II
No era necesario detallar lo que podría decirse sobre Ana Dimitrova porque se hacía evidente en el primer encuentro: era una joven alegre y dulce, con capacidad para amar. A veces padecía la espantosa tensión producida por los dolores de cabeza que suele sufrir la gente cuyo cuerpo calloso ha sido cortado, y en esas ocasiones se desorientaba, se volvía irritable, el dolor casi la hacía vomitar. Pero procuraba pasar esos momentos en privado siempre que le era posible.
Se levantó temprano y entró con sigilo en la cocina para preparar té con sus propias manos. ¡Nada de basura en polvo para Ahmed! Cuando se lo llevó, él abrió aquellas largas pestañas que la dejaban sin aliento y le sonrió arrugando los ojos castaño oscuro.
- Eres demasiado bueno conmigo, Nan -dijo en urdú. Ella dejó la taza al lado de Ahrned y se inclinó para acariciarle la mejilla con la suya. Ahmed no era partidario de los besos, salvo en circunstancias que, aunque a ella le encantaban, no entraban en sus planes para ese momento.
- Vistámonos rápido -propuso Ana-, quiero enseñarte mi bonito monstruo.
- ¿Monstruo?
- Ya lo verás. -Se soltó de su abrazo y se retiró a la ducha, donde dejó que el agua caliente cayera sobre sus sienes durante largo rato. El casco compacto a menudo le causaba dolores de cabeza, y no quería padecerlo ese día.
Más tarde, mientras se secaba el largo cabello castaño, Ahmed entró sigilosamente v le pasó los dedos por la estrecha cicatriz del cuero cabelludo.
- Querida Nan -dijo-, tantos problemas para aprender urdú. A mí no me costó nada.
Ella se apoyó en Ahmed un instante, luego se envolvió en la toalla y lo regañó amablemente:
- Ahora no hay tiempo para esto si queremos ver al monstruo con la luz del amanecer. Además, no me escindieron el cerebro para aprender lenguas, sólo para poder traducirlas mejor.
- Nosotros jamás haríamos algo así en Pakistán -dijo él, pero Ana sabía que el comentario sólo pretendía ser cariñoso.
Al otro lado de la puerta del baño, mientras lo escuchaba chillar y gruñir bajo el agua fría, Nan pensó en serio sobre Ahmed. Ella era una persona práctica. Estaba dispuesta a sacrificar un bien material por un principio o un sentimiento, pero prefería saber claramente qué estaba en juego, porque en el juego de su amor con Ahmed, los riesgos eran muy elevados. Bulgaria, como la Unión Soviética, se encontraba entre las naciones exportadoras de alimentos más tolerantes con los habitantes de los países del Bloque de Población, pero las directrices de la política internacional seguían siendo muy claras. Sólo podrían verse muy de cuando en cuando y con dificultades, a menos que el uno o el otro renunciaran a su ciudadanía. Ella sabía que en ningún caso sería Ahmed.
¿Hasta qué extremo quería llevar su relación con este encantador paquistaní? ¿Podría compartir su vida en las ciudades atestadas y lentas del Bloque de Población? Las había visto. Eran bastante acogedoras. Pero…, una dieta básicamente de cereales, una carencia casi total de electrodomésticos personales, la tendencia a la introversión de las personas del Bloque de Población…, ¿era eso lo que quería? Agradables de visitar, amables y pintorescas durante un día, un mes, pero… ¿para el resto de su vida?
Se vistió rápidamente sin decidirse; con una parte de su mente concentrada en lo que estaba haciendo y la otra revisando sus planes para esa jornada de trabajo en la conferencia, no quedaba sitio para Ahmed. Hizo la cama mientras se vestía, guardó los platos y vasos fregados y, casi tirando de él, lo hizo salir por la puerta.
El cielo era de un color rosáceo brillante, pero el sol sólo empezaba a asomar; tenían tiempo si se daban prisa. Lo hizo bajar por la escalera, sin esperar el diminuto y estrafalario ascensor, salieron al patio y luego se alejaron a paso rápido de la universidad hacia un cruce de dos bulevares. Al llegar, ella se detuvo y se dio la vuelta.
- Ahí está, ¿lo ves?
Ahmed entrecerró los ojos bajo la luz del amanecer.
