XII

Lo que Ana Dimitrova había visto de Estados Unidos era lo mismo que había visto de la mayor parte del mundo: aeropuertos, habitaciones de hotel, salas de reuniones, calles. Así pues, al principio miró a su alrededor con vivo interés mientras el autobús eléctrico avanzaba con un ruido estridente por la superautopista de ocho carriles hacia el lugar en el que le habían ordenado presentarse. Tanto espacio vacío, ¡y sin cultivar! Y, como contraste, tantos locales alineados uno detrás de otro cuando atravesaban las poblaciones: lugares para comer, para dormir, para beber, para comprar gasolina; ¡qué portentosos tragones debían de ser estos norteamericanos para que todos esos negocios prosperaran!

Más de la mitad de los viajeros del autobús eran norteamericanos, y todos ellos estaban muy ocupados, cómo no, tragando: varios fumaban haciendo caso omiso con total descaro de los rótulos que lo prohibían, una pareja mascaba chicle, tres pasajeros de los asientos de atrás se pasaban una botella oculta en una bolsa de papel de estraza. El sargento del ejército que le había ofrecido parte de una barra de chocolate, invitaba ahora a la agrónoma canadiense a unos caramelos duros y redondos con agujeros. Nan se estaba esforzando para que los demás le cayeran bien, porque probablemente vería a muchos de ellos durante el período de formación, pero no resultaba fácil. Uno tras otro, todos los norteamericanos le habían hecho propuestas amistosas que, en cuestión de segundos, se convertían en proposiciones sexuales. Incluso el coronel vietnamita, tan diminuto y delicado que al principio ella se había sentado a su lado tomándolo por una mujer, había empezado a hacer comentarios personales con su hermoso y águdo inglés. Hasta el momento había cambiado seis veces de asiento, y ahora se sentaba con gesto decidido mirando por la ventanilla hacia el exterior, aunque ya no veía nada; eran unos consumidores tan compulsivos que Nan pensó que parecían obligados a consumirla también a ella.

Acarició la diminuta microficha de Ahmed que llevaba en el fondo del bolsillo de la blusa. No tenía lector para leerla, pero tampoco lo necesitaba. Como siempre, se trataba de unas palabras formales, no muy gratificantes y extremadamente breves:

Mi querida Ana:

Te agradezco mucho las cartas que me has estado enviando y pienso en ti con frecuencia.

Con mucho afecto,

DULLA

Ahmed podría haberse gastado unos petrodólares más, pensó Nan resentida, y seguidamente, como hacía siempre, se regañó con dureza. Ahmed procedía de un país pobre. Incluso en ficha y por fax, el coste por centímetro cuadrado de una carta enviada desde el Hijo de Kung era elevadísimo. (Aunque en sus propias cartas ella había vertido dinero a raudales.) (Pero ella no era quién para juzgarle; ella no había vivido la experiencia de tener que contar cada céntimo para poder salir adelante.) (Sin embargo, no se trataba sólo del ahorro de espacio y dinero cuántas más cosas habría podido decirle si hubiera querido con las mismas pocas palabras!-, era la manera de escatimar las emociones lo que en verdad le dolía.) Tras haberse sumido en la profundidad de sus sucesivos incisos mentales, Nan decidió dejar de pensar en Dulla y concentrarse en temas más provechosos, y entonces se dio cuenta de que el autobús se había detenido.

Tres norteamericanos uniformados habían subido por la puerta del conductor. Uno de ellos les hizo un gesto para que guardaran silencio y dijo:

- Bienvenidos a todos. Vamos a comprobar las tarjetas de identidad.

Estirando el cuello, Nan pudo ver una barricada en la que había otros dos soldados. No estaban alerta, pero observaban el autobús con cuidado; y se fijó en que lo que le había parecido un seto bien podado que se extendía a ambos lados de labarrera tenía alambre de espino dentro. Qué curioso. Estaban tratando aquel lugar como si fuera una especie de instalación militar en lugar de un centro para preparar científicos y personal de apoyo de una misión de paz a Hijo de Kung. Las costumbres de las grandes potencias le eran desconocidas. Cuando los policías militares se le acercaron, ella le dio el pasaporte y sonrió al negro alto que lo revisaba. El soldado le devolvió una mirada inexpresiva.

- ¿Nombre?

Por supuesto, el soldado tenía el nombre delante de las narices, junto a su pulgar.

- Ana Elena Dimitrova.

- ¿Lugar de nacimiento?

- ¿Que dónde he nacido? En Marek, Bulgaria. Es una ciudad al sur de Sofía, no muy lejos de la frontera con Yugoslavia.

- Ponga aquí el pulgar, por favor. -Ella apretó el dedo en la pequeña almohadilla húmeda que le acercó el soldado y luego lo puso sobre una tarjeta blanca cuadrada, que él metió en su pasaporte-. Le devolveremos más tarde la documentación -dijo, y luego con vacilaciones, añadió-: ¿Te gusta bailar? Esta noche toca un buen grupo en el club. Pregunta por mí si no me ves. Me llamo Leroy.

- Gracias, Leroy.

- Hasta luego, preciosa.

Le guiñó un ojo y siguió adelante. Ana encontró un pañuelo de papel y se limpió la tinta del pulgar sin salir de su asombro. Estos norteamericanos eran aún peores que sir Tam; y no sólo los norteamericanos, se corrigió al acordarse de las manos minúsculas y ágiles del coronel vietnamita. ¿Siempre sería así? ¿No empeoraría todavía más la situación cuando formara parte de la pequeña colonia de Hijo de Kung y todos vivieran apretados y aislados?

Pero, al menos, allí Ahmed no estaría muy lejos. En el campamento equivocado, sí. Aunque ya encontraría la manera de verlo. Con que le dejaran habitar el mismo planeta que él otra vez, ¡ya estarían juntos! Ese pensamiento hacía que mereciera la pena afrontar la dura prueba que tenía por delante.

Al final del (lía siguiente, estaba agotada. Les dieron órdenes acerca de la nueva ropa: «Aquí vestirán estos trajes de faena en todo momento, salvo cuando los instructores ordenen lo contrario».

Les explicaron también en qué consistiría su trabajo en los alojamientos: «Mantendrán la limpieza en todo momento. Sus pertenencias personales estarán guardadas en sus taquillas». Les facilitaron instrucciones preliminares: «Romperán filas a las 6.00 horas para desayunar. De las 7.00 a las 11.00 horas participarán en los cursos de reciclaje individuales de formación para la aplicación de sus habilidades especializadas en Klong. De las 12.00 a las 16.30 horas realizarán un curso para aprender las técnicas para sobrevivir en el entorno de Klong. De las 18.30 horas hasta que se apaguen las luces a las 22.00 horas podrán dedicarse a sus asuntos personales, salvo cuando se les requiera para participar en cursillos de reciclaje adicionales o para más instrucción de supervivencia. ¿Fines de semana? ¿Quién quiere información sobre los fines de semana? Ah, usted. Bien, aquí no hay fines de semana». Cuando acabó todo eso era ya casi medianoche, y Ana arrastró su maleta al diminuto y despojado dormitorio que le habían asignado, una habitación amueblada con frialdad, como la celda que se enseñaba al público en una cárcel de condado, y entonces descubrió que su compañero de habitación era el coronel vietnamita. Incluso ahí el rango tenía sus privilegios. Ana no estaba dispuesta a aceptarlo, así que volvió a la oficina de alojamientos, tuvo una acalorada discusión y cuando por fin pudo acostarse en un nuevo dormitorio con una' compañera de habitación eran cerca de las dos.

