XX
La barca apareció primero entre el aguacero, en la lejanía sobre el agua. En el foso, al lado de Ana Dimitrova, la cabo Kristianides -no, ahora la teniente Kristianides, se corrigió- se levantó y enfocó los prismáticos hacia ella.
- Krinpit -dijo-. Hijo de puta. Apúntale con el arma, Nan, pero no dispares a menos que te lo diga.
Era una orden innecesaria, no habría disparado por nada del mundo, no hasta que hubiera visto por sí misma que en la barca sólo iba un krinpit y no Ahmed Dulla. Y quizá ni siquiera entonces, porque esta locura de armas y disparos era un juego espantoso. Todavía no había tenido que disparar a ningún ser vivo y distaba mucho de estar segura de que pudiera hacerlo; ya lo había dicho, pero nadie quería escucharla. Sin embargo, lo bueno de su ametralladora es que tenía una mirilla telescópica y le alegró apuntarla.
La barca desapareció en la tormenta, pero antes pudo ver que no había ningún ser humano en ella, aunque era lo bastante grande para que cupieran varios.
Cuando volvió a aparecer era mayor y estaba más cerca, y vio que el único krinpit que iba en ella hacía denodados esfuerzos para achicar el agua y mantener intacta la vela trapezoidal, y remaba trayéndola derecha al campamento. A esas alturas ya lo habían visto todos y había al menos una docena de armas apuntándole. Por el sistema de altavoces, la voz de Guy Tree chilló la orden de no disparar. Playa abajo, Marge Menninger, con un AGR bajo el brazo, parecía ajena a la lluvia que la empapaba. Ana limpió la humedad de la mirilla con todo el cuidado que le habían enseñado y volvió a mirar. No podía reconocer a krinpit individuales a primera vista, pero éste no le parecía familiar.
Su esperanza se había visto decepcionada, pero ¡qué esperanza más descabellada!, se regañó a sí misma. Era improbable que Ahmed pudiera aparecer milagrosamente una vez más. E, incluso si reapareciera, ¿quién era ese Ahmed que la había tomado, la había usado y la había vuelto a abandonar? Ya no era la persona que había conocido en Sofía, pensó con tristeza, e intentó animarse y pensar de manera más constructiva.
Fue un intento fallido. ¡Había muy poco sobre lo que pensar de manera constructiva! El mundo que había dejado atrás se estaba autodestruyendo, y el mundo al que había venido parecía resuelto a hacer otro tanto. Desconocía lo que sucedía en las conferencias secretas entre Marge Menninger y sus caballeros guerreros en la cabaña del cuartel general, y tampoco quería saberlo. Sin embargo, bien podría suponer la muerte de todos ellos.
El krinpit había alcanzado ya la zona poco profunda. Se levantó y se tiró por un lado; la barca se meció y alejó mientras él se acercaba con paso titubeante a tierra. No parecía en muy buen estado. Se tambaleó en semicírculo sobre la orilla y luego cayó al suelo con un doloroso chasquido mientras la coronel Menninger y media docena de sus guerreros formaban un cauteloso perímetro a su alrededor.
A lo mejor lo matan, pensó. Bueno, que lo maten. Todos los demás estaban de pie y mirando, pero la atención de Ana vagaba dispersa, hasta que uno de los hombres armados se le acercó corriendo.
- ¡Dimitrova, preséntate allí ahora mismo! -gritaba-. ¡Es el que habla paqui! ¡La coronel quiere que vayas a traducir!
Cuando Ana Dimitrova tenía diecinueve años y era una precoz estudiante de último curso en la Universidad de Sofía, candidata a la callosectomía que escindiría para siempre las dos partes de su cerebro y la llevaría a una distinguida carrera profesional como traductora, había visto una película sobre el tema. No lo había pedido, pero ellos no aceptarían su solicitud sin que la viera. La primera parte era una descripción bastante tediosa, aunque instructiva, de la anatomía de ese kilogramo insensible e indefenso de gelatina gris rosácea que intervenía, transformaba y ordenaba todos los sentidos y defensas del cuerpo.
