XVI

Llovía por todas partes. Unas nubes de tormenta se cernían sobre ellos y otras ya los habían dejado atrás y se dirigían hacia el polo de calor, donde la lluvia caía durante uno o dos kilómetros y se evaporaba, sin llegar a tocar el suelo caliente y salado. La bandada estaba desperdigada a lo largo de más de un kilómetro de cielo y se quejaba en acordes disonantes.

- Tened paciencia -regañó Charlie a sus congéneres-. Debemos quedarnos. Debemos quedarnos.

Y los demás repitieron:

- Debemos quedarnos. -Pero lo cantaron con desgana. A Charlie le daba igual: le había prometido a su amigo de dos piernas que permanecerían allí para observar ciertos acontecimientos extraños e incomprensibles, y la bandada haría lo que él había prometido.

Pese a todo, el desorden del enjambre le causaba cierto malestar, como un escozor o una quemadura del sol a un ser humano. El viento los empujaba hacia el lugar que se había comprometido a vigilar, el Campamento del Gran Sol. No era conveniente acercarse demasiado. Muchos miembros de su bandada, e incluso más de otras, habían sido pinchados o quemados por los misiles de larga distancia disparados desde ese campamento, de manera que tenía que evitar que el enjambre derivara hacia él, buscando todas las ráfagas de aire contrarias y, a la vez, esquivar cuanto le fuera posible las nubes de tormenta. Dalehouse le había dicho que sería difícil, pero también que era importante.

Charlie hizo rotar los parches oculares para abarcar todo el horizonte. Ni rastro del avión que le habían dicho que aparecería. Sí vio, en cambio, un flujo errabundo de vilano y de hilos de seda por las colinas de abajo. ¡Una contracorriente! Emitió el canto para congregar a la bandada y todos soltaron gas.

El enjambre lo siguió, descendiendo a un nivel en que el viento los alejó de la lluvia, hacia una zona donde probablemente podrían volver a ascender. Teniendo en cuenta las condiciones, lo siguieron sin demasiados problemas. Con pericia, los guió bajo la parte inferior de un cúmulo sin lluvia y se elevaron con la corriente ascendente.

El canto del enjambre se alegró. En las cimas de estas invisibles columnas de aire ascendente era donde se encontraba el mejor alimento: polen y cápsulas de mariposas-simiente, las minúsculas y blandas criaturas que ocupaban el mismo nicho ecológico que los insectos en la Tierra, partículas de sal seca que procedían de las pequeñas olas de mares rodeados de tierra, e incluso cosas más diminutas. Una bandada comiendo ofrecía un extraño espectáculo, con todas las aletas y volantes desplegados para atrapar cuanto las rozara. También corría peligro o, al menos, lo habría corrido antes. Era el momento preferido de los ha'aye'i para abalanzarse como cuchillos, cortando cuantas bolsas se cruzaran en su camino y arrancándoles la vida a las víctimas ante la mirada impotente de sus compañeros de bandada. Ahora, sin embargo, ya no eran impotentes. Charlie entonó el jactancioso canto que le había enseñado su gran amigo, Danny Dalehouse, que les había dado las armas de largo alcance que habían alejado a los ha'aye'i a cien nubes de distancia o, al menos, a veces los alejaba. Ahora todos los machos y algunas de las hembras de su bandada tenían armas, y los ha'aye'i habían acabado reconociendo el enjambre de Charlie y lo evitaban.

Aunque, la verdad, el grupo de Charlie tampoco resultaba tan atractivo para los depredadores como lo había sido en el pasado. ¡Quedaban tan pocos! Antes habían sido cientos, ahora poco más de una veintena.

Seguía sin verse ninguna aeronave en el horizonte, no sucedía nada en la altiplanicie del campamento del Gran Sol. Charlie se relajó y comió con su enjambre, y a medida que comía le fue embargando la melancolía. Varió el canto y la bandada entonó con él las tiernas canciones de infancia y alegría.