El desayuno era tan copioso que asustaba: huevos, salchichas, cereales y panes, jamón, mermeladas, mantequilla de cacahuete en latas de litro abiertas en cada mesa y, como postre, se pasaron una hora vacunándose. Ninguna de las inyecciones resultó dolorosa, pero por las sonrisas y las bromas de los médicos, Ana supo que dolerían más tarde. Luego formó con las otras dos docenas de miembros de su destacamento bajo un viento húmedo y frío, y los enviaron a sus diversos cursillos de reciclaje y formación para la aplicación de sus habilidades especializadas. La mujer canadiense y dos desconocidos también formaban parte del pequeño grupo de Ana y juntos ser-penetraron por las calles del campamento, dejaron atlas un campo de béisbol y una pista (le bolos y pasaron entre barracones militares y otros edilicios anónimos con guardias armados patrullando delante, hasta llegar a un descampado de medio kilómetro cuadrado. En el centro había una especie de gigantesca burbuja atada con forma de salchicha, de cincuenta metros de largo, unos guardias alrededor del perímetro y tres ante la entrada. Una valla rodeaba el conjunto y había más guardias en la puerta metálica; antes de que se les franqueara el paso tuvieron que pasar todos por el mismo tedioso trámite de control de las identificaciones.

A uno de los lados se alzaba una chimenea muy alta, unida a la tienda principal mediante un tubo de plástico flexible. La chimenea rugía. Aunque no salía humo, el resplandor que se veía en la punta dejaba bien claro que había gases muy calientes hirviendo que salían al aire desde dentro. No parecía servir para ninguna función que se le ocurriera a Ana. Pero, al pensarlo un poco, tampoco vio qué necesidad había de que todos los miembros permanentes del personal llevaran armas. ¿Contra quién se suponía que iban a utilizarlas? ¿Qué enemigo potencial podía amenazar una base de formación para una expedición científica que, después de todo, era en cierto sentido propiedad del mundo entero?

Cuando Ana atravesó por fin las puertas y dejó atrás a los guardias se encontró en un largo cobertizo sin paredes interiores, cubierto con el plástico blanco opaco de la burbuja. La atmósfera era húmeda y densa, cargada de extraños olores, y la iluminación tenía un tono rojizo sensual. Al principio pudo ver muy poco, pero era consciente de que había gente moviéndose entre hileras de lo que parecían unas burbujas transparentes más pequeñas. La iluminación, escasa, procedía de una línea de fluorescentes de gas, todos rojos.

El guía que la había llevado hasta ahí le estaba hablando:

- ¿Se encuentra bien?

- Sí, creo que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?

- A veces, la gente no puede soportar el olor.

Olfateó con cautela: pimienta, especias y putrefacción de jungla.

- No, por mí está bien.

La canadiense comentó:

- Todo suena taro.

- Hay una presión positiva en el espacio del armazón exterior. Es posible que los oídos les piten un poco. Es decir, si hubiera una filtración de aire, todo entraría en lugar de salir y, por supuesto, el aire de esta cámara se incinera a mil quinientos grados a medida que se bombea hacia fuera, tal vez hayan visto la chimenea.

- Han corrido rumores de enfermedades peligrosas -aventuró Nan.

- No, no hay. Aunque, claro -prosiguió el guía con tono sombrío-, eso no quiere decir que uno no pueda morir aquí. En todo caso, se debe a las alergias, no a las enfermedades, y todos han recibido ya las vacunas oportunas. Dimitrova, usted va a lingüística. Venga conmigo, los demás quédense aquí hasta que vuelva.

La guió por aquella sala que parecía un invernadero, más allá de las burbujas de plástico. A medida que la visión se le iba acostumbrando a la oscuridad, Nan vio que cada una de las burbujas contenía alguna clase de espécimen, casi todas plantas, algunas inmensas. Una se alzaba hasta diez metros, casi hasta la parte superior del armazón. Parecía un racimo gigantesco de helechos, y Ana se maravilló del dinero que se habría gastado para transportar esa inmensa masa a través de tantos años luz. Aparte del rugido exterior del incinerador, los sonidos de las bombas y los ruidos que hacía la gente que estaba dentro, había otros que no sabía identificar: una especie de canto débil, quejumbroso y agudo, y ruidos de crujidos y traqueteos. Procedían del lugar al que se dirigían. El guía le dijo:

- Bienvenida a nuestro zoo.

Y entonces vio al globonoide.

Lo reconoció en seguida: ¡no podía haber otra criatura tan extraña como ésa en todo el universo! Parecía… herida. Estaba atada dentro de una jaula. Su gran burbuja latía, pero estaba casi flácida y caía sobre el suelo. Ana la miró fijamente, fascinada, y vio que le habían colocado con esmero un acoplamiento flexible de plástico en un agujero de la bolsa y el tubo de plástico iba a un cilindro de gas. Había una mujer en cuclillas con una grabadora junto al cilindro, ajustando la válvula del gas mientras escuchaba el canto quejumbroso del globonoide.

No era raro que la voz sonara tan débil! La criatura vivía con una fracción de la presión normal necesaria, insuficiente para volar, que sólo le permitía emitir un sollozante canto. La mujer levantó la mirada y dijo:

- ¿Es usted Dimitrova? Soy Julia Arden, y ella… -señaló al globonoide- es Shirley. Ahora mismo está cantando sobre su infancia.

Ana le estrechó la mano con cortesía, sin apartar la mirada de la pequeña, triste y arrugada criatura. ¡Esos sonidos no parecían un lenguaje! No podía ni imaginarse cómo, por más veces que le dividieran el cerebro, iba a entenderlos, y mucho menos a traducirlos. Dijo con dudas:

- Haré cuanto pueda, señora Arden, pero ¿de verdad cree que puede enseñarme a hablar con eso?

- ¿Yo? Tal vez no. Ayudaré, eso sí, y también los ordenadores, pero la que va a enseñarle es la propia Shirley. Le encanta cantar para nosotros. Pobrecita. No tiene mucho más que hacer con su tiempo, ¿verdad?

Nan miró un momento a la criatura y ya no pudo contenerse:

- No, ¡pero es una verdadera vergüenza! ¿Es que no ve que está sufriendo?

La otra mujer se encogió de hombros.

- ¿Y qué quiere que haga yo? -le respondió con un tono más a la defensiva que hostil-. Desde luego, no creo que Shirley se ofreciera voluntaria para esta tarea, pero, créame, yo tampoco. Su trabajo es aprender su lengua, Dimitrova, así que empecemos.

- Pero ver sufrir a una criatura…

Julia Arden se rió, y luego negó con la cabeza.

’-Querida, usted llegó anoche. Espere un día o dos y luego hábleme, si quiere, de sufrimiento.

De las 7.00 a las 11.00, Ana Dimitrova forzaba los músculos de su cerebro hasta que ya no podía más, y de las 12.00 a las 16.30, compensaba su dieta haciendo lo mismo con los de su cuerpo. Julia Arden tenía razón. Al cabo de cuarenta y ocho horas, Ana se había convertido en una experta en sufrimiento. Todas las mañanas se despertaba obnubilada por una brumosa neblina de intensa claridad que, bien lo sabía, no era más que un anticipo de la migraña. Cada noche se acostaba con tantos dolores, palpitaciones y magulladuras que tenía que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tragarse las píldoras que le habían dado. No podía permitirse el lujo de las pastillas; necesitaba que su mente estuviera alerta incluso cuando dormía, porque dormir era para Ana tan sólo otra manera de estudiar, con los cantos grabados de los globonoides susurrando bajo su almohada durante toda la noche.

Los dolores de cabeza eran los de siempre, y ya estaba acostumbrada. Pero eran peores los efectos que empezaban a producir las inyecciones. Tenía la piel cubierta de pequeñas ampollas y sarpullidos, algunos le picaban, otros eran blandos, y, otros resultaban dolorosos a todas horas. Y no era sólo la molestia del dolor. También le costaba respirar y tosía. Los ojos le lloraban sin parar, y soltaba agüilla por la nariz. No era la única: todos los miembros de su grupo sufrían el mismo tipo de reacción a las inyecciones para la alergia. Si esto era la profilaxis, ¿cómo sería la enfermedad? Pero luego vio los hologramas de los desafortunados Poblas que habían muerto por las reacciones antes de que se hubieran desarrollado las contramedidas, y eso le dejó perfectamente clara la diferencia entre profilaxis y realidad. Esa información no le dio ningún consuelo. ¡Era pavoroso! ¿Cómo le habría ido a Ahmed? No le había comentado nada al respecto en sus cartas, pero tal vez sólo porque se estaba haciendo el valiente.