Ante sus propios ojos, un cirujano tomaba un cerebro humano en las manos y le despegaba el tejido para descubrir el gran puente seboso que conectaba las dos mitades, un puente que Ana Dimitrova iba a pedir voluntariamente que le seccionaran. Había una larga explicación, bastante difícil de seguir, sobre cómo se cruzaban los nervios, de manera que la mitad derecha del cerebro parecía asumir la responsabilidad de la mitad izquierda del cuerpo, y viceversa: ¡extraña rareza de la anatomía! Vio cómo los nervios que transportaban las impresiones visuales se intersectaban en el quiasma óptico, pero no del todo, como si una evolución traviesa se hubiera cansado de la broma y hubiera decidido no llegar hasta el final. Toda esa parte de la película, además de inquietante, resultaba bastante difícil de entender. Luego, por fortuna, venían algunas partes cómicas. Cada mitad del cerebro dirigía su propia red de nervios aferentes y eferentes. Los nervios eferentes, los que dirigían la acción, quedaban al margen de la bisección o se reconectaban más tarde, razón por la cual las personas a las que se les practicaba la escisión cerebral eran capaces de caminar sin tropezar en la mayoría de las ocasiones. Los nervios aferentes, los que recibían las impresiones sensoriales del mundo, se separaban, de manera que cada mitad del cerebro podía recibir, procesar y almacenar su propia información, que no compartía con la otra mitad: por eso la traducción era más fácil para los intervenidos.
Sin embargo, había un pero.
Algunos tipos de entrada de información aferente no eran gratuitos, puesto que producían reacciones glandulares. Causaban emociones. Ahí era donde empezaba la parte cómica. La película mostraba a una mujer, una de las primeras voluntarias de ese tipo de cirugía, que tenía un auricular en un oído y estaba leyendo un texto preparado. La voz del narrador del documental explicó lo que hacía: leía en voz alta una ponencia traducida de un congreso matemático. Mientras una mitad de su cerebro leía, traducía y hablaba, la otra mitad escuchaba las palabras que le entraban por el auricular; y esas palabras eran chistes sucios y escatológicos. La voz de la mujer empezó a temblar y tartamudear y un rubor sonrosado le cubrió la cara, aunque la parte de su cerebro que estaba traduciendo no tenía ni la menor idea de a qué se debía. Rubores. Tartamudeos. Dolores de cabeza. Depresión. Eran los síntomas de las filtraciones de una mitad del cerebro a la otra. El tejido cicatrizado que obstruía el flujo de impulsos a través del cuerpo calloso permitía que cada mitad del cerebro trabajara eficazmente por sí sola, pero los sentimientos se filtraban. En cuanto Ana Dimitrova empezó a traducir para la coronel Menninger sintió que esos sentimientos palpitaban en su interior…
- Dice que, dado que las Repúblicas Populares ya no son ninguna fuerza, desea ayudarnos contra el Bloque de Combustible.
- Pues menuda mierda. ¿Y qué va a hacer, matarlos a arañazos con sus piececitos afilados?
… y el dolor de cabeza fue el peor que había sufrido jamás, un dolor que le daba ganas de vomitar, que la paralizaba como unos golpes de saco terrero en la base del cráneo. Sintió náuseas, y el krinpit no la ayudaba. Sharn-igon estaba repulsivamente enfermo, incluso pronunciaba mal, como una radio estropeada, el chirrido apagado y reiterado de su nombre: Sharn-igon, Sharn-igon. El caparazón había adquirido un tono amarillento enfermizo en lugar del matizado color caoba que lucía antes. Estaba agrietado y arrugado. En los bordes, donde el caparazón inferior se unía a la inmensa armadura de la parte superior, las costuras no parecían encajar bien y rezumaban un líquido sucio y fluido.
- Ha mudado -le explicó a la coronel- y cree que está a punto de volver a mudar. Tal vez se deba a los productos químicos que la gente de Combustible ha usado contra ellos.
- Tú tampoco tienes un aspecto cojonudo, Dimitrova.
- Soy perfectamente capaz de seguir, coronel Menninger. -Sin embargo, se apartó del krinpit. Las exudaciones de su caparazón habían oscurecido la arena que lo rodeaba y olía a grasa rancia. Moverse no le sirvió de mucho. La jaqueca y el dolor que latía por debajo aumentaba por momentos.
