VIII
Danny Dalehouse alargó el brazo para agarrar el teodolito, que se inclinaba a punto de caerse sobre el suelo blando. Morrissey sonrió y se disculpó.
- He debido de perder el equilibrio.
- O más bien vuelves a estar ciego -dijo Dalehouse. Estaba enfadado, y no sólo con Morrissey. En lo más profundo de su corazón sabía que la mayor parte de su rabia se debía al hecho de que Kappelyushnikov volaba y él no-. En cualquier caso -prosiguió- la has pifiado. La próxima vez, ¿por qué no te quedas en la tienda a dormir la mona?
Todos habían alucinado con la sustancia que los globonoides habían rociado sobre ellos y, todavía varios días después, de vez en cuando tenían fases recurrentes de lujuria y euforia. Las de Morrissey no sólo eran las más intensas, sino que Dalehouse estaba convencido de que el bioquímico seguía exponiéndose a la sustancia. Había descubierto que había algo en el semen o esperma de los globonoides machos que poseía potentes cualidades alucinógenas…, más todavía, se trataba del afrodisíaco definitivo, el que cantaban fábulas y leyendas, el que se había estado buscando desde hacía siglos. No era culpa de Morrissey que sus investigaciones lo expusieran de vez en cuando, pero no debería haberse empeñado en ayudarlo con las lecturas del teodolito.
Muy por encima de ellos, el racimo de globos amarillos brillantes de Kappelyushnikov daba vueltas mientras el piloto experimentaba para aprender a controlar la altitud y aprovechar los vientos a distintas alturas. Cuando los hubiera estudiado, tendrían una información básica que les permitiría surcar los cielos. Entonces le llegaría el turno a Dalehouse. Estaba harto de esperar.
- Cappy -le dijo a la radio-, hemos perdido las lecturas. Sería mejor que descendieras.
Harriet se acercaba a ellos cuando llegó la respuesta, en ruso, de Kappelyushnikov. Harriet la oyó y se estremeció irritada. Típico de ella. Se había comportado como una verdadera bruja con cuanto tuviera que ver con todo aquello, pensó Dalehouse. Cuando recuperaron la normalidad después del increíble primer viaje alucinógeno le espetó: «¡Animal! ¿Es que no te das cuenta de que podrías haberme dejado embarazada?». A él ni se le había pasado por la cabeza preguntar ni a ella comentar nada al respecto en aquel momento. Era inútil recordarle que ella se había mostrado tan ansiosa como él. Harriet se había retirado al interior de su duro caparazón de solterona desafiante. Desde entonces se había comportado con diez veces más rigidez que antes, y había sido cincuenta veces más desagradable con cualquiera que hiciera comentarios sexuales en su presencia o, incluso, como con Kappelyushnikov en ese momento, simplemente utilizó tacos perfectamente justificables.
- Tengo algunas cintas nuevas para ti -dijo con desprecio Harriet.
- ¿Algún progreso?
- Sin duda, se van haciendo progresos, Dalehouse. Tenemos una gramática definida. Informaré a todo el campamento después de la próxima comida. -Levantó la mirada hacia Cappy, que daba una última vuelta con sus globos mientras media docena de globonoides klongianos volaban a su alrededor, y se marchó.
Una gramática definida.
Bueno, era inútil intentar meterle prisa a Harriet. «Estudios preliminares sobre un primer contacto con seres sensibles subtecnológicos»… ¡Parecía tan remoto! Dalehouse hizo un recuento de sus logros. No eran imponentes. No habían. establecido ningún contacto con los seres con aspecto de cangrejo llamados krinpit, ni con los excavadores de madrigueras. Los que parecían bolas de gas habían estado volando en las proximidades del campamento con mucha frecuencia desde el día que habían regado a la expedición con su flúido seminal, pero no se acercaban lo bastante para establecer el tipo de contacto que Danny Dalehouse quería. Se pasaban casitodo el tiempo balanceándose y oscilando bruscamente a cientos de metros de altura y sólo descendían un poco cuando la mayoría de los habitantes del campamento estaban fuera o durmiendo. Sin duda, eones de depredadores les habían enseñado a evitar a las criaturas terrestres lo cual le ponía las cosas difíciles a Danny.
Al menos, con los globonoides a la vista, los micrófonos direccionales habían podido captar muchos de sus diálogos estridentes y cantarines, si es que eran diálogos. Harriet dijo que había detectado una estructura, que no eran cantos de pájaros ni gritos de alarma. Dijo también que le enseñaría a hablar con ellos. Sin embargo, no siempre había que creer lo que decía Harriet, pensó Dalehouse. También pensaba que necesitaban otra traductora. La operación de escisión cerebral facilitaba el aprendizaje de idiomas, pero presentaba varios inconvenientes. A veces producía efectos secundarios de carácter físico, entre ellos un dolor persistente, y de vez en cuando provocaba cambios de personalidad. Además, no siempre funcionaba. Una persona que previamente no tuviera facilidad para los idiomas, saldría de la cirugía carente de ella. En el caso de Harriet, Dan-ny tendía a creer que se daban los tres inconvenientes.
En todo caso, habían transmitido todas las cintas a la Tierra. Tarde o temprano, los grandes ordenadores semánticos de la John Hopkins y Texas A M empezarían a trabajar en ellos y las habilidades de Harriet, o su carencia, dejarían de importar tanto.
Lo que Danny necesitaba, o al menos lo que quería con tanta desesperación que ya no podía aguantar más, era estar ahí arriba, en el cielo, cara a cara con uno de los globonoides, aprendiendo su idioma al viejo estilo pasado de moda. Todo lo demás era una solución de compromiso. Lo habían intentado todo con los medios de que disponían. Globos con instrumental que flotaban sueltos, con sensores programados que respondían a las señales de vida; trampas para los krinpit; micrófonos enterrados para los excavadores de madrigueras; micrófonos direccionales y cámaras con zoom para los bolas de gas. Tenían kilómetros de cintas, con imágenes y sonidos de todo tipo de criaturas que saltaban, se arrastraban y serpenteaban y, de todas esas iricontables horas de grabación, apenas diez minutos servían para algo a Danny Dalehouse.
