XV

Tras solicitarlo durante cuatro días, a Ana por fin le concedieron permiso para utilizar la radio y realizar una llamada al campamento de Población. Cuando el encargado de comunicaciones le hizo señas de Adelante, se inclinó y habló en urdú por el micrófono.

- Soy Ana Dimitrova, llamo desde el campamento del Bloque de Exportadores de Alimentos. Quisiera hablar con Ahmed Dulla, por favor.

El operador de comunicaciones apagó el micrófono y dijo: -Ahora espera. El mensaje de respuesta suele tardar unos diez minutos.

- ¿Mensaje? ¿No puedo hablar directamente con el doctor Dulla?

- No con los Poblas, querida. Nosotros transmitimos un mensaje y ellos una respuesta si les apetece.

- Sí que es raro. Bueno, gracias. Esperaré fuera. -Cuando salía añadió-: Por favor, avísame cuando llegue la respuesta. -Dalo por seguro, bonita.

Qué fastidio, pensó enfadada, sentada con las piernas cruzadas bajo el cálido resplandor de calentador eléctrico que despedía Kung en el cielo. Y ¡diez minutos! Había esperado mucho más de diez minutos para escuchar la voz de Ahmed. Al menos, su situación no debía de ser ya tan apurada como al principio había temido. Por el campamento corría el rumor de que las Repúblicas Populares, con esfuerzos sobrehumanos que apenas se podían imaginar, habían logrado restablecer la comunicación con su puesto avanzado en Jem. Había aterrizado una nave, una pequeña, sin duda, pero al menos ya no dependían de las demás colonias para su supervivencia. ¡Cómo debió de enfurecer esa situación a Dulla!

A su alrededor, el campamento estaba ajetreado. Se había despejado y sembrado casi una hectárea sobre las laderas altas y los puntales para los focos que harían crecer las semillas ya estaban colocados. La energía era la próxima tarea, y ya se habían puesto manos a la obra. El Bloque de Alimentos por fin tenía su propia planta de energía solar en fase de montaje, y mientras tanto había una planta termonuclear en funcionamiento. Era una instalación pequeña y cara, pero fiable.

Ana era la mejor de las traductoras de los tres campamentos y, desde la desaparición de Harriet Santori, la única que parecía capaz de captar la delicada estructura de un lenguaje que sólo se entendía parcialmente. Su krinpit era bastante imperfecto y había pocas ocasiones de practicarlo. Para estudiar la lengua de los excavadores había pasado mucho tiempo con James Morrissey, que parecía haberlos adoptado como razón personal de su existencia; esos esfuerzos, sin embargo, no habían dado muchos frutos. Los micrófonos que introducía tan cuidadosamente en los túneles recogían a veces un breve fragmento o dos de chillidos, gorjeos, sonidos amortiguados. Era evidente que los excavadores los detectaban y los evitaban inmediatamente, cuando no los robaban. En más de una ocasión, Morrissey había recogido una sonda y descubierto que habían desconectado limpiamente el cabezal.

En cambio, con los globonoides casi había llegado a hablar con soltura. Había trabajado en estrecha colaboración con el profesor Dalehouse, aunque hasta ahora sólo por radio; la fascinante pero temible perspectiva de elevarse con él bajo un racimo de bolsas de hidrógeno quedaba pospuesta para un indeterminado futuro. El piloto ruso, Kappelyushnikov, había despegado con la ordenanza de la coronel Menninger y un racimo de depósito de hidrógeno para alguna estúpida misión secreta, y a ella la habían apartado de la radio hasta nueva orden. Se le asignó trabajo administrativo en el minúsculo hospital, donde de hecho no había ningún papeleo que hacer, dado que todavía no había pacientes.

Pese a todo, le daba igual. Por más frustraciones y molestias que tuviera que soportar, ¿no estaba en Jem, a sólo unas decenas de kilómetros, como mucho, de Ahmed? A eso había que sumar la vertiginosa emoción de encontrarse en el propio Jem. ¡Estaba en otro planeta! ¡Orbitando otra estrella! ¡Tan lejos de casa que no podía ver el sol en el rojizo firmamento jemiano! Aún no se había atrevido a salir a la jungla (aunque otros sí lo habían hecho y habían vuelto sanos, salvos y emocionados por el extraño paisaje que habían visto). Ni siquiera se había bañado todavía en aquel gran lago, o mar, cercano y tentador: no se le había ocurrido traer un traje de baño, todavía no había encontrado un momento para confeccionarse uno y, desde luego, no pensaba imitar la costumbre de esos otros que jugueteaban sin nada puesto por la playa. Ahora mismo podía ver una pandilla salpicándose y gritando. Se suponía que deberían estar trabajando en los hidroaviones que se estaban montando en la orilla pero, por lo que veía, a Ana no le cabía duda de que en ese momento les interesaba mucho menos el transporte que el disfrute animal de la playa.