Cada tarde, tanto si se sentía bien como si no, tenía que salir al campo de ejercicio y hacer flexiones y carreras de quinientos metros o de obstáculos, además de subir por la cuerda. Las manos se le pusieron en carne viva, luego le salieron ampollas y por fin se le encallecieron. Ni siquiera el mono había impedido que las rodillas le quedaran cubiertas de rasguños ensangrentados. A lo largo de sus brazos y piernas, allí donde no había granos o ampollas, había magulladuras.

Sin duda, se regañó, había una razón para todo aquello. Hijo de Kung no era una excursión con picnic; era un lugar repleto de peligros extraños y quizá letales. Aquellas medidas, por brutales que pudieran parecer, sólo eran para ayudarla a hacer frente y superar esos peligros. Aunque no se había presentado voluntaria para ese trabajo, tampoco lo había rechazado cuando se lo ofrecieron.

Y, por último, el argumento más poderoso de todos. Era el medio para llegar hasta Ahmed. Así que se esforzaba cuanto podía en todo momento y se sentía secretamente orgullosa de que algunos de los demás no lo hicieran tan bien como ella. El pequeño coronel vietnamita, Nguyen Dao Tree, se cayó una tarde en un montón de tierra desde las cuerdas anudadas y tuvieron que llevarlo al hospital. (Volvió al día siguiente, cojeando pero con buen talante.) Una mujer, ya mayor, quizá hasta con los cuarenta cumplidos, se cayó de bruces cuando subía una colina pedregosa; también se la llevaron, pero ella no regresó.

En un sitio así, se hacen amigos rápidamente. Aprendió a llamar «Guy» al coronel y a respetar su rapidez mental y su sentido del humor. Aprendió, también, a evitar quedarse a solas con él, o con el sargento, Sweggert; o, de hecho, con cualquiera de los hombres, pues todos parecían poseer unas reservas especiales de fuerzas cuando se encontraban en presencia de una mujer atractiva o de una menos agraciada. Su compañera de habitación, la cabo Elena Kristianides, no era precisamente bonita, pero más de una vez, cuando Nan volvía tambaleándose de agotamiento al dormitorio, se había encontrado la puerta cerrada y oído débiles gemidos y risitas dentro. Cuando la cabo reconocía más tarde lo que había pasado, Nan le respondía compasiva: «Por favor, no pasa nada, Kris, no me cuentes nada». Pero sí pasaba. ¡Ella necesitaba dormir! ¿Por qué no lo necesitaban también los demás?

A medida que los días daban paso a las semanas, la fatiga disminuyó, las magulladuras se curaron y las reacciones a los antihistamínicos decrecieron. Los dolores de cabeza siguieron igual, pero Nan estaba acostumbrada y aprendió a participar en la charla amistosa en el salón comedor. ¡No pasaba un día sin que escucharan todo tipo de historias, a cuál más descabellada! Iban a Hijo de Kung en un viaje sólo de ida y se esperaba que se reprodujeran y criaran a una nueva raza de humanos. No, no iban a Hijo de Kung sino a un nuevo planeta del que todavía no se había informado y al que ni siquiera se había dado nombre. No iban al espacio. Los iban a lanzar en paracaídas sobre la costa escocesa para requisar las refinerías de petróleo. Iban a ir a la Antártida, que se pretendía convertir en una nueva colonia del Bloque de Alimentos, pues se había descubierto un proceso para fundir el casquete glacial. Al principio, a Ana esas historias la asustaban. Luego la divirtieron y, al final, habían acabado por aburrirla; empezó a inventarse las suyas y descubrió que circulaban por el comedor tan rápido como las de los demás. Algunas de las que se contaban parecían ciertas, incluso algunas de las más espantosas: un inexplicable accidente en el espacio había destruido las naves de reaprovisionamiento de los Poblas y su satélite de tránsito ta-guión. Esa noche llegó tarde a la cena para poder escuchar las noticias; como era de temer, la noticia se hizo oficial. ¡Qué espantoso! ¿Qué significaría para Ahmed? A continuación se informó de que las expediciones de los Bloques de Combustible y de Alimentos habían ofrecido ayuda a la de las Repúblicas Populares y, con el corazón latiéndole incontenible, corrió al comedor, pidió que le prestaran atención y propuso que todos firmaran una carta de condolencia y buenos deseos para sus colegas del Bloque de Población. Todas las caras se volvieron hacia ella. Se oyeron murmullos medio avergonzados, pero al final todos aceptaron que escribiera la carta y la firmaron. La tarde del día siguiente, su supervisor de formación incluso le concedió permiso para que saliera antes y llevara el documento al despacho del comandante del campamento. Él la escuchó con rostro inexpresivo, leyó la misiva tres veces y luego se comprometió a enviarla por los canales pertinentes. Esa noche, durante la cena, informó entusiasmada de lo que había sucedido, pero sus noticias quedaron ahogadas por otras. Había tres nuevas historias. La primera: que iba a llegar un numeroso grupo de aprendices al día siguiente. La segunda: que se había fijado una fecha para su vuelo a Hijo de Kung antes de tres semanas. Y la tercera, que contradecía las anteriores: que el proyecto entero estaba a punto de anularse.

¡Menudas historias! Nan se levantó irritada y golpeó con el tenedor la gruesa copa de loza.

- ¿Cómo podéis creeros tantas tonterías? -preguntó-. ¿Cómo va a ser cierto todo a la vez? -Eran pocos los que le prestaban atención y sintió que le tiraban del codo.

Era el coronel que, como era habitual, se había sentado a la mesa apretujándose en el estrecho espacio que quedaba entre Ana y su compañera de habitación con la intención de probar suerte una vez más.

- Dulce y bella Ana -le dijo-, no te pongas en ridículo. Sé algo de esas historias, y todas son ciertas.

A la mañana siguiente se demostró que por lo menos una de las historias era cierta. Sesenta y cinco personas más llegaron a la base, y ¡Ana conocía a una de ellas! Era la mujer rubia, la hija de Godfrey Menninger.

Por supuesto, la llegada de este nuevo contingente lo puso todo patas arriba. Todas las asignaciones de alojamiento se cambiaron para hacer sitia los recién llegados… no, no sólo por esa razón, según comprobó Ana, porque la mayoría de los nuevos y bastantes de los antiguos fueron alojados en otros barracones, a medio kilómetro. Nan dejó de tener a la cabo del ejército norteamericano como compañera de habitación y al instante temió que le devolvieran al coronel Guy. No fue así. A él también lo enviaron a los otros barracones, y a Nan la instalaron con la canadiense cuya especialidad parecía ser el cultivo de alimentos en condiciones extrañas. Marge Menninger vio a Nan entre el numeroso grupo y la saludó con la mano desde lejos, pero no pudieron hablar -tampoco es que Ana tuviera ninguna razón particular para querer hablar con la norteamericana- y, con toda aquella confusión, llegó con casi una hora de retraso a su sesión matinal con el globonoide hembra.

La criatura había dejado de ser un ejemplar más para ella. Ahora era una amiga. Sus cantos habían penetrado profundamente en la mitad cognitiva del cerebro de Ana. El primer día había aprendido a entender unas frases simples; al cabo de una semana, a comunicar pensamientos abstractos; ahora ya casi dominaba la lengua. Ana nunca habría creído que tuviera una voz especialmente dotada para el canto, pero la globonoide no era crítica. Se pasaban horas y horas cantándose, y los cantos de Shirley eran cada vez más tristes, desesperados, y en ocasiones casi inconexos. Era, según le contó a Ana, la última superviviente de la docena larga de ejemplares de su especie que habían sido arrancados de Hijo de Kung y arrojados a ese lugar inhóspito. No esperaba vivir mucho más. Cantó sobre la dulzura del polen cálido en una nube húmeda, sobre la tristeza y el intenso escozor que sentían durante el rociado de los huevos, sobre la alegría compartida de la bandada cuando cantaba en coro. Le contó que nunca volvería a cantar en el enjambre por tres razones. Primero, porque con una voz tan lastimosamente áspera y débil -la bomba de gas sólo le permitía emitir sonidos titubeantes- no se habría atrevido. Además, no tenía la menor posibilidad de que la devolvieran a Hijo de Kung y sabía que la muerte se acercaba; en efecto, dos días después había muerto. Ana llegó al zoo y encontró la jaula vacía, y a Julia Arden supervisando la esterilización de la zona.

