agradecería que firmaras un acta de cesión a mi favor y que la legalice un notario, ¿hay algún notario ahí? Si no, ¿me dirás qué quieres hacer?
Pese a todo, estamos bien, Daniel. Detroit sufrió otro apagón la semana pasada, los disturbios y saqueos fueron bastante graves y va a ser difícil hacer frente a los nuevos impuestos especiales de emergencia, por no mencionar los días sin calefacción, la suspensión de la televisión durante el día y las terribles noticias sobre la política internacional. La mayoría cree que todo se debe a lo que está pasando en el planeta en el que estás…, pero no es culpa tuya, ¿verdad que no? Te recuerdo con mucho afecto, Daniel, y espero que tú a mí también.
PAULINE
Sentado en el borde del catre de Kappelyushnikov, Dalehouse depositó el lector en el suelo con expresión pensativa. La casa de Grand Haven. En realidad no era más que un bungalow, con al menos cincuenta años de antigüedad y sólo parcialmente actualizado, pero Polly y él habían pasado allí la luna de miel, en un enero nevado, con un viento que soplaba día y noche desde el Lago Michigan sobre el acantilado. Claro que se podía quedar con la casa. Probablemente alguien del campamento podría legalizar una declaración de renuncia, dotarla, al menos, de los visos de legalidad para satisfacer a algún tribunal suplente del interior del país.
Se desperezó sobre el catre, pensando en su ex esposa y en la carta. Las noticias que llegaban de la Tierra no habían parecido ni muy interesantes ni muy relevantes, y Dalehouse se había pasado mucho más tiempo pensando en los globonoides y las complicaciones de la vida en Jem que en los breves párrafos que leía en el muro de noticias del campamento. Sin embargo, Polly había hecho que todo sonara grave. ¡Disturbios, saqueos, apagones, días sin calefacción! Decidió que hablaría con alguno de los recién llegados en cuanto dejaran de ir arriba y abajo y se instalaran. Con aquella chica búlgara, por ejemplo. Podía informarle sobre lo que estaba sucediendo en realidad en casa y, además, era una persona muy agradable. Se tumbó medio adormecido intentando decidir si era mejor hablar con ella en ese mismo momento o seguir disfrutando del espacio privado de Kappelyushnikov para pensar en sus cosas.
La decisión no la tomó él.
- Hola, doctor Dalehouse -lo saludó la voz de Ana Dimitrova-. El señor Kappelyushnikov me dijo que estaría aquí, aunque debo confesar que no estaba segura de que lo dijera en serio.
Dalehouse abrió los ojos y se incorporó mientras Cappy y la chica se agachaban para pasar por la entrada de la cabaña. La expresión del piloto evidenciaba que, pese a lo que le hubiera dicho a la traductora, esperaba no encontrar a nadie dentro, pero se recuperó de la decepción y dijo:
- Ah, Anyushka, debes aprender a confiar en mí. Aquí tienes una vieja amiga que viene a verte, Danny.
Dálehouse aceptó el apretón de manos formal que ella le ofreció. Tenía una bonita sonrisa, observó. Es más, si no hubiera llevado el pelo recatadamente recogido atrás y no evitara el maquillaje, habría sido bastante atractiva.
- Esperaba tener la oportunidad de hablar con usted, señorita Dimitrova.
- Ana, por favor. Unos antiguos compañeros de celda no deben ser tan formales.
- Pensándolo bien -intervino el piloto-, no debemos imponer nuestra presencia al querido Danny, que sin duda tiene hambre y debe ir inmediatamente al comedor o correrá el peligro de perderse una excelente comida de carne de perro con babas.
- Buen intento, Cappy -admitió Dalehouse-, pero no, no tengo hambre. ¿Cómo van las cosas por la Tierra, Ana? Acabo de oír algunas noticias poco tranquilizadoras.
La expresión de Ana se ensombreció.
- Si las noticias que ha oído eran de violencia y desastres, entonces sí, así es como están las cosas. Antes de que saliéramos los noticiarios de la televisión informaban de que se iba a imponer la ley marcial en Los Ángeles y también en varias ciudades de Europa. Un buque de la marina australiana se hundió cerca de la costa de Perú.
- Santo Dios.
- Oh, y hay mucho más, doctor Dalehouse…, Dan. Os hemos traído todos los periódicos recientes, así como cintas con los programas de televisión… es una biblioteca bastante amplia, según tengo entendido. Creo que son más de veinte mil libros en microfichas, traídas cumpliendo órdenes expresas de la coronel Menninger.
- ¿Veinte mil libros? -Dalehouse negó con la cabeza-. Nunca la había tenido por una gran lectora.
Ana sonrió y se sentó en el suelo delante de él cruzando las piernas.
- Por favor, pongámonos cómodos. A mí también me asombra a veces la coronel Menninger. -Vaciló un momento y añadió-: Sin embargo, no siempre te puedes fiar de ella. Durante mucho tiempo esperé poder consultar con mi gobierno antes de venir, como ella me había prometido, pero no pude. A ninguno de nosotros se nos permitió abandonar el campamento hasta que nos llevaron en avión hasta la pista de lanzamiento. Tal vez no quería arriesgarse a exponernos a la inestable situación que nos habríamos encontrado.
- ¿Tan mal están las cosas?
- Peor -gruñó Kappelyushnikov-. ¿Ves, Danny? Deberíamos sentirnos agradecidos por estar aquí, en un planeta seguro con las comodidades de un paraíso tropical como Jem, en el que sólo muy de vez en cuando un grupo aislado es aniquilado por cucarachas gigantes.
- Esa es otra -dijo Danny-, Marge Menninger no parece particularmente preocupada por la crisis de ayer.
- No hay motivos para preocuparse, querido Danny. El pequeño coronel vietnamita y yo hemos registrado minuciosamente cada centímetro en diez kilómetros a la redonda en todas direcciones, utilizando magnetómetro y escáners de infrarrojos, además de expertos ojos de piloto. No hay ningún objeto metálico mayor que una cesta de pan cerca, te lo aseguro, y tan sólo tres o cuatro criaturas mayores que una rata-cangrejo, así que duerme tranquilo esta noche. En tu propia cama -añadió con mordacidad, y no le hizo falta decir «y pronto».
Ana fue más rápida que él.
- Ése es un buen consejo, Cappy -dijo levantándose-, creo que yo misma lo seguiré.
- Te acompaño -tronó Kappelyushnikov-. No, no te molestes, Danny, ya veo que estás muy cansado.
Ana suspiró.
