IX

La mitad del enjambre la componían ahora crías, indefensas como volantones, diminutos globos que acababan de deshacerse de los hilos de seda que hacían las veces de paracaídas y luchaban valientemente por mantenerse a la altura de las grandes esferas adultas de cinco metros. En el coro ininterrumpido del enjambre, las voces de los volantones eran tan débiles y minúsculas como sus bolsas de gas. Su agudo piar sólo consumía la menor cantidad posible de hidrógeno para mantener el equilibrio entre su precaria capacidad de ascensión y las escasas gotas que llevaban en sus vejigas de lastre.

Charlie se desplazaba majestuosamente entre el enjambre, impulsando la inmensa mole de su cuerpo en gesto reprobatorio hacia un grupo de pequeños globos infantiles que cantaba contra la melodía del enjambre, girando los parches oculares para escudriñar los cielos en busca de ha'aye'i, escuchando los cantos de réplica con elogios y quejas de otros adultos y siempre, en todo momento, dirigiéndolos mientras cantaban. Había muchos elogios, y también muchas quejas. Los elogios los daba por supuestos. A las quejas les prestaba más atención, preparado para remediarlas o reprenderlas. Tres hembras cantaban con desesperación por unas crías que habían soltado sus colas de vuelo demasiado pronto o que no podían retener el hidrógeno y por tanto caían impotentes y lentamente hacia el voraz mundo de abajo. Otra entonaba un canto fúnebre de rabia y pena, culpando dé las crías deformes a las Personas del Sol Mediano.

Eso era cierto, y Charlie dirigió el canto del enjambre con una mezcla de comprensión y consejo:

- Nunca -Nunca, nunca, nunca, cantó el coro-, nunca jamás debemos procrear cerca de los Nuevos Soles.

Las hembras mostraron a coro su acuerdo, pero algunos machos cantaron en contrapunto:

Pero ¿cómo vamos a saber cuál es un auténtico Peligro del Cielo y cuál no? ¿Y dónde vamos a procrear? ¡Las Personas de los Tres Soles están por todas partes bajo nuestro aire!

El canto de respuesta de Charlie fue sereno:

- Preguntaré a mi amigo del Sol Mediano. Él sabrá. -Él sabrá, él sabrá, cantó a coro el enjambre.

Un macho planteó una pregunta terrible:

- Y cuando nos posea el arrebato de reproducirnos, ¿seremos capaces de acordarnos?

- Sí -cantó Charlie. Nos acordaremos porque debemos. -Debemos, debemos.

Eso debía haber zanjado el asunto. Pese a todo, el canto del enjambre no era tranquilo. Se oían murmullos de fondo que zumbaban discordantes bajo los temas dominantes. Hasta el canto del propio Charlie flaqueaba de vez en cuando y se repetía cuando debería haber estallado en nuevos temas triunfantes. Bajo la superficie de sus pensamientos conscientes se agitaban corrientes extrañas. No llegaban a la conciencia; si lo hubieran hecho, ninguna fuerza habría podido impedirle que las expresara en su canto, pero aun así ahí estaban. Preocupaciones. Dudas. Desconcierto. ¿Quiénes eran esas Personas de los Tres Soles? ¿De dónde venían? Parecían iguales, tan similares entre ellas como cualquier enjambre de globonoides. Sin embargo, el amigo de Charlie, Janny Jalehouse, le había explicado que no lo eran.

Primero habían llegado las Personas del Sol Pequeño. Al principio no les habían parecido más que un nuevo Peligro del Suelo, otra especie de criaturas devoradoras, aunque habían creado un diminuto sol nada más aparecer. Sin embargo, su campamento se encontraba en el límite de la zona de vuelo de Charlie y el enjambre no se había preocupado por esas Personas.