Con todo, habían logrado reunir un poco de información, la suficiente para redactar un par de informes para la Tierra. Más que suficiente, también, para sus celosos colegas de la Universidad de Michigan y el Doble A-L, que los leyeron concienzudamente una y otra vez. A pesar de ello, los datos de los que disponían no eran ni de lejos los necesarios para satisfacer a Danny. Estaban todavía en la fase de aprendizaje, si bien la mayor parte era aprendizaje negativo.
La primera víctima fue la bonita fábula de las tres razas inteligentes e independientes que vivirían en una especie de benéfica cooperación y armonía. No había cooperación. Al menos, no habían visto ningún signo de la misma, y sí muchos que indicaban lo contrario. Los excavadores subterráneos parecían no relacionarse jamás con los demás. Los globonoides y los krinpit sí mantenían contacto entre ellos, pero de ningún modo de una manera cooperativa o armónica. Los primeros, por lo que Danny había visto, nunca tocaban el suelo, al menos no de forma intencionada. Había, como mínimo, una docena de especies a las que les gustaba comer globonoides cuando los atrapaban: criaturas marrones de piel lisa y brillante que parecían murciélagos de alas romas, animales saltarines que parecían ranas, artrópodos más pequeños que los krinpit y también los propios krinpit. Si un bola de gas descendía lo bastante para quedar al alcance de cualquiera de esas criaturas podía darse por muerto, de manera que los globonoides realizaban todos los actos de su vida, de la puesta de huevos a la alimentación, en el aire, y su tumba definitiva era siempre el tracto digestivo de alguna de las especies terrestres: ¡qué destino tan vulgar para una especie tan hermosa!
Kappelyushnikov se acercaba, volando bajo y rápido, empujado por los vientos de poca altura. Tiró del cordón de abertura del globo a cinco metros y cayó como una piedra, liberándose de las correas de sujeción para caer a peso. Al tocar tierra rodó sobre sí mismo, luego se levantó, limpiándose ya la tierra, y corrió a atrapar el racimo de globos deshinchados que el viento alejaba.
Danny esbozó una mueca al pensar en el que sería su primer vuelo. La última fase del vuelo en globo iba a ser la másdifícil. Se disponía a ayudar a Cappy a recoger la tela cuando un disparo de rifle que resonó cerca de su cabeza hizo que se agachara y maldijera.
Se dio la vuelta, furioso:
- ¿Qué coño estás haciendo, Morrissey?
El biólogo se puso el rifle al hombro y saludó a uno de los globonoides que había estado flotando sobre ellos y ahora caía.
- Pues recogiendo otro ejemplar, Danny -dijo animadamente. Había calculado la altura y la dirección del viento con precisión, y la bolsa deshinchada fue a caer casi a sus pies-. Oh, mierda -dijo con indignación-, otra hembra.
- ¿De verdad? -preguntó Danny mirando fijamente lo que parecía una inmensa erección-, ¿estás seguro?
- También me confundió a mí -sonrió Morrissey-. No, los que tienen polla no son los machos. Además, tampoco son pollas, quiero decir, no son penes. Estos tipos no hacen el amor como tú y como yo, Danny. Las hembras sueltan, por decirlo de alguna manera, los huevos para que floten en el aire, luego vienen los chicos y se la cascan encima.
- ¿Cuándo descubriste todo eso? -Dalehouse estaba enfadado: la norma de la expedición era que todos los miembros compartieran sus descubrimientos con los demás en cuanto los hicieran.
- Cuando me estabas dando la lata por haber agarrado un ciego de cuidado -dijo Morrissey-. Creo que su reproducción está relacionada con el modo en que generan su hidrógeno. Las erupciones solares también parecen intervenir, de manera que cuando vieron nuestras luces creyeron que se trataba de una erupción y desovaron. Dio la casualidad de que estábamos debajo y nos rociaron con, eh, con…
- Ya sé con qué nos rociaron -dijo Dalehouse.
- ¡Sí! ¿Sabes, Danny? Cuando estudié esta carrera, los profesores hacían que diseccionar especímenes pareciera algo bastante asqueroso, pero cada vez que me acerco a una de esas glándulas sexuales masculinas, me pongo. Me está empezando a gustar esta línea de investigación.
- ¿Y tienes que matarlos a todos para investigar? A este paso ahuyentarás a toda la bandada, y ya me dirás entonces cómo voy a establecer contacto.
Morrissey sonrió. No dijo nada, se limitó a señalar hacia arriba. Para ser justo con el biólogo, Dalehouse tenía que admitir la razón que Morrissey no había explicitado. Fueran cuales fuesen las emociones que tuvieran los bolas de gas, el miedo no parecía ser una de ellas. Morrissey había abatido casi una docena de ejemplares pero, desde el primer contacto, el enjambre había permanecido casi siempre a la vista. Tal vez eran las luces lo que los atraía. En el permanente crepúsculo klongiano no existía nada que pudiera llamarse «día». El campamento había optado por crear uno, señalándolo con el encendido del conjunto completo de focos en un arbitrario «amanecer» y el apagado de los mismos doce horas de reloj después. Uno de los focos siempre permanecía encendido para alejar a los depredadores, se dijeron, pero la verdad es que lo que trataban de alejar era el miedo instintivo a la oscuridad.
Morrissey recogió la criatura. Todavía estaba viva. Sus rasgos arrugados se movían en silencio. Una vez caían, jamás emitían ningún sonido porque, según el biólogo, el hidrógeno que les daba voz se perdía cuando se les pinchaban las bolsas. A pesar de ello, no dejaban de intentarlo. El primero que habían abatido había sobrevivido más de cuarenta horas. Se había arrastrado por todo el campamento, llevando tras de sí su bolsa gris y arrugada, y dio la impresión de que había sufrido todo el tiempo. Dalehouse se había alegrado cuando por fin murió, y se alegró también en ese mismo instante cuando Morrissey metió al recién caído en una bolsa mortuoria para enviarla a la Tierra.
Kappelyushnikov se les acercó cojeando y frotándose las nalgas.
- El primer pionero del vuelo es siempre un mártir -se quejó-. Bien, Dalehouse, ¿quieres subir?