- Gospodin Kappelyushnikov -lo reprendió-, aparte del hecho de que estoy cansada y bastante desorientada por todas estas nuevas experiencias, tú y yo apenas nos conocemos. Espero que seamos amigos. Por favor, no me lo pongas difícil comportándote como un cosaco con una doncella campesina.
Primero Cappy pareció avergonzado, luego irritado, y al momento sonrió.
- Anyushka, eres una encantadora chica eslava. Sí, seremos amigos en seguida. Más adelante, tal vez algo más…, pero -añadió a la ligera-, sólo al apropiado estilo soviético, nada de caricias prematuras, ¿vale? Bien, ahora paseemos los tres por las agradables tinieblas jemianas hasta tu tienda.
Ana se rió y le dio una palmada en el hombro.
- ¡Oso ruso! Vamos, entonces. -Ella salió primero y se detuvo un instante, contemplando el campamento cada vez más silencioso. Los focos que señalaban el «día» oficial ya estaban apagados, pero Kung se divisaba claro y rojizo en el cielo sobre sus cabezas-. No sé si podré acostumbrarme a un mundo donde nunca es de noche -se quejó.
- Es un grave inconveniente para ciertas actividades, en efecto -coincidió Kappelyushnikov. Subieron el acantilado y caminaron por él hacia la zona de tiendas de mujeres. Al borde de la sección, rodeada por una línea de cantos rodados en lugar de césped, había una tienda más grande que las otras. Delante ya habían colocado una piedra plana en la que con una plantilla se había escrito: Col. M. Menninger, Mando.
Margie se está poniendo cómoda -comentó Dalehouse. -Es un privilegio del rango -dijo Kappelyushnikov, pero estaba mirando a la playa, a las cuatro nuevas naves, una alta y delgada y las otras tres achaparradas, que descansaban sobre sus plataformas de aterrizaje.
- Es raro, ¿no? -dijo Dalehouse-. Esas tres no se parecen a las demás.
Cappy lo miró.
- Sí que eres observador, Danny -dijo en un tono extraño.
Muy bien, Cappy. ¿Cuál es el secreto?
- ¿Secreto? Aun simple piloto no le cuentan secretos, pero tengo ojos y puedo hacer conjeturas.
- Vamos, Cappy. Tarde o temprano nos vas a contar tu conjetura, ¿por qué no lo haces ahora?
- Dos hipótesis, no una -le corrigió-. Primero, fíjate en la forma de las tres naves espaciales nuevas. Imagínatelas partidas por la mitad, formando dos pequeños conos independientes. A continuación imagínate a los seis conos resultantes colocados sobre sus bases alrededor del perímetro del campamento e intenta visualizar que esas largas y estrechas portillas totalmente innecesarias para la navegación por el espacio se abren. ¿Qué tenemos?
- Unos conos boca abajo con portillas largas y estrechas -aventuró Dalehouse.
- Sí, exacto. Sólo que cuando se instalan en un perímetro defensivo les damos otro nombre. Las llamamos «emplazamientos de ametralladoras». -Suspiró-. Creo que estamos ante un nuevo triunfo del diseño de la ingeniería multiuso, y no es casual que sea así.
- Resulta muy dificil de creer -objetó Ana-. Al fin y al cabo, somos un grupo de exploración pacífica, ¡no un ejército de invasión!
- Sí, eso también es exacto. Debe de ser una pura coincidencia que tantos miembros de un grupo de exploración pacífica sean también soldados.
Dalehouse y la chica se quedaron en silencio, estudiando las naves espaciales.
- Me gustaría no creerte -dijo Ana por fin-, pero tal vez…
- ¡Espera un momento! -la interrumpió Dalehouse-. Esas tres naves…, ¡ninguna tiene etapa de regreso! ¡Por eso son tan bajas!
Kappelyushnikov asintió.
- Ésa es la segunda conjetura -añadió cansino-, sólo que no es una conjetura. Una biblioteca de veinte mil libros no es una lectura ligera para un fin de semana. Las naves espaciales que se separan para reconvertirse en fortificaciones no sirven para un viaje de ida y vuelta. Las naves no habilitadas con cápsula de retorno no son un accidente. La suma es evidente. Alguien ha pensado que muchos de nosotros no volveremos jamás a nuestro viejo y querido planeta Tierra.
Para Delahouse, poder subir al cielo jemiano al día siguiente fue una victoria, pero no sabía cuántas victorias más de ese tipo podría disfrutar. El día había comenzado de manera poco prometedora. En cuanto se encendieron las luces «matinales», había encontrado un breve memorándum en el banco de la parte interior de la puerta de la tienda que le informaba de que, desde las 8.00 horas del día estándar, debía considerarse bajo disciplina militar con el rango asimilado de capitán. De camino al desayuno se había cruzado con un ordenanza que llevaba dos bandejas cubiertas a la tienda de Margie. ¡Un ordenanza! Ni siquiera la difunta Harriet Santori había llegado tan lejos. Y de vuelta, al pasar de nuevo por delante de la tienda, había visto salir al coronel vietnamita.
No era asunto suyo a quién metiera Marge Menninger en su cama, y todo este pueril alboroto militarista no tenía nada que ver con sus objetivos en Jem. Pese a todo, lo cierto era que ese día Dalehouse no estaba disfrutando de su vuelo tanto como solía.
Para empezar, Charlie y su bandada no estaban a la vista…, en parte porque el mayor Santangelo se había empeñado en que sobrevolaran otras zonas de Jem para que les trajeran información pero, sobre todo, porque el propio Dalehouse era reacio a que estuvieran por allí, con tantos ha'aye'i agazapados en las nubes para abalanzarse sobre ellos. Había insistido en que permanecieran, al menos, a dos kilómetros del campamento Grasi; tal vez a esa distancia estarían a salvo. Mientras tanto, Dalehouse llevaba consigo la carabina ligera y esperaba cobrarse como mínimo un par de ha'aye'i antes de que Charlie volviera. En el campamento ya había un globonoide, medio mascota y medio convaleciente, esperando que la bolsa de gas desgarrada por un ha'aye'i se suturara lo bastante para poder volver a volar. Dalehouse no quería que Charlie acabara haciéndole compañía.
En un intento de parecer apetitoso, se deslizó por debajo un cúmulo-humilis. Era el tipo de nube que los tiburones del aire escogían para esconderse. Si había alguno allí, en ese momento no tenía hambre.
