XI

El cabello de Marge Menninger ya no era rubio. El nombre que constaba en su pasaporte no era Margie Menninger. Según sus órdenes de viaje, ahora era comandante e iba de camino a un nuevo destino; y aunque las órdenes autorizaban un retraso en la fecha de llegada, era improbable que el general que las había firmado hubiera pensado que pasaría esos días de más en París.

En la pequeña habitación de su hotel jugueteó con el supuesto cruasán y lo que se hacía pasar por zumo de naranja y telefoneó al conserje para ver si había llegado el mensaje que esperaba.

- Lo lamento, señorita Bernardi, pero no hay nada para usted -suspiró el conserje. Marge le dio otro bocado al cruasán y lo dejó. Francia formaba nominalmente parte del Bloque de Alimentos -por los pelos y gracias al reetiquetado de vino argelino destinado a la exportación-, pero lo que te daban para desayunar no daba fe de ello.

Estaba harta de esa habitación, de los restos de olores a khef y a las prácticas sexuales de los anteriores ocupantes. Quería salir, pero no podía. Mientras pasaba inquieta el rato en esa habitación, las naves de los Poblas habían entrado en fase de prelanzamiento, el entrenamiento de las tripulaciones de apoyo para la siguiente misión del Bloque de Alimentos renqueaba sin ella y sólo Dios sabía qué desastres estarían ocurriendo en Washington y la ONU.

Dejó el desayuno y se vistió rápido. Cuando bajó, como era de esperar, el mensaje ya estaba en la mesa del conserje, en un delgado trozo de papel azul:

La señorita Hester Bernardi será recogida a las 15.00 horas para su cita.

Era obvio que llevaba ahí desde hacía mucho. Margie no se molestó en reprender al conserje, ya se encargaría cuando llegara el momento de las propinas. Salió a la rue Caumartin, pensando en qué hacer a continuación. ¡Seis horas por delante! Por más vueltas que le daba no se le ocurría qué uso productivo podía darles.

Era un día cálido y lloviznaba. El hedor a gasolina impregnaba la atmósfera sobre la place de l'Opéra. Aunque fuera miembro del Bloque de Alimentos, Francia mantenía buenas relaciones con los árabes, tanto como los Poblas. Ésa era otra de las razones por la que no te podías fiar de los gabachos, pensó Margie con malestar. Uno de sus abuelos había entrado en esta ciudad vistiendo el uniforme gris de la Wehrmacht y el otro, unos años después, desde la dirección contraria, con el uniforme verde oliva norteamericano. Ambos le habían transmitido sus sentimientos hacia los franceses. Eran aliados inconstantes, sujetos indignos de confianza, y los pocos que alguna vez parecían tener algún sentido de Estado solían acabar con la cabeza rebanada por los muchos que carecían de ese sentido. Desde el punto de vista de Margie, los franceses no eran mejores que los ingleses, los españoles, los italianos, los portugueses, los asiáticos, los africanos, los latinos y, si lo pensaba un poco, tampoco que el 90 por ciento de los norteamericanos.

El problema al que debía enfrentarse de forma inmediata no era qué no funcionaba en la humanidad, sino qué podía hacer ese día. Sólo había una respuesta. Podía hacer aquello a lo que viene a París la mayoría de las norteamericanas: ir de compras. Y no sólo podía, sino que debía; era el mejor modo de no llamar la atención. Además, no sólo debía, también quería.

Uno de los secretos mejor guardados de Margie era que periódicamente sufría arrebatos de compra compulsiva: salía de un gran almacén para entrar en el de al lado, miraba precios de telas, se probaba vestidos, conjuntaba zapatos con trajes de noche… En su pequeño piso de Houston tenía dos armarios, además de la mitad del espacio de lo que se suponía era la habitación de invitados, atestados con sus compras. Las arrojaba desordenadas sobre los estantes o las empujaba debajo de la cama metidas todavía en las bolsas de los almacenes: jerséis que nunca se pondría, telas cosidas a medias para hacer cortinas que nunca colgaría. Su salón era espartano y su dormitorio siempre estaba inmaculado porque nunca sabía quién podía presentarse. En cambio, las otras habitaciones secretas formaban parte de la personalidad oculta de Margie Menninger. Nada de lo que compraba era muy caro, y no precisamente porque ahorrara. Tenía fondos reservados a su disposición y los precios nunca le importaron. Su gusto se centraba más en la cantidad que en la calidad. Cada cierto tiempo declaraba la guerra a la inundación de objetos y, durante una época, Cáritas y el Ejército de Salvación engordaban con lo que desechaba. Al cabo de una semana, el tesoro acumulado habría vuelto a aumentar.