No se trataba, pensó siendo justa, de que eso fuera negativo en sí, ¿por qué no iban a hacerlo? A Ana no le molestaba que otras personas tuvieran diferentes categorías morales que ella, siempre que no intentaran imponérselas. Chapotear en el agua podía ser ciertamente muy divertido con ese calor bochornoso…

- ¡Dimitrova! -Se puso en pie de un salto y corrió dentro a buscar su respuesta, que no fue otra que:

- Ahmed Dulla no está disponible en este momento. Se le hará llegar el mensaje.

Le respondieron en inglés y, además, en un inglés con mucho acento; el Heredero de Mao no se había tomado la molestia de enviar buenos traductores. Le dio las gracias al encargado de comunicaciones sin dejar entrever su decepción y se encaminó paseando hacia el perímetro. No estaba de servicio, había pasado la hora de comer y era demasiado temprano para acostarse, ¿qué iba a hacer ahora si no podía hacer lo que más deseaba?

¡Era una verdadera decepción! ¿Dónde podía estar Ahmed?

Se irritó al descubrir los primeros síntomas de otro dolor de cabeza. ¡Qué exasperante! Por alguna razón, no había tenido muchas jaquecas durante los primeros días que había pasado en Jem, tal vez porque todo resultaba tan emocionante e intenso que no tuvo tiempo para pensar en dolores de cabeza.

No quería uno ahora. Ana era una persona trabajadora por naturaleza, y se le ocurrió que el estar ociosa no iba a evitar el dolor, sino que más bien lo empeoraría. ¿Qué podía hacer? Si tuviera la ropa apropiada, qué agradable sería ayudar a los constructores de barcas en la playa o subir las laderas y echar una mano en el sembrado de plantas… pero no, en ese instante sólo estaban arando, y ella no sabía conducir un tractor. La planta de energía. Tampoco tenía ni idea de su funcionamiento, claro, pero sí miembros fuertes y disposición a usar los músculos, ¿por qué no?

Por desgracia, al acercarse descubrió que uno de los suboficiales que trabajaba en el proyecto era el sargento Sweggert. Cambió de dirección y se alejó a paso ligero.

Había evitado a Sweggert desde aquella noche en que, con la ordenanza de la coronel, había descubierto a la comandante en jefe y al sargento en celo, al aire libre, a la vista de todos. Por supuesto, nadie más lo había visto. Nan se había dado la vuelta inmediatamente, sudando de vergüenza. Estaba claro que por allí no había nadie más, porque si hubiera habido alguien ahora sería la comidilla del campamento entero. Tinka no hablaría, Sweggert tal vez no se atrevería y la coronel… Bueno, Ana no se engañaba a sí misma pensando que entendía a la coronel. No había podido evitar a Marge Menninger, y no le había comentado nada del incidente. De hecho, no había dado la menor muestra de que hubiera sucedido. La americana teñida, ¡copulaba con un hombre cuyo nombre apenas conocía! No, eso no era cierto, sí se conocían, pero sin duda no socialmente. Oh, sí, claro que ella le echaría la culpa al efecto afrodisíaco de la… la neblina, se dijo, que el globonoide herido emitió. A esas alturas ya se había enterado de todo eso. Aun así, ¡qué espantosamente obsceno! y -¿qué palabra era la apropiada?- «chabacano».

Ana se encontró de repente en un puesto de guardia de la valla del perímetro, y al instante se le hizo evidente qué quería hacer.

- Voy a dar un paseo -le dijo al cabo al mando, que se encogió de hombros y observó imperturbable cómo Ana se metía entre las púas de la alambrada.

A los pocos pasos había perdido de vista el campamento.