- Veo la catedral -refunfuñó.
- Sí, eso es. ¿Y el monstruo?
- ¿Monstruo? ¿Está en la catedral?
- El monstruo es la catedral.
- ¿San Esteban es un monstruo?… ¡Oh! Sí, me parece que ya lo distingo. Aquellas ventanas de ahí arriba, ¿son los ojos? Y esas otras alineadas debajo, son los dientes.
- Nos está sonriendo, ¿lo ves? Y ahí están las orejas y la nariz. Ahmed ya no miraba a la catedral, sino a ella.
- Eres una chica extraña. Me pregunto qué tipo de paquistaní serías.
Nan contuvo el aliento.
- ¡No! Es demasiado. No me hables así. -Lo tomó del brazo-. Por favor, paseemos sin hablan.
- No he desayunado nada, Ana.
- Tenemos tiempo de sobra. -Ella lo condujo a través del jardín hacia la universidad, y de ahí hacia el gran parque. Se rió-. ¿Me has perdonado ya por traducirte tan mal al búlgaro?
- Ni me habría enterado de lo mal que lo hiciste si no me lo hubieras contado tú.
- Pues lo hice bastante mal, Ahmed. Me quedé mirándote fijamente mientras hablabas de esa estrella de Kung y me olvidé de traducir.
La miró con cautela.
- ¿Sabes? -dijo-, el Heredero de Mao está personalmente interesado en ese planeta. Fue él quien eligió el nombre para ese objeto cuasiestelar. Estaba presente en el Observatorio cuando se descubrió. Creo…
- ¿Qué crees, Ahmed?
- Creo que van a suceder cosas emocionantes -comentó enigmático.
Ella se rió y levantó la mano para acariciarle la mejilla.
- Ana -dijo él, deteniéndose en el centro del bulevar-, escúchame: no es imposible, y lo sabes. Incluso si tuviera que estar fuera durante un tiempo, después, para ti y para mí no sería imposible.
- Por favor, querido Ahmed…
- ¡No es imposible! Sé que Pakistán es un país pobre -añadió con amargura, inconsciente de que estaban en medio de la calle-. No tenemos alimentos que exportar, como vosotros y los norteamericanos, y tampoco tenemos petróleo como los Estados de Oriente Medio y los ingleses, así que nos unimos con los países que quedan.
- Respeto mucho Pakistán.
- Eras una niña cuando estuviste allí -dijo él con rudeza-, pero pese a todo no es imposible ser feliz, incluso en el Bloque de Población.
Se acercaba un trolebús, tres largos vagones casi silenciosos sobre ruedas de llantas de goma. Nan tiró de él para apartarlo, alegrándose de poder cambiar de tema.
Lo difícil de las conferencias internacionales, pensó, era que se conoce a adversarios políticos y a veces no parecen tales adversarios. Ella no había buscado esta relación con alguien del otro bando. Por descontado, no quería los inconvenientes y el dolor que producía. Sabía bien cuáles eran los riesgos que conllevaba. Como traductora, con dominio pleno de cuatro idiomas y conocimiento parcial de otra media docena, había recorrido el mundo entero, sobre todo el interior del Bloque de Alimentos, claro, pero sólo eso incluía ya Moscú y Kansas City, Río y Ottawa. Había conocido desertores de los otros bloques. A una joven galesa en Sidney, a dos o tres japoneses en la facultad, a sus propios vecinos en Sofía. Todos se esforzaban cuanto podían por pertenecer a su nuevo país, pero nunca dejaban de ser distintos.
Sin embargo, tanto la mañana como Ahmed eran demasiado hermosos para esos pensamientos infelices. Esa parte de su mente, la que soñaba despierta y se preocupaba, pasó en ese momento de la preocupación al ensueño; la otra parte, la que percibía e interpretaba, había estado fijándose en algunos hechos que sucedían al otro lado del bulevar y que ahora le llamaron la atención.
- Fíjate -dijo aferrándose a una excusa para distraer a Ahmed de lo único que le preocupaba-, ¿qué está pasando allí? -Se encontraban en el Paseo de la Liberación. La mujer rubia que había visto en una de las recepciones discutía con dos milicianos. Uno de ellos la había cogido del brazo. El otro estaba manoseando su porra y hablando con gesto grave a un hombre de aspecto juvenil con aspecto de profesor universitario, también de la conferencia.