Luego llegó el grupo del amigo de Charlie y, casi al mismo tiempo, apareció el tercer grupo, las Personas del Gran Sol. ¡Esos eran temibles! Su sol siempre brillaba con intensidad, era más brillante que el Peligro del Cielo en todo su resplandor. Dado que uno de los instintos más profundos de Charlie le impulsaba a aparear el enjambre en dirección a una luz brillante, darse la vuelta y alejarse del Gran Sol supuso un auténtico sufrimiento. Ya habían estado a punto de quedarse atrapados en cada llegada de las Personas -de los tres grupos de Personas de los Soles- porque cada uno de ellos descendió atronando por el aire en una columna de fuego del Sol. A pesar de ello, ninguna había pasado lo bastante cerca de ellos para que el enjambre se reprodujera. Cuando da bandada se había acercado, las llamas ya habían desaparecido y las luces estaban oscurecidas. Más tarde, las Personas del Gran Sol habían enviado a uno de ellos al aire en aquel extraño artilugio que revoloteaba y vibraba; era más duro que el Peligro del Cielo ha'aye'i, y más letal incluso. Algo en aquella cosa arrastraba a los globonoides hacia sus garras giratorias, y más de una docena de miembros del enjambre de Charlie habían acabado desgarrados y habían caído, impotentes, desesperados y en silencio. Ahora evitaban aquella cosa, asustados y entristecidos. Ésos eran dos de los tres grupos de Nuevas Personas, ¡y tenían que evitarlos a ambos! A uno porque mataba y al otro porque no volaba -y no se habría distinguido de otro Peligro del Suelo cualquiera-, ni siquiera los habrían considerado Personas…

Si no hubiera sido por Janny Jalehouse.

Charlie cantó, con relación a su amigo, que había redimido a su especie entera. Janny Jalehouse y su acompañante esporádico, Jappy, ¡sí eran Personas! Volaban como vuelan las Personas, con la majestuosidad y la 'gracia del propio aire. Era una pena que incluso su Sol Mediano hubiera brillado como un verdadero Peligro del Cielo haciendo que la bandada se reprodujera en malas condiciones. Pero a Charlie no se le ocurría culpar a Dalehouse ni a Kappelyushnikov de la llama de Morrissey; en realidad, no pensaba en términos de culpa. Cuando Kung tenía erupciones, los globonoides se reproducían. No podían evitarlo ni lo intentaban tampoco. No habían desarrollado defensas contra una erupción luminosa falsa, pues carecían de la radiación actínica que los ayudaba a producir su hidrógeno y estimulaba su fertilidad. Nunca la habían necesitado… hasta ahora. No tenían modo de aprender a defenderse.

El enjambre flotaba hacia un cúmulo abultado; Charlie hinchó la bolsa de canto y atronó:

- Arriba juntos, hermanos. -Arriba juntos, arriba juntos, respondió el coro-. ¡Arriba juntos, hermanas y parejas! ¡Arriba juntos, jóvenes y viejos! ¡Atentos a los ha'aye'i en las sombras húmedas! ¡Reunid a los pequeños cerca de vosotros!

Todos los miembros del enjambre cantaban a voz en grito a medida que se iban apiñando y entraban en los bordes algodonosos de color rosáceo y rojizo de la nube. Apenas podían verse entre ellos más que como figuras fantasmagóricas, salvo a los machos más voluminosos y viejos, cuyas señales luminosas los hacían más visibles. Lo que sí oían eran sus cantos, y Charlie y los demás machos adultos patrullaban el perímetro del enjambre. Si había ha'aye'i ahí, los machos no tenían ninguna manera de defender al grupo, ni siquiera a sí mismos, pero podían cantar una señal de aviso, tras lo cual el enjambre se dispersaría en todas direcciones, de modo que sólo caerían los más lentos y débiles.

Esta vez tuvieron suerte. En la nube no había globos asesinos y el enjambre emergió intacto. Charlie entonó un atronador canto de agradecimiento cuando la bandada salió de nuevo en el aire despejado. Todos se le unieron. Los cúmulos se formaban encima de corrientes ascendentes de aire caliente, y los ha'aye'i solían buscarlos para reforzar su relativamente escasa capacidad de ascensión. Siempre había un precio que pagar: lo que los ha'aye'i ganaban en velocidad y control de su vuelo, por no mencionar sus garras y mandíbulas, lo pagaban con unas bolsas de ascensión de menor tamaño, de manera que a ellos mantenerse en el aire les suponía un esfuerzo continuo. Los ha'aye'i eran tiburones de las alturas. Nunca dormían, nunca dejaban de moverse y siempre estaban hambrientos.