Una descarga eléctrica estremeció a Danny.
- ¿Te refieres a ahora mismo?
- Claro, ¿por qué no? El viento no es malo. Subiremos en cuanto se hinchen dos globos.
La pequeña bomba tardaba más de lo que Dalehouse habría imaginado en hinchar dos conjuntos de globos lo bastante numerosos para llevar pasajeros humanos, pero había que tener en cuenta que la bomba era un compresor improvisado apresuradamente para que no soltara chispas y que perdía tanto gas como el que introducía en las bolsas. Dalehouse intentó comer, procuró echar una cabezada, interesarse en otros proyectos, pero volvía una y otra vez a mirar a los grupos atados de globos que se iban llenando silenciosamente de hidrógeno, constreñidos por la red de cuerdas que los rodeaban.
El clima había cambiado a peor. Las nubes cubrían el cielo de una punta a la otra del horizonte, a pesar de lo cual Kappelyushnikov mostraba un obstinado optimismo.
- Las nubes se irán. Estoy seguro de que los cielos se despejarán. -Cuando empezó a asomar el primer tono rosáceo en el cielo, dijo con resolución-: Ahora está bien. Sujétate con las correas, Danny.
Con desconfianza, Dalehouse se abrochó las correas. Era más alto que el ruso pero pesaba menos, y Kappelyushnikov refunfuñó para sí al tener que extraer el exceso de hidrógeno con la válvula.
- Si no lo extraigo -explicó- acabarías volviendo a East Lansing, estado de Michigan, ¡fiuuu! La próxima vez no desperdiciaremos tanto gas.
Las correas tenían un cierre de apertura rápida a la altura de los hombros que Dalehouse tocó para probarlo.
- ¡No, no! -gritó Kappelyushnikov-. Si quieres tirar de la cuerda cuando estés a doscientos metros de altura, pues muy bien, ¡tira! Al fin y al cabo es tu cuello, pero no malgastes el gas para nada. -Guió las manos de Danny hacia las dos cuerdas que importaban-. No es un valvajet, ¿lo entiendes? Es un globo de vuelo libre. El valvajet utiliza su capacidad de elevación para ahorrar combustible. Aquí no hay combustible, así que sólo queda el empuje ascendente, vas donde te lleve el viento. Si no te gusta la dirección, buscas otro viento. Viertes agua del lastre, subes. Viertes Wasserstoff, bajas.
Dalehouse se removió en el arnés. No se iba a parecer mucho a planear sobre la orilla oriental del lago Michigan, donde había un viento del oeste que ayudaba a superar los acantilados y mantenía el planeador en el aire durante horas, pero si el ruso era capaz de hacerlo, él también. Eso espero, añadió para sus adentros, y dijo:
- Muy bien, me parece que ya le he cogido el truco.
- Pues vámonos -gritó el ruso sonriendo mientras se ataba las correas. Se inclinó, recogió una piedra de buen tamaño y le hizo un gesto a Danny para que hiciera lo mismo. Los demás miembros de la expedición estaban un poco apartados, pero uno de ellos le alcanzó una piedra a Danny y, siguiendo las órdenes de Kappelyushnikov, desataron los globos.
Kappelyushnikov se acercó balanceándose hacia su compañero, como un submarinista que caminara sobre zancos por el fondo del mar. Se aproximó todo lo que pudo bajo la masa de globos y lo miró directamente a la cara.
- ¿Estás bien? -Danny asintió-. ¡Pues suelta la piedra y nos vamos! -gritó Kappelyushnikov, que arrojó su propia piedra y empezó a flotar elevándose en diagonal.
Dalehouse respiró hondo y lo imitó sin apartar la mirada del ruso, que ya ascendía.
No pareció que sucediera nada. Danny no percibió ninguna aceleración, tan sólo le dio la impresión de que los pies se le habían entumecido de repente y no sentía presión en las plantas. Dado que tenía la mirada clavada en Kappelyushnikov, se olvidó de mirar hacia abajo hasta que estaba a cincuenta metros del suelo.
El viento los llevaba hacia el sur, a lo largo de la costa. Muy por encima de ellos y tierra adentro, sobre las colinas púrpuras que marcaban el límite del bosque de helechos, el disperso enjambre de globonoides pastaba en el aire, comiendo cualquier tipo de diminutos organismos que encontraban flotando en el cielo. Debajo y a sus espaldas, el campamento se empequeñecía. Danny ya estaba por encima del morro del cohete de regreso, el objeto más alto que podía avistar. A su izquierda quedaba el mar, con un par de islas entre las aguas fangosas, cubiertas de árboles de muchos troncos.
Desvió su atención de la contemplación del paisaje; Kappelyushnikov le estaba gritando.
- ¿Qué? -bramó Dalehouse. La distancia entre ellos se había agrandado. Cappy se encontraba ahora cuarenta metros por encima y se movía hacia tierra adentro, situado evidentemente en una capa de aire distinta.
- ¡Suelta… un poco… de agua! -gritó el ruso.
Dalehouse asintió y buscó a tientas la cuerda de la válvula. Tiró de ella con un leve toque. No sucedió nada.
Volvió a tirar, esta vez más fuerte. Medio litro de lastre salió del depósito, empapándole. Danny no se había dado cuenta de que el pasajero iba justo debajo del depósito del lastre y, jadeando, se juró que cambiaría ese elemento del diseño antes de volver a subir.
¡Estaba volando!
Lo hacía con dificultades, sin elegancia, ni siquiera con el torpe control que había aprendido Kappelyushnikov. Se pasó la primera hora persiguiendo a Cappy por el cielo. Era como una de esas atracciones de los parques en los que la chica y tú estáis en distintos círculos rotatorios y ninguno puede dar un paso a no ser que queráis saltar de un disco que gira a otro. Dalehouse no pudo atrapar al ruso, aunque éste hizo todo lo posible para que lo alcanzara. Esa primera vez le resultó imposible.
Pero… ¡volaba! Era su sueño desde niño, el sueño que todo el mundo ha tenido alguna vez, la conquista total del aire. Sin reactores. Sin alas. Sin motores. Nadar con soltura a través del océano atmosférico, sin más esfuerzo que el que requiere flotar en una bahía de agua salada.