Hubo un tiempo en que Charlie fue una minúscula vaina apenas del tamaño de una pepita, que bombeaba con todas sus fuerzas para desplegar las arrugas de su pequeña bolsa de gas, atado todavía a la punta desigual de su cinta de vuelo y a los vientos que la empujaban hacia donde querían. Soplaban ráfagas. Los relámpagos restallaban en el aire a su alrededor. Como carecía de control sobre su altitud, unas veces se veía empujado a las cumbres de imponentes nubes de convección, donde el mortecino sol rojizo se abatía sobre su diminuto globo y las estrellas de verdad resplandecían visibles en el cielo oscuro, y otras caía tan abajo que rozaba las colinas y los árboles helechos, y unas criaturas peludas o con caparazón corrían tras él cuando giraba sin control sobre ellas. Ochenta de los cien congéneres de nidada murieron en aquel entonces, en uno u otro de aquellos peligros. Otros diez murieron casi en cuanto cayeron sus cintas de vuelo, cuando quedaron convertidos en apetitosos entrantes para los ha'aye'i o, a veces, también para los adultos hambrientos de proteínas de otra bandada con la que se topaban por casualidad o incluso de su propio enjambre. Muy pocos de cada cien sobrevivían y llegaban a reproducirse y, aun en ese supuesto, los ha'aye'i seguían ahí del mismo modo que las tormentas y la bestias que los intentaban atrapar desde el suelo.

A pesar de los peligros…, ¡qué podía compararse a ser globonoide! ¡Remontar el vuelo y cantar! Y, por encima de todo, compartir el canto coral tradicional de la bandada que los unía como si fueran un solo ser, desde la vaina más minúscula a los gigantes ancianos que perdían gas y hasta se atrevían a burlarse de los ha'aye'i. El canto de Charlie era triunfal y cuantos lo rodeaban dejaron de engullir con avidez para unirse a su canción armónica.

Con todo, Charlie no paraba de rotar los parches oculares hacia la altiplanicie, pero seguía sin haber ni rastro del avión ni del Nuevo Amigo que, según le habían dicho, se elevaría de aquel punto. Volaban con la nube, que los alejaba del campamento del Gran Sol.

Muchos de los miembros de la bandada ya habían saciado su apetito y entonaban en voz baja cantos íntimos de agradecimiento. Eran un magnífico grupo, aunque, pensó Charlie, poco numeroso.

Les cantó:

- ¡Dejad de comer, dejad de comer! ¡Tenemos que irnos!

- ¿Ir adónde, ir adónde? -refunfuñó el coro de los más lentos y los más hambrientos, y un canto individual se elevó por encima del resto, pero con debilidad:

- Tengo que comer más. Me muero. -Era la hembra anciana, Resplandor Rosa Azulado. La bolsa había sufrido graves daños cuando la mitad de la bandada se había prendido en llamas.

- Ahora no, ahora no -cantó Charlie con voz dominante-. ¡Seguidme! -E inició una nueva canción, el canto del deber que había aprendido de su amigo Danny Dalehouse. Ya no bastaba con flotar en el aire, cantar, rellenar las bolsas de hidrógeno y reproducirse. No, ahora también debían ocupar el puesto asignado y vigilar la altiplanicie. Tenían que evitar el Campamento del Gran Sol y guardarse de los ha'aye'i, y el enjambre debía mantenerse unido. ¡Eran tantos los nuevos deberes! Condujo al grupo guiando su lenta danza oscilante, que se entrecruzaba con los vientos.

Lo guió durante largo tiempo, vigilando sin cesar, como había prometido. Aun así, no fue él el primero en ver el objeto. Desde muy atrás, la anciana Resplandor Rosa Azulado cantó débilmente:

- Hay un nuevo Peligro del Cielo.

- ¡Alcánzanos, alcánzanos! -le ordenó Charlie-. Tu canto es débil. -No lo dijo por falta de consideración hacia ella, sino sólo porque era verdad.