El enjambre se dirigía flotando hacia el polo de calor. Charlie hacía rotar los parches oculares para captar las señales del movimiento del aire. Siempre sabía en qué dirección soplaba el viento en cada nivel: extraía la información de los movimientos de las nubecillas, del revoloteo durante la caída de la seda que soltaban las crías y, sobre todo, de una vida entera de experiencia, de manera que no le hacía falta pensar cómo aprovechar un viento favorable, sencillamente lo sabía con la misma certidumbre que cualquier neoyorquino que recorriera la Quinta Avenida sabe el número de la calle que va a cruzar a continuación. No quería alejarse demasiado de su amigo del Sol Mediano, a quien hacía bastante que no veía.

Avisó con un canto atronador al enjambre para que se elevara cien metros. Los demás machos continuaron su canto, y de todas las bolsas de gas, grandes y pequeñas, cayeron gotas de agua del lastre. Para los adultos, reemplazar esa agua no supo- nìa ningún problema, pues de manera natural y automática recogían y tragaban las gotas de la neblina a su paso a través de la nube. Los más pequeños tenían que esforzarse más, pero liberaron con valentía dentro de sus bolsas el gas tragado y las hembras, siempre atentas, empujaron a golpecitos a los más ppequeños para que subieran. El enjambre permaneció junto en la nueva altura mientras retrocedía en dirección al campa-tiento del Sol Mediano.

No había ningún ha'aye'i a la vista. Tenían mucha agua en la piel para lamerla y tragarla, en parte para almacenarla como lastre y en parte para disociarla en el oxígeno que metabolizaban y el hidrógeno que les permitía elevarse. Charlie estaba muy satisfecho. ¡Era un placer ser globonoide! Volvió a entonar el canto de agradecimiento.

Estaban acercándose a los límites de su territorio, y otro enjambre se balanceaba por encima de ellos, a unos kilómetros de distancia. Charlie lo observó sin preocuparse. Entre los enjambres no había rivalidad. A veces, dos bandadas flotaban la tina junto a la otra durante largos períodos, e incluso se fusionaban. En ocasiones, cuando había dos enjambres juntos, algunos individuos de uno se' sumaban al otro. Nadie le daba importancia. Desde el primer momento, los recién llegados eran miembros de pleno derecho de su nueva bandada y se unían a sus cantos. Pese a todo, lo más normal es que cada enjambre permaneciera dentro de los límites, sin especificar pero conocidos por todos, de su volumen de aire. Pastaban en los campos de polen de su hogar aéreo sin codiciar el de sus vecinos. Aunque tras media docena de reproducciones puede que no quedara ni un solo individuo del enjambre original, el grupo seguiría derivando tranquilamente sobre los mismos diez mil kilómetros cuadrados de tierra. Todas las zonas eran muy parecidas. Sobre cualquiera de esos kilómetros cuadrados nunca faltaba el aire que los alimentaba. Las nubes de polen los atravesaban a todos.

Aun así, algunas partes de ese espacio eran más atractivas que otras. La altiplanicie donde las Personas del Gran Sol habían construido sus caparazones brillantes y encendido sus poderosas lámparas había sido una de las zonas favoritas del enjambre, con un polen que flotaba desde las colinas en una agradable corriente y con muy pocos ha'aye'i. Charlie cantó apenado su pesar al recordarlo, ahora que tendrían que evitar esa zona por siempre jamás. Por el contrario, la bahía del lago-océano donde vivía Janny Jalehouse era un lugar que antes solían eludir. El agua que se evaporaba del mar formaba columnas de nubes ascendentes, lo que implicaba la presencia segura de globos asesinos en por lo menos la mitad de dichas columnas. Si algún miembro del enjambre hubiera cuestionado la decisión de Charlie de volver allí, habría sido razonable, en términos prácticos, hacerle caso. Sin embargo, en los términos en que vivían los propios globonoides, era casi imposible. Las decisiones del grupo no se cuestionaban jamás. Si un adulto mayor cantaba Hagamos esto, se hacía. Charlie era el mayor de todos los adultos, y por tanto su canto solía predominar, aunque no siempre. De vez en cuando, otro adulto cantaba una propuesta contraria diez minutos más tarde, pero si Charlie volvía a entonar la suya otros diez minutos después, no había queja. Cada uno de los demás adultos recogía y seguía el canto y el enjambre lo acataba.