Margie no se detenía en las tiendas para turistas que salpicaban los Campos Elíseos ni tampoco en las boutiques más apartadas. Sus gustos se inclinaban más bien hacia grandes almacenes como Printemps, Uniprix o las galerías Lafayette. El único inconveniente era que no podía comprar nada. No podía cargar con ninguna bolsa al sitio al que se dirigía y tampoco quería llamar la atención dejándola abandonada, así que se limitó a probarse ropa y a preguntar precios, y durante seis horas convirtió en un infierno la vida de una veintena de dependientas parisinas. Algo que no le supuso el menor cargo de conciencia.

El taxi la recogió en el hotel justo cuando el reloj marcaba las tres en punto. Margie había recuperado su buen humor. Se recostó en el duro asiento de cuero de atrás, preparada para lo que viniera.

El conductor se detuvo en la Place Vendóme el tiempo suficiente para que se subiera otro pasajero. Detrás de las gafas de sol de turista estaba el rostro de su padre, lo que no fue ninguna sorpresa para ella.

- Bonjour, cariño -dijo-, te he traído tu juguete.

Tomó la cámara que le ofrecía y la sopesó con mirada crítica. Era más pesada de lo que parecía; debería tener cuidado de no dejar que nadie la tocara.

- No intentes hacer fotos con ella -le dijo su padre- porque no funciona. Cuélgatela de la correa al cuello. Cuando llegues a tu destino -empujó la palanca del obturador y la cubierta protectora se abrió desvelando un objeto metálico de color apagado dentro-, le das esto a tu contacto junto con cien mil petrodólares. Están en la funda.

- Gracias, papá.

Se retorció en el asiento para mirarla.

- No le contarás a tu madre que te dejo hacer esto, ¿verdad que no?

- No, por Dios, tendría una hemorragia diarreica.

- Y no permitas que te atrapen -añadió como si se le acabara de ocurrir-. Tu contacto era uno de los mejores hombres de Tam Gulsmit, que se va a poner como una fiera cuando se entere de que lo hemos engañado. ¿Cómo van las cosas por Fort Detrick?

- Viento en popa, papá. Tú consígueme el transporte, yo enviaré gente de primera.

Él asintió.

- Tuvimos un pequeño golpe de suerte -le explicó-. Los Poblas dispararon a uno de nuestros chicos. No lo hirieron, pero es un bonito incidente.

- Por el amor de Dios, ¿y él no respondió al fuego?

- ¡Ése no dispara! Era tu viejo amigo de la cárcel, el de Bulgaria. Por lo que sé, no cree en el uso de la fuerza. En todo caso, hizo exactamente lo que yo le habría ordenado que hiciera. Salió pitando de allí e informó de lo sucedido a la fuerza de pacificación de la ONU. Tenía cintas y fotografías para probar cuanto decía. -Miró por la ventanilla. Habían cruzado el Sena. Ahora avanzaban lentamente entre el denso tráfico de un barrio de clase obrera-. Te bajas aquí. Nos vemos en Washington, cariño. Cuídate.

A la mañana siguiente, temprano, Margie estaba en Trieste. Ya no se llamaba Hester Bernardi, pero tampoco Marge Menninger. Era una adormilada ama de casa italosuiza que, vestida con un chándal, conducía hacia la frontera yugoslava un coche eléctrico Fiat de alquiler, junto con una multitud de madrugadores domingueros que buscaban las verduras baratas y las ofertas yugoslavas en utensilios de cocina. A diferencia de los demás, al llegar a Zagreb aparcó el coche y tomó un autobús para la capital.

Cuando entró en Belgrado, el objeto que le había dado su padre estaba al fondo de una bolsa de compras de plástico, debajo de un jersey viejo y un bolso ajado. Había dormido muy poco.