Sin mostrar interés, Ahmed comentó:
- Norteamericanos y búlgaros. Que los Gordos resuelvan sus problemas entre ellos.
- ¡No, por favor! -se empeñó Nan-, tengo que ver si puedo ayudar.
Pero, a la larga, lo único que consiguió Nan Dimitrova fue que la detuvieran también a ella.
Fue culpa de la americana. Hasta un americano debería haberse dado cuenta de lo inoportuno de contar chistes patrioteros y sucios sobre el Ejército Rojo lo bastante cerca de la policía de la mayoría de los países rusófilos para que pudieran oírlo. Y, si no lo sabía, al menos debería haberse dado cuenta de lo inoportuno de empeñarse en que se respetara su derecho a que se informara del incidente al embajador norteamericano. Hasta ese momento, los milicianos sólo buscaban un modo conveniente de poner fin a la reprimenda y marcharse. A partir de entonces, se convirtió en una cuestión de política internacional.
Lo único bueno del incidente fue que Ahmed no se vio implicado. Nan hizo que se fuera y él se marchó de buena gana, divertido incluso. Los demás, los dos norteamericanos y la propia Nan, acabaron en el Palacio de justicia Popular. Como era domingo por la mañana, tuvieron que permanecer sentados durante horas en los bancos de madera pelada de la sala de interrogatorios hasta que se pudo encontrar a un magistrado.
No se les acercó nadie. A nadie le habría importado, de eso Nan estaba segura, si hubieran aceptado la invitación de la puerta abierta y se hubieran escapado sigilosamente. Pero no quería hacerlo sola. Los norteamericanos no estaban dispuestos a correr el riesgo: la mujer porque, según parecía, creía que era una cuestión de principios, y el hombre, a todas luces, porque la mujer no se movía de allí. Nan los miró con desagrado, sobre todo a la rubia teñida, a la que por lo menos le sobraban cinco kilos, aun cuando se trataba de una ciudadana del Bloque de Alimentos. No se puede elegir a los propios aliados, pensó. El hombre parecía buena persona, aunque no demasiado exigente sobre con quién compartía sus jueguecitos sexuales. Con todo, a medida que transcurrían las horas y los milicianos les llevaron cruasanes y té fuerte, el confinamiento los fue aproximando. Charlaron animadamente, hasta que por fin llegó el Magistrado del Pueblo, se negó con brusquedad a escuchar ni una palabra de tratados ni embajadores, les recomendó que en el futuro utilizaran el sentido común que Dios les había dado y los buenos modales que sin duda sus madres les habrían enseñado y los dejó irse.
A esas alturas, ya se habían perdido la sesión de la conferencia de las diez de la mañana. Y, lo que era casi peor, se habían perdido las comidas especiales dispuestas para los delegados. Dado que era una mañana de domingo de primavera, todos los restaurantes de Sofía estaban repletos con bodas privadas y ninguno de ellos pudo comer nada.
Esa fue la primera vez que se encontraron los tres; la segunda sería mucho más tarde, y muy, muy lejos.
Danny Dalehouse descubrió que un colega había leído su ponencia por él, de manera que perderse la sesión matinal resultó que no fue un completo desastre, es más, parecía que había producido un número increíble de beneficios. Margie era lo bastante lista para darse cuenta de que se había comportado como una boba, pero tenía un ego demasiado desarrollado para reconocerlo. Por más en serio que hubiera hablado sobre la subvención mientras paseaban por el bulevar cargados de vino, marihuana y rosas, tras el incidente estaba demasiado compungida para recordar su promesa.
Dalehouse pasó todo el trayecto de vuelta a casa de la conferencia en el valvajet sentado con su cuaderno apoyado en las rodillas, esbozando una propuesta hasta que llegó la hora de acostarse en su litera. Al amanecer se encontraban sobre la península blanca y marrón de Labrador, y el jet se movía más despacio a través del frío aire nocturno. Dalehouse desayunó solo, con la única compañía de una somnolienta azafata de la TWA que le preparó los huevos revueltos y le sirvió el café. Mientras, contemplaba las nubes de las que el valvajet entraba y salía como en una montaña rusa preguntándose cómo sería el planeta de la estrella de Kung.