También se tenía en cuenta que. Charlie había traído al grupo a su amigo del Sol Mediano, con sus asombrosos y fascinantes sonidos nuevos. ¡Era una Persona! Desconcertante, sí, pero no como esos comehierbas atados al suelo del Pequeño Sol o las extrañas criaturas del Gran Sol que sólo podían volar con la ayuda de máquinas asesinas. A medida que el enjambre se acercaba al campamento del Sol Mediano, todos los adultos giraron los cuerpos de manera que sus diminutos rostros, con sus rasgos de garrapatas congestionadas, miraron hacia abajo, anhelando descubrir a Janny o Jappy. Incluso los globitos se sumaron al feliz frenesí de la búsqueda. Cuando el primer individuo del enjambre atisbó a Danny elevándose para encontrarse con ellos, el canto de la bandada se volvió triunfante.

¡Qué aspecto más extraño tenía esta vez Janny Jalehouse! Su bolsa de elevación siempre había sido nudosa y poco elegante y carecía de la menor coloración presentable, pero ahora se había hinchado inmensamente y mostraba más bultos que nunca. Charlie no lo habría reconocido si hubiera habidomás de uno como él con el que pudiera haberlo confundido, pero sin duda era Janny. El enjambre tragó hidrógeno y descendió para encontrarse con él, cantando el canto de bienvenida que Charlie había inventado para su amigo.

Dalehouse estaba casi tan contento de ver al enjambre de nuevo cómo éste de reencontrarse con él. ¡Había pasado mucho tiempo! Tras la tormenta, había llegado el período de la limpieza; y antes de que hubieran acabado, la segunda nave había salido del estado de carga taquión trayéndoles refuerzos y una considerable cantidad de equipo nuevo. Todo aquello era magnífico, pero darles la bienvenida e integrar todo lo nuevo en lo viejo había requerido su tiempo y, de hecho, algo más que tiempo. Entre lo que habían traído había regalos para los globonoides, y entregárselos significaba que se tenía que elevar más carga, lo que implicaba un racimo mayor de globos. Esto, a su vez, conllevaba la confección y el inflado de los mismos, así como el rediseño del sistema de lastre para equilibrar el conjunto. Danny no estaba muy convencido de que hubiera merecido la pena.

También había llegado medio kilo de microfichas del Doble A-L, y ésas sí que habían sido muy útiles. El del profesor D. Dalehouse era ahora un nombre inexcusable entre los xenobiólogos. Aparecía citado en todos los artículos, que habían dado mucho que pensar. Entre los especialistas de la Universidad de Michigan se había desatado una enconada polémica: ¿dónde entraba Darwin en la evolución de los globonoides? Cuando una hembra esparcía sus huevos filamentosos por el aire de Klong como si estallara una vaina de asclepias y todos los machos arrojaban esperma a la vez, ¿dónde quedaba la selección de los más aptos? ¿Qué tipo de premio a la fuerza, la agilidad, la inteligencia o el atractivo sexual haría que cada generación fuera de algún modo infinitesimalmente más «apta» que la precedente? ¿Cómo era pósible la selección en una ontogenia donde todos los machos arrojaban a chorros todos sus genes sobre una nube de material genético mezclado de las hembras, con el viento haciendo de batidora y la suerte azarosa decidiendo quién engendraba a quién en quién? Los globonoides no tenían listas de Leporello. Cualquiera de ellos podría haber engendrado mille e tre pero, si se daba el caso, nunca lo sabría.

Charlie podría haber resuelto el debate si le hubieran preguntado. Todos los globonoides alcanzaban la madurez sexual en cuanto podían soltar sus paracaídas de hilos de seda de araña y flotar libres. Sin embargo, no todos los globonoides tenían el mismo tamaño.