Soltó gas y se dejó caer alejándose de la nube cuando una corriente ascendente de aire empezaba a absorberlo hacia ella; si había algún ha'aye'i, prefería encontrárselo en el aire despejado, y no donde pudiera echársele encima antes de poder dispararle. Una corriente de vuelta lo empujó hacia el campamento y contempló, desde medio kilómetro de altura, la ajetreada escena. Unas veinte personas seguían descargando las nuevas naves. Otros limpiaban los alrededores de arbustos y árboles para ampliar el perímetro de la base y, más allá, hacia las colinas, en un prado natural de enredaderas espinosas, un diminuto tractor abría surcos. ¡Eso era nuevo! El tractor debió de salir de una de las naves, y los surcos eran la señal inequívoca de que alguien planeaba cultivar.
Era una decisión más que razonable, incluso una buena noticia; sin duda, podrían comer verdura fresca, y si los Grasis habían sido capaces, también lo serían los Gordos. Aun así, había algo en todo aquello que le inquietaba, algo que no acababa de definir, ¿tendría que ver con el hecho de utilizar soldados para cultivar? ¿Trabajos forzados en el campo?
Desechó la idea; estaba bajando demasiado.
Soltó un poco de lastre y el agua cayó sobre la tierra recién arada como una cortina de lluvia de juguete. Le rondaba la memoria algo que empezaba a resultarle molesto. Por alguna razón, le hacía recordar a su profesor de antropología de la facultad, un hombre amable y poco exigente que se parecía mucho a Alex Woodring…
A Alex Woodring, que ahora estaba muerto junto con Gasha y el cabo búlgaro que no había llegado a conocer bien.
Todos sus pensamientos resultaban deprimentes esa mañana. Sus reservas de hidrógeno y lastre estaban bajas, y evidentemente los ha'aye'i habían aprendido a distinguir entre un globonoide y un ser humano meciéndose bajo un racimo de bolsas atadas como una red. Ese día no se iban a dejar engañar. Con reticencias, giró sobre la playa, soltó gas y se dejó caer sobre los guijarros de arena.
Cuando hubo recogido y almacenado los globos deshinchados, vio que Margie Menninger se acercaba, acompañada de la sargento que era su ordenanza.
- Bonito vuelo, Danny -dijo-. Parece divertido. ¿Me llevarás algún día ahí arriba?
El la miró inmóvil por un instante. Seguía pareciendo muy atractiva, incluso bajo la luz pardusca de Kung, que le oscurecía los labios y ocultaba el dorado de su cabello. Llevaba un uniforme nuevo, muy ceñido, y el peinado corto le favorecía mucho cuando se movía.
- Cuando quieras, Marge. ¿O debo decir «coronel»? Se rió.
- Todos los nuevos oficiales sois iguales, tan preocupados por el rango. Ahora no estamos de servicio, Danny, así que soy Marge. Ya aprenderás.
- No estoy muy seguro de que quiera aprender a ser soldado.
- Oh, ya le cogerás el truco -le aseguró-. Tinka, toma nota. Vamos a dar un paseo, ¿te parece?
La sargento se les adelantó y se dirigió corriendo al vallado de alambre de púas. Los soldados que estaban en el foso de la esquina apartaron una sección de la alambrada para que los tres pudieran pasar; el sargento al mando del puesto saludó sin energía a Margie, que asintió complacida.
- Si alguien nadara en estas aguas -dijo-, ¿acabaría devorado por algo?
- Que sepamos, hasta ahora no. Nosotros lo hacemos a todas horas.
- Parece bastante tentador. ¿Quieres acompañarme? Dalehouse sacudió la cabeza, no para negar sino como gesto de sorpresa.
- Margie, eres especial. Creía que los coroneles tenían que estar ocupados siempre, sobre todo si pensaban que sus tropas necesitaban guardia armada y vallas de alambre de púas día y noche.
- Querido Danny -dijo ella de buen humor-, no hace mucho que soy coronel, pero he enseñado la teoría a un par de miles de novatos en Point. Creo que tengo un conocimiento bastante bueno de los principios básicos. Un coronel no tiene que hacer mucho, sólo encargarse de que los demás lo hagan todo, y esta mañana ya he dedicado a esa tarea cuatro preciosas horas de duro trabajo.
- Sí, ya vi salir de tu tienda al coronel Tree.
Ella lo miró pensativamente. No replicó nada y recuperó el hilo de lo que estaba diciendo:
- Por lo que se refiere a tu segundo comentario, la vigilancia del perímetro es simplemente un procedimiento operativo estándar a partir de ahora, pero hay patrullas en los bosques, reconocimiento aéreo cada hora y, además, Tinka es una experta muy capacitada en el uso de todo tipo de armas de mano. Me parece que no correrás peligro alguno.
- No estaba preocupado por mi seguridad personal.
- No, no lo estabas. Lo que te preocupaban eran las tropas a mi mando y en su nombre te agradezco la preocupación. -Sonrió y le palmeó el brazo-. Espera un momento. -Extrajo una cajetilla de cigarrillos del bolsillo, se acurrucó tras él para protegerse del viento y encendió uno con habilidad. Inhaló profundamente y extendió la mano, pasándole el canuto. Cuando exhaló, llamó a la sargento:
- ¡Tinka!
- Mi coronel.
- Cuando limpie la próxima remesa de maría, guarde las semillas. Veremos si podemos cultivar aquí estas pequeñas cabronas.
- Sí, mi coronel.
Danny dio una larga calada, empezando a relajarse. En el peor de los casos, estar con Margie Menninger nunca era aburrido. Mientras exhalaba despacio la miró de arriba abajo con admiración. Ya se había acostumbrado al calor, a la baja gravedad que tanto desconcertaba al principio, al aire denso que había molestado a todos los demás durante semanas. Era una mujer muy especial.
Cuando hubieron acabado de pasarse el porro el uno al otro ya estaban fuera del alcance de la vista de la guardia del perímetro, donde la playa se ensanchaba bajo un alto y despojado acantilado. Margie se detuvo y miró a su alrededor.
- Parece un sitio tan bueno como cualquier otro -comentó-. Tinka, ocupe su puesto.
- Sí, mi coronel. -La sargento ascendió con agilidad por la pared del acantilado hasta arriba del todo y Margie se quitó el uniforme. No llevaba nada debajo.
- Si te quieres bañar, ven. Si no, quédate y ayuda a Tinka a vigilar. -Y se zambulló en el agua.
Fuera por la maría, por la compañía o por lo que fuese, lo cierto es que Dalehouse se sentía mejor que el resto del día. Se rió en voz alta, se quitó la ropa y se unió a Margie.