- Pierdo aire -se disculpó la anciana-. Está ahí, casi al alcance de los Peligros del Suelo, muy lejos.

Charlie giró los parches oculares y se elevó en otra corriente de aire. Allí estaba.

- Veo el Peligro del Cielo -cantó, y el resto de la bandada lo confirmó. No era un ha'aye'i. Era el objeto mecánico y duro del campamento del Sol Mediano, como le habían dicho. Dentro, lo sabía, iba el Otro Amigo que a veces volaba con Danny Dalehouse, y también el Nuevo Amigo que todavía no había visto.

Todo sucedió tal y como Danny Dalehouse le había dicho. El biplano, que volaba justo por encima de las copas de los árboles, descendió con viento favorable aterrizando sobre la seca altiplanicie, a una docena de kilómetros del campamento Grasi. Mientras el enjambre observaba, Kappelyushnikov y una hembra bajaron del avión y empezaron a hinchar una red de globos con aire que extraían de unos pequeños tanques.

Cuando el racimo de la Nueva Amiga se hubo inflado y ella se elevó suavemente del suelo, el avión volvió a despegar, dio la vuelta con rapidez y descendió por la pendiente hacia el remoto lago-océano. La Nueva Amiga se elevó aprovechando el viento favorable que llevaba hacia el polo y se deslizó en línea recta hacia el Campamento del Gran Sol.

Charlie no se atrevía a acercarse más, pero vio que ella soltaba aire a medida que se aproximaba a la base. Cayó en la maleza en algún punto cercano al campamento. Hasta ahí todo sucedió tal como le habían contado de antemano.

- Ya está -cantó Charlie, triunfal.

- ¿Y ahora qué? -preguntó el enjambre, arremolinándose a su alrededor, mirando a la Nueva Amiga mientras caía.

- Le preguntaré al aire -cantó. Sus pequeñas patas de insecto tantearon con torpeza el interruptor del duro y brillante «aparato que habla al aire» que Danny le había dado. Cantó un saludo inquisitivo a su amigo.

Lo intentó dos veces, escuchando en los intervalos como Dalehouse le había enseñado. No hubo respuesta, sólo un desagradable sonido silbante de interferencias y tormentas remotas.

- Tenemos que acercarnos más al campamento del Sol Mediano -anunció-, el «aparato que habla al aire» no puede cantar desde tan lejos. -Sus experimentados ojos leyeron los signos de las nubes y las lejanas copas de los helechos del suelo, buscando las corrientes convenientes. Era una verdadera lástima que estos últimos días Dalehouse pudiera volar con la bandada sólo raramente a causa de los odiosos ha'aye'i de su propia especie, pero Charlie sabía que en cuanto divisara su campamento, el «aparato que habla al aire» le traería la canción de su amigo.

- ¡Seguidme! -cantó. La bandada se congregó a su alrededor. Los catorce que componían el grupo se dejaron caer, atravesando la capa de una veloz masa nubosa de estratos, en la corriente de aire que retrocedía cerca de la superficie.

Cuando emergieron, la vieja Resplandor Rosa Azulado había desaparecido. Las filtraciones de su bolsa eran demasiado grandes y no le habían permitido seguir en el aire. También había desaparecido otra hembra, Chillido Estridente, que se había perdido de vista y cuyo canto ni siquiera era audible.

Cuando por fin se acercaron al Campamento del Sol Mediano y Charlie empezó a cantar por la radio a Dalehouse, sólo quedaban doce globonoides en la bandada.

Marge Menninger levantó la cabeza cuando Kappelyushnikov entró desde la habitación de la ordenanza y cerró el ala de la puerta del despacho privado de la coronel a sus espaldas.

- ¿Alguna noticia? -preguntó ella.

- Danny ha tenido contacto por radio con los bolas de gas, sí. Se ha visto descender a su amiga cerca de los Grasis, todo en orden.