A mayor edad, más volumen. Y cuanto más voluminosos, más esperma o huevos arrojaban al estanque del acervo genético colectivo. Por el contrario, los seres humanos dejaban de intervenir en la evolución antes de que hubiera concluido la mitad de sus vidas. La sabiduría no se alcanza a los veinticinco. Cuando llega la edad en que hay una diferencia significativa entre un Da Vinci y un mastuerzo, han pasado los años de la reproducción. La selección ya no desempeña ningún papel, ni siquiera como resistencia a las enfermedades degenerativas de los ancianos, razón por la que a lo largo de dos millones de años la raza humana no se ha seleccionado contra el cáncer, la artritis ni la arteriosclerosis. Las calenturientas células jóvenes han sido disciplinadas por las presiones de cincuenta mil generaciones. Pasada la edad de reproducirse, la célula se queda sin programación. No sabe qué hacer a continuación y empieza a caerse a pedazos.

Con los globonoides era distinto. Los gigantes de la especie del tamaño de Charlie rociaban medio litro de fluido seminal sobre cada nube de huevos receptivos, mientras que los diminutos machos jóvenes del enjambre apenas si podían verter con esfuerzo una gota. Los Charlies habían demostrado su aptitud para la supervivencia con la más definitiva de las pruebas: habían sobrevivido.

Dalehouse estaba impaciente por aclarar cuestiones como ésa cuando llamó a Charlie y giró para encontrarse con él, e incluso más ansioso todavía por probar los nuevos elementos lingüísticos que habían generado para él los grandes ordenadores de la Tierra. Sin embargo, lo que más reclamaba su atención era el regalo que le habían enviado. De la misma manera que el canto de saludo del enjambre era una demostración de lo que los globonoides sabían hacer, el regalo también era un ejemplo de lo que la sociedad de Dalehouse hacía mejor. Se trataba de un arma.

No era un regalo completamente gratuito, reflexionó Dalehouse pero, bien pensado, todo tiene su precio. El canto de Charlie le cuesta parte de su reserva de gas de ascensión, al igual que los cantos que eran su vida tenían un precio para el enjambre. Si cantaban, emitían gas. Si emitían gas, perdían capacidad de ascensión. Si perdían mucha, tarde o temprano descenderían sin poder remediarlo hacia las bocas que los esperaban ansiosas sobre la superficie para devorarlos. O, lo que era casi peor, vivirían sobre el suelo, desamparados y sin voz, hasta que fueran capaces de acumular y disociar suficientes moléculas de agua para recargar sus reservas de hidrógeno… rápidamente, si es que Kung se mostraba clemente y brillaba para ellos, y angustiosamente despacio si no brillaba. Era un precio que pagaban con gusto. Vivir era cantar; y, en cualquier caso, permanecer callado significaba estar muerto. Era el precio que al final la mayoría de ellos acababa pagando por su vida.

El precio del regalo que traía Danny Dalehouse era la vida de los cinco globonoides que habían sido enviados a la Tierra en la cápsula de regreso.

Los diseñadores de Fort Detrick habían hecho un buen uso de aquellos ejemplares. Los dos que habían llegado muertos fueron diseccionados inmediatamente. Se los podría considerar los afortunados, puesto que los otros tres fueron estudiados in vivo. El más grande y fuerte de ellos sobrevivió dos semanas.

Los investigadores de Fort Detrick también pagaron su precio porque ocho de ellos contrajeron la urticaria klongiana, y uno tuvo la desgracia de que se le llenara el cráneo de fluido antigénico, de manera que durante lo que le quedara de vida no podría volver a agobiar a ningún sujeto experimental. Es más, tampoco podría sostener un tenedor por sí solo aunque, probablemente, a los globonoides que habían sido sus sujetos experimentales no les pareciera un castigo desproporcionado.

Danny Dalehouse se descolgó la carabina ligera que llevaba al hombro y practicó apuntando. La culata era de metal sinterizado; apenas pesaba un kilo, pero la mitad de ese peso se debía a las balas de alta velocidad. El diseño era malo. Estaba seguro de que el retroceso lo 1 anzaría hasta la otra punta del cielo si disparaba y, en cualquier caso, ¿para qué servían las balas de alta velocidad? ¿Qué objetivo había en el aire klongiano cuya destrucción requiriera ese tipo de impacto? El mensaje que el grupo de refuerzo al que se denominaba comisión pacificadora de la ONU había traído de la Tierra era que debía llevarse, así que la llevaba.