Margie no podría haber crecido en la casa de Godfrey Menninger sin aprender el sencillo lenguaje del espionaje. Ella era la única persona del mundo para quien su padre nunca había tenido secretos. Al principio, porque era demasiado pequeña para entender nada, de manera que él podía hablar libremente en su presencia. Luego, porque tenía que entenderlo. Cuando la OLP la secuestró, se había aterrorizado más de lo que un niño de cuatro años podría soportar, y las pacientes explicaciones de su padre fueron lo único que le permitieron dar sentido al terror. Y, por último, porque él confiaba plenamente en que ella comprendía, siempre, que las cosas absurdas y letales que hacía tenían una finalidad. Nunca se cuestionó si ella compartía esa finalidad, de manera que Marge se había criado en una atmósfera de liquidaciones, caídas, correos y agentes dobles, en el centro de una red que se extendía por todo el mundo.

Ahora, sin embargo, no se encontraba en el centro de la red. Estaba fuera, donde los riesgos eran inmensos y los castigos drásticos. Caminó a paso rápido por las bulliciosas calles, evitando las miradas. Las tiendas, no mayores que un armario, tenían las puertas abiertas y de ellas salían olores que se mezclaban: un aroma penetrante a carne asada de una sastrería (¿cuándo había comido por última vez?), el hedor intenso de unas axilas sucias de lo que parecía una boutique de bisutería… Cruzó una calle esquivando un tranvía y vio el despacho que buscaba. El rótulo rezaba «Electrotec München», y estaba encima de una tienda de jerséis donde unos hombres en camiseta, corpulentos y gordos, trabajaban en máquinas de coser de transmisión por correa.

Miró su reloj. Faltaba más de una hora antes de poder establecer el primer contacto. El hombre al que tenía que ver era un italiano bajo y delgado que vestiría una chaqueta deportiva de fútbol con el nombre del equipo de Skopje. Por supuesto, no había nadie con ese aspecto a la vista todavía, y ni siquiera estaba claro que el individuo fuera a presentarse a la primera cita, algo que su padre ya le había advertido.

Manzana abajo había un grupo de cobertizos techados que rodeaban un edificio de dos plantas con gablete que recordaba a una estación de tren secundaria de cualquier zona residencial de los alrededores de una ciudad americana. ¿Un mercado de granjeros? Parecía algo así. Margie se abrió paso entre una multitud de mujeres ataviadas con babushkas y otras con vestidos cortos, hombres con blusones azules que cargaban cajas de rosadas patatas nuevas sobre los hombros y otros con un niño cogido de cada mano que miraban atentos los mostradores de chocolatinas y gelatinas. Era una muchedumbre agradable y bulliciosa. Allí no llamaba la atención.

Sin embargo, tenía hambre.

Parecía ser la temporada de fresas. Margie compró medio kilo y un botellín de Pepsi, y encontró un sitio donde acomodarse sobre una balaustrada de piedra, junto a una maleta abierta llena de destornilladores y llaves de tubo recubiertas de aluminio. Lo que más le apetecía era una hamburguesa, pero por allí nadie parecía vender nada por el estilo. Los demás estaban comiendo fresas, y estaba convencida de que parecía uno más, quizá no igual, pero sí podía pasar por un ama de casa que se había detenido de camino a cualquier destino normal y corriente para darse un respiro.

A las dos en punto estaba de vuelta delante de Electrotek München y, como le habían dicho, se puso a examinar una guía de autobuses de Belgrado. No apareció ningún italiano delgado y bajo. En dos ocasiones captó fragmentos de palabras que parecían pronunciadas en inglés, pero cuando levantó la mirada y miró distraídamente en la dirección de la que procedían, no supo adivinar cuál de los transeúntes había hablado. Tiró la guía en la cloaca de una esquina y se alejó a pie, enfadada. La segunda cita no era hasta las diez en punto, en uno de los antiguos e inmensos hoteles de lujo, por Dios, ¿qué iba a hacer hasta entonces?

Tenía que seguir moviéndose. Resultaba difícil pasarse más de siete horas dando vueltas, por más Camparis con soda que te apetezca pararte a tomar. Por suerte, pasó por delante de un local que se autodenominaba, en caracteres cirílicos, Expres-Restoran, y cuando se dio cuenta de que era una cafetería, uno de sus problemas, como mínimo, se había resuelto. Señaló algo que parecía pollo asado, y seguramente lo era, y al menos se llenó el estómago con el pan y el puré de patatas que lo acompañaba. Lo que no sabía era cómo llenar el tiempo que le sobraba. Intentó pasarlo como pudo: dio un paseo por el jardín botánico, se dedicó a mirar escaparates por el bulevar Mariscal Tito durante un buen rato… y entonces empezó a llover. Se refugió en un Bioskop y vio una comedia checa con subtítulos en serbocroata hasta las nueve. El único inconveniente era mantenerse despierta. Cuando llegó al hotel se topó con un problema de verdad: Ghelizzi tampoco apareció por allí.