Diez minutos después, ambos estaban de vuelta sobre la playa, incómodamente tumbados sobre sus ropas, esperando a secarse.
- Uf-dijo Margie-, si alguna vez puedo prescindir de gente para formar un destacamento de castigo, me encargaré de que quiten estas piedras de la arena.
- Te acabas acostumbrando.
- Sólo si no tienes más remedio, Danny. Voy a hacer de esto un buen campamento, si puedo…, un lugar como es debido. Por ejemplo, ¿sabes qué vamos a hacer esta noche?
Giró la cabeza para mirarla.
- ¿Qué?
- El primer baile oficial del campamento jemiano del Bloque de Exportación de Alimentos.
- ¿Un baile?
Sonrió.
- ¿Ves lo que pretendo? A esos cazurros que dirigían este campamento hasta ahora ni se les pasó por la cabeza, pero no tiene nada de especial: extiendes unas mantas sobre la arena, pones unas cintas en el reproductor y ya está. Fiesta especial del sábado noche: lo mejor que hay en el mundo para levantar la moral.
- Probablemente seas el mejor coronel del ejército de Estados Unidos para divertirse -comentó Dalehouse.
- Y para todo lo demás que implica ser coronel también, Danny. No lo olvides.
- Bien, no lo haré, Margie. Y lo creo, sólo que resulta un poco difícil tenerlo en cuenta en las, eh…, en las presentes circunstancias.
- Bueno, me pondré la ropa si eso te ayuda a concentrarte.
No he venido aquí sólo para jugar y divertirme. Quería hablar contigo.
- ¿De qué?
- De todo lo que quieras contarme: cómo crees que van las cosas, qué no se está haciendo que debería hacerse, qué has aprendido al estar aquí que yo no sepa todavía…
Dalehouse se incorporó apoyándose en un codo para mirarla. Ella le devolvió la mirada con serenidad, rascándose el abdomen desnudo justo encima del vello púbico.
- Bueno -dijo-, supongo que has visto todos los informes sobre los contactos establecidos con las criaturas autóctonas.
- Los he memorizado, Danny. Incluso he visto algunos de los ejemplares en Detrick, pero no estaban en muy buenas condiciones, sobre todo el reptador.
- ¿El excavador? No hemos tenido mucha suerte con ellos.
- La hemos cagado, diría yo.
- Bueno, sí, es así, pero sí conseguimos unos diez ejemplares, dos de ellos vivos. Morrissey tiene un informe completo que todavía no ha transmitido. Dice que son agricultores, agricultores subterráneos, lo que es una idea muy interesante. Plantan ciertos tipos de tubérculos en los techos de sus túneles. Morrissey pensaba hablar con el experto que se supone venía con vosotros…, no sé cómo se llama.
- ¿Sondra Leckler? No ha venido, Danny. La taché de la lista.
- ¿Por qué?
- Razones políticas. Es canadiense. -Lo miró pensativamente-. ¿Ese dato te dice algo?
- Nada en absoluto.
- No, claro, eso pensaba. Canadá votó a favor de la extensión a mil kilómetros de las aguas territoriales propuesta por Perú en la ONU. Eso es tontear públicamente con los Poblas, y todos saben que Canadá siente una predilección especial por los Grasis debido a sus malditas arenas bituminosas de Athabasca. En este momento, los canadienses son políticamente poco fiables. Había cuatro canadienses asignados para este viaje y me los cepillé a todos.
- Eso suena bastante paranoico -comentó Danny.
- No, realista. No tengo tiempo para enseñarte lo dura que es la vida, Danny. ¿Qué más me cuentas? Y no me refiero a los excavadores.
La miró pensativamente. Estaba tumbada boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, cómoda en su desnudez mientras entrecerraba los ojos hacia el resplandor rojizo de Kung. Para ser un chica un poco rechoncha, su cintura se curvaba bellamente en las caderas y sus pechos eran redondeados incluso tumbada sobre la espalda. Sin embargo, bajo aquel cabello rubio había un cerebro que Dalehouse no entendía del todo.
Se recostó y dijo:
- Bueno, están los globonoides. Es la especie que más conozco. Nuestra bandada habitual ha ido al polo de calor, pero hay otra sobre el agua. Son una especie territorial, pero…
- Estuviste en el campamento Grasi hace tiempo, ¿no?
- Sí. Cuando todavía manteníamos una relación lo bastante amistosa para hacernos visitas. ¿Es de eso de lo que quieres que te hable?
- Entre otras cosas.
- Muy bien. Disponen de un montón de material del que nosotros carecemos, Margie. -Le describió la máquina que fabricaba ladrillos, el generador de plasma, la granja, el aire acondicionado, el hielo.
- Suena bastante bien -comentó-. Nosotros también tendremos todo eso, Danny, te lo prometo. ¿Viste un avión y cuatro planeadores?
- No. Había una pista de aterrizaje…, Cappy lo comentó; si sólo disponían de un helicóptero, la pista carecía de sentido, pero no tenían ningún avión por entonces.
- Ahora sí. Pensaba que os habían colado un refuerzo que no visteis. ¿Sabías lo de la base en la Cara Oculta?
- ¿La Cara Oculta? ¿Te refieres a la mitad oscura de Jem? ¿Qué demonios iba a buscar alguien allí?
- Eso es lo que tengo que averiguar. El caso es que tienen una base. ¿Por qué crees que permanecí cuatro vueltas más en órbita antes de descender? Me aseguré de trazar un mapa fotográfico e inspeccionar con radar todo lo que pude; conozco todos los satélites que hay alrededor de Jem, conozco todos los puntos de la superficie en los que se está utilizando energía, y no me gusta todo lo que he descubierto. La base de la Cara Oculta fue una auténtica sorpresa. ¿Viste algún niño en el campamento Grasi?
- ¡Niños! Vaya, ¡no! ¿Por qué iban a…?
- Bien, creo que están instalando familias enteras en el planeta, Danny, lo que parece indicar que están pensando en algo más que en una expedición de exploración.
- ¿Y cómo pudiste averiguar que tenían niños desde el espacio?
- De ningún modo, Danny. No he dicho que el reconocimiento orbital fuera el único medio de información que tengo sobre lo que está sucediendo en el campamento Grasi. Y otra cosa; no, dos. ¿Tienen un campo de béisbol?
- ¿Béisbol? -Ahora se había incorporado y la miraba fijamente-. ¿Qué iban a hacer ellos con un campo de béisbol? De cricket, quizá, y sin duda de fútbol, pero…
- Es una suerte -dijo sin más explicación-. Última pregunta: ¿no tropezarías por casualidad con un tipo llamado Tamil?