- No te pongas nerviosa -le aconsejó con tono brusco-, ya has aprendido todo lo que tenías que aprender.

- No lloro por el aprendizaje, sino porque he perdido a un ser querido.

- Dios, sal de aquí ahora mismo, Dimitrova. ¿Cómo habrán permitido que una boba como tú participe en este proyecto? Una mujer que llora la muerte de una bolsa de pedos y le envía cartas de amor a los Poblas… ¡aquí estás fuera de lugar!

Ana regresó a los barracones, se tumbó en el catre y lloró sin contener las lágrimas como no lo había hecho desde hacía meses… por Shirley, por Ahmed, por el mundo y por sí misma. «Fuera de lugar» describía con precisión sus sentimientos. ¿Cómo se había vuelto todo tan espantoso y complicado?

Esa tarde pasó verdaderos apuros en el campo de entrenamiento. El esfuerzo físico había dejado de suponer un problema, pero desde hacía unos días los «ejercicios» habían dado un nuevo giro. Todos los aprendices, tanto los de su destacamento original como los recién llegados, habían estado dedicándose menos a fortalecer los músculos y mejorar los reflejos que a aprender a manejar un equipo desconocido, al menos para Ana; se percató de que todos los nuevos y algunos de los antiguos habían tenido obviamente alguna experiencia con ese material. ¡Y vaya material! Pesadas mangueras que parecían cañones de agua, mochilas con depósitos y tubos que parecían lanzallamas, láseres e incluso lanzagranadas. ¿Para qué absurdo objetivo estaba pensado todo eso? Apretando los labios, Ana hacía lo que le mandaban. Una y otra vez se encontraba con dificultades para seguir los ejercicios y los demás tenían que sacarle las castañas del fuego. El coronel la salvó de incinerarse a sí misma con un lanzallamas y el sargento Sweggert tuvo que rescatarla cuando el retroceso de su cañón de agua la tumbó.

- No te molestes, por favor -dijo jadeando con rabia mientras se volvía a poner en pie y recuperaba una vez más la manguera-, estoy perfectamente.

- Ya lo creo -dijo él con tono amistoso-. Apóyate más en ella, cariño, ¿me oyes? No es cuestión de músculos sino de cerebro.

- A mí no me lo parece.

Él negó con la cabeza.

- ¿Por qué te pones tan tensa, Annie?

- No me gusta que me entrenen para utilizar armas.

- ¿Qué armas? -Le sonrió-. ¿No sabes que todo este material sólo se va a utilizar contra las alimañas? La coronel Menninger nos lo explicó todo. No queremos matar a ningún ser sensible, eso va contra la ley y, además, nos meteríamos en un follón de narices. A pesar de ello, debemos tener en cuenta que todas las especies inteligentes tienen parientes cercanos, ratas-cangrejo, tiburones del aire y unos bichos que excavan en la tierra, salen y te arrancan el culo. Vamos a utilizar este material contra ésos.

- Sea como sea -replicó Ana-, no necesito tu ayuda, sargento, ni siquiera si te creyera o creyera a tu coronel Menninger, y no es el caso.

- Sweggert miró más allá de Ana y frunció los labios.

- Hola, coronel -dijo-, precisamente estábamos hablando de usted.

- Eso me ha parecido -dijo la voz de Margie Menninger. Ana se dio la vuelta despacio, y allí estaba con un aspecto, se fijó Ana sin lamentarlo, bastante calamitoso. Algunas inyecciones no le habían sentado bien y tenía la cara cubierta de manchas color cereza, los ojos enrojecidos e inquietos y en el pelo se veían raíces oscuras-. Siga con lo que estaba haciendo, sargento -dijo-. Dimitrova, venga a verme a mi habitación después de comer.

Se dio la vuelta y levantó la voz.

- Muy bien, todos -gritó-. ¡Quiero esos culos al suelo! ¡Veamos si sabéis reptar!

Con rebeldía, Ana se dejó caer y practicó el método de arrastrarse por el suelo a campo abierto que le habían enseñado el día anterior. ¡Eran tácticas de infantería! ¡Qué absurdo para una expedición científica! Conservó cuidadosamente la rabia en su interior a lo largo de toda la tarde y toda la cena y la mantenía intacta cuando llamó a la puerta de Menninger en los barracones a medio camino de la otra punta de la base.

- Entre. -La teniente coronel Menninger estaba sentada ante una mesa, con una bandeja con la cena sin acabar apartada a un lado, vestía una bata vaporosa y tenía unas gafas de abuela sin montura apoyadas sobre la nariz. Levantó la vista de unos papeles que estaba leyendo y dijo-: Siéntate, Ana. ¿Fumas? ¿Quieres tomar algo?

Las llamas de ira del interior de Ana se consumieron solas, pero seguían preparadas para prender a la mínima provocación.

- No, gracias -dijo, como si fuera una respuesta en general, dirigida a todos.

Margie se levantó y se sirvió un trago corto de whisky. Habría preferido algo de marihuana, pero no tenía ganas de compartir un porro con esa búlgara. Bebió un centímetro de la parte superior de la bebida y dijo:

- Una pregunta personal: ¿qué tienes contra Sweggert? -No tengo nada contra el sargento Sweggert, sencillamente no me apetece hacer el amor con él.

- Pero ¿qué eres, Dimitrova, una dirigente del movimiento de liberación de la mujer? No tienes que tirártelo en el patio de armas. Déjale que te eche una mano cuando quiera.

- Coronel Menninger -dijo Ana pensando bien las palabras-, ¿me está ordenando que aliente sus proposiciones sexuales para poder superar la prueba de obstáculos más rápido?

- No te estoy ordenando que hagas gilipolleces, Dimitrova. ¿Qué te pasa? Sweggert se lanza sobre cualquier cosa que tenga un agujero. Es su naturaleza. También me aborda a mí. Podría haberlo metido en el penal de Leavenworth sólo por los sitios donde me ha puesto las manos en el campo de instrucción, pero no lo haré porque es un sol… porque en el fondo es una buena persona. Te ayudará si te dejas. Siempre le puedes mandar a la mierda más tarde.

- Eso me parece inmoral, coronel Menninger.

Margie se acabó la copa y se sirvió media más.

- No estás muy bien aquí, ¿me equivoco, Ana?

- No se equivoca, señora Menninger. Yo no pedí esta misión.

- Yo sí.

- Sí, sin duda, tal vez usted sí, pero yo…

- No, no me refiero a eso. Pedí participar en la misión, pero también solicité que participaras tú. Te elegí personalmente, Ana, y puedo asegurarte que tuvimos que hacer muchas veces la vista gorda para convencer a los búlgaros de que te soltaran. Te consideran una gran traductora. -Se bebió lo que le quedaba de la copa y se quitó las gafas-. Mira, Ana, te necesito. Este proyecto es muy importante para mí. Y debería serlo también para ti, si es que te queda una pizca de patriotismo en el cuerpo.

- ¿Patriotismo?

- Llámalo lealtad, entonces -dijo Margie con impaciencia-; lealtad a nuestro bloque. Sé que somos de países distintos, pero defendemos lo mismo.

Aquella extraña norteamericana le hacía sentir a Ana más perpleja que irritada. Intentó ordenar sus sentimientos y expresarlos con precisión.