- ¿Cuánto hace?

- Con los globonoides nunca se sabe, tal vez hace unas horas. En todo caso, no mucho después de que yo saliera de la escena del lanzamiento del espía.

- Muy bien. Gracias. -Después de que saliera, Marge se dispuso a llamar a la tienda de comunicaciones, pero cambió de opinión. Si los Grasis avisaran por radio de que habían rescatado a Tinka, que habría perdido el rumbo sin poder hacer nada, el operador de comunicaciones se lo haría saber, y no le habían avisado. Así pues, los Grasis llevaban el asunto en secreto y con astucia, ¿y qué hacía Tinka en su campamento? ¿Habrían averiguado que en realidad no estaba allí por accidente? ¿Podría ella…? ¿Iban ellos a…? ¿No era…? Las preguntas se multiplicaban hasta el infinito en la mente de Margie, y no había manera de darles respuesta. Uno podía perder la cabeza en esos pantanos de posibilidades y subjuntivos.

Ese no era el modo en que Marge Menninger regía su vida. Tomó una decisión. Dentro de una hora exacta, le ordenaría al operador de comunicaciones que radiara una pregunta a los Grasis, y hasta entonces se quitaría el asunto de la cabeza.

Mientras tanto, todavía faltaban cincuenta minutos para comer, ¿en qué podía emplear ese tiempo?

Las quince notas que se había apuntado en la hoja del calendario de esa jornada ya habían sido revisadas. Todos los proyectos en marcha avanzaban según lo previsto, o casi. Todo el mundo tenía tareas asignadas. La primera hectárea de trigo ya estaba plantada: dieciséis cepas diferentes compitiendo para ver cuál crecía mejor. Las defensas del perímetro estaban en orden. Las tres torretas seguían en la playa, preparadas para colocarlas donde fuera necesario cuando quisiera ampliar el campamento o establecer otro puesto. Miró al mapa de escala 1:1000, de dos metros de ancho y uno de alto, que cubría casi toda una pared de su despacho. ¡Impresionaba! Mostraba todos los accidentes geográficos en un kilómetro a la redonda, con el centro donde ella estaba sentada: siete arroyos o ríos, una docena de colinas, dos cabos, varias bahías. A pesar de ello, las cifras de las coordenadas no eran suficientes, necesitaban nombres. ¿Qué mejor manera de bautizar los accidentes que dejar que los miembros del campamento los eligieran? Organizaría un sorteo; cada ganador podría dar nombre a algo, y eso los entretendría. Llamó a su ordenanza provisional y le dictó un breve memorándum para el tablón de anuncios.

- Compruébelo con la sección de comunicaciones -acabó-, asegúrese de que hemos incluido en la lista todos los accidentes que merecen tener un nombre.

- A sus órdenes. Coronel, el sargento Sweggert quiere verla. Dice que no es urgente.

Marge escribió Sweggert en su calendario.

- Ya le diré algo. -Entonces se quitó también a Sweggert de la cabeza. Todavía no había decidido qué hacer con él. Tenía una amplia variedad de opciones, desde tomarse lo sucedido a broma hasta someterlo a un consejo de guerra por violación. Lo que decidiera dependería en gran medida de cómo se comportara Sweggert. Hasta ahora había tenido la precaución de no llamar mucho la atención cuando estaba cerca de ella.

Por otro lado, pensaba, su autoridad para someter a alguien a un consejo de guerra por el motivo que fuera dependía de la cadena de mando militar, que se extendía desde ella, a través de la comunicación tactran, hasta una autoridad superior en la Tierra. ¿Quién podía asegurar durante cuánto tiempo la iba a apoyar alguien en la Tierra? ¿Durante cuánto tiempo les importaría que la colonia sobreviviera o muriera? Las noticias de casa eran pésimas, tan malas que no las había transmitido de forma íntegra al campamento. El mensaje tactran que daba acuse de recibo de la lista de la compra que había enviado le había informado de que si llegaba a conseguir todo lo que pedía sería por los pelos. Además, las peticiones de posteriores suministros tras ese envío iban «a ser evaluadas en los términos de las condiciones existentes a la recepción de la solicitud».