Se la puso a la espalda y, con cierta incomodidad, se descolgó el regalo para Charlie del otro hombro. Bien, esto sí era pertinente. Alguien, en algún sitio, había comprendido lo que podía hacer el pueblo de Charlie y lo que necesitaba para protegerse de los depredadores. Pesaba aún menos que la carabina y no contenía ningún elemento de propulsión. Las garras de alguien como Charlie podían manejar la diminuta manivela que tensaba una cuerda elástica de larga duración. El gatillo estaba diseñado para que lo apretara un globonoide y disparaba un racimo de agujas diminutas o, en otra de sus posibilidades, una cápsula de algún tipo de fluido. Las agujas eran para los depredadores aéreos; el fluido, al menos eso se le dijo a Danny, podría utilizarse contra criaturas como las ratas-cangrejo en el caso de que un globonoide se viera obligado a descender y necesitara defenderse. Era una sustancia que incapacitaba sin matar.

La transmisión de cualquier fragmento de esa información a Charlie pondría a prueba todas las habilidades lingüísticas de Dalehouse, pero empezar era la manera de hacerlo. Sostuvo la ballesta en alto y cantó, cuidando de seguir las notas que le habían enseñado los ordenadores de Texas A M:

- Te he traído un regalo.

Charlie respondió con un canto estruendoso. Dalehouse no pudo entender más que unas pocas frases, pero a todas luces se trataba de un mensaje de agradecimiento y una pregunta educada; y, en cualquier caso, la pequeña grabadora que llevaba en el cinturón lo estaba registrando todo para su posterior estudio. Danny pronunció la siguiente frase que le habían enseñado:

- Debes acompañarme a buscar un ha'aye'i.

Eso resultó difícil de cantar. El inglés no tiene oclusiones glóticas y la hora de práctica que Dalehouse les había dedica-do le había dejado la garganta dolorida. A pesar de todo, Charlie pareció entenderle porque el canto de agradecimiento se transformó en una débil melodía de preocupacion. Danny se rió.

- No temas -cantó-, yo seré un ha'aye'i para el ha'ayel Los destruiremos con este regalo y el enjambre ya no tendrá que temerlos nunca más.

Siguió un canto de confusión; Charlie y toda la bandada repitieron una y otra vez las palabras «el enjambre». La parte más difícil todavía estaba por llegar.

- Debes abandonar el enjambre -cantó Dalehouse-. Ellos estarán a salvo. Volveremos, pero ahora tú y yo debemos volar a buscar un ha'aye'i.

Llevó su tiempo, pero el mensaje pareció ser finalmente comprendido. El que Charlie estuviera dispuesto a embarcarse en una aventura tan temible para él con Dalehouse daba la medida de la confianza de los globonoides en su amigo de La Fierra. Los miembros de la bandada nunca la abandonaban por su propia voluntad. Durante más de una hora, tras descender a una altura inferior separándose del grupo, el canto de Charlie fue quejumbroso y triste. No apareció ningún ha'aye'i. Dejaron el campamento del Bloque de Alimentos muy atrás, se desplazaron por la orilla del lago-mar y más tarde cruzaron un estrecho en las cercanías de la desastrada colonia de los Poblas. Dalehouse llevaba un tiempo preguntándose si los ordenadores de Texas le habían dado las palabras correctas que amar. De repente, el canto de Charlie adquirió un tono de temor real. Se habían sumergido muy por debajo de un banco de nubes, cúmulos de clima cálido que parecían globonoides hembras boca abajo, y desde uno de esos cúmulos la figura demostraciòn de un asesino se abatió sobre ellos.

Danny sintió la nerviosa tentación de matar a este primer ejemplar con la carabina. Daba verdadero miedo ver cómo el ha'aye'i se inclinaba hacia ellos, pero quería hacerle una demostración del regalo a Charlie.

- ¡Mira! -gritó asiendo con torpeza la empuñadura diseñada para las garras de un globonoide. Mientras percibía las vibraciones graves del canto de terror que murmuraba Charlie, en marcó la figura abultada del tiburón del aire en la mira de hilos cruzados adaptada para los parches oculares de los globonoides. Cuando el atacante estaba a veinte metros, apretó el gatillo.