Disfrutaba volando y, a medida que fue pasando el tiempo -no en el primer vuelo, ni en el décimo, pero las existencias de hidrógeno eran ilimitadas, aunque se tardaba en producirlo, así que hacía tantos vuelos como le era posible- empezó a adquirir cierto dominio.
El problema de alcanzar a los globonoides resultó no serlo en realidad.
No tenía que ir a buscarlos. Ellos eran mucho más diestros en el aire que él y se le acercaban, meciéndose a su alrededor como calabazas iluminadas con horrorosas caras de garrapata, mirándolo con curiosidad y cantando, cantando todo el tiempo, ¡oh, cómo cantaban!
Durante la semana siguiente, o lo que en Klong pasaba por ser una semana, Dalehouse pasó en el aire todo el tiempo que pudo. La vida del campamento siguió prácticamente sin él. Hasta Kappelyushnikov pasaba más tiempo en tierra que Danny. Ahí abajo no había nada que lo retuviera, y se sentía casi un extraño cuando aterrizaba, dormía, vaciaba la vejiga y los intestinos, comía, hinchaba los globos y volvía a elevarse. Cuando le exigió a Harriet más de lo que podía darle en las traducciones, ella le replicó con acritud. La comandante del campamento se quejó amargamente del desperdicio de energía en la generación de hidrógeno. Jim Morrissey le suplicó que le dedicara tiempo y lo ayudara a capturar y estudiar las otras especies. Hasta Cappy se mostraba resentido por el uso continuo que hacía de sus globos. A Danny le daban igual las recriminaciones. En los cielos de Klong se sentía vivo. Pasó de ser un inepto intruso a un diestro aeronauta; de un completo extraño a, casi, uno más del gran enjambre en movimiento. Empezó a poder intercambiar ideas -ideas rudimentarias, al menos- con algunos de los bolas de gas, sobre todo con uno de los más voluminosos -de dos metros de envergadura-, que tenía un dibujo sobre la piel que parecía una tela escocesa; Dan-ny lo llamaba «Buen Príncipe Charlie», pues carecía de la menor idea de cómo se llamaba a sí mismo. Sí mismo, porque era macho. Danny empezó a considerarlo casi un amigo. Si no hubiera sido por sus necesidades físicas, y algún otro detalle, Dalehouse no se habría molestado en regresar al campo.
El otro detalle era Harriet.
No podía hacer nada sin su ayuda en la traducción, y ni siquiera ésta le bastaba. Estaba convencido de que gran parte de ella era errónea, aunque era lo único que tenía a mano en su esfuerzo para comunicarse con esas hermosas y monstruosas criaturas del aire. Expresaba su rabia contra la traductora al resto del campamento e insistía en que se transmitieran sus quejas a la Tierra; la insultaba hasta ponerla al borde de las lágrimas, que vidriaban unos ojos que, Dalehouse habría jurado, nunca habían conocido el llanto. A él no le bastaba… Sin embargo, viaje tras viaje, hora tras hora, empezó a establecer cierto tipo de comunicación.
Uno nunca sabe qué parte de lo que aprende le va a ser de utilidad. Aquellas largas clases sobre Chomsky y la gramática transformacional, las críticas de Lorenz y Dart, los semestres estudiando ritos territoriales y de apareamiento…, nada de eso parecía de gran ayuda en los cielos de Klong. Sin embargo, bendecía cada hora que había dedicado a planear y cada noche que había pasado con el cuarteto coral. El lenguaje de los globonoides era música. Ni siquiera el mandarín imponía tales exigencias en el tono y la tonalidad como estos cantos. Incluso antes de reconocer palabra alguna, Dalehouse empezó a participar en sus coros y ellos le respondieron con algo que, si no era exactamente una bienvenida, sí demostraba curiosidad. La gran criatura de tela escocesa aprendió incluso a cantar el nombre de Danny Dalehouse todo lo bien que podía esperarse de un mecanismo emisor de sonidos que no le servía para producir fonemas tan básicos como los fricativos.
Danny aprendió que algunos de aquellos cantos no diferían demasiado de los de los pájaros de la Tierra: había uno para la comida y varios para indicar peligro. Parecía haber tres tipos distintos de peligro: uno procedente del suelo y otros dos, evidentemente distintos, que provenían del aire. Uno de los términos de aviso parecía casi hawaiano, con sus fonemas líquidos y sus oclusiones glóticas. Servía para designar, o eso creía Dalehouse, a un tipo de globonoide salvaje, un tiburón del aire que parecía ser su enemigo natural más peligroso.
El otro término de aviso…, Dalehouse no estaba seguro y Harriet no le era de mucha ayuda, pero parecía estar relacionado con un peligro procedente de más arriba. No se trataba de un peligro normal, sino de ese tipo de riesgo viril que implicaba una grave amenaza, incluso la muerte, pero resultaba infinitamente atractivo por razones que a Dalehouse se le escapaban. Le dio vueltas a la cuestión durante horas, convirtiendo la existencia de Harriet en un infierno en vida, pero no aclararon nada. Sin embargo, se enviaron las cintas a la Tierra y empezaron a llegar las relaciones de sentido establecidas por los ordenadores y Harriet pudo construir frases para que él las dijera. Dalehouse cantó: «Soy amigo» y, encogiéndosele el corazón, el gran bola de gas sombreado al que llamaba Charlie le respondió con un canto completo:
- ¡Tú eres, eres, eres amigo! -Y el coro entero se le unió.
El variable clima klongiano colaboró durante ocho días de calendario; luego empezaron a arreciar los vientos y aparecieron nubes.
Cuando sopló el viento, hasta los globonoides tuvieron problemas para permanecer juntos, y Danny Dalehouse se vio arrastrado por el cielo. Intentó mantenerse al alcance del campamento y, como él lo hacía, el enjambre entero también. Pese a su empeño, el grupo se iba desperdigando cada vez más. Cuando por fin decidió rendirse, Dalehouse emitió el canto de despedida y como respuesta escuchó el que parecía significar «peligro del cielo». Él lo repitió: parecía muy oportuno, teniendo en cuenta el clima. Entonces percibió un sonido grave de aleteo por debajo del estridente gemido de los vientos, el sonido de un helicóptero.