- Bulgaria es mi patria -empezó-. Y la amo. El Bloque de Alimentos…, eso es algo mucho más abstracto, señora Menninger. Comprendo que en un mundo en el que cohabitan doscientas naciones haya alianzas y que uno debe cumplir cierto tipo de obligaciones con sus aliados, o al menos debe tener cierto tipo de deferencias con ellos. Pero no puedo llamar a eso lealtad. No siento lealtad hacia el Bloque de Alimentos.

- ¿Y hacia la especie humana en conjunto, querida? -dijo Margie-. ¿Es que no lo entiendes? Tú misma lo has dicho: un mundo de doscientas naciones. Sin embargo, ¡Klong puede ser un mundo de una única nación! Sin conflictos. Sin espías. Sin follones de capa y espada. ¿Quién colonizó América?

- ¿Qué? -Ana tardó un instante en darse cuenta de que se suponía que debía responder a la pregunta-. Vaya… ¿los ingleses? ¿Y antes que ellos los holandeses?

- Y antes aún es posible que los italianos y los españoles, con Colón, y quien a ti te venga en gana: los vikingos, los polinesios, los chinos. ¿Quién sabe? Pero los que viven ahora en América son americanos, ni más ni menos. Y los que vivirán en Klong dentro de una o dos generaciones serán klongianos, ni más ni menos. O comoquiera que decidan llamarse. Una única raza de seres humanos. ¡En la que no importe su procedencia en la Tierra! Todos serán iguales, todos formarán parte del mismo maravilloso…, bien, sí, del mismo maravilloso sueño. No me importa llamarlo sueño. Pero tú y yo podemos convertirlo en realidad, Ana. Podemos aprender a vivir en Klong. Podemos construir un mundo sin fronteras nacionales y sin el tipo de competencia y codicia descabellada que han arruinado el nuestro. ¿Te haces una idea de lo que significa tener un nuevo mundo entero en el que poder empezar de cero?

Ana guardó silencio.

- Yo…, yo había pensado algo parecido -admitió.

- Claro que lo habías pensado. Y yo quiero hacerlo realidad. Quiero que este lanzamiento salga adelante. Quiero sentar las bases de una sociedad mundial que se fundamente en la planificación, la conservación y la cooperación. ¿Sabes cuánto estamos invirtiendo aquí? Cuatro naves, casi noventa personas, treinta y cinco toneladas de equipo. La invasión de Europa costó menos que este único lanzamiento y, créeme, todos cuantos tienen algo que ver con él se suben por las paredes. Es demasiado caro, irrita a los Poblas. Los Grasis subirán los precios. Necesitamos los recursos que vamos a emplear aquí para resolver los problemas de las ciudades. La mitad del Congreso quisiera suspender el proyecto mañana mismo…

- Hemos oído rumores -dijo Ana con cautela- de que podría cancelarse el lanzamiento.

Margie vaciló y una sombra le recorrió el rostro.

- No -la corrigió-, eso no sucederá, porque esto es demasiado importante. Por eso pedí que vinieras tú, Ana. Si podemos enviar a noventa personas, tienen que ser las mejores noventa que haya. Y tú eres la mejor traductora que he encontrado. -Extendió la mano y tocó la manga de Ana-. ¿Lo entiendes?

Ana se apartó en cuanto pudo para que su interlocutora no se sintiera ofendida, sin saber muy bien qué pensar.

- Sí, bueno -dijo de mala gana, y añadió-: Pero, por otro lado, no. Lo que dice es muy convincente, señora Menninger, pero ¿qué tiene eso que ver con el uso de lanzallamas y las demás armas? ¿Es que va a construir ese elegante mundo monolítico destruyendo a todos los demás seres?

- ¡Claro que no, Ana! -gritó Margie, con tanto asombro y repulsión en la voz como le fue posible-, ¡te doy mi palabra! Siguió un momento de silencio.

- Ya veo -dijo Ana por fin-, me da su palabra.

- ¿Qué más quieres que haga?

Ana le respondió con aire pensativo:

- Aquí tenemos muy poco contacto con el resto del mundo. Me gustaría tener la ocasión de hablar de esto con otras personas. ¿Qué le parece con la delegación de mi país en las Naciones Unidas?

- ¿Por qué no? -exclamó Margie. Pareció pensarlo durante un minuto y luego asintió-. Te diré qué vamos a hacer. En cuanto acabe la formación, todos disfrutaremos de tres días libres. Yo voy a ir a Nueva York. Acompáñame. Comeremos algo decente, iremos a algunas fiestas y podrás discutir de todo con quien te apetezca. ¿De acuerdo?

Ana vaciló. Al fin, con reticencia, dijo:

- Muy bien, señora Menninger. Parece interesante. -Por muchas razones, a ella no se lo parecía tanto pero, como persona honesta, Ana tenía que reconocer que sonaba, al menos, justo.

- Muy bien, querida. Y ahora, si no te importa, llego tarde a una cita con un largo baño caliente.

Margie cerró la puerta tras la búlgara y preparó el baño ensimismada en sus pensamientos. Lo que la tonta de Ana no sabía es que iba a partir directa desde la plataforma de lanzamiento de Camp Detrick. La próxima oportunidad que tendría de hablar del tema con alguien ya sería en Klong, y lo que allí dijera le daba completamente igual a Margie.

Pero Ana Dimitrova era sólo un problema, y quizá el más sencillo de resolver. «Hemos oído rumores de que podría cancelarse el lanzamiento», había dicho, ¡y ciertamente era posible! Si Dimitrova había oído esos rumores, todos los conocían, y tal vez estuvieran a punto de convertirse en realidad.

Margie se concedió cinco minutos de placentero baño. Cuando salió de la bañera, se envolvió el cuerpo con una toalla, no por pudor sino por la repugnancia que le producía: las inyecciones le habían causado unos verdugones irritados y rojizos por toda la piel, y ni la pomada ni las píldoras aliviaban los picores. No quería que la vieran en ese estado. Y menos que nadie el senador. Era mala publicidad para la mercancía.

Mientras marcaba el número privado de Adrian Lenz se miró en el espejo, frunció el ceño, y cambió el aparato a modo de sólo voz.

- Hola, cariño -dijo en cuanto tuvo línea-, lamento que no haya imagen, pero en este sitio no cuentan con todas las modalidades de comunicación y, además -se rió entre dientes-, no llevo nada puesto.

Hola, Margie. -La voz del senador Lenz sonó neutral. Era el tipo de tono que uno utiliza con un cuñado o con el guardia de seguridad de un aeropuerto; venía a decir: admito que hay, una relación entre nosotros, pero no la lleves demasiado lejos-. Supongo que me llamas por el nuevo lanzamiento que has propuesto.

- ¿Como que sólo «propuesto», Adrian? Si votaste a favor hace tres semanas.

- Conozco mi historial de votaciones, Margie.

- Claro que sí, Adrian. Escucha, no he llamado para discutir contigo.

- No, claro que no -respondió el senador-, me has llamado para que no me salga del guión. Estaba convencido de que llamarías. Casi sé de antemano lo que vas a decirme. Vas a explicarme que hemos hecho una inversión gigantesca en Klong y que si no la seguimos alimentando, es posible que todo se pierda por el desagüe.

Sí, algo así, senador -dijo Marge Menninger con reticencias.

- Estaba seguro. No sé si sabes que hemos escuchado ese tipo de argumentos antes. Cada vez que el Departamento de Defensa quiere algo que tiene un presupuesto exorbitante, empieza pidiendo una cantidad ínfima como «subvención para el estudio». Luego pide un poco más porque el estudio ha mostrado alguna idea prometedora. Luego otro poco más porque, vaya, senador, si hemos llegado hasta aquí, no deberíamos perder lo invertido. Y, al final, te encuentras con que tenemos algún nuevo estúpido misil o un sistema de defensa antibalístico o un bombardero nuclear, no porque lo quiera una persona con un mínimo de sensatez sino porque no hubo manera de detener esa dinámica. Bien, Margie, quizá éste sea el momento de detener el proyecto de Klong. Dentro de tres días se reúne la comisión. No sé qué votaré porque todavía no dispongo de toda la información. Pero no te voy a prometer nada.

