X

En los raros momentos que Dulla pasó despierto sólo era parcialmente consciente de lo que pasaba. Al principio había escuchado un reiterado guack, guack que no supo identificar y alguien, una persona que le resultó vagamente familiar, lo había arrastrado sin miramientos hacia lo que fuera que produjera los sonidos. Luego sintió dolor, mucho dolor. Más tarde se sucedieron largos períodos en los que la gente le hablaba o hablaba a su alrededor, pero no sentía el menor impulso de responder. Luego, en sus breves momentos de conciencia, fue descubriendo que ya no tenía dolor. El tratamiento que le habían aplicado los Grasis había sido desagradable, pero parecía haber funcionado. Estaba vivo, rehidratado. La hinchazón se había reducido. Ya no estaba ciego, sólo se sentía débil.

Cuando se despertó se dio cuenta de que no sólo estaba despierto, sino de que era capaz de mantener los ojos abiertos durante un rato; Feng Hua-tse estaba junto a su catre. El chino parecía muy cansado, pensó Dulla con cierto desprecio; tenía incluso peor aspecto que él mismo.

- ¿Te sientes mejor? -preguntó Feng con tristeza. Dulla lo pensó antes de responder:

- Sí. Creo que sí. ¿Qué ha pasado?

- Me alegro de que te encuentres mejor. Los narigudos te rescataron del pueblo de tus amigos escarabajos. Dijeron que sobrevivirías pero, la verdad, yo no lo creía. Ha pasado mucho tiempo. ¿Quieres comer algo?

- Sí…, no -se corrigió Dulla-. Quiero comer, pero no ahora mismo. Primero quiero ir al lavabo.

- ¿Te ayudo?

- No, puedo solo.

- Eso también me alegra -dijo Feng, que había estado haciendo las funciones de enfermera que traía la cuña durante los largos días de convalecencia de Ahmed Dulla e incluso antes, durante más tiempo del que quería recordar. El paquistaní se levantó con dificultades del catre hinchable y se dirigió lentamente hacia la ranura de la zanja de la letrina.

Miró con expresión de desaprobación el estado del campamento. Uno de los ruidos que había oído se identificó por sí solo: se trataba un golpeteo ronco que resultó ser una rueda hidráulica, de manera que al menos habría energía. Pero ¿dónde estaban los focos que les habían prometido, las cosechas, las comodidades? ¿Dónde estaba toda la gente?

Feng lo había seguido y se quedó mirando tristemente a su alrededor mientras Dulla se aliviaba.

- ¿Por qué te quedas ahí? -le espetó Dulla atándose el cordón del pijama, algo que le costó horrores-. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha avanzado tan poco?

El jefe del campamento abrió las manos.

- ¿Qué puedo decir? Éramos diez. Uno murió contigo, en esa aventura que te parecía tan necesaria. Otro murió aquí. Dos estaban tan enfermos que tuvimos que mandarlos de regreso a la Tierra… por cortesía de los Grasis: no quedaba nadie en condiciones de pilotar la cápsula de regreso. El italiano está dormido y las dos mujeres están recogiendo combustible.

- ¡Recogiendo combustible! ¿Es que nos hemos convertido en campesinos, Feng?

El jefe suspiró.

- He hecho cuanto he podido -dijo; era una frase que se llevaba repitiendo una y otra vez para sus adentros desde hacía mucho tiempo-. La ayuda está en camino. El propio Heredero de Mao ha ordenado el envío de dos grandes naves, con material y personas, pronto…

- ¡Pronto! Y hasta entonces, ¿qué? ¿No hacemos nada?

- Vuelve a la cama -le dijo Feng con cansancio-, me agotas, Dulla. Come algo si quieres, hay comida. Nos la dieron los Gordos, si no, no tendríamos nada.

- Y ahora somos mendigos -dijo con desprecio Dulla. Se tambaleó y se aferró al hombro de Feng-. ¿Me he pasado la vida estudiando y he recorrido todos esos años luz para esto?