Dalehouse abandonó la bandada, se elevó lo necesario para encontrar un viento de regreso y maniobró con pericia descendiendo a través de brisas cruzadas hacia el campamento. Allí estaba, bajando por el vientre deshilachado de una nube: el helicóptero de los Grasis, con una Union Jack en el montante de cola. ¡Qué despilfarro de energía! No sélo enviaron esa gran masa mediante un transporte taquión, con un coste increíble, sino que también habían traído suficiente combustible para permitir que el piloto realizara viajes de pla- cer. ¿Y qué llevaba colgando entre sus patines? ¡Otra máquina! ¡La sed de petróleo de los Grasis era insaciable!
Danny maldijo asqueado ante el despilfarro de los Grasis. Con sólo una fracción de las kilocalorías que desperdiciaban con ineficacia y descuido él habría podido disponer de un ordenador decente, Kappelyushnikov habría podido contar con su planeador desde tiempo atrás y Morrissey habría traído un motor fueraborda para su barca y conseguido una selección 1 casi completa de muestras marinas. Había algo que no funcionaba en un mundo que permitía que un puñado de naciones ' consumieran la energía tan irresponsablemente por el simple hecho de que estaban asentadas sobre los recursos. Cuando los hubieran agotado, serían tan pobres como los peruanos o los paquis, de eso no le cabía duda, aunque tampoco era nin- gún consuelo. La ruina de esos países sería también la del mundo entero…
O, al menos, la caída de aquel mundo. Tal vez podría buscarse alguna solución para éste que pasara por la planificación, la reflexión y la preparación. Habría que establecer un control de crecimiento, de manera que los escasos recursos no se vieran irrevocablemente perdidos por la insensatez; una división justa de las riquezas de Klong, de modo que ninguna nación ni ningún individuo pudiera enriquecerse a costa de esquilmar a los demás; una tentativa de asegurar la igualdad para todos…
El hilo de pensamiento de Dalehouse se interrumpió de golpe cuando se percató de que estaba soñando despierto. Los vientos lo habían alejado más de lo que quería, llevándolo casi hasta el mar. Soltó hidrógeno frenéticamente y, pese a caer rápido, poco le faltó para aterrizar en el lago. Se levantó y observó las bolsas desgarradas de los globos que se alejaban flotando en el agua fuera de su alcance. Cappy se pondría furioso.
Al menos, no tendría que cargarlas de vuelta en lo que preveía un largo regreso al campamento por la costa. Era un consuelo, pero no duró mucho. Antes de haber recorrido la mitad del trayecto empezó a llover.
Llovió. Y siguió lloviendo. No era una tormenta de vientos tan virulentos y feroces como la que se había abatido sobre ellos poco después del aterrizaje, pero se prolongó tediosa e irritantemente, más allá del punto en el que se la podía considerar un simple incidente, mucho más tiempo del que habría permitido tomársela como un molesto incordio. Parecía que todos habían sido sentenciados a soportar las gotas gruesas y grasientas que embarraban el suelo y convertían el campamento en un baño de vapor durante el resto de sus desdichadas vidas. No era posible volar en globo. En cualquier caso, tampoco había globonoides autóctonos a la vista a quienes seguir. Kappelyushnikov cosió e hinchó refunfuñando nuevos globos con la esperanza de que vinieran mejores tiempos. Harriet Santori echaba broncas a cuantos se le acercaban. Morrissey empaquetaba muestras en su tienda y leía una y otra vez misteriosos gráficos e imágenes, saliendo sólo para mirar con ira a la lluvia y sacudir la cabeza. Danny redactó largos mensajes tactran para la COIDEE y el Doble A-L, solicitando regalos para sus amigos, los bolas de gas. Krivitin y Sparky Cerbo elaboraron un especie de brebaje de brujas con bayas autóctonas y agarraron juntos una gran melopea. Se pusieron todavía peor cuando sus cuerpos tuvieron que defenderse de los indicios de proteínas klongianas alienígenas en el cráneo. Poco les faltó para morir y seguramente habrían sucumbido, estalló Alex Wood ring, sacudiendo la cabeza con rabia, si hubieran cometido una estupidez como ésa antes: la total vulnerabilidad del principio se había limitado a esas alturas a reacciones que ya no implicaban la muerte, sólo un sufrimiento prolongado. A Dan-ny le correspondió la tarea de atenderlos y, tras la iracunda insistencia de Harriet, de empaquetar muestras de sus diversas y desagradables emisiones para que Jim Morrissey las analizara.
Morrissey estaba acurrucado leyendo sus imágenes y diagramas cuando entró Danny. Cuando éste le explicó qué debía hacer, se negó categóricamente.
- Caramba, Danny, no dispongo del equipo para ese tipo de trabajo. Tira las muestras por el cagadero, no las quiero para nada.
- Harriet dice que debemos averiguar lo grave que es el envenenamiento.
- Eso ya lo sabemos, hombre. Se han puesto muy enfermos, pero no se han muerto.
- Harriet dice que como mínimo podrías analizarlas.
- ¿Para qué? No sabría qué buscar.
- Harriet dice…
- Que le den a Harriet. Perdona, Danny, no pretendía recordarte tus, eh, indiscreciones. En todo caso tengo algo mejor que hacer, ahora que empieza a dejar de llover.
- Todavía no ha parado, Jim.
- Pero cae cada vez menos. Cuando pare, Boyne va a volver a recoger la retroexcavadora que le pedí prestada. Quiero utilizarla antes.
- ¿Para qué?
- Para desenterrar a algunos de nuestros amigos de manos largas -señaló hacia abajo, al suelo de la tienda-, los que robaron la radio de Harriet.
- Ya lo hemos intentado.
- Sí, es verdad. Y descubrimos que lo importante es la velocidad. Cierran los túneles más rápido de lo que creerías, así que tenemos que entrar, movernos y llegar a donde estén antes de que tengan ocasión de reaccionar. Si no lo hacemos así no tendremos ninguna oportunidad de pillarlos… a no ser -añadió distraídamente- que inundemos antes los túneles con cianuro. En ese caso sí podríamos tomárnoslo con calma.