Margie evitó que se le notara la decepción en la voz, pero no pudo hacer lo mismo con la rabia:

- Este proyecto significa mucho para mí, Adrian.

- ¿Crees que no lo sé? Escucha, Margie, ésta es una línea abierta, pero pensaba que te interesaría saber algo. Tengo la primera edición de mañana del Herald, y sale una noticia de Peiping. Según «fuentes autorizadas», dice, los equipos de reparación del satélite tactran tienen pruebas concluyentes de que la explosión que destruyó el satélite y dos naves de transporte era de origen sospechoso.

- Veo las noticias, Adrian. Y ésa la he visto. Había otra noticia, también, que decía que se consideraba responsables de la explosión a elementos disidentes de dentro de las Repúblicas Populares.

El senador guardó silencio. Margie habría pagado por ver la expresión de su cara en ese instante incluso el precio de descubrir el lamentable estado de su propio rostro, y extendió la mano para restaurar el circuito de imagen de la llamada. Pero antes de que le diera tiempo, el senador dijo:

- Supongo que es lo que todos nosotros debemos decir en estas circunstancias, Margie. En una cosa sí coincido contigo: nos has metido en esto hasta el fondo.

Y entonces interrumpió la transmisión.

Margie permaneció sentada y reflexionando a la vez que se secaba el pelo durante los diez minutos siguientes, mientras no paraba de darle vueltas a la conversación. Luego descolgó el teléfono y marcó el número de la sala del cuerpo de guardia.

- Soy la coronel Menninger -dijo-, informe al oficial de instrucción de que no estaré presente en las formaciones de mañana y prepáreme un transporte para las ocho en punto. Tengo que ir a Nueva York.

- Sí, mi coronel -dijo el oficial de día. No le sorprendió. Ningún miembro del proyecto podía salir de la base y, según las órdenes, no había excepciones, pero él sabía quién había redactado esas reglas.

Margie estaba sentada con gesto impaciente en la sección del público de la sala del Consejo de Seguridad, esperando a que la llamaran. La delegación de Perú explicaba su reciente voto con mucho detalle, mientras los otros nueve miembros del Consejo aguardaban con diferentes grados de irritación a explicar las suyas. La cuestión parecía tener algo que ver con los límites territoriales de las flotas de pesca. En una situación normal, Margie habría prestado atención, pero su mente estaba en ese momento a muchos años luz, en Klong. Cuando la joven negra vino a buscarla para acompañarla a su cita, se olvidó de Perú antes de haber salido del auditorio.

La mujer la guió a una discreta sala con el rótulo «Sólo Personal Autorizado» y mantuvo la puerta abierta para que pasara sin entrar, ni siquiera mirar, ella misma.

- Hola, papá -dijo Margie en cuanto se cerró la puerta. Giró la mejilla para que se la besara. Su padre no la besó.

- ¡Tienes un aspecto espantoso! -le dijo, con una voz inexpresiva y sin afecto-. ¿Qué coño les has estado enseñando a esos «colonos» tuyos?

La pilló con la guardia bajada; ésa no era ninguna de las preguntas que había esperado que le hiciera su padre, ni tampoco, menos aún, de lo que había venido a hablar. Sin embargo, respondió en seguida:

- Les he estado enseñando tácticas de supervivencia, exactamente lo que dije que les iba a enseñar.

- Échale un vistazo a esto -dijo él desplegando un fajo de fotografías en holoplano ante ella-. Son obras de arte de la colección privada del Heredero de Mao. Me costó mucho conseguirlas.

Margie sostuvo una en alto, moviéndola un poco para conseguir el efecto de movimiento en tres dimensiones.

- Me hace gorda -dijo con mirada crítica.

- Éstas proceden de la bolsa de un correo en Ottawa. Las reconocerás, supongo. Se ve a uno de tus chicos lanzando una granada, y un bonito disparo de un lanzallamas. También hay otra de una chica, no diré quién, clavándole algo que se parece mucho a una espada a algo que se parece mucho a un krinpit.

’Oh, vaya, papá, eso no es una espada. Es sólo un cuchillo plano y afilado. La idea se me ocurrió al observar al jefe de cocina abriendo ostras en la marisquería Grand Central. El krinpit no es más que un muñeco de pruebas.

- ¡Y una mierda, Margie! ¡Eso son técnicas de combate!

- Es supervivencia, papá -lo corrigió-. ¿Qué te parece? Los mayores y más desagradables peligros a los que se van a enfrentar nuestros chicos y chicas son los krinpit, los excavadores y los globonoides y, ¡oh, sí!, no nos olvidemos de los Grasis y los Poblas. No estoy defendiendo que se mate a nadie, papá, sólo estoy enseñándoles cómo comportarse si se encuentran en una situación así. -Se le ensombreció el rostro-. Da igual, me gustaría saber quién hizo esas fotos.

- Lo sabrás -le respondió taciturno-, pero no importa, éstas no son más que copias. Los Poblas tienen los originales y a estas alturas es probable que Tam Gulsmit tenga su propia serie. Los Poblas y los Grasis de Klong se van a enterar la semana que viene, como muy tarde; la expedición internacional de amistad se ha ido al garete. ¿Oíste el debate en el Consejo?

- ¿Qué? Oh, claro…, un poco.

- Pues deberías haber prestado más atención. Perú acaba de ampliar sus límites marítimos hasta mil kilómetros. Margie entrecerró los ojos, perpleja.

- ¿Qué tiene que ver eso con un posible enfrentamiento en Klong?

- Perú no se atrevería a hacer algo así sin contar con el respaldo de alguien. Nominalmente es un país miembro del Bloque de Alimentos, claro, por la pesca de anchoa, pero los peruanos no tienen donde caerse muertos cuando el pescado baja a las profundidades, así que intentan mantener buenas relaciones con los demás bloques.

- ¿Con cuál?

Su padre entrecerró los ojos levantando la cabeza. No lo hizo porque corrieran el menor riesgo de que esa sala super-sensible estuviera siendo espiada; fue sólo un gesto reflejo: no pronunciar el nombre del Heredero de Mao cuando no era necesario.

Margie se quedó callada un momento, mientras el clasificador de fichas de su cerebro ordenaba jerárquicamente las prioridades. Volvió a la Número Uno.

- Papá -dijo-, Perú puede meterse sus anchoas donde le quepa, y no me va a quitar el sueño saber que uno de los míos es un espía. Si se arma un escándalo por el entrenamiento de combate, da igual, sobreviviremos. Nada de todo eso va a tener la menor importancia dentro de dos o tres semanas, porque ya estaremos allí, y te he venido a ver para eso. Gus Lenz está echándose atrás. Necesito ayuda, papá. No dejes que anule la expedición.

Su padre se recostó en la silla. Margie no estaba acostumbrada a ver a Godfrey Menninger envejecido y con aspecto cansado, pero ahora lo parecía.

- Cariño -dijo despacio-, ¿tienes la menor idea de en qué problema nos hemos metido?

- Claro que la tengo, papá, pero…

- No, escúchame. No creo que la tengas. Hoy un petrolero ha embarrancado en la isla Catalina con seiscientas mil toneladas de petróleo que no van a llegar a Long Beach. En una situación normal, no importaría. El sur de California tiene abundantes reservas, pero esas reservas se han desviado a tu proyecto, de manera que ahora son escasas. A menos que pongan a flote ese petrolero en las próximas cuarenta y ocho horas, la ciudad de Los Angeles pasará el fin de semana sumida en un apagón. ¿Cómo crees que va a reaccionar la opinión pública?

- Bueno, claro, hay que contar con que cierta cantidad de mierda…

Su padre levantó la mano.

- ¿Has leído la noticia que han publicado los periódicos esta mañana? Los Poblas saben que su satélite tactran fue destruido deliberadamente.

- ¡No, no fue así! Fue un accidente. ¡Se suponía que la bomba inutilizaría sólo la nave de suministros!