- Me parece que no. -Dalehouse intentó recordar-. Espera un momento. ¿Un tipo bajo con la cabeza afeitada que juega al ajedrez?
- No lo sé. Es indonesio.
- Bueno, no estoy seguro, pero creo que había un petroquímico que se llamaba algo parecido. No hablé con él. No creo que hablara inglés.
- Es una pena. -Margie caviló un instante y luego se sentó poniéndose la mano sobre los ojos a modo de visera-. ¿Son esos que están ahí tus globonoides?
Cuando Dalehouse se volvió para mirar, Margie se levantó y dio unos pasos hacia la orilla. Danny no se fijó en el cielo, sino en ella. El pintor Hogarth había dicho que la línea más bella de la naturaleza era la curva de la espalda de una mujer, y Margie, cuya silueta se recortaba contra el cielo rojizo, era una hermosa figura de mujer. Con buen humor, Dalehouse se dio cuenta por los tirones que sentía en la ingle de que su interés estaba empezando a hacerse visible, pero sólo empezando. El estímulo era ese hermoso y recordado trasero; el inhibidor eran las cosas que decía. Tendría que dedicar un tiempo a pensar qué sentía en realidad por Margie Menninger.
Entonces elevó la mirada más allá de ella y se olvidó de los tirones de la ingle.
- ¡Ahí arriba hay ha'aye'i! -exclamó con furia.
- ¿Qué es eso?
- Son depredadores. Esa no es nuestra bandada habitual, sólo se ha acercado, probablemente atraída por las luces. ¡Esas nubes están llenas de ha'aye'i! -La bandada estaba a sólo unos cientos de metros de distancia, lo bastante cerca para que pudieran oírla, y cantaba muy alto. Más lejos, por encima de ellos, tres figuras más delgadas se disponían a abalanzarse sobre el enjambre.
- ¿Eso es un como se llame? ¡Dios mío! ¿Lo de allí? Mira esa madre -gritó Marge cuando el primero de los tiburones del aire desgarraba con habilidad la bolsa de una enorme hembra, se deslizaba adelantándola, giraba y daba marcha atrás. Volvió diez metros más abajo para agarrar a la globonoide deshinchada cuando ya caía, emitiendo un ronco canto de muerte-. ¡Lo que acaba de hacer esa cosa es un jodido Immelmann! ¡Nadie lo había hecho desde la primera guerra mundial!
- ¡Esto no es una actuación teatral, maldita sea! ¡Están muriendo! -Dos depredadores más habían atacado y otros tantos globonoides cayeron, playa abajo. Como mínimo no se trataba de la bandada de Charlie. Ninguna de las víctimas eran amigos suyos-. ¿Ves esa sustancia que sale de la hembra? -preguntó-. Esas cosas largas que parecen seda de telaraña son los huevos. Flotarán en el aire para siempre, pero no serán fertilizados porque ninguno de los machos ha…
- ¡Que le den por culo a los huevos, colega, yo voy con el tiburón! ¡Qué espléndida máquina de matar! Mierda, Danny, ya veo por qué todo va tan mal por aquí. Habéis elegido a los aliados equivocados. ¡Debemos formar equipo con los tiburones!
Dalehouse estaba escandalizado.
- ¡Son animales! ¡Ni siquiera son inteligentes!
- Quédate tú con los catedráticos -dijo-, que yo me quedaré con los cerebros de mosquito. ¿Cuánta inteligencia crees que necesitas para luchar?
- Los globonoides son nuestros amigos. Hemos conseguido que desempeñen labores de vigilancia para nosotros. Los ha'aye'i nunca lo harían. ¿Y ahora quieres que nos unamos a sus enemigos naturales?
- Bien, entiendo que pueda haber problemas. -Miró con melancolía a los ha'aye'i, que habían arrancado la bolsa, que no era comestible, y estaban dándose un festín con las partes blandas de su presa todavía viva-. Qué pena -dijo tomándolo con filosofía. Retrocedió hacia Danny sin dejar de contemplar el espectáculo y lo tomó de la mano-. ¿Estás totalmente seguro? ¿No hay manera de convencer a nuestras baratijas voladoras para que se lleven bien con los tiburones?
- ¡De ninguna manera! Ni siquiera sería posible en el remoto caso de que de algún modo fueras capaz de conseguir comunicarte con los ha'aye'i y explicarles lo que quieres. Ni siquiera cantan, y ése es el único sentido de la vida para los globonoides. Nunca tratarían con criaturas que no cantaran.
- Ah. -Margie lo miró pensativa. Entonces le soltó la mano y volvió a sentarse, se echó hacia atrás apoyándose en los brazos y levantó la mirada hacia él-. Dime, Danny, ¿te gustaría hacerme cantar?
Él la miró fijamente. Vaya, ¡contemplar la masacre la había excitado!
Danny miró hacia la cima del acantilado, donde la nuca de la ordenanza permanecía inmóvil pero a la vista.
- Quizá sería mejor que volviéramos -dijo.
- ¿Qué pasa, cariño? ¿No te gusta tener público? Tinka no nos molestará.
- Ella me da igual.
- Entonces, ¿de qué se trata? -preguntó Marge alegremente-. Eh, seguro que lo adivino: te ha molestado lo del coronel.
- ¿Tree? No tiene nada que ver conmigo.
- Ja! Suéltalo, cariño. -Margie dio una palmada al suelo. Al cabo de un momento, él se sentó, pero no muy cerca-. Crees que me lo he estado montando con el viejo Nguyen el Sobón.
- No, no lo creo; lo sé.
- Supongamos que sea verdad, ¿y qué?
Es asunto tuyo -respondió él rápidamente-. No estoy diciendo que no lo sea. Tal vez tenga unas concepciones de cerdo machista, pero…
- Pero nada de tal vez. Vaya si las tienes, y de cojones, Dan-ny. -Ahora sonreía pero sin afabilidad.
- Volvamos, coronel -dijo encogiéndose de hombros. -Quedémonos aquí. Tengo un rango superior al tuyo, y cuando un coronel utiliza el imperativo con un capitán, lo que le está diciendo es hazlo y hazlo ahora.
Dalehouse ya no sentía ningún tirón en la ingle; estaba irritado y, a la vez, divertido por su propia rabia.
- Aclaremos esto -dijo-. ¿Estás ordenándome que te folle?
- No. No en este momento, querido muchacho. -Sonrió-. Casi nunca ordeno a los oficiales que me follen, sólo a los reclutas, y muy raramente, porque no es conveniente para la disciplina.