Era lo que había esperado, pero daba que pensar.

Apuntó dos notas en su cuaderno para la tarde: Medic. - ¿El banco bien? Alimento. - ¿Mantener previsión de seis meses? ¿Alargar hasta un año con racionamiento?

El hecho de que todos los agrónomos fueran canadienses supuso un verdadero inconveniente. Margie necesitaba ayuda de personas preparadas y en privado: de personas preparadas porque la vida o la muerte de la colonia iba a depender de cómo manejaran los cultivos, y en privado porque no quería que la colonia lo supiera todavía. Si conseguía todo lo que había pedido en su lista de la compra dispondrían de unas abundantes existencias de semillas, pero ¿quién sabía si eran las que crecerían mejor allí?

Más valía dejar de pensar en eso.

Quedaban cuarenta minutos.

Abrió con la llave el cajón privado de su mesa y encendió un canuto. Suponiendo que le entregaran todo lo solicitado, contaría con un margen bastante amplio para hacer frente a casi todo tipo de desastres, pensaba, y no tenía sentido preocuparse hasta que tuviera que hacerlo.

La lista del pedido incluía un buen número de artículos personales para la propia Margie: ropa, cosméticos, patrones de costura en microfichas. Esos patrones asegurarían una variedad suficiente de estilos para todos en el campamento, hombres o mujeres, por un largo tiempo, suponiendo que encontraran algún modo de producir telas con las que darles vida. Sería agradable tener ropa bonita. Ya empezaba a notar la ausencia de Sakowitz y Marks Sparks, de Sears y Two Guys. Algún día, quién sabe… pensó dando una profunda calada. No, Sakowitz no, pero puede que algunas boutiques. A lo mejor algunos de los expedicionarios supieran coser o tuvieran conocimientos de confección, y tal vez había llegado el momento de empezar a buscarlos. Pasó unas cuantas hojas del calendario y anotó algo en una página en blanco. Aquella novata búlgara era el tipo de chica femenina a la que le gustaría coser, posiblemente tanto como a la propia Margie; la traductora había estado de bastante mal humor desde el largo paseo que diera por el campo, pero hacía su trabajo y podría necesitar algo que le ocupara los pensamientos. No parecía querer un hombre para eso, al menos había desanimado por completo a Guy Tree, Cappy y Sweggert…

Sweggert.

- Jack, haga venir al sargento -gritó.

- Sí, mi coronel. Ha vuelto al perímetro, pero iré a buscarlo.

Al recostarse en la silla, mientras organizaba sus ideas sobre Sweggert, sonó el microteléfono manual: era el operador de comunicaciones.

- ¿Coronel? Acabo de hablar con los Grasis sobre la cabo Pellatinka.

- No le dije que les preguntara.

- No, coronel, pero seguí enviando mensajes en la frecuencia de la cabo, como usted ordenó, y su operador de radio me respondió preguntando si la habíamos perdido. Le dije que no nos respondía y contestaron que enviarían un grupo a buscarla.

Margie se sentó y, pensativa, le dio una calada a su cigarrillo. Según los globonoides, era imposible que los Grasis la hubieran visto descender, de manera que ahora estaban mintiendo descaradamente.

El sargento Sweggert compartía varios rasgos con Marge Menninger. Uno de ellos era que estaba dispuesto a superar un montón de dificultades con tal de hacer las cosas bien, y si veía una oportunidad de mejora también estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para llevarla a la práctica. Cuando se dio cuenta de que cambiando el emplazamiento de la ametralladora Número Tres, desplazándola dos metros hacia el lago, ampliaría el campo de fuego, la cambió o más bien fue su pelotón quien lo hizo. El hecho de que supusiera cinco horas de arduo trabajo no influyó en su decisión. Él mismo echó una mano para colocar la HMG en su trípode y la giró para comprobar el campo de fuego.