Si no podía ver a Ahmed, al menos podía observar a Jem. Se abrió paso a través de la vegetación violeta y viscosa, que en esa zona parpadeaba con luces verde azuladas, y se detuvo a escuchar: percibió sonidos apenas audibles de roces entre la maleza, el crujido de las plantas agitadas por el viento. Le habían asegurado que ahí no había formas de vida que pudieran hacerle daño. Debido a la presencia del campamento no quedaban muchos animales. A algunos los habían espantado; a otros, envenenado. En los lugares donde los destacamentos encargados de la basura habían depositado los desechos del día enterrándolos en el bosque, los helechos se marchitaban y la cubierta de hierba silvestre se secaba. La bioquímica terrestre era tan hostil para la jemiana como a la inversa, pero los jemianos no tenían un Camp Detrick que les preparara pomadas e inyecciones contra la descomposición.

Pero lo que quedaba, ¡cuán fascinante y extraño! Bosques de plantas que parecían helechos, pero con tallos leñosos y que daban fruto. Plantas carnosas, que casi se confundían con el bambú: los tallos huecos servirían de buenos materiales estructurales y Ana, con su espíritu ahorrador, tomó nota mental para avisar a la coronel de que no siguiera desperdiciando el precioso hierro en estacas para las tiendas. Enredaderas que parecían parras, con semillas duras, sin duda destinadas a que se esparcieran en el excremento de pequeños animales (si es que alguno sobrevivía en esta parte del bosque). Había también plantas gigantes como mangles, llamadas «multiárboles», con una docena o más de troncos que se unían en la copa formando una bóveda ininterrumpida bajo la que ella se movía.

Se detuvo y miró a su alrededor. No se podía perder, se tranquilizó, siempre que mantuviera el agua, que despedía destellos rojizos, a la izquierda. Cuando quisiera podía descender hasta el agua y volver al campamento recorriendo la orilla.

Podía saltar con suma facilidad y ligereza por leños caídos y piedras, por lo que tampoco se iba a cansar. Si no le doliera tanto la cabeza sería un momento excelente para dar un paseo por la naturaleza, pensó mientras se retorcía para pasar entre los troncos de un multiárbol que resplandecía verde azulado con destellos de luciérnaga.

Ante ella se alzaban unos hongos protuberantes, de color rosa grisáceo y sin luz propia. Parecía un cerebro, pensó. De hecho, se parecía mucho al suyo. La escisión cerebral se le había practicado con anestesia local y ella había podido ver cada paso, parte en el espejo de arriba, parte en la pantalla de likris de circuito cerrado. Ese había sido el aspecto de su cerebro para ella: un organismo distante e insensible. Incluso cuando la afilada cuchilla con forma de gancho lo había partido con un movimiento suave le había resultado difícil relacionar la imagen con la insistente y agobiante presión que era lo único que sentía… Más tarde, cuando volvieron a conectarle algunos de los nervios necesarios, sintió de repente la realidad de la operación. Habría vomitado si no hubiera sido por la maternal burla del cirujano: «¡Una chica tan mayor y fuerte como tú!». Ella se había reído. «¡No, tonterías! No vomitarás.» Y Nan no había…

¿Qué era ese ruido?

Sonaba como unos palos que golpearan unos leños huecos a lo lejos, y alguien que gimiera. Era el tipo de sonido que había oído antes, en las cintas en Camp Detrick. Los crustáceos, ¡eso era!, pero tal vez no la especie social, tal vez se tratara de los salvajes y probablemente peligrosos seres de los que sólo había oído rumores…

La voz humana que escuchó a sus espaldas sonó muy seria. -¿Te parece sensato estar aquí sola, Ana?

¡En urdú! ¡Con aquel tono de severidad compasiva que había oído tantas veces! Antes de darse la vuelta sabía que era Ahmed.

Una hora más tarde, a un kilómetro de distancia, ella yacía en sus brazos, sin querer moverse para no despertarlo. El sonido del krinpit siempre era audible, a veces cerca, otras alejándose; sonrió para sí al pensar que la criatura seguramente había andado por allí mientras hacían el amor. Daba igual. No había hecho nada de lo que avergonzarse ni que tuviera que ocultar. No tenía nada que ver con lo de aquella norteamericana teñida, porque…, sí, claro, porque lo había hecho con Ahmed.

El se movió, se dio la vuelta y se despertó.

- ¡Ah, Ana! ¡Entonces no lo había soñado!

- No, Ahmed. -Ana vaciló y luego dijo en voz más baja-: Pero yo he tenido muchas veces este sueño… ¡No! Otra vez, no, por favor, no tan seguido, querido Ahmed…, oh, sí, cuando quieras, pero primero déjame mirarte. -Sacudió la cabeza y lo regañó-: ¡Qué delgado estás! ¿Has estado enfermo?

Los ojos negros como cuentas opacas la miraron inexpresivos.