- ¿Me estás diciendo entonces que el coronel te ordenó que te lo follaras?
- Querido Danny -dijo con paciencia-, en primer lugar, no podría, tengo su mismo rango; en segundo lugar, no le haría falta. Follaría con Guy cuando él quisiera por cualquier razón. Él es, técnicamente, mi oficial superior y no quiero restregarle por la cara el hecho de que soy yo quien tiene el mando; porque serviría para que las cosas funcionaran con más fluidez en la misión; porque resulta interesante montárselo con alguien de la mitad de mi tamaño. Follaría con un krinpit si eso sirviera al esfuerzo bélico, aunque no sé cómo íbamos a criar a nuestros hijos. Sin embargo -añadió-, una chica también tiene derecho a cierta recreación no interesada y, Danny, guardo los mejores recuerdos de ti del año pasado en Bulgaria.
Totalmente relajada, revolvió entre la ropa que tenía a los pies y sacó otro porro.
Dalehouse observó cómo lo encendía. Tenía cada centímetro de piel bronceado, sin marcas de bikini, y con mucho mejor aspecto que el blanco de vientre de pescado que se te quedaba tras pasar un tiempo en Jem. Se rascó entre la arruga que ocultaba su ombligo y el claro vello púbico, exhaló con tranquilidad y le pasó el canuto. La cuestión era, admitió para sí, que él también tenía los mejores recuerdos de ella el año anterior en Bulgaria, y no parecía importar que también guardara algunos malos recuerdos.
- ¿Sabes lo que me atrae de ti? -preguntó Dalehouse-. Me haces reír de mil maneras distintas. Inclínate hacia aquí, ¿quieres?
Cuando se hubieron consumido el uno al otro, se quedaron descansando un momento. Entonces Margie se puso en pie de un salto y corrió al agua otra vez. Dalehouse la siguió; se salpicaron y gritaron, y al salir Danny se asombró al descubrir que de repente ya no se sentía agotado. Margie gritó hacia el acantilado:
- ¡Tinka! ¡Control de hora!
- ¡Trece y veinte horas, mi coronel!
Margie se puso rápidamente el traje de trabajo y se inclinó para besar a Dalehouse mientras él se apoyaba sobre una pierna y metía la otra en el pantalón.
- Es hora de volver. Tengo una tarde muy ocupada antes del baile y, Danny, te agradecería que hicieras algo por mí.
- ¿De qué se trata?
- Enséñale a Tinka a hacer eso de los globos esta tarde.
- ¿Por qué?
- Quiero que me haga un recado. Es importante. El lo pensó.
- Puedo darle las primeras nociones, pero no sé si puede aprenderlo todo en sólo unas horas.
- Aprende rápido, te lo aseguro. Vamos…, ¡te echo una carrera de vuelta!
Corrieron cien metros. Marge salió primero, pero para cuando el puesto avanzado estaba a la vista, Dalehouse la había alcanzado. Al adelantarla, ella extendió el brazo, le asió la mano y tiró de él para que fueran andando.
- Gracias por el ejercicio -dijo jadeando.
- ¿Cuál de ellos: nadar, correr o follar?
- Todos, querido Danny. -Respiró hondo y entonces, justo antes de que pudieran oírlos los guardias del perímetro, lo detuvo-. Tengo que decirte una cosa.
- ¿De qué se trata?
- Sólo quiero dejar las cosas claras. Follo con Nguyen Tree. Contigo estaba haciendo el amor.
Había doce hombres en el perímetro de guardia, dos en la enfermería, tres en la cabaña de comunicaciones y otros ocho en los servicios de vigilancia permanentes de veinticuatro horas; eso dejaba a más de ciento veinte personas libres en el campamento de Alimentos y casi todas estaban en el baile. Marge se felicitó para sí mientras se introducía en el corro que bailaba un baile tradicional llamado hora. Era un gran éxito. Cuando acabó la danza y el ritmo pasó a algo latino, se quitó de encima a los tres hombres que se le acercaron.
- En ésta tengo que sentarme para recuperar el aliento -dijo-. Después de la siguiente, haré un pequeño discurso. Luego será vuestro turno.
Se retiró detrás de la pequeña tribuna y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas respirando hondo. Los padres de Marge Menninger la habían dotado de buenos genes y ella se había encargado de cuidar la maquinaria; tras una larga jornada y una hora entera bailando, no estaba cansada y mantenía su capacidad de concentración intacta. El día no sólo había sido largo, sino también fructífero. Había logrado que el campamento superara los temores suscitados por la pérdida de tres de sus miembros, tratando el tema como si no importara. Luego había conseguido reunirlos con el baile. Había empezado el trabajo preparatorio para la pequeña misión de Tinka, organizado un eficaz perímetro de vigilancia, acabado la parte más dura de la descarga y almacenamiento del equipo y empezado otras seis tareas de la misma importancia. Además, se lo había montado con Dan Dalehouse, como había querido, pero haciendo que pareciera aceptable para él. Esta última era una cuestión personal, pero no baladí. Marge no desatendía nunca los planes a largo plazo y, como posible pareja futura permanente, si es que las parejas permanentes iban a ser el tipo de relación que se acabara imponiendo en Jem, Dalehouse era la mejor apuesta que había identificado hasta el momento.
Marge Menninger estaba convencida, desde hacía poco pero con absoluta certeza, de que ésta era la tarea para la que había nacido. Lo importante era hacerla del modo apropiado, es decir, a su modo, y tenía que organizarlo todo desde el primer día. No podía haber ninguna salida nula. Debía crear un campamento feliz… con mucho trabajo para que estuvieran todos ocupados y mucho tiempo para divertirse; un campamento productivo. Jem les pertenecía, a ella y a los suyos, y ahora lo tenían.