- Vaya mierda -les dijo a sus hombres-, pero por ahora la dejaremos aquí. Volved a guardar las municiones.

Se agachó detrás del arma haciéndola girar todo lo que daba de sí. Era una acción que le resultaba placentera. Desde la orilla del lago, a la izquierda de su campo visual, hasta las primeras lindes del bosque de helechos, a la derecha, no había modo que ninguna criatura de tamaño apreciable pudiera acercarse sin convertirse en blanco fácil para el encargado de la ametralladora. Se colocaron y camuflaron las minas antipersona y las bombas de humo, y la radio detonador del puesto de mando se sintonizó con cada explosivo. Los focos estaban en su sitio, todos con redundancia cuádruple. Sólo una cuarta parte de ellos estaban encendidos todo el tiempo, barriendo toda el área alrededor del perímetro. Cada hora se apagaba el cuarto en cuestión y se encendía el siguiente, de manera que las posibles bombillas fundidas o deficiencias en el cableado se distribuyeran de manera equilibrada y pudieran arreglarse en la fase en que estaban apagados. Por supuesto, en caso de combate real, todos estarían encendidos. La mayoría serían inutilizados por los disparos, pero no lo bastante rápido para que alguien pudiera atravesar el perímetro, al menos no con vida.

Al salir del receptáculo abovedado de la ametralladora, tuvo que admitir que las probabilidades de que alguien intentara un ataque frontal directo eran muy reducidas. Un ataque desde el cielo parecía más probable, o tal vez fuego de cohetes a larga distancia, o puede que nada de eso. Si le hubiera preguntado qué opinaba, el sargento Sweggert habría dicho que toda esa instalación de armamento era una locura. ¿Con qué coño se suponía que iban a pelear en ese mundo de mierda que no tenía ni un miserable bar, ni una ciudad o, ni siquiera, por Dios, un árbol o un campo que merecieran ese nombre? Si le hubieran preguntado, eso sería lo que habría respondido, con total sinceridad, aunque eso no habría impedido que luchara por él.

Los globonoides seguían por los alrededores. Sweggert ni los miró directamente ni cambió de expresión; no era asunto de su pelotón lo que él estaba pensando, pero no paraba de maldecir para sus adentros. La coronel no le habría hecho esperar de este modo hacía tan sólo una semana. Si iba a empurarle, ¿por qué no lo hacía de una vez?…

- Gento -levantó la mirada-, le llaman de la oficina de la compañía. -Se dio la vuelta despreocupadamente y vio al cabo que le hacía gestos.

- Aggie, sustitúyeme -ordenó-. Si cuando vuelvo esa munición no está recargada id preparando el culo.

Caminó despacio hacia la tienda del cuartel general y entró. Marge Menninger estaba comiendo de una bandeja de rancho mientras leía en una pequeña pantalla de visionado. No levantó la vista.

- El perímetro tiene buen aspecto, Sweggert -dijo-; ¿ha vuelto a colocar la ametralladora en su sitio?

- Sí, mi coronel. ¿Coronel? Hay un puñado de globonoides alrededor y el que hemos estado utilizando está a punto de agotarse. Nos relevarán en un par de minutos. ¿Podemos conseguir una dosis de los nuevos?

Ella dejó la cuchara sobre la mesa y lo miró. Al cabo de un momento, dijo:

- ¿Quiere decirme a quién se refiere exactamente con «podemos», soldado?

- Oh, no, mi coronel. -Dios, sí que estaba susceptible. El sargento sabía que podía tener problemas-. No me refería a nadie, mi coronel, sólo que el destacamento ha estado trabajando muy duro y necesitaba un pequeño descanso. Nosotros…, ellos, me refiero, acabarán dentro de una hora y el relevo ya estará en su puesto en cualquier caso.

Ella lo estudió un momento.