- Un accidente ocurrido durante la comisión de un delito se convierte en parte del delito, Margie.

- Pero no pueden probar…, quiero decir que no hay en el mundo manera de que me lo carguen a mí, a menos… Miró a su padre. Éste negó con la cabeza.

- El italiano no va a contarles nada. Ya ha sido eliminado. El pobre Guido no vivió para gastarse sus cien mil petrodólares.

- Nos dio información a muy buen precio -dijo Margie-. Mira todo lo que sacasteis de sus microfichas. Tenéis la prueba de que los Grasis establecieron su base donde lo hicieron porque disponían de escáners sísmicos que mostraban petróleo bajo la superficie. Eso va contra los derechos que conceden los tratados en el planeta.

- No seas niña, Margie. ¿Qué tiene que ver esa «prueba» con esto? Sir Tam y los Viscosos no pueden probar que le diste la bomba a Ghelizzi, pero no les hace falta probarlo, les basta con saberlo, y lo saben. La reacción de Perú lo demuestra. Eso por no mencionar otras noticias menores de las que probablemente no te hayas enterado todavía, como que la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires ha sido bombardeada esta mañana. Yo diría que es un pequeño mensaje de advertencia de sir Tam o del Heredero de Mao. ¿Cuál crees que será el mensaje siguiente?

Margie se dio cuenta de que se había estado rascando las ampollas y se obligó a apartar la mano.

- Papá -dijo-, sabes que nadie puede hacer nada verdaderamente grave. El equilibrio de poderes lo impide.

- ¡Te equivocas! El equilibrio de poderes se desmorona en cuanto alguien comete un error. Los Poblas cometieron uno cuando dispararon a nuestros globonoides en Klong. Yo cometí otro cuando te permití que llevaras aquella bomba a Belgrado. Ha llegado la hora de apagar las mechas, cariño.

Por primera vez en su vida adulta, Margie Menninger sintió miedo de verdad.

- ¡Papá! ¿Estás diciendo que no me vas a ayudar con Lenz?

- Estoy diciéndote algo más, Margie. Estoy de acuerdo con él. Mañana voy a ver al presidente y le voy a pedir que anule el lanzamiento.

- ¡Papá!

Él vaciló.

- Cariño, tal vez más adelante, cuando las cosas se hayan tranquilizado…

- ¡Más adelante no servirá! ¿Es que crees que los Poblas no van a reforzarse en cuanto puedan colocar otro satélite ahí arriba? ¿Y los Grasis? Y…

- Está decidido, Margie.

Lo miró fijamente, horrorizada. Éste era el God Menninger que conocía toda la Agencia, y que ella raramente había visto. En ese momento no estaba mirando a su padre. Era un ser humano más implacable y resuelto de lo que ella misma jamás había sido, y con el soporte necesario para llevar sus decisiones a la práctica.

- No puedo hacer que cambies de opinión -le dijo. No era una pregunta, y él no le respondió.

- Bien -añadió Margie-, no hay ningún motivo para que me quede por aquí, ¿verdad? Adiós, papá. Cuídate. Ya nos veremos.

No volvió a mirarlo cuando se levantó, recogió su bolsa de cuero marrón de oficial, se puso la gorra y salió.

Si su padre era tan decidido como ella, la otra cara de la moneda era que ella lo era tanto como él. Se detuvo en la sala de espera y entró en una cabina telefónica pública para marcar un número local.

La mujer que respondió al otro lado de la línea era un ser humano asombrosamente atractivo, no un sex symbol, sino una obra de arte.

- Vaya, Marjorie -le dijo-, creía que estabas por ahí dedicada a misiones de espionaje para tu padre o algo así… ¡Marjorie! ¿Qué te ha pasado en la cara?

Marge se palpó la barbilla manchada.

- Ah, esto. Es sólo una reacción a unas inyecciones. ¿Puedo ir a verte?

- Claro, amor mío. ¿Ahora mismo?

- En este mismo instante, mamá. -Margie colgó el teléfono y se dirigió con paso rápido hacia los ascensores. Antes de entrar en ellos hizo una parada en los servicios de señoras para repasar su maquillaje.

La madre de Marge Menninger vivía, entre otros lugares, en la sección residencial de la torre de uno de los rascacielos más altos y caros de Nueva York. Era un edificio pasado de moda, construido cuando la energía era barata, en los tiempos en que ahorrar en aislamiento térmico y depender de entradas ingentes de BTU durante todo el invierno y de un aire acondicionado permanente durante todo el verano tenía sentido. Era uno de los pocos rascacielos que no había sido reconstruido, al menos en parte, cuando el precio del petróleo alcanzó los 300 petrodólares por barril. La reforma habría sido ruinosamente cara para la mayoría de los inquilinos, hasta para los más acaudalados. Los apartamentos de aquel edificio no eran más caros que cualquier otro piso situado en un buen barrio. Pero si uno tenía que preguntar a cuánto ascendían los costes de mantenimiento, es que no podía pagarlo. Alicia Howe y su marido actual no tenían necesidad de plantear ese tipo de preguntas.

El mayordomo le dio la bienvenida:

- Me alegro de verla, señorita Menninger. ¿Hará uso de su habitación esta vez?

- Me temo que no, Harvey. Sólo quiero hablar con mamá.

- Sí, señorita Margie. La está esperando.

- Al levantarse para que la besara, Alicia Howe dio un repaso rápido y minucioso a su hija. ¡Esas horrorosas manchas en la tez! La ropa era aceptable, para tratarse de un uniforme militar, claro, y, gracias al cielo, la niña había heredado el aspecto risueño y apuesto de su padre.

- Podrías perder un par de kilos, cariño.

- Lo haré, te lo prometo, mamá. Quiero pedirte un favor.

- Claro, cielo.

- Papá está poniendo algunos problemas a cierta cuestión, y necesito salir a la palestra. Quiero dar una conferencia de prensa.

El marido de Alicia Howe era un magnate de la televisión, con tres emisoras en ciudades importantes y grandes intereses en una docena de redes de satélite.

- Estoy convencida de que la gente de Harold puede echarte una mano -dijo despacio-. ¿Debería preguntarte de qué problema se trata?

- Mamá, ni siquiera deberías saber que hay un problema.

Su madre suspiró. Había aprendido a sobrellevar los asuntos extraoficiales de God Menninger mientras estuvieron casados, pero al divorciarse había albergado la esperanza de no tener que volver a pasar por aquello. Nunca hablaba con su marido. No es que no le gustara: en lo profundo de su corazón lo seguía considerando el hombre más interesante y, con mucha diferencia, también el más sexy del mundo, pero no podía soportar saber que cualquier pequeño desliz, cualquier comentario inoportuno de él a ella y de ella a otra persona, podría implicar consecuencias catastróficas para el mundo.

- Cariño, tengo que darle alguna razón a Harold.

- Oh, claro, mamá, pero no lo plantees como un problema. De lo que quiero hablar es de Klo…, de Jem. El planeta, Jem. Voy a ir allí, mamá.

- Sí, ya lo sé, me lo habías dicho. Tal vez dentro de uno o dos años, cuando las cosas se hayan calmado…

- Quiero calmarlas ahora, mamá. Quiero que Estados Unidos envíe fuerzas suficientes allá arriba para acondicionar el planeta y poder vivir en él, ponerlo en condiciones para que lo visites algún día, si te apetece. Y quiero hacerlo ahora. Se supone que tengo que partir dentro de dieciocho días.

- ¡Margie! ¡Qué barbaridad!

- No te lo tomes así, por favor. Eso es lo que quiero.

Alicia Howe había sido incapaz de oponerse a ese argumento desde hacía más de doce años. No tenía la menor esperanza de poder enfrentarse a él ahora. La idea de ver a su hija lanzándose por el espacio hacia un lugar espantoso en el que la gente moría de manera repugnante la asustaba. Sin embargo, no podía negarse que Margie había demostrado una sobrada capacidad para cuidar de sí misma.