Marge Menninger se pasó las manos por el cabello húmedo, echándoselo hacia atrás, de manera que dejó las orejas al descubierto. Parecía casi una niña cuando dijo:
- ¿Qué crees, Guy? ¿Queremos un verdadero tigre sediento de sangre?
- Nunca se rechaza a un aliado, Marge -dijo el coronel Tree-, pero los Grasis se merendarían a estos tipos sin despeinarse.
- Bien, ¿y qué está diciendo exactamente, Dimitrova? ¿Que les va a ordenar a sus congéneres cangrejos que ataquen el campamento Grasi si se lo pedimos?
- Algo parecido, sí. Sus palabras -añadió la traductora- no siempre son fáciles de entender, coronel Menninger. Habla un poco de urdú, no mucho, y pronuncia muy mal. Además, desvaría. Para él, matar es una cuestión personal, no le importa a quién. A veces dice que quiere matarme a mí.
Menninger evaluó al krinpit con la mirada.
- No creo que esté en muy buena forma para matar a nadie, ¿no?
- ¿Es que uno debe encontrarse bien para eso? -le espetó Ana-. Estoy asqueada de tanto hablar de matar, ¡y de tanta muerte! Es una perversa locura que nos dediquemos a matarnos cuando quedan tan pocas personas con vida.
- De eso -dijo Margie suavemente levantando la mano para impedir que Guy Tree estallara- hablaremos en otro momento. Tienes aspecto de estar hecha polvo. Ve a dormir un poco.
- Gracias, coronel Menninger -dijo Ana con frialdad, odiándola, tal vez odiando más todavía la mirada de compasión que había asomado en los ojos de Margie. ¿Cómo se atrevía la maldita ramera a sentir piedad?
Ana se dirigió a su tienda, encolerizada. Volvía a llover con intensidad y un rayo se abatió como un latigazo sobre el agua. Apenas lo notó. A cada paso que daba, las palpitaciones de la cabeza la atormentaban y sabía que, por detrás de aquel dolor físico, un dolor mayor pugnaba por salir de su interior. La piedad era el disolvente que fundiría el dique y lo dejaría emerger, y quería estar sola cuando eso sucediera. Se agachó para entrar en su tienda sin dirigirle la palabra a la mujer que la compartía con ella; se quitó sólo los zapatos y los pantalones y se enterró bajo las colchas.
Casi al instante empezó a llorar.
Ana no hacía ningún ruido, no se estremecía, no se retorcía. Sólo el ritmo irregular de su respiración hizo que la chica negra que estaba en el otro catre se incorporara apoyándose sobre un codo para mirarla; Ana no dijo nada y, al cabo de un momento, su compañera de habitación volvió a dormirse. Ana, en cambio, se mantuvo despierta durante una hora o más. Lloró en silencio largo tiempo, incapaz de contener más el dolor.
Perdidas las esperanzas, rechazados los placeres, esfumados los sueños, se había negado a aceptar lo que le había dicho el krinpit casi en la primera frase, pero ahora no podía seguir negándose. Ya no había ninguna razón para estar en Jem. Apenas si había razones para vivir. Ahmed estaba muerto.
El sonido estridente y fuera de lugar de una música de baile la despertó.
La tormenta de llanto silencioso le había limpiado la mente y el sueño profundo y sin sueños que había seguido a las lágrimas había iniciado la cura. Con cierta sensación de calma se bañó con rapidez en la ducha al final de la línea de tiendas, se cepilló, se secó el pelo y se vistió. La música era, claro, una de aquellas excentricidades de Marge Menninger, el baile del sábado por la noche. ¡Qué rara era esa mujer! Sus rarezas, sin embargo, no eran siempre mal recibidas. Uno de sus resultados habían sido los patrones y la tela que habían llegado en la última nave, y así Ana pudo elegir una sencilla blusa y una falda, un atuendo nada sofisticado, es verdad, pero tampoco sólo funcional. No tenía la más remota intención de ponerse a bailar, pero no iba a fastidiarles el placer a aquellos a los que les gustaba.