- ¿Enfermo? Sí, a veces, y a veces también he pasado hambre.

- ¡Hambre! ¡Qué espantoso! Pero…, pero…

- Pero ¿por qué pasar hambre? Eso es fácil de responder. Porque tu gente derribó nuestras naves de transporte.

- ¡Eso es imposible!

- No lo es -la contradijo-, porque sucedió. Comida para mucho tiempo, instrumentos científicos, dos naves… y treinta y cuatro seres humanos, Ana.

- Debió de ser un accidente.

- Eres una ingenua. -Se levantó con gesto enfadado y recogió su ropa-. No te culpo a ti, Ana, pero esos crímenes son un hecho, y tengo que responsabilizar a alguien. -Desapareció tras un multiárbol y, al cabo de un momento, ella oyó salpicar la orina contra el tronco.

También oyó algo más: la vibración y el gemido del krinpit que de nuevo se aproximaba. ¡Si hubiera podido dedicarles más tiempo a las cintas en Detrick! Aun así, pudo distinguir un patrón que se repetía una y otra vez: Sssharrn… seguido de dos notas rápidas, ay-gon.

- ¿Ahmed? -lo llamó en voz baja.

Oyó la risa del paquistaní.

- Ah, Ana, ¿te asusta mi amigo? No nos hará daño, no somos comestibles para él.

- No sabía que tuvieras este tipo de amigos.

- Bueno, es posible que no los tenga. Es verdad, no somos amigos, pero como soy enemigo de sus enemigos, al menos somos aliados. Ven, Sharn-igon -dijo como un vecino que paseara a un cachorro-, y deja que te veamos.

Una gran criatura que parecía surgida de una pesadilla apareció por detrás de Ahmed moviéndose rápido y de lado, vibrando y gimiendo. Ana nunca había estado tan cerca de un krinpit adulto vivo, ni había reparado en su gran tamaño ni la potencia de sus sonidos. No tenía pinzas de cangrejo, sino extremidades articuladas que agitaba por encima de su cuerpo, dos de las cuales se estrechaban acabando en puntas curvadas como la garra de un gato, mientras que otras dos acababan en masas compactas como un puño quitinoso.

La criatura se quedó quieta, como si examinara a Nan, aunLos ojos negros como cuentas opacas la miraron inexpresivos.

- ¿Enfermo? Sí, a veces, y a veces también he pasado hambre.

- ¡Hambre! ¡Qué espantoso! Pero…, pero…

- Pero ¿por qué pasar hambre? Eso es fácil de responder. Porque tu gente derribó nuestras naves de transporte.

- ¡Eso es imposible!

- No lo es -la contradijo-, porque sucedió. Comida para mucho tiempo, instrumentos científicos, dos naves… y treinta y cuatro seres humanos, Ana.

- Debió de ser un accidente.

- Eres una ingenua. -Se levantó con gesto enfadado y recogió su ropa-. No te culpo a ti, Ana, pero esos crímenes son un hecho, y tengo que responsabilizar a alguien. -Desapareció tras un multiárbol y, al cabo de un momento, ella oyó salpicar la orina contra el tronco.

También oyó algo más: la vibración y el gemido del krinpit que de nuevo se aproximaba. ¡Si hubiera podido dedicarles más tiempo a las cintas en Detrick! Aun así, pudo distinguir un patrón que se repetía una y otra vez: Sssharrn… seguido de dos notas rápidas, ay-gon.

- ¿Ahmed? -lo llamó en voz baja.

Oyó la risa del paquistaní.

- Ah, Ana, ¿te asusta mi amigo? No nos hará daño, no somos comestibles para él.

- No sabía que tuvieras este tipo de amigos.

- Bueno, es posible que no los tenga. Es verdad, no somos amigos, pero como soy enemigo de sus enemigos, al menos somos aliados. Ven, Sharn-igon -dijo como un vecino que paseara a un cachorro-, y deja que te veamos.

Una gran criatura que parecía surgida de una pesadilla apareció por detrás de Ahmed moviéndose rápido y de lado, vibrando y gimiendo. Ana nunca había estado tan cerca de un krinpit adulto vivo, ni había reparado en su gran tamaño ni la potencia de sus sonidos. No tenía pinzas de cangrejo, sino extremidades articuladas que agitaba por encima de su cuerpo, dos de las cuales se estrechaban acabando en puntas curvadas como la garra de un gato, mientras que otras dos acababan en masas compactas como un puño quitinoso.