- Bien -dijo-, supongo que no puedo castigarte mandándote a tu habitación. De acuerdo. No me has dicho qué quieres que haga.

- Pídele a Harold que me ponga en contacto con uno de sus programas de noticias. El sabrá hacerlo mejor de lo que yo pueda decirle. Se están retirando de mi planeta, mamá, cortando la financiación, quejándose de los problemas. Quiero que la gente sepa lo importante que es, y quiero ser yo quien se lo explique -dijo y aplicando su sentido de la estrategia, añadió-: Papá me apoyaba en todo al principio, pero ahora ha cambiado de opinión. Quiere cancelar el proyecto.

- ¿Me estás diciendo que quieres apretarle las clavijas a tu propio padre?

- Exactamente.

Alicia Howe sonrió. Esa parte seguro que le resultaba atractiva a su actual marido. Abrió las manos en gesto de resignación y se dirigió al teléfono.

- Le explicaré a Harold lo que quieres -dijo.

Ana Dimitrova estaba sentada con los ojos cerrados en una sala ancha y baja, con los codos apoyados sobre una mesa con forma de anillo, la cabeza entre las manos y con unos auriculares puestos. Movía los labios. Meneaba la cabeza de un lado a otro mientras intentaba seguir los ritmos del canto grabado del globonoide. Era muy difícil, en gran parte porque no era la voz de un globonoide la que emitía los sonidos, sino la de un krinpit. La cinta había sido grabada varias semanas antes, cuando el último krinpit superviviente de Detrick no tenía a nadie más con quien hablar que Shirley, la única globonoide que había sobrevivido.

Aunque ella, en realidad, no se llamaba Shirley. Su nombre, más bello, había sido Mo'ahi'i Ba'alu'i, que significaba algo así como Habitante de la Nube Dorada. Los chirridos y golpes de tímpanos del krinpit no forman con facilidad los sonidos del globonoide. Aun así, Shirley le había entendido…, no, se corrigió Ana, Mo'ahi'i Ba'alu'i lo había entendido. YAna estaba resuelta a entenderlo también, y por eso pasaba una y otra vez fragmentos de la cinta:

Ma'iya'a hi'i -estas criaturas no son como nosotros-, hu 'u ha'iye'i -son animales perversos.

Y la respuesta de Habitante de la Nube:

- Ni'u'a mali'i na'a hu'iha. -Han matado mi canción.

Ana se quitó los auriculares de las orejas y se frotó los ojos. Los dolores de cabeza eran muy intensos esa noche. ¡Y aquella espantosa sala! Veinte auriculares y paneles de control de cintas delante de veinte sillas idénticas de respaldo duro, todas dispuestas en círculo como un anillo. ¡Tan poco acogedora! ¡Tan antipática!

¿Antipática? Ana frunció los labios para sí. Sympathetic era uno de las palabras trampa del inglés; se parecía mucho a «simpático», sonaban casi igual, pero no significaban lo mismo, y era vergonzoso que una traductora de la experiencia de Ana cayera en el error de confundirlas. Ese error era la prueba de que estaba demasiado cansada para seguir trabajando, y con gesto resuelto apagó la cinta, colgó los auriculares en el gancho y se levantó para salir de la sala. Quería desear buenas noches cortésmente a los pocos participantes interesados de verdad en el proyecto que habían compartido su deseo de dedicar horas extras a la cinta, pero no quedaba nadie. Todos se habían ido mientras ella estaba concentrada.

¡Eran casi las once! Dentro de seis horas tendría que levantarse.

Mientras recorría con paso rápido las calles de la compañía hacia su habitación, Ana se detuvo a medio camino, cambió de dirección y entró en el salón de ocio. ¡Los dolores de cabeza eran espantosos! En la sala había una máquina expendedora de bebidas y a veces alguno de aquellos refrescos norteamericanos que contenían cafeína le constreñían los vasos sanguíneos y reducían las palpitaciones atronadoras de sus latidos durante el tiempo suficiente para que se pudiera quedar dormida.

Al introducir un dólar en la máquina, mientras esperaba a que se llenara el vaso, pensó que pasarse por el salón no había sido tan buena idea. ¡Que ensordecedor estruendo había allí dentro! Una docena de parejas bailaba frenéticamente al ritmo de un aparato estéreo en un rincón. En la otra punta, un oriental tocaba una guitarra y un grupo cantaba con él, contradiciendo sonoramente la música que salía del estéreo. Les daba igual. El resto del ruido procedía del rincón donde estaba el televisor: se oía un parloteo de voces emocionadas y risas, ¿qué podían estar mirando? Se acercó para ver la pantalla. Alguien sacaba una funda de almohada de una lavadora sónica y lanzaba exclamaciones arrebatadas sobre su brillo prístino. ¿Estaban los espectadores tan emocionados por un anuncio?

- Oh, Nan -gritó su compañera de habitación agitando el codo hacia ella-, te lo has perdido. Estuvo maravillosa.

- ¿El qué? ¿Qué me he perdido? ¿Quién estuvo maravillosa?

- La teniente coronel Menninger. Estuvo estupenda de verdad. Mira -le confesó la mujer-, nunca me había caído muy bien, pero esta noche estuvo sencillamente espléndida. Apareció en las noticias de las seis. Se trataba sólo de una pequeña entrevista cara a cara, como un complemento a una noticia sobre Jem. No sé por qué la eligieron a ella, ¡pero me alegro! ¡Dijo cosas tan maravillosas! Dijo que Jem era una esperanza para todos los desdichados del mundo. Dijo que era un planeta en el que podían olvidarse todos los viejos odios. Un lugar -¿cómo lo dijo?-, ah, sí, un lugar donde cada niño podría elegir sus ideas y sus convicciones morales, ¡y disponer del espacio para vivir de acuerdo con ellas!

Ana tosió expulsando en una lluvia de rocío dentro de la mano ahuecada el trago de la coca-cola que se estaba bebiendo.

- ¿La coronel Menninger dijo eso? -preguntó atragantada.

- Sí, sí, Nan, y lo dijo con bellas palabras. Nos conmovió a todos. Incluso tipos como Semental Sweggert y Nguyen el Sobón se conmovieron de verdad. Por una vez tenían las manos quietas. El locutor comentó algo sobre enviar tropas a Jem, y la coronel Menninger le dijo: «Yo soy militar. Todos los países tienen soldados como yo, y todos nosotros rezamos para que no tengamos nunca nada que hacer, pero en Jem podemos hacer algo útil. Algo por la paz, no para la destrucción. Por favor, permítannos hacerlo». ¿Qué?

Nan había estado murmurando para sí en búlgaro. -Nada, nada, sigue, por favor.

- Bien. Ahora mismo acaban de repetir fragmentos de su intervención en las últimas noticias, y dicen que la respuesta del público ha sido increíble. Han llegado telegramas y llamadas telefónicas a la Casa Blanca, a la ONU, a las emisoras… y no sé dónde más.

Ana se olvidó del dolor de cabeza.

- Tal vez haya sido injusta con la coronel Menninger. De verdad, estoy asombrada.

- ¡Y yo! Me hizo sentir que lo que estamos haciendo aquí es algo bueno; ¡y todo el mundo habla de ello!

Era cierto. No sólo hablaban de ello en la sala de ocio de los barracones. Los teléfonos del senador Lenz no paraban de sonar: recibía llamadas de votantes apremiándole para que se asegurara de que los héroes de Jem tenían todo el apoyo necesario. Las redacciones de todo el país observaban el recuento electrónico de llamadas del público: ¡Jem, Jem! Las encuestas informaban de un interés público cada vez mayor. El teléfono de God Menninger sólo sonó una vez, pero la persona al otro lado de la línea era el presidente de Estados Unidos. Cuando colgó, el rostro de Menninger estaba tenso y sombrío, pero luego se relajó y esbozó una sonrisa. «Cariño -le dijo al espacio vacío-, tienes el alma negra como el carbón, pero haces que tu padre se sienta orgulloso de ti.»