Atajó camino por el generador, donde el krinpit emitía ruidos sordos y huecos y escarbaba entre las matas de vegetación apartada para quemar buscando algo que comer mientras un guarda con un AGR le seguía a cada paso, y se acercó al borde de la zona de baile con el tiempo justo para picar algo de comer del buffet. (Se había perdido dos comidas mientras dormía.) Cuando los hombres le pedían que bailara con ellos, sonreía y les daba las gracias mientras negaba con la cabeza. La lluvia había parado y el sombrío Kung resplandecía rojizo en el firmamento. Tomó un plato de queso y unas galletas y se alejó. No es que pudiera ir muy lejos, ahora ya nadie paseaba por los bosques. Vivían, comían y dormían en un espacio que se podía atravesar corriendo en tres minutos. Todos los que podían estar desperdigados por ese reducido espacio, preferían estar en el baile y junto a la playa no había nadie más que los guardias del perímetro. Se sentó apoyando la espalda en una de las torretas de las ametralladoras y se acabó la comida. Dejó el plato en el suelo a su lado, levantó las rodillas hasta la barbilla y se quedó en esa postura contemplando las olas rojizas y púrpura.
Ahmed estaba muerto.
No la consolaba mucho decirse que sus sueños habían sido insensatos desde el principio, que Ahmed nunca la había tomado tan en serio como ella a él. No obstante, era verdad, y Ana Dimitrova era una persona práctica. Había aprendido el truco de diseccionar el dolor en partes. No volvería a verlo jamás, ni a acariciar su cuerpo fuerte y ágil, ni a yacer a su lado mientras dormía…, ése era el dolor más puro y no había consuelo. El hecho de que fuera a casarse algún día con él, a dar a luz a sus hijos y envejecer a su lado… eso no era más que una fantasía frustrada. Nunca había sido real. Esa pérdida no podía hacerle daño ahora, porque era algo que en realidad nunca había tenido. Estos pensamientos le permitían reducir su dolor a la mitad aun así.
¡Qué dolorosa era aún esa otra mitad!
Lloró sin hacer ruido pero abiertamente durante un instante, luego suspiró y se enjugó las lágrimas. Lo que había perdido, se dijo a sí misma, lo había perdido hacía mucho. Desde el momento en que Ahmed había llegado a Jem se había convertido en una persona distinta. En cualquier caso, había acabado. Tenía que construirse una nueva vida, y los materiales que debería utilizar para ello estaban todos en ese campamento, porque no había nada más en ninguna parte. Deberías bailar, se reprendió a sí misma, deberías acercarte donde los demás están riendo, bailando y bebiendo.
Simple y llanamente, no le apetecía. No se trataba sólo de que no quisiera bailar, al menos, todavía. Era algo más profundo y dañino que eso. Ana, al traducir al krinpit, se había enterado de gran parte de lo que pensaban Marge Menninger, Nguyen Tree y los demás halcones que dirigían los destinos del campamento. ¡Cuánta locura en tan pocas mentes! Estaban resueltos a proseguir la guerra, incluso allí, después de que la misma Tierra se hubiera destruido a sí misma. Y, aun así, allí estaban todos, sonriendo y meneándose por la pista. Si a su cerebro lo había escindido el bisturí de un cirujano, ¿qué habría dividido el de esos otros para que pudieran planear un genocidio por la tarde y beber, brincar y jugar sus jueguecitos sexuales por la noche? ¡Con qué desprecio los miraría Ahmed!
Pero Ahmed estaba muerto.
Respiró hondo y decidió no llorar otra vez.
Se levantó y estiró las extremidades agarrotadas. El krinpit se tambaleaba lentamente hacia el agua para beber algo tras su poco apetitosa comida, y el soldado lo seguía de cerca. No sentía ningún deseo especial de acercarse a la criatura, pero debía enjuagar el plato o bien llevarlo de vuelta a la tienda cocina, que estaba demasiado próxima a la pista de baile. Se mantuvo a cierta distancia, avanzando en paralelo a la ruta titubeante del krinpit, y entonces oyó que alguien la llamaba.
Era el piloto ruso, Kappelyushnikov, que estaba sentado con las piernas cruzadas en un foso de defensa y hablaba con Danny Dalehouse, que hacía guardia dentro. ¿Por qué no? Ana cambió de dirección para acercarse a ellos y los saludó deseándoles buenas noches.