- Son las cuatro en punto, Sweggert. Sólo a la mitad del destacamento; mantenga sobrios a los demás.

- Por supuesto, mi coronel. Gracias, mi coronel. -Salió de allí tan rápido como pudo. Mierda, sabiendo cómo se sentía ella y todo lo demás, debería de haber tenido más cuidado. Y no es que la oficial no tuviera razón. Si él no hubiera estado borracho, no lo habría hecho. Aun sí, mereció la pena. Al recordar a la coronel, con la piel cubierta de la bruma líquida de los globonoides, se le endureció la entrepierna.

Cuando volvió junto al destacamento, miró a sus hombres con cierta desaprobación. La cabo Kristianides era delgado y unas patillas le recorrían las mejillas, pero era lo mejor que tenía a mano.

- Aggie, quédate con Peterson y otros cuatro, estáis de servicio hasta que aparezca el relevo. Kris, tú y los demás venid conmigo. Vamos a darnos un descanso de fluido seminal. Si alguno no quiere venir que llegue a un acuerdo con alguno de los que no se quieran quedar. Andando.

Los globonoides estaban ahora sobre el lago-océano, a medio kilómetro de distancia y volando bajo. Sweggert encabezó a la docena de soldados por el campamento hacia las tiendas vacías que se levantaban al final de la calle de la compañía; lo hacía al aire libre si no le quedaba más remedio, pero que le partiera un rayo si no aceptaba un poco de intimidad cuando podía conseguirla. Los globonoides atados, cuya recuperación era más improbable que nunca, habían sido trasladados hasta allí hacía unos días, junto con la luz estroboscópica.

Sweggert se detuvo y maldijo. Nan Dimitrova y Dalehouse estaban hablando con el globonoide y, a sólo unos metros, el piloto ruso, Kappelyushnikov, se quejaba de algo al coronel Tree. A la mierda la intimidad. No importaba, tenía permiso de la coronel Menninger, y era ella la que mandaba. Recuperó la lámpara estroboscópica y la apuntó hacia el enjambre que permanecía en el aire.

Como era previsible, Dalehouse reaccionó:

- ¿Qué crees que estás haciendo, Sweggert?

Sweggert se tomó su tiempo para apuntar la luz y lanzar destellos para atraer a las criaturas antes de responder.

- Nos vamos a divertir un poco. La coronel dijo que por ella no había problema.

- ¡Y un carajo! En todo caso…

- En todo caso -lo interrumpió Sweggert-, ¿por qué no lo va a comprobar con ella si no me cree? ¿Le importa apartarse un poco, señor? Se está interponiendo entre la luz y ellos.

Ana Dimitrova puso la mano sobre el brazo de Dalehouse para que no le respondiera.

- Para los globonoides no resulta nada divertido, sargento Sweggert. Experimentar el clímax sexual es muy doloroso y los debilita. Como puede ver, éste está muy afectado, podría morir.

- Menuda manera de irse al otro mundo, ¿verdad, Ana? -Sweggert sonrió-. Pídale explicaciones a la coronel, eh, ¡Dalehouse! ¿Qué está haciendo?

Dalehouse había encendido su radio y cantaba en voz baja por ella. El coronel Tree, que había empezado a prestar atención, se acercó al grupo, y Sweggert se volvió hacia él.

- ¡Mi coronel! Tenemos permiso de la coronel Menninger para conseguir que los globonoides nos echen una dosis, ¡y este tío les está diciendo que se abran!

Tree se detuvo, con las manos a la espalda, y asintió con seriedad.

- Todo un dilema -dijo con su voz baja e infantil-, será interesante ver qué hacen.