Una docena de diminutas puntas metálicas salieron disparadas hacia el ha'aye'i, esparciéndose como el cono de fuego de un proyectil de escopeta. Con un disparo fue suficiente. La bolsa del tiburón se desgarró exhalando una nube húmeda. La criatura gritó una vez de dolor y sorpresa, y ya no le quedó más aire para gritar de nuevo. Cayó a su lado, con su espantosa carita retorcida, las garras cerrándose en vano hacia ellos, a unos metros de distancia.

Charlie emitió primero un alegre trino de sorpresa y luego un peán de victoria.

- ¡Esto es algo magnífico de verdad, Janny Jalehouse! ¿Matarás a todos los ha'aye'i para nosotros?

- No, yo no, Charlie. ¡Lo harás tú solo! -Y allí mismo, suspendido en el aire, Danny le enseñó la ingeniosa pequeña manivela que hacía funcionar la cuerda elástica y la sencilla recámara en la que caía el racimo de agujas. Para tratarse de una criatura que jamás había utilizado herramientas, Charlie aprendió a dominar rápido la operación. Dalehouse hizo que disparara una salva de prueba a una nube y luego observó con paciencia cómo el globonoide enrollaba la manivela solo y volvía a cargar.

Ya no estaban solos del todo. El enjambre los había seguido por su cuenta y flotaba a medio kilómetro de distancia, con todos los parches oculares vueltos hacia ellos. Su lejano canto sonaba dulce y lastimero, como el de un cachorro solitario que suplicaba que lo dejaran jugar. No muy lejos, abajo, estaba el campamento de los Poblas, y Dalehouse pudo distinguir una o dos caras que miraban hacia arriba y los contemplaban con curiosidad. Que miren, pensó sinceramente, que vean, si es que no tenían nada mejor que hacer, cómo las Potencias Exportadoras de Alimentos ayudaban a las especies autóctonas de Klong. Sólo quedaba un puñado de miembros de la expedición original, y los refuerzos de los que tanto se jactaban no daban señales de vida.

Refuerzos. Al acordarse, Dalehouse empezó a transmitir el resto del mensaje que traía para Charlie.

- Este regalo -cantó- es para ti, pero tenemos que pedirte algo a cambio.¿Qué regalo? -cantó Charlie con educación.

- No sé las palabras -cantó Danny-, pero pronto te lo diré. Mis compañeros de enjambre os piden que llevéis unos objetos pequeños a otros sitios. Algunos los dejaréis caer, otros los traeréis de vuelta. -Enseñarle a Charlie a apuntar las cámaras y los instrumentos de grabación de sonido iba a llevar toda una vida, pensó Dalehouse con desánimo; y ¿cómo iban a explicarle dónde dejar caer los racimos de sensores de trampas y los micrófonos sísmicos? Lo que en la Tierra podía parecer muy sencillo, en Klong se volvía algo muy distinto…

- ¡Cuidado! ¡Cuidado! -cantaron las voces distantes y frenéticas del enjambre.

Demasiado tarde, Danny miró a su alrededor. La velocidad del ha'aye'i los pilló desprevenidos. Venía por atrás y desde abajo, donde a Dalehouse no se le había ocurrido mirar. Charlie, que estaba concentrado acariciando su nuevo juguete y esforzándose por entender qué quería Dalehouse de él, se había descuidado.

Si no hubiera sido por el chillido lejano del enjambre, la criatura se los habría llevado por delante a ambos, pero Charlie se giró más rápido que Dalehouse y, antes de que Danny pudiera preparar la carabina, el globonoide había demostrado lo bien que había aprendido la lección abatiendo al asesino. El ha'aye'i cayó tan cerca de ellos que tanto Dalehouse como Charlie podían haber alargado el brazo y tocado sus largas y malignas garras.

- ¡Muy bien! -gritó Dalehouse, y Charlie repitió extasiado:

- ¡Bien hecho, bien hecho! ¡Qué regalo tan magnífico! -Se elevaron para reunirse con el enjambre…

Lanzas de fuego dorado se alzaron titubeantes hacia la bandada desde el campamento de los Poblas en el suelo.

- ¡Dios mío! -gritó Danny-. ¡Esos idiotas están lanzando fuegos artificiales!

Los cohetes estallaron en una lluvia de chispas y a lo ancho de todo el enjambre los globonoides empezaron a prender en brillantes llamas de hidrógeno.