¿He estado a punto de morir para esto? ¡Qué pandilla de estúpidos pareceremos cuando volvamos deshonrados a la Tierra!

Feng sacudió la cabeza con pesadez. Se quitó la mano del paquistaní del hombro y caminó en dirección al viento… hedía tanto que se notaba que hacía mucho que no se había lavado. No le hacía falta escuchar ningún comentario de Dulla. Ya lo sabía. Había aceptado la caridad de los Gordos porque, sin su comida, todos ellos habrían muerto de hambre; la de los Grasis para el rescate de Dulla y para el retorno a la Tierra de los miembros enfermos del grupo…, quienes sin duda ya estarían ahora contando a los auditores lo mal que Feng había dirigido la expedición. Ya habría carteles con caracteres enormes en K'ushiu informando de todo. Serían muy críticos con él. Cuando regresaran a la Tierra -si es que regresaban-, lo máximo a lo que podía aspirar era volver a ser un bioquímico de a pie junto al Río Amarillo.

Eso, por supuesto, sólo si se apiadaban de él hasta que llegaran las dos grandes naves…

¡Ah, cuando llegaran! Había repasado una y otra vez con ansiedad los mensajes tactran y las imágenes. La segunda nave no traería diez, ni quince, sino nada menos que treinta y cuatro personas. ¡Un agrónomo! Alguien que supiera llevar adelante los lastimosos esfuerzos iniciales de Feng: las setas que había sembrado, los plantones de trigo que con tanta paciencia había conseguido que retoñaran… los más aptos sobrevivirían y los más fuertes de entre sus descendientes florecerían. Llegarían también dos traductores más, ambos con escisión cerebral, uno de ellos experto piscicultor de litoral. El Gran Lago podría dar alimentos. Vendría también un médico…, no, se corrigió Feng, un cirujano muy experimentado, con fama mundial en el tratamiento de traumatismos. Cierto es que era un hombre de casi dos metros de altura y negro como el pelo de un bebé, según se veía en su fotografía, pero daba igual. Tres de los que vendrían habían realizado cursos intensivos de limnología y uno de ellos, que había sido oficial de los guardias rojos, tenía también tres años de experiencia como explorador, primero en el Gobi y más tarde en el Himalaya.

¡Y los bienes que traería la otra nave! Generadores fotovoltaicos, capaces de producir 230 voltios de corriente alterna en cantidades importantes; plástico para dar y tomar; herramientas para la exploración: hachas, machetes y unos rifles para la captura de ejemplares, así como para la «caza»; botes plegables; bicicletas con el cuadro de magnesio; un ordenador dedoble seguridad, con al menos seis terminales de acceso remoto; equipo de radio; equipo de láser; comida; más comida, comida suficiente para todos, para muchos meses…

¡Parecía un sueño!

Lo que no era un sueño era que con toda probabilidad, Feng lo sabía, entre esas treinta y cuatro personas habría una que se le acercaría y le diría tranquilamente: «¿Feng Hua-tse? Me ha enviado el Heredero de Mao para recibir su informe sobre por qué su dirección de este proyecto no ha estado a la altura esperada». Entonces llegaría el mal rato. No se aceptarían excusas. Al recién llegado no le interesarían los champiñones que se negaban a crecer ni los ejemplares de las especies que Feng en persona había mantenido vivos con grandes esfuerzos. Sólo le interesaría saber por qué habían muerto tres miembros de la expedición, otros dos habían tenido que ser devueltos a casa y diez personas habían conseguido tan pocos resultados.

Feng Hua-tse pensaba en todo eso, pero lo único que dijo fue:

- Vuelve a acostarte, Dulla, se me ha acabado la paciencia contigo.

Dulla no se acostó.

La rabia le había dado fuerzas y despertó al italiano.

- Vaya, ¿has vuelto a la vida? -dijo Spadetti bostezando y frotándose la incipiente barba negro azulada de la barbilla-. Pensábamos que no lo contarías -añadió alegremente-, estuve a punto de apostar la ración de un día a que morías. Me habría fastidiado mucho perder.