- ¿De verdad te parece buena esta noche, Anyushka? Danny Dalehouse me ha contado lo de la muerte de Ahmed Dulla. Te acompaño en el sentimiento.
Era la primera vez que alguien le hablaba de ello. Descubrió que no le resultaba imposible responder.
- Gracias, Visha -dijo con firmeza-. ¿Cómo que no estás bailando, es que te has hecho monje?
- No hay nadie con quien me apetezca bailar -dijo él con tristeza-. Además, he mantenido una conversación muy interesante con Danny sobre el tema del esclavismo.
- ¿Y a qué conclusión habéis llegado, Danny? -preguntó Ana despreocupadamente-. ¿Somos todos esclavos de tu amante, la bella coronel rubia?
Dalehouse no le respondió de manera directa. Prefería apaciguar los ánimos.
- Sé que estás muy apenada, Ana. Yo también lo siento.
- ¿Apenada? -preguntó sopesando la palabra mientras lo miraba desde arriba-. Sí, es posible. Debo aceptar que mi hogar ha sido destruido…, el tuyo también, supongo, pero tú eres más valiente que yo. Yo no soy valiente, las cosas me dan pena. Me apena que lo que ha sucedido en la Tierra vaya a suceder ahora aquí. Me apena que mi…, que mi amigo haya muerto. Me apena que la coronel pretenda matar a muchas más personas. ¿No te parece increíble? Propone que construyamos un túnel bajo el campamento de Combustible y hagamos estallar una bomba nuclear, y eso me apena.
¿Por qué estás haciendo esto?, se preguntó a sí misma; pero sabía que no podría aceptar más condolencias sin que se le saltaran las lágrimas, y no estaba dispuesta a llorar ante aquellos hombres. Al menos, los había distraído. Dalehouse fruncía el ceño.
- No tenemos ninguna arma nuclear -objetó.
- ¡Serás bobo! -se burló-. Tu amante tiene lo que quiere. No me sorprendería que contara con una flota de submarinos o una división de tanques. Lleva armas igual que lleva ese perfume barato que se pone, el olor a pólvora siempre va con ella.
- No -replicó él con testarudez mirándola desde abajo-, te equivocas en lo de las armas nucleares. No nos las podría ocultar. Y no es mi amante.
- No creas que me importa. Por mí ella puede compartir sus excesos sexuales con quien quiera, y tú también. Kappelyushnikov tosió.
- Me parece -dijo- que el baile se ha puesto de repente más interesante.
Cuando se levantaba, Ana le puso la mano sobre el brazo.
- Te estoy echando. Por favor, perdóname.
- No, no, Anyushka. Son momentos difíciles para todos, no hay nada que perdonar. -Le palmeó la mano, luego sonrió y se la besó-. Por lo que a mí se refiere -dijo-, acabo de ver a la hermosa coronel rubia vagando sola y tal vez le apetezca bailar o puede que relacionarse con alguien nuevo, como yo. Además, tampoco me importa el olor a perfume barato que se pone la gran cucaracha. ¿No quieres bailar o, cómo decirlo, relacionarte de otro modo? No. Entonces quédate con el amigo Danny.
Lo vieron dirigirse con paso firme hacia Marge Menninger pasando por delante de los controles. Oyeron la carcajada de la coronel cuando Cappy le habló, y luego él se encogió de hombros y siguió caminando solo hacia la pista de baile.
El krinpit, en su azaroso deambular por la playa, se estaba acercando. Era verdad que el hedor de sus exudaciones era muy fuerte, como también lo era el sonido zumbante y los repetidos suspiros que iban con él a todas partes. Ana lo escuchó y luego dijo con tristeza:
- Está murmurando algo sobre su amor. Lo mataron, no sabría decirte cómo. Creo que Ahmed tuvo algo que ver con esa muerte, y por eso está resuelto a matar seres humanos. ¡Se había convertido en aliado de Ahmed! Dan, ¿no es una locura? Es como si la muerte se hubiera convertido en un fin en sí misma. Ya no importa a quién se mate ni qué posible beneficio se persiga haciéndolo, sólo importa el asesinato mismo.
Dalehouse se levantó en el interior de su poco profundo foso de disparo y miró colina arriba, hacia los bailarines.