A esas alturas estaba casi mareada por el cansancio, tenía la ropa sudada y mojada por la lluvia y estaba convencida de que empezaba a oler mal. Su padre no había organizado muy bien estas citas, pensó con cierta amargura. Debería haber previsto que los camareros del bar del hotel se fijarían sin duda en una extranjera sucia y sudada entre todo aquel mármol y los tríos de cuerda. Si hubiera sido un hombre, no habría importado. Un hombre podría haber entrado a echar un vistazo a las prostitutas del hotel: la flaca rubia teñida que hacía solitarios junto a la chimenea, la regordeta de cabello pelirrojo chillón que había salido dos veces del salón en una hora, cada una con un hombre distinto, y que ya había vuelto, preparada para recibir al próximo cliente. Margie rechazó otro Campari y le pidió al camarero que le trajera un café turco. La próxima cita no era hasta la tarde siguiente, ¿dónde iba a dormir?

Las prostitutas tenían habitaciones. Si hubiera sido una de ellas…

La idea no la incomodaba en sentido moral, pero sólo tardó un segundo en descartarla por impracticable. Incluso si tu- viera una habitación, en cuanto mirara a cualquier varón solitario, los camareros seguramente la echarían para proteger el monopolio existente. Ya la estaban mirando con interés y empezaban a recoger los manteles de las mesas en el rincón más alejado del salón.

Margie recogió su café y se fue a la mesa de la rubia con mechas. Le habló en inglés, convencida de que en un hotel turístico las chicas dominarían las palabras necesarias de todas las lenguas importantes.

- ¿Cuánto por una noche? -le preguntó.

La rubia la miró escandalizada.

- ¿Para ti? ¡Qué asco! No podría hacerlo con una mujer.

- Cincuenta dinares.

- Cien.

- Muy bien, cien. Pero tengo gustos muy especiales, y tienes que hacer exactamente lo que te pida.

La rubia la miró con incredulidad, luego se encogió de hombros y llamó al camarero.

- Primero debes invitarme a un whisky escocés auténtico mientras me explicas esos gustos. Luego ya veremos.

Por la mañana Margie se despertó recuperada. Utilizó la diminuta ducha de la prostituta y le pagó con una sonrisa.

- ¿Puedo hacerte una pregunta? -le dijo la mujer contando el dinero.

- No puedo impedírtelo.

- Eso que me has pedido que te hiciera, masajearte el cuello cada vez que te despertabas hasta que te volvieras a quedar dormida, ¿de verdad te satisface tanto?

- No sabes hasta qué punto -respondió sonriendo Margie. Salió del hotel sin ocultarse, casi con ostentación, y saludó educadamente a los policías locales, que vestían uniformes grises holgados abiertos en el cuello y apoyaban las manos en pistolas metidas en fundas de cartón. Siguió por el bulevar y, unas manzanas más adelante, entró en el London Café. Allí, meciendo una cerveza en una de las mesas interiores, estaba el bajo y delgado italiano con una gorra del equipo de fútbol de Skopj e.

Marge se sentó, pidió un café y fue al lavabo de señoras. Cuando volvió, el italiano se había ido. El bolso que había dejado en la silla parecía intacto, pero al palparlo se dio cuenta de que la cámara había desaparecido y en su lugar había una carpeta con una guía sobre el crucero en aerodeslizador a la Garganta de Hierro.

Volvió a cruzar la frontera desandando en el mismo orden sus pasos anteriores. Cuando llegó a Trieste y pudo recuperar la identidad de Hester Bernardi, la turista norteamericana, se había recuperado del todo. En el valvajet que la llevaba de regreso a París se encerró en el lavabo y estudió el contenido de la carpeta de viajes.

Se le escapaba cómo Ghelizzi había podido llegar a ser un hombre de confianza en el ejército de espías de sir Tam; no le había dado la impresión de que fuera el tipo de hombre en el que confiar, aunque había entregado la mercancía a su debido tiempo. El pequeño dispositivo estaba en camino y tenía en sus manos el archivo completo en microfichas de mensajes tactran secretos intercambiados entre la Tierra y el campamento del Bloque de Combustible en Klong. Su padre estaría muy orgulloso.