- He estado hablando con Feng, ¡menudo chapucero!

- No todo es culpa de Uazzi, Dulla. Nosotros llegamos los primeros. Cometimos los errores que se tienen que cometer para que los demás aprendan.

- ¡Pues yo no quería ser profesor de los Gordos ni de los Crasis! No quería ni que aparecieran por aquí. Éste puede ser nuestro planeta, ¡podríamos darle la forma que quisiéramos!

- Sí -reconoció Spadetti-, yo también había pensado algo parecido. Pero, chi sa, ¿qué le vamos a hacer? Cada paso que dimos parecía correcto en el momento en que lo dimos. Incluso los tuyos, ese empeño de trabar amistad con los nativos…

- ¡Esas bestias! Es imposible relacionarse con ellos.

- Oh, eso no es verdad, Dulla. Nuestros rivales lo han logrado. Los Gordos tienen globonoides que les llevan las cámaras por todo el planeta, o eso es lo que dicen sus informes tactran. Los Grasis están enseñando a sus topos y lombrices a excavar bajo nuestro campamento y escuchar cuanto decimos. Quizá nos estén espiando ahora mismo.

- ¡Tonterías! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?

- Sí, quizá sea estúpido, pero lo que te he explicado no es ninguna tontería -sonrió el italiano sin ofenderse por el comentario-. Tal vez lo he contado como un chiste, pero no estoy bromeando, créeme. Y nosotros ¿qué hemos conseguido? Seré más preciso, Dulla: ¿qué lograste tú mismo, salvo que muriera una persona, cuando visitaste a nuestros amigos frutidel-orare? Fracasamos. Ni más ni menos. -Bostezó y se rascó-. Ahora, Dulla, per favore, deja que me acabe de despertar solo, ¿quieres? La realidad que nos rodea no me hace tan feliz como para querer dejar mis sueños tan bruscamente.

- Pues sigue dándole al vino y sueña -dijo Dulla con frialdad.

- ¡Oh, Dulla! Qué espléndida idea…, si tuviera un vino de verdad en vez de esta porquería…

- Cerdo -dijo Dulla, pero en voz baja para que Spadetti no tuviera que darse por enterado. Volvió a su catre y se sentó dejándose caer al borde, sin hacer caso a las imprecaciones que Spadetti soltaba en voz baja mientras tomaba el brebaje alcohólico que se había preparado. Tal vez lo mataría. ¿Por qué no? El olor que despedía hizo que a Dulla se le pasara el hambre, aunque sabía que debía comer; calculó que había perdido al menos diez kilos desde que habían aterrizado en Hijo de Kung, y no podía permitirse el lujo de perder mucho más. Se sentó respirando con dificultad, sorbiendo por una pajita de un frasco de agua sin gas tibia extraída del alambique. Al poco, notó que había una bolsa de plástico bajo la cama. Le dio la vuelta y cubrió el catre con un montón de diminutas fichas blancas impresas.

- Veo que has encontrado tus cartas de amor -dijo el italiano desde la otra punta de la tienda-. Desgraciadamente no sé leer tu lengua, pero la chica es muy bonita.

Dulla no le hizo caso. Reunió las fichas y se las llevó al cobertizo de la radio, donde estaba el único lector que funcionaba. Spadetti tenía razón; casi todas las fichas eran de la chica búlgara, y casi todas decían más o menos lo mismo. Lo echaba de menos, pensaba en él; buscaba consuelo para su soledad y su pena en el recuerdo de los días que habían pasado juntos en Sofía.

A pesar de ello, en las fotografías se veía a Ana en París, a Ana en Londres, a Ana en El Cairo, a Ana en Nueva York. Parecía estar viviendo una vida muy interesante sin él.