Lo que estaban haciendo era desperdigarse por todo el cielo. Algunos se dejaban caer más abajo para aprovechar la brisa que soplaba hacia la costa, otros vacilaban. Cantaban en voz muy alta y discordante, y los sonidos llegaban débiles desde el cielo, apenas perceptibles a través de la radio que Dalehouse sostenía en la mano. Sweggert permanecía firme como una piedra, controlando la rabia que le iba creciendo por dentro. ¡Jodido vietcong! ¡Se suponía que cuando se contaba con el permiso del oficial al mando no hacía falta nada más! ¿Por qué no lo respaldaba Tree?

- Deme eso -bramó extendiendo la mano hacia la radio. La expresión de Dalehouse había cambiado.

- Espera -le espetó, y cantó una frase rápida por la radio. La respuesta llegó como una cascada de frases musicales; Dalehouse parecía anonadado y Ana Dimitrova se había quedado boquiabierta-. Tree -dijo-, según Charlie hay algunos krinpit playa abajo y se están comiendo a un par de humanos.

- Los krinpit no comen seres humanos -objetó el coronel Tree, y Sweggert saltó:

- No hay nadie por esa zona. Nadie ha salido del perímetro en todo el día.

Dalehouse repitió la pregunta por la radio y se encogió de hombros.

- Pues es lo que dice. Tal vez se equivoque sobre lo de que se los estén comiendo, supongo, porque no tienen un concepto muy claro de lo que significa matar, salvo para comer.

Sweggert bajó la lámpara.

- Será mejor que se lo digamos a la coronel.

- Eso es lo correcto -dijo el coronel Tree-. Encárguese usted, Dalehouse. Sargento, forme a su pelotón en la playa dentro de treinta segundos, equipo de combate completo. Vamos a ver qué está pasando.

Media hora después, Marge Menninger en persona, con treinta soldados de infantería armados tras ella, se encontró al primer grupo que volvía por la playa. No había bajas, al menos nadie del Bloque de Alimentos, pero traían a dos personas. Una venía en una especie de camilla confeccionada con dos chaquetas anudadas, a la otra la cargaba al hombro el sargento Sweggert, como si fuera un bombero. Las dos estaban muertas. Cuando Sweggert dejó el bulto en el suelo se hizo evidente por qué no había sido difícil cargar con él: le faltaban las dos piernas y también parte de la cabeza.

El otro cuerpo estaba menos mutilado, de manera que Marge Menninger lo reconoció en seguida.

Era Tinka.

Marge permaneció en pie paralizada mientras Sweggert le daba el informe. No había krinpit a la vista; se habían ido tan lejos que ni siquiera se los oía. Las dos personas ya habían muerto cuando llegaron ellos, pero no hacía mucho; los cuerpos todavía estaban calientes. El hombre llevaba un paquete en una envoltura impermeable dentro de la camisa. Margie lo recogió y lo abrió desgarrándolo. Eran microfichas, docenas de microfichas. Encontraron también su carné de identidad, que confirmaba que era el indonesio que Tinka había ido a contactar. Había asimismo un par de gafas de tamaño infantil, de cristal normal, sin graduar, ¿por qué? Y, puestos a preguntar, ¿cómo? ¿Los habían atrapado haciendo de espías y luego, de alguna manera, habían podido escapar? ¿Cómo habían recorrido la larga distancia que separaba el campamento de los Grasis de la playa en la que murieron?

Cuando llegaron a la base tenía la respuesta a parte de la pregunta, porque Dalehouse la informó de que los globonoides habían atisbado algo que parecían los restos de un bote de goma deshinchado en un punto más alejado de la playa. Marge hacía oscilar las diminutas gafas colgadas de su cinta elástica mientras escuchaba, asintiendo, tomándolo todo como información que procesar, sin estar preparada del todo para asimilar la muerte de Tinka como una penosa pérdida que le doliera.

Bajó la mirada a las gafas, ahora eran casi opacas.

- Esto es interesante -dijo con una voz que casi era normal-. Deben de ser de cristal fotosensible, como el de las gafas de sol para interior y exterior. -Miró hacia la mortecina brasa roja de Kung en el cielo-. La cuestión es: ¿para qué iba a quererlas nadie en Jem?