- Marge viene hacia aquí -le dijo-. Escúchame, antes de que llegue, sobre eso de que sea mi amante…
- Por favor, Danny. Hablo sin pensar lo que digo porque estoy, tienes razón, apenada. No es momento de preocuparse por cuestiones personales.
A todas luces, él no había quedado satisfecho con la explicación y hubiera seguido la conversación, pero Margie ya estaba muy cerca. Se detuvo a encender un cigarrillo mientras estudiaba al krinpit y su vigilante, que en ese instante era un modelo de porte militar, con el rifle sin retroceso en guardia, observando cómo se aproximaba la coronel. Ella pasó de largo y se acercó sonriendo a Danny y Nan.
- Charlando, ¿eh? -dijo a modo de saludo amistoso-. ¿Cuándo comprobaste por última vez tus auriculares, Danny?
Con sentimiento de culpabilidad, Dalehouse se llevó el auricular a una oreja. Había descuidado las sondas de los micrófonos enterrados que, se suponía, avisaban de la presencia de excavadores que se acercaran a él bajo la superficie. No oyó nada.
- Lo siento, Margie -dijo.
Ella negó con la cabeza.
- Cuando estás de servicio soy «coronel», y cuando digo «haz la rana», tienes que saltar. Ahora que todo está aclarado -añadió con una sonrisa espléndida-, ¿a alguno de vosotros le apetece una calada antes de que hablemos de asuntos serios?
- No tengo por costumbre consumir narcóticos -dijo Ana.
Es una lástima. ¿Danny? -Lo observó mientras su subordinado se llenaba los pulmones y, al recogerle el canuto, dijo-:
Quiero que llames a filas a tu amigo globonoide. Dentro de… -miró su reloj de pulsera-, de ciento ocho horas, minuto arriba minuto abajo, vamos a atacar el campamento Grasi, y él será nuestra arma aérea.
Dalehouse tosió y farfulló…
él no puede…
- Tómate tu tiempo, Danny -lo animó-. Mientras recuperas el aliento, escúchame un momento. La tormenta ha pasado. Da la impresión de que vamos a tener cinco o seis días de buen tiempo. Voy a llevar a quince efectivos a primera línea, además de a ti, Danny. Aniquilaremos ese campamento sin despeinamos, pero no quiero utilizar un avión y no quiero que Cappy o tú estéis revoloteando donde puedan veros, con lo que sólo nos queda Charlie.
- ¡Charlie no sabe luchar!
- Bueno -dijo con tono razonable-, puestos así, la verdad es que tampoco cuento contigo porque seas un asesino nato entrenado para matar. No espero eso de ti. Tú te comunicas, Charlie observa. Los Grasis no le prestarán atención a una bolsa de pedos más flotando por ahí…
- ¡Y una mierda que no! Han estado abatiendo globonoides desde el primer momento.
- Danny -le advirtió-, no te estoy pidiendo consejo. Te estoy dando una orden. -Apuró el porro hasta el último centímetro y luego, con cuidado, lo apagó frotándolo y se lo guardó en el bolsillo antes de exhalar el humo-. Mira -añadió-, los Grasis van a llegar a las mismas conclusiones que yo, sólo que tardarán un poco más. Uno de nosotros ha de poner en marcha las cosas, y el único modo de hacerlo es anular al otro. Lo único que tiene que hacer Charlie es volar por allí y mantenernos informados por si mandan un avión o llevan a gente a los bosques. Yo conduciré a la compañía por tierra. Estamos des-protegidos sin cobertura aérea, tenemos que saber cuándo ocultarnos. Eso es bastante fácil para él, ¿me equivoco?
- Bueno, sí es fácil, pero…, mierda, Margie. Es casi el último superviviente. Es pedir mucho…
- No estoy pidiendo nada, Danny, te empeñas en cometer el mismo error. Estoy ordenando. Si él no obedece, será una bonita llama. -Se rascó por debajo del cinturón, mirando a Danny amistosamente-. Bien, después del baile le daré la noticia al campamento, y mañana a esta hora estaremos en camino.
- Para aniquilar con una bomba atómica al Bloque de Combustible -comentó Ana con amargura.