- ¿Es que sólo piensas en matar? -estalló Dalehouse.
- No, no. No lo estaba proponiendo, estaba excluyendo esa posibilidad. Sé que no te gusta aniquilar a nuestros hermanos alienígenas.
Dalehouse respiró hondo. Había conocido lo bastante a los globonoides para dejar de pensar en ellos como preparados químicos y había aprendido a considerarlos casi personas. Los excavadores subterráneos le eran todavía totalmente desconocidos y probablemente le resultaran bastante desagradables: cuando pensaba en ellos, le recordaban a termitas, gusanos y todo tipo de animales repelentes que se arrastraban, pero no estaba dispuesto al genocidio.
- ¿Y qué estás sugiriendo? -preguntó.
- Le pedí una retroexcavadora prestada a Boyne. Quiero utilizarla antes de que se la lleve. La clave es que me parece que sé dónde excavar.
Reunió un montón de papeles sobre el mueble zapatero vertical que utilizaba como mesa y se los pasó a Danny. Las hojas de encima parecían un mapa, lo que para Dalehouse no significaba nada, pero debajo había un fajo de fotografías. Las reconoció: eran vistas aéreas de la zona que rodeaba el campa-mento. Algunas las había tomado él mismo, otras eran sin duda de Kappelyushnikov.
- Tienen algo raro -dijo-. Los colores son curiosos. ¿Por qué es azul esta parte?
- Es fotografía coloreada, Danny. Ese lote está hecho con infrarrojos; cuanto más azul la imagen, más calor despide la tierra. Aquí, ¿ves esta especie de rayas más claras? Son dos o tres grados más cálidas que lo que está al otro lado.
Dalehouse les dio la vuelta a las fotos y preguntó:
- ¿Por qué?
- Bueno, veamos si lo averiguas igual que lo averigüé yo. Fíjate en la que hay debajo, en color normal. Cógela. Dale la vuelta de manera que tenga la misma dirección que la foto coloreada, ahí. ¿Ves esas matas de arbustos de color naranja? Parecen extenderse en líneas casi rectas. ¿Y esos otros de color rojo brillante? Son extensiones de las mismas líneas. Los arbustos son todos de la misma especie de planta; la diferencia es que los rojos brillantes están muertos. Bueno, ¿no te parece que las líneas claras en las fotografías coloreadas coinciden o n las líneas de arbustos en las de color normal? He introducido una sonda a lo largo de algunas de esas líneas, ¿y sabes qué he encontrado?
- ¿Madrigueras? -aventuró Dalehouse.
- Qué listo eres -refunfuñó Morrissey-. Muy bien, demuéstrame que eres inteligente de verdad: ¿por qué están relacionadas esas plantas y marcas con las madrigueras?
Dalehouse dejó las fotografías pacientemente sobre la mesa.
- No lo sé, pero estoy convencido de que vas a explicármelo.
- Pues no. No te puedo dar una explicación con certeza, aunque sí puedo hacer una conjetura fundada. Diría que la excavación de los túneles causa algún tipo de cambio químico en la superficie. Tal vez extrae los nutrientes por lixivación de manera selectiva, y puede que esas plantas sean las que mejor sobreviven en ese tipo de suelo. O tal vez los residuos de los excavadores las fertilizan, también de manera selectiva. Son conjeturas que proceden de analogías con lo que sucede en la Tierra: puedes detectar las toperas de ese modo. Las lombrices airean el suelo y hacen que las planas crezcan más. Éste tal vez sea un proceso completamente distinto, pero tiendo a pensar que la idea general es acertada.
Se recostó en la silla de campo plegable y contempló a Dalehouse con inquietud.
Dalehouse pensó un momento, escuchando el repiqueteo cada vez más espaciado de las gotas de lluvia sobre el techo de la tienda.
- Me dices más de lo que quiero saber, pero creo que entiendo por dónde vas. Quieres que te ayude a desenterrarlos. Pero ¿cómo vamos a cavar lo bastante rápido para lograrlo? Sobre todo teniendo en cuenta el tipo de barro que hay ahí fuera.
- Por eso le pedí prestada la retroexcavadora a Boyne. Ha estado en posición desde que empezó a llover. Creo que los excavadores perciben las vibraciones del suelo; quería que se acostumbraran a su presencia antes de que empezáramos.
- ¿Le explicaste a Boyne para qué la querías? Tenía la impresión de que también ellos estaban excavando madrigueras.
- Yo también lo suponía, y por eso no se lo dije. Le conté que necesitábamos nuevas letrinas, y Dios sabe que las necesitamos. Tarde o temprano habrá que cavarlas. En cualquiercaso, ahora está situada sobre la mata de arbustos con mejor aspecto, preparada para empezar. ¿Me ayudas?
Danny recordó con melancolía a sus amigos aéreos, mucho más atractivos que estas ratas o gusanos. Por el momento, sin embargo, estaban fuera de su alcance.
- Claro -dijo.
Morrissey sonrió, aliviado.
- Bien, hasta ahora te he explicado lo fácil. Ahora nos enfrentaremos a lo difícil: convencer a Harriet de que lo acepte.
Harriet se mostró tan implacable como era de prever.
- Doy por supuesto que en realidad no queréis decir -empezó- que pretendéis arrastrar a todo el mundo afuera bajo este aguacero sólo para cavar unos cuantos hoyos, ¿verdad?
- Vamos, Harriet -dijo Morrissey haciendo todo lo posible por contenerse-, si casi ha parado de llover.
- Aunque haya parado, hay mil cosas más importantes que hacer.
- Será divertido, Gasha -metió baza Kappelyushnikov-. Imagínate: cavar buscando madrigueras de zorros como los caballeros ingleses, esos terratenientes enriquecidos con el petróleo. Un deporte excelente.
- Y no se trata sólo de unos simples hoyos -añadió Morrissey-. Comprueba los gráficos 'sismológicos. Ahí abajo hay cosas muy grandes, cámaras de veinte metros de largo, puede que más. No sólo túneles, es posible que incluso ciudades.