Mientras esperaba que acabara el chachachá pensó en el día siguiente. La nave Uno estaría ya vacía, y un equipo podría empezar a separar las dos mitades y colocarlas en posición en el perímetro. Podría informar a Dalehouse o Kappelyushnikov -¿a cuál de ellos?, al ruso, decidió- sobre la misión de Tinka o, al menos, darle los datos suficientes para que la acompañara durante parte del trayecto al campamento Grasi. Podía organizar un grupo de trabajo para que empezara a levantar postes para la parcela de la granja. Se reuniría con, y empezaría a conocer a, por lo menos seis miembros de la avanzadilla; dentro de dos semanas debería saber cuanto tenía que saber sobre todos los del campamento. Daría órdenes para nombrar a Guy Tree como su primer oficial y a Santangelo como segundo; a los demás los atendería más adelante, podría haber personas que todavía no conocía que deberían ocupar distintos cargos. Si las cosas iban bien, se concedería a sí misma un descanso de tres horas a mediodía e iría a pasear por los bosques, si es que podía llamarlos así. También tendría que ocuparse de ellos: talar algunos de aquellos helechos frondosos, vaciar algunas charcas para desecar aquella ciénaga anegada. Funcionaría, estaba segura. Lo único que necesitaban era un par de excavadoras, lo que le recordó que tenía que redactar un primer borrador de la lista de peticiones para el próximo cargamento que enviarían de la Tierra. Eso no podía esperar. Con todo el alboroto que estaban formando los civiles, Marge Menninger no estaba segura de cuántos envíos más habría. Ya sabía varias de las cosas que quería, pero a los más veteranos probablemente se les ocurrirían otras, así que tendría que hablar con algunos de ellos. Morrissey, Krivitin, Kappelyushnikov…, luego pondría al corriente a los demás.
El olor a maría que llegaba desde más allá de la tribuna le parecía agradable. Pensó en encender el pitillo antes de levantarse para hacer su discurso, era otra manera de mostrar su estilo personal. Había pasado menos de media hora desde que se fumara el último, y Marge conocía con exactitud su nivel de tolerancia y volver a fumar la confundiría.
El chachachá acabó y la chica encargada del reproductor miró a Margie y lo apagó. Marge asintió y subió a la tribuna.
El bullicio y las risas se fueron apagando a medida que los presentes, que superaban el centenar, se volvían hacia ella.
Margie les sonrió un instante, esperando a que se hiciera el silencio. Tenían el mismo aspecto que los novatos de West Point, el mismo que el público en la sala de audiencias del Senado, el mismo que todos los públicos ante los que había hablado. Marge sabía comunicarse con su público; siempre sabía cómo caerle bien, y por esa razón le gustaba. Dijo:
- Bienvenidos al Primer Baile de Noche del Sábado de la Expedición del Bloque de Alimentos. Soy la coronel Marjorie Menninger, de Estados Unidos, la comandante del campamento. Algunos de nosotros ya nos conocemos bastante bien. Los demás llegaremos a conocernos muy bien y muy pronto porque, como sin duda sabréis, tampoco es que tengamos muchas opciones, ¿verdad? Eso no me preocupa y espero que a vosotros tampoco. Somos un grupo selecto. -Dejó que su mirada paseara por el público, hasta el borde de la zona iluminada, donde dos soldados sostenían a otro mientras vomitaba, y añadió-: Aunque tal vez os cueste un poco reconocerlo al principio. -Se oyeron unas risas breves pero sinceras-. Así que empecemos a conocernos. ¿Guy? ¿Saint? ¿Dónde estáis? -Presentó a Tree y Santangelo cuando se adelantaron-. Ahora, Vince Cudahy… ¿estás por ahí? Vince es matemático, pero también es nuestro capellán. Enseñaba en Fordham, pero para los propósitos de esta misión ha aceptado ser capellán no confesional, de modo que si alguno de vosotros quiere casarse, Vince está autorizado. -Risitas-. Es un hombre chapado a la antigua, así que preferiría que los contrayentes fueran de sexos distintos. -Unas risas un poco más sonoras pero con una nota inquisitiva-. En caso de que lo hagáis -prosiguió- o, incluso si no, tenéis que conocer a Chiche Arkashvili. ¿Cheech? Ahí está, es nuestra oficial médica. Intentad no enfermar durante las próximas veinticuatro horas, porque todavía no ha acabado de instalarse. Cuando termine de hacerlo estará preparada para trabajar y, en casa, en Ordjonikidze, era especialista en obstetricia. -Esta vez no hubo ninguna risa. Tampoco las había esperado. Les concedió un momento para que llegaran a la conclusión lógica y luego se aprovechó de la ventaja-. Como veis estamos planeando establecer una base permanente, y yo estoy resuelta a convertir esto en la mejor misión que se os haya encomendado nunca, de manera que muchos de vosotros querréis reengancharon y quedaros aquí. Si lo hacéis…, y si cualquiera de vosotros se toma en serio lo que acabo de decir y decide establecerse y formar una familia en Jem, os ofrezco un premio especial: mil petropavos para el primer bebé que nazca en nuestro campamento, siempre que le llaméis Marjorie, como yo. -Esperó un latido y añadió-: Dos mil si es un niño. -Obtuvo la risa que buscaba, y concluyó-: Ahora que siga el baile. -En cuanto empezó la música, saltó de la tarima, agarró al primer hombre que estaba a su alcance y los puso a bailar a todos.
Durante la siguiente media hora, Marge Menninger hizo de anfitriona, un trabajo que desempeñaba a la perfección. Bailó con los hombres que no bailaban demasiado, se encargó de que no parara la música, se aseguró de que no faltara bebida. Lo que quería era que todos lo pasaran bien. Al día siguiente ya tendrían tiempo de sobra para empezar a pensar en colonias permanentes y en las oportunidades que tendrían de alargar su estancia. Cuando la ocasión se lo permitiera, hablaría con las personas que habían sabido de antemano lo que acababa de decir y les preguntaría cómo creían que había ido. A ella le había parecido que bien. La hizo sentir a gusto y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la fiesta de verdad. Bebió con los bebedores, fumó con los porretas y bailó con todos. Ahora todo estaba bajo control. Cuando llegara la hora de acabar el baile, Tinka se lo haría saber y, mientras tanto, permanecería atenta a su coronel.
Al volver de la recién estrenada letrina, Marge se detuvo a disfrutar de la visión de su gente divirtiéndose. ¡Todo iba a salir bien! Formaban un buen grupo, habían sido seleccionados uno por uno, eran capaces y estaban bien entrenados. Independientemente de lo que le hubiera dicho a los demás, en un rincón secreto de su corazón Marge había albergado el pequeño pero inquietante temor de que su primer mando autónomo verdadero pudiera requerir cualidades que ella no sabía que necesitaba. Por el momento no había sido así. Por ahora, todo estaba saliendo exactamente como había planeado, según las prioridades que había establecido. Prioridad 1: salvaguardar la integridad de la unidad, y la había protegido. Los guardias del perímetro recorrían la zona en su patrulla habitual, un poco contrariados por haberse perdido el baile pero cumpliendo sus órdenes meticulosamente. Prioridad 2: cumplir la misión asignada. Eso estaba bien encarrilado. Prioridad 3: estaba supeditada a que se satisficieran las anteriores y consistía en hacer un campamento atareado y feliz. Eso también parecía estar saliendo bien.