El rostro de Marge Menninger se heló. Al cabo de un momento, dijo:
- Me parece que voy a pasar ese comentario por alto, Dimitrova. No te ordené específicamente que mantuvieras la boca cerrada, pero no permitiré ese tipo de observaciones. Cuanto escuches mientras traduzcas es información clasificada.
- Santo Dios -exclamó Dalehouse-. ¿De verdad tienes una bomba nuclear?
- Puedes apostar el culo, Danny. Tienes un trozo justo ahí, en los micrófonos subterráneos.
- ¿Dónde? ¿Te refieres a los paquetes de energía de plutonio? Eso no sirve, Margie…, quiero decir, coronel. No son suficientes e, incluso si lo fueran, no puedes ensamblarlos para hacer una bomba.
- Te equivocas por partida doble, Danny. Para una fisión se necesitan mil ochocientos gramos y pico. Dispongo de un poco más de seis mil gramos, todos guardados en los almacenes con el rótulo «repuestos de combustible». Se planificó hace mucho tiempo, y se pueden ensamblar porque unos especialistas diseñaron, antes de que despegara la primera nave, algunas armas muy potentes para que fuera posible montarlas por partes. Oh, claro, no se trata de una de esas bombas de cien megatones, puede que ni llegue a un kilotón, porque no tengo los contenedores para mantener las partes ensambladas durante mucho tiempo, pero no quiero una gran explosión. No quiero borrar del mapa el campamento Grasi, sólo ocuparlo.,Quiero quitarles las municiones y sus reservas de alimentos, y sé el punto exacto donde colocar al bebé para conseguirlo. Luego ya podrán suplicarnos.
Parecía serena e inocente mientras lo decía, y Dalehouse reaccionó con desconcertada incredulidad:
- Eso…, ¡eso es una agresión sin provocación previa! ¡Una puñalada por la espalda!
- Te equivocas, Dalehouse. Eso es adelantarse. A los Grasis tampoco les queda otra opción, lo que pasa es que todavía no se han dado cuenta.
- y una mierda! ¡Eso es precisamente lo que hicieron los japoneses en Pearl Harbor!
Ella abrió los ojos de par en par.
- Claro, ¿por qué no? En lo de Pearl Harbor no se equivocaron, salvo porque les salió mal. Si hubieran seguido hasta eliminar la flota de portaaviones y acabado con un desembarco, la historia habría sido muy distinta. Hoy en día dirías «Pearl Harbor» del modo en que dices «Normandía», lo único que en japonés.
Parecía bastante satisfecha de sí misma, pero entonces vaciló. Buscó una zona seca en el suelo y se sentó antes de añadir:
- Ante vosotros, viejos amigos de Bulgaria, debo admitir que ahora mismo estoy asustada y cansada, y no precisamente lo que diríamos muy contenta con el modo en que están yendo las cosas. Yo…, ¿qué le pasa a esa cosa?
El krinpit se tambaleaba más cerca de ellos, gimiendo y estridulando. Ana escuchó.
- Resulta difícil entenderle. Está hablando de Fantasmas Venenosos y Fantasmas de Arriba, es decir, de nosotros y de los globonoides. Parece como si nos hubiera confundido.
- Todos los enemigos se acaban pareciendo con el tiempo, supongo. Dile que se aleje, no me gusta su olor.
- Sí, coronel Menninger. -Antes de que Ana pudiera dar la orden en urdú-krinpit, Margie la detuvo.
- Espera un momento. ¿Qué era eso? -Se había oído una voz por el sistema de altavoces apenas perceptible entre el estruendo de la música de baile.
- No he podido distinguirlo -dijo Dalehouse-, pero sí oigo algo. En los bosques, o en el aire…
Entonces la música de baile se interrumpió bruscamente y una voz asustada la sustituyó.
¡Coronel Menninger! ¡Todo el personal! ¡Avión aproximándose!
Los sonidos eran ahora nítidos y se dividían en dos series: el traqueteo entrecortado de un helicóptero y un sonido más rápido y agudo. Los bailarines se dispersaron.