La criatura se quedó quieta, como si examinara a Nan, aunque hasta donde ella podía ver, no tenía ojos. Entre los sonidos que emitía, ella reconoció ¡palabras en urdú! Sílaba tras sílaba, fue golpeteando y gruñendo una frase:

- ¿Esta tiene que morir?

- ¡No, no! -respondió Ahmed rápidamente-. Ella es… -Vaciló, luego emitió unos sonidos en el lenguaje krinpit. Tal vez fue por el acento de Ahmed, pero Ana no pudo entender ni una palabra-. Le he dicho que eres mi él-esposa -le explicó.

- ¿El-esposa?

- Tienen una vida sexual muy variada -dijo.

- Por favor, Ahmed, no estoy para charlitas de broma. El krinpit ha dicho «morir», ¿a qué se refería?

- Ingenua Ana -repitió Ahmed y la miró pensativamente. Luego se encogió de hombros. No le respondió, pero desenvolvió una hoja plana de color marrón rojizo que cubría un objeto. Era una hoja de metal plana, más ancha en la punta y con el filo afilado como una navaja. La empuñadura se ajustaba a la mano de un hombre y medía medio metro de punta a punta.

- ¡Ahmed! ¿Es eso una espada?

- Un machete pero, tienes razón, también es una espada.

- Ahmed -dijo, y el corazón le latía con más fuerza que las pulsaciones que sentía en la cabeza-, hace unos días asesinaron a tres personas del Bloque de Alimentos. Había pensado que se trataba de un accidente, pero ahora no estoy tan segura. ¿Puedo preguntarte si sabes algo de lo que pasó?

- Pregunta lo que quieras, mujer.

- ¡Pues explícamelo!

Él clavó el machete en el suelo húmedo.

- Muy bien, si lo quieres así, te lo diré. No. Yo no maté a esos Gordos. Pero sí, sé que murieron, y no lamento su pérdida. Espero que mueran muchos más, y si es necesario que mate yo mismo a unos cuantos, ¡no me temblará el pulso!

- Pero… pero… pero Ahmed -balbuceó apenas Ana-, querido y amable Ahmed, ¡eso es asesinato! Peor aún que asesinato, ¡es un acto de guerra! ¿Y si el Bloque de Alimentos contraataca? ¿Y si en nuestras patrias no lo interpretan como una simple pelea en un lugar remoto sino que también toman represalias unos contra otros? ¿Y si…?

- ¡Acaba de una vez con tus hipótesis! -gritó-. ¿Qué van a hacer para responder? ¿Bombardear Pakistán? ¡Que lo hagan! Que destruyan Hyderabad y Multan, que bombardeen Karachi, que arrasen todas nuestras ciudades y quemen la costa entera. Tú has estado allí, Ana, ¿cuánto pueden destruir de Pakistán? ¿Qué bombas pueden penetrar en las montañas? La gente sobrevivirá. Las sanguijuelas que acuden en masa a las ciudades a mendigar, los parásitos del gobierno… sí, los intelectuales, los orgullosos chupasangres como tú y como yo, ¿qué me importa si mueren todos ellos? ¡La gente de los valles sobrevivirá!

Ella permanecía en silencio, asustada, buscando palabras que pudieran convencerlo de su locura sin encontrar ninguna.

- Ah -dijo Ahmed con asco-, ¿qué sentido tiene todo esto? No te enfades conmigo.

- ¿Enfadarme? No es eso lo que siento -replicó Nan con tristeza.

- Entonces, ¿qué es? ¿Odio? ¿Miedo? Ana, ¿qué quieres que hagamos? ¿Dejar que nos maten de hambre? Sólo tenemos una pequeña nave para refugiarnos, ¿y qué tienen los Gordos y los Grasis? ¡Armadas enteras! Y si la lucha se propaga… -Vaciló y luego estalló-: ¡Que se peleen! Que todos los ricos se maten entre ellos, ¿a nosotros qué nos importa? Recuerda: de cada diez seres humanos de la Tierra, ¡seis son nuestros! Si hay guerra en nuestro planeta…, si sólo sobrevive un millón de personas, entonces seiscientos mil de los supervivientes serán ciudadanos de las Repúblicas Populares, y aquí…

Ella sacudió la cabeza, casi sin poder contener las lágrimas.

- ¿Y aquí? ¿También el sesenta por ciento?

- No, más. En Hijo de Kung, si alguien sobrevive… será un ciento por ciento de los nuestros.