Harriet replicó cortante:
- Morrissey, si te preguntas por qué ninguno de nosotros tiene la menor confianza en ti, ahí tienes la razón. Siempre dices la primera tontería que se te pasa por la cabeza. ¡Ciudades! Hay algunos gráficos que indican la existencia de pozos y cámaras, tal vez un poco mayores que los túneles que están justo bajo la superficie, en efecto, pero yo no los llamaría…
- Vale, vale. No son ciudades. Tal vez ni siquiera sean aldeas, pero algo son. Como poco, deben de ser cámaras de cría donde guardan a sus pequeños o almacenan su comida o, Dios, yo qué sé, tal vez es donde hacen actuaciones de ballet o juegan al bingo, ¿qué más da? Por el simple hecho de que son grandes, se sigue que seguramente son también más importantes. Es menos probable que les dé tiempo a sellarlos o, por lo menos, les resultará más difícil.
Miró a Alex Woodring, que tosió y dijo:
- A mí me parece razonable, Harriet. ¿No opinas lo mismo? Ella frunció los labios en gesto pensativo.
- ¿Razonable? No, con toda seguridad no lo llamaría razonable. Por supuesto, tú eres el jefe, al menos nominalmente, y si a ti te parece sensato que incumplamos el…
- Pues sí, me parece una buena idea, Harriet -dijo Woodring con osadía.
- ¿Eres tan amable de dejarme terminar lo que estaba diciendo, por favor? Estaba diciendo que si crees que debemos incumplir el acuerdo al que habíamos llegado todos de que las decisiones del grupo se tomarían por unanimidad y no por un voto de uno u otro que imponga su autoridad, entonces supongo que no tengo nada más que decir.
- Gasha, querida -dijo Kappelyushnikov con tono tranquilizador-, ¿quieres hacer el favor de callarte? Explícanos el plan, Jim.
- ¡Faltaría más! Lo primero que haremos es abrir un agujero todo lo grande que podamos con la retroexcavadora. Todos estaremos ahí fuera, con palas, y saltaremos dentro. Lo que queremos es capturar ejemplares. Agarraremos lo que veamos. Debemos pillarlos por sorpresa y, además -añadió con cierta suficiencia-, dos de nosotros podemos llevar esto. -Sostuvo en alto su cámara-. Tiene unas buenas luces estroboscópicas brillantes. La idea me la dio Boyne cuando estábamos tomando una copa juntos; me parece que es lo que hacen ellos en el campamento Grasi. Entran con estos aparatos, en parte para hacer fotos y en parte para deslumbrar a las criaturas. Mientras estén momentáneamente cegadas podemos atraparlas con mayor facilidad.
- ¿Momentáneamente, Jim? -intervino Dalehouse.
- Bueno -respondió Morrissey con reticencia-, de eso no estoy muy seguro. Probablemente tengan unos ojos muy delicados pero, demonios, Danny, para empezar ni siquiera sabemos si tienen ojos.
- Entonces, ¿cómo se van a quedar deslumbrados?
- Vale, ni idea. Pese a todo, es el modo en que quiero hacerlo. Llevaremos walkie-talkies. Si algo sale, eh, sale mal… -Dudó y volvió a empezar la frase-. Si os desorientáis o algo por el estilo, sólo tenéis que cavar hacia arriba. Deberíais poder hacerlo con las manos. Si no podéis, encendéis el walkie-talkie. Tal vez no sea posible mantener comunicación de voz bajo la superficie, pero por la radio que robaron sabemos que podemos localizar el sonido emisor, así que os radiolocalizaremos y os sacaremos. Eso, si algo sale mal.
Kappelyushnikov se inclinó hacia delante y le tapó la boca con la mano al bioquímico.
- Querido Jim -dijo-, por favor, no nos des más ánimos, porque si sigues hablando, todos nos negaremos a bajar. Hagámoslos de una vez y basta de charla.
Como era previsible, Harriet no participaba en la iniciativa y se empeñó en que como mínimo dos de los hombres se mantuvieran aparte, «por si tenemos que desenterrar a los héroes». Sparky Cerbo se ofreció voluntaria para entrar y Alicia Dair aseguró que sabía manejar la retroexcavadora mejor que nadie del campamento, de manera que ellas y media docena más, equipados con monos de trabajo, cascos con luz, gafas especiales y guantes estaban preparados para saltar cuando Morrissey indicó que empezara la excavación.
Tenía razón acerca del barro: no había, salvo alrededor de los caminos principales del campamento, por donde ellos habían pisoteado la superficie vegetal del suelo klongiano hasta matarla. A pesar de ello, la tierra estaba saturada de agua, y la retroexcavadora extrajo tanta humedad como tierra. No tardó ni un minuto en perforar el agujero.
Morrissey tragó saliva, se santiguó y saltó al hoyo. Alex Woodring lo siguió, y luego Danny, Kappelyushnikov, Di Paolo y Sparky Cerbo hicieron otro tanto.
El plan era dividirse por parejas, cada una de las cuales recorrería un túnel. El problema era que el plan se basaba en la suposición de que hubiera más de dos direcciones que tomar. No las había. El hoyo al que cayeron no tenía mucho más de un metro de amplitud. Olía a humedad… y terriblemente mal, pensó Danny, como una jaula de ratones sucia; no era más que túnel. Di Paolo saltó justo sobre el tobillo de Danny, y Sparky Cerbo, que venía detrás, le cayó en la espalda. Estaban todos enredados, maldiciendo y refunfuñando, y si había algún excavador a menos de un kilómetro de allí que no se hubiera enterado de que habían entrado debía de ser porque ya estaba muerto, pensó Danny.
- ¡Dejad de joder con tanto movimiento! -chilló Morrissey por encima del hombro-. ¡Dalehouse! ¡Sparky! Seguidme.
Dalehouse consiguió darse la vuelta a tiempo para ver cómo las caderas y rodillas de Morrissey se alejaban, recortadas sobre el fondo del resplandor de su foco. La sección transversal del túnel era más ovalada que redonda, y más baja que ancha, de modo que era más difícil gatear que arrastrarse cuerpo a tierra apoyándose sobre codos y muslos.
- ¿Ves algo? -gritó hacia delante.