Sobre los árboles aparecieron dos figuras. Ninguna de ellas se movía muy rápido, pero se acercaron sin previo aviso: el helicóptero del Bloque de Combustible y un STOL, un avión de despegue vertical de alas romas que no habían visto en el aire hasta entonces. No venían en son de paz. Unos soldados sujetos con correas a las ranuras del helicóptero disparaban cohetes incendiarios, mientras ametralladoras montadas en las alas del STOL barrían el campamento. El avión realizó una pasada estruendosa que lo llevó sobre el agua, luego se elevó, volvió a girar y descendió de nuevo. En su segunda pasada las ametralladoras no dispararon, pero de debajo de las alas saltaron cuatro minúsculos cohetes que se dirigieron como un rayo a la cabaña almacén e incendiaron una hilera de tiendas.
Los Grasis, después de todo, no habían sido tan lentos.
Por todas partes, alrededor y dentro del campamento, los guardias del perímetro y los bailarines más espabilados estaban empezando a responder al fuego. Margie se puso en pie de un salto y corrió hacia el lanzacohetes más cercano; en ese momento, el avión de alas romas viró bruscamente en su tercera pasada hacia ella. Ahora disparaba con ambas ametralladoras y un lanzallamas. Al ver que las balas se encaminaban en su dirección, Margie se echó a un lado y se cayó, casi a los pies del krinpit; la criatura se irguió sobre ella y se dejó caer, con sus doscientos kilos de cuerpo a medio mudar, sobre Marge Menninger.
Sharn-igon sabía que ésta sería su última muda, muy prematura, agónica, inútil. Nunca volvería a experimentar el placentero comezón de su nuevo caparazón a medida que se endurecía y extendía sobre la blanda pulpa interna, nunca sentiría de nuevo la excitación sexual del caparazón reciente ni se lanzaría a la rápida conquista de una hembra con su pareja masculina. Cuando los Fantasmas Venenosos de Arriba se acercaban al campamento, había intentado avisar a estos nuevos aliados, pero ellos no se habían fijado en los sonidos brillantes que llegaban por encima de los árboles y habían hecho oídos sordos a sus avisos.
El dolor era insoportable.
Su intención había sido ayudarlos a matarse entre ellos y luego acabar él mismo con los supervivientes. Tal vez ya había prestado toda la ayuda que podía. La dolorosa agonía de su nuevo caparazón, que ya estaba empezando a resquebrajarse, atormentaba sus pensamientos. Los sonidos cegadores del avión y las explosiones lo aturdían.
Sólo podía matar a un Fantasma Venenoso más. Tendría que bastar. Se alzó sobre sus lastimosamente blandas extremidades, se inclinó hacia delante y se dejó caer encima de ella aplastándola, justo cuando la suave y letal lengua del lanzallamas los lamía a ambos.
A esas alturas, el campamento entero estaba disparándole al avión o, al menos, quienes todavía estaban en condiciones de disparar. Las aeronaves, sin embargo, se habían puesto fuera de su alcance. Se habían alejado sobre el agua, a un kilómetro o puede que más de distancia, el helicóptero levitando suavemente y el STOL girando en pequeños círculos, y no volvieron al ataque.
El siguiente ataque procedió de otro sitio.
Se oyó un grito en una de las fosas de ametralladoras, los dos soldados que la ocupaban cayeron, hechos jirones, y del foso surgió una figura larga y flexible que llevaba diminutas gafas de buceo y corrió sobre una docena de extremidades hacia el siguiente grupo de humanos; y a ésa le siguió otra, y otra, y otra más.
Los excavadores pudieron matar a una decena larga de los supervivientes. Pero ni uno más. Incluso con las gafas de sol no eran rivales para soldados humanos entrenados sobre la superficie del planeta. Si los aviones hubieran proseguido su ataque…, pero no lo hicieron. Los defensores se recuperaron rápidamente y, al final, había cincuenta excavadores tirados por el suelo, empapando la arena con su sangre negra y acuosa. No salieron más, porque eran todos los que había en el nido. La madriguera había sido aniquilada.
Dan Dalehouse permanecía en pie mirando al mar mientras uno de los ayudantes de Cheechee Arkashvili le vendaba un corte profundo en el brazo. Los aviones se habían ido. Se habían alejado silenciosamente por la costa en plena batalla.
- ¿Por qué no nos remataron? -preguntó. Nadie le respondió.