Paseó por los alrededores de la zona de baile, saludando con la cabeza y sonriendo, todavía no preparada del todo para volver a la pista. Tinka apareció a su lado. En una mano llevaba la pequeña valija gubernamental, y la miró inquisitivamente. Marge negó con la cabeza. No necesitaba otro porro en ese momento. Se sentía feliz y relajada, aunque muy levemente mareada. Parte de esa sensación se debía al calor excesivo y a la peculiar inestabilidad que producía pesar sólo tres cuartas partes de lo que había pesado durante diez años. Además, también se sentía un poco nerviosa y, al revisar algunas fechas mentalmente, creyó adivinar por qué. Cuando se acercó a la oficial médica, le dijo al oído:
- ¿Ha preparado ya los congeladores para el banco de esperma y óvulos, doctora? Creo que estoy preparándome para hacer una donación.
- Mañana por la tarde estarán preparados -le prometió Chiche Arkashvili- pero, visto cómo han estado perdiéndose entre los arbustos chicos y chicas, no sé si los necesitaremos.
- Más vale tenerlo y no necesitarlo que necesitarlo y no tenerlo. Si pudiera, yo… -Se calló.
- ¿Qué haría, coronel?
- Olvídelo. No permita que la distraiga de otras cuestiones urgentes -dijo Marge con amabilidad, y vio cómo la doctora se dirigía a la letrina. Si pudiera, traería un surtido completo de esperma y óvulos congelados de la Tierra, porque cuanto mayor fuera el acervo genético con el que se empezara, mejores serían las posibilidades de tener una población sana y estable en dos o tres generaciones. No estaba dispuesta a incluir esa petición en su próxima carta a Santa Claus; ya tendría bastantes problemas con las mercancías que había resuelto solicitar y, a tantos años luz de distancia, su capacidad de convicción e influencia era limitada.
A unos metros, la búlgara tenía una especie de altercado con Semental Sweggert, el sargento que Marge había puesto al mando de la primera de las naves. En circunstancias normales no habría intervenido, pero quería algo de Dimitrova.
- Tinka -dijo en voz baja por encima del hombro.
- Mi coronel.
- Sígueme. -Marge se acercó a la pareja que discutía, que dejó de hacerlo al verla aproximarse-. Lamento interrumpir -dijo.
Dimitrova la miró con rabia. Irritable soldadita, pensó Marge, y le pasó por la cabeza que Ana Dimitrova podría haberle despertado otros sentimientos, pero ya no había nada que hacer. Descartó la idea.
- No ha interrumpido nada, coronel -dijo la chica-. El sargento quería enseñarme algo que yo no quería ver.
- No me cabe duda, cariño -sonrió Marge-. ¿Nos disculpará un momento, sargento? -Cuando ya no podía oírlas, preguntó:
- ¿Qué tal es su indonesio, Dimitrova?
- ¿Indonesio? Es una de mis cuatro lenguas secundarias, pero creo que podría traducir un documento apropiadamente.
- No quiero que traduzca ningún documento. Quiero saber cómo se dice: «Buenos días, ¿dónde está el campo de béisbol?».
- ¿Qué?
- ¡Mierda, señora! Sencillamente díganos cómo se dice. Ana vaciló y luego, con cierto desdén, dijo:
- Selamat pagi, dimana lapangan baseball?
- Hum… -Marge ensayó para sí un momento, mirando a Tinka. La ordenanza se encogió de hombros.
- Bien, pónmelo por escrito. Y ¿cómo se dice «Tienes un mapa»?
- Saudara punja peta?
- ¿Lo has apuntado? -preguntó Marge mirando a la ordenanza-. ¿No estás segura? Muy bien. Dimitrova, vaya con Tinka a mi despacho y escríbaselo. Asegúrese de que lo entiende bien. -Por un instante creyó que la búlgara se negaría, pero la traductora asintió y las dos se fueron.
El sargento Sweggert seguía allí, a tres metros, observándola con interés. Margie se rió.
- ¿Qué hace ahí, sargento, esperando para pedirme un baile? ¿O quiere enseñarme esa cosita que tenía tantas ganas de sacarle a Dimitrova?
- Mierda, coronel. Me ha malinterpretado por completo.
- Estoy segura de ello, Sweggert -le dijo de buen humor-; no es un mal tipo, pero va contra mi política, cómo decirlo…, confraternizar con los soldados. Salvo en caso de emergencia, por supuesto. Lo que tiene que enseñar ya está muy visto, eso se lo aseguro.
- ¡No, coronel, no! Era algo educativo. Tienen un globonoide amaestrado aquí y es muy interesante.
- Ah, ¿sí? -Lo miró más de cerca, y por la manera en que se mantenía en pie y el modo en que la cabeza se le hundía entre los hombros, se dio cuenta de que el hombre iba bastante cargado de algo. Era un soldado del ejército regular y, tanto si decidían llamar a ese momento noche como si lo llamaban día, el hecho es que Kung hacía que pareciera que estaban en pleno día-. Echaré un vistazo -decidió. Lo siguió detrás de la tienda cocina, donde uno de los globonoides, colgado de una cuerda, cantaba para sí en voz baja y triste. Era mucho mayor que la hembra que había visto en Camp Detrick, pero obviamente tenía algún tipo de problema.
- ¿Qué dice? -le preguntó al sargento.
Éste respondió con cara seria:
En realidad no lo sé, coronel. ¿Quiere sostenerlo en brazos un momento? Tire de la cuerda.
Margie se quedó mirándolo pensativamente, pero tenía razón, era interesante. Tiró de la cuerda.
- La maldita cosa es fuerte -se quejó-. ¡Eh, Sweggert! ¿Qué está haciendo?
Se había agachado y había sacado algo de debajo de una lona.
- Es sólo una lámpara estroboscópica, coronel.
- ¿Y qué va a hacer con ella?
- Bueno -dijo con picardía-, no lo he visto nunca, pero los chicos dicen que si se deslumbra con un destello a uno de estos bichos sucede algo muy interesante.
Ella apartó la mirada del sargento y la fijó en la cara triste y arrugada del globonoide, pero al momento volvió a fijarla en el militar.
- Sargento -dijo con tono sombrío-, más vale que lo sea o le quemaré el culo. Encienda su jodida estroboscópica. -¿Es una orden, mi coronel?
- ¡Enciéndala! -gruñó-. O…
Y la encendió.