- No. Calla y escucha. -La voz de Morrissey sonó amortiguada, pero Dalehouse la oyó con claridad. Más allá y por encima de ella, creyó oír también alguna otra cosa. ¿El qué? Era un sonido débil y difícil de identificar: chillidos y susurros como de ardilla, tal vez, y otros sonidos más numerosos y profundos que procedían de aún más lejos. Su propia respiración, el roce de su equipo, el ruido que hacían los demás… todo se confabulaba para ahogar aquellos otros sonidos, pero sin duda había algo.
Un destello brillante lo hizo parpadear. Le hizo daño en los ojos. Procedía de delante, de la luz estroboscópica de Morrissey. Todo lo que Dalehouse sacó en claro del destello fue el resplandor que se filtró hacia atrás, amortiguado por las toscas paredes de tierra, casi sin producir reflejo. En la otra dirección, la intensidad de la luz debió de ser deslumbrante. Ahora estaba convencido de que oía chillidos de ardilla, y parecían angustiados, como era de esperar, pensó Danny en un instante de comprensión hacia los excavadores. ¿Qué podría significar la luz para ellos, más que la irrupción de algún depredador en su madriguera y la muerte y destrucción consiguientes?
Tropezó con los pies de Morrissey y se detuvo. Por encima del hombro, el bioquímico gruñó:
- ¡Los muy cabrones! Lo han bloqueado.
- ¿El túnel?
- Dios, claro, qué va a ser, el túnel, y lo han sellado. ¿Cómo coño pueden hacerlo tan rápido?
Dalehouse sintió durante un momento un temor atávico.¡Bloqueados! ¿Y en la otra dirección? Rodó para apoyarse en el costado, apagó la linterna y miró entre sus pies por el túnel. Más allá de la figura acurrucada de Sparky pudo ver, se convenció de que veía, el tranquilizador resplandor tenue y rojizo del cielo klongiano. Aun así sintió que le dolían y se le tensaban los músculos de la nuca, agarrotados por el antiguo horror humano a verse enterrado vivo, y de repente recordó que se habían encaminado en la dirección que pasaba bajo la retroexcavadora. ¿Y si el peso de la máquina aplastaba la tierra y los atrapaba allá abajo?
- Eh, Jim -gritó-, ¿qué piensas?, ¿retrocedemos hacia el granero o qué?
Siguió una pausa. Luego llegó la irritada respuesta.
- Será lo mejor, aquí no hacemos nada. Tal vez los demás hayan tenido más suerte en la otra dirección.
Cappy y sus acompañantes ya estaban afuera, y los ayudaron a salir cuando aparecieron en el hoyo. Sólo habían podido avanzar ocho o nueve metros por el túnel antes de que lo bloquearan; el grupo de Dalehouse había recorrido más del doble. Sin embargo, al final, el resultado había sido el mismo, reflexionó Danny. Era increíble que pudieran reaccionar tan rápido. Sin duda esa capacidad de reacción la habían desarrollado a lo largo de incontables milenios klongianos. Fuera como fuese, estaba claro que no iba a ser fácil capturar un ejemplar, y menos aún establecer contacto con esas criaturas. Danny recordó con añoranza a sus amigos aéreos, ¡cuánto más agradable era volar para relacionarse con ellos que arrastrarse por el barro como una serpiente!
Kappelyushnikov le sacudió la suciedad y luego, tomándolo con más calma, hizo otro tanto con Sparky Cerbo.
- Mi queridísima jovencita -dijo-, ¡estás espantosamente sucia! Vamos a darnos un baño al lago, olvidémonos de los problemas.
De buen humor, la chica se alejó de la mano del piloto.
- Antes, tal vez deberíamos ver qué quiere Harriet -sugirió. Y, cómo no, Harriet estaba a la entrada de la tienda principal, a cien metros, esperando visiblemente que acudieran a verla.
Mientras iban llegando uno por uno, los miraba de arriba abajo con repugnancia.
- Un fracaso total, ya veo -dijo asintiendo-. Era previsible.
- Harriet -empezó a decir Morrissey con tono agresivo. Ella levantó una mano.
- No importa. Tal vez os interese saber lo que ha sucedido mientras estabais fuera.
- ¡Harriet, sólo hemos estado fuera veinte o treinta minutos! -estalló Morrissey.
- Da igual. Primero llegó una señal tactran. Vamos a recibir refuerzos, y también los Poblas. Segundo… -Se hizo a un lado para dejarlos entrar en la tienda. Los que se habían quedado estaban reunidos dentro con una expresión que a Dalehouse le pareció extrañamente satisfecha-. Tengo entendido que queríais un ejemplar de esas criaturas subterráneas, ¿me equivoco? Hemos encontrado una intentando robar nuestras provisiones. Por supuesto, todo habría sido más fácil si tantos de vosotros no hubierais estado perdiendo el tiempo en tonterías y nos hubierais ayudado cuando os necesitábamos…
Kappelyushnikov bramó:
- ¡Gasha! ¿Quieres ir al grano de una vez? ¿Has capturado un ejemplar para nosotros?
- Desde luego -dijo Harriet-. Lo encerramos en una de las jaulas de Morrissey. Me arañó con saña, pero eso es lo que se puede esperar cuando…
No la dejaron acabar; todos estaban dentro y mirando fijamente.
El olor a rancio de la jaula de ratones era mil veces más intenso, tanto que casi hizo vomitar a Danny Dalehouse; pero ahí estaba la criatura. Tenía casi dos metros de largo, unos ojos diminutos engastados muy juntos encima del hocico, que cerraba con fuerza asustado. Estaba chillando pero en voz baja -Danny habría dicho que casi con pena-, para sí. Roía las barras metálicas de la jaula y, a la vez, escarbaba la cubierta de plástico del suelo con garras palmípedas. Estaba recubierto de una especie de vello o piel corta de color pardo; parecía poseer, como mínimo, seis pares de extremidades, todas rechonchas, con zarpas e increíblemente fuertes.
Fuera cual fuese la sustancia de la que estaban hechos sus dientes, eran duros. Una de las barras de la jaula estaba ya casi roída y sus chillidos de dolor no paraban.