¡Países ricos! En el fondo, ¿no eran todos iguales tanto si su riqueza se debía al petróleo como si se debía a los alimentos? ¡ La riqueza era la riqueza! La distancia que lo separaba de los bien alimentados búlgaros era mayor que la que lo separaba de… incluso de los krinpit, pensó, y se dio cuenta casi al momento de que estaba siendo injusto. Nan no era así aunque, por otro lado, había tenido la ventaja de pasar gran parte de su infancia en Hyderabad.

Al alejarse del hedor del sucedáneo de vino que había preparado el italiano, Dulla se percató de que tenía hambre. Encontró cereales crujientes y se los comió mientras leía por encima las cartas de Ana y luego, con más atención, los sinópticos enviados desde la Tierra. Habían pasado muchas cosas desde que se había quedado inconsciente. Los Gordos habían recibido refuerzos: se los denominaba equipo pacificador de la ONU, pero ese título sólo engañaba a los más ingenuos. Los Grasis habían establecido un observatorio astronómico por satélite y estudiaban los cambios en la radiación de Kung. Tenían problemas con el satélite y los resultados eran confusos. Pese a ello, Dulla estudió los informes con fascinación y envidia. ¡Ese proyecto debía de haber sido suyo! Para eso lo habían formado durante aquellos largos años de estudios de posgrado. ¡Qué gasto inútil era su expedición! Contempló con repugnancia las enormes rajas de la tienda, los instrumentos tirados por todas partes que se oxidaban porque nadie los utilizaba. Había tanto por hacer… Tanto, que ni se le ocurría por dónde empezar, y así no podía hacer nada.

Oyó un alboroto fuera que le hizo levantar la mirada y fruncir el ceño. Feng y el italiano discutían, y al fondo se oía el graznido distante de una manada de globonoides. Si el Heredero de Mao hubiera sido un poco más generoso y Feng no hubiera sido tan estúpido, tal vez habrían contado con un helicóptero, como los Grasis, o con el ingenio necesario para confeccionar globos, como los Gordos, y él también habría podido volar con las bandadas. Esa oportunidad había pasado. Hasta los krinpit con quienes él, Ahmed Dulla, había decidido establecer contacto, le seguían resultando tan extraños como antes. ¡No era justo! Había asumido el riesgo. Recordaba perfectamente cómo se había sentido mientras yacía impotente entre la muchedumbre apiñada de criaturas curiosas que parecían cangrejos. Si no hubieran intentado comerse primero al otro hombre, sabía que él mismo habría acabado como almuerzo. Y todo aquel riesgo para nada. Feng había permitido que los Grasis le robaran el único krinpit con el que habían tenido la oportunidad de comunicarse.

Le llegaron sonidos nuevos de fuera de la tienda, sonidos silbantes que hicieron que se levantara y se asomara. Vio unas llamas que ascendían hacia el cielo y a Feng peleándose con el italiano, mientras una de las jamaicanas los insultaba con rabia.

- ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Dulla.

El italiano se quitó a Feng de encima y se volvió hacia el paquistaní con expresión de arrepentimiento.

- Uazzi quería saludar a nuestros amigos -dijo mirando hacia arriba. Los cohetes habían alcanzado las alturas mortecinas de color granate oscuro y habían estallado, y a su alrededor se sucedían otras pequeñas explosiones: la lluvia de chispas había prendido en llamas a los globonoides-. Yo le ayudé a apuntar, pero puede…, puede que mi puntería no fuera muy buena -añadió.

- ¡Idiota! -gritó Dulla casi saltando de ira-, ¡mira lo que has hecho!

- He quemado algunos bolas de gas, ¿y qué? -gruñó Spadetti.

- ¡No sólo bolas de gas! Quítate la niebla de vino que te empaña los ojos y vuelve a mirar, ¡allí! ¿Es eso un globonoide? ¿No ves que hay un ser humano ahí arriba, preguntándose por qué hemos intentado matarlo, ansioso por regresar a su base con los Gordos o los Grasis e informar de que las Repúblicas Populares han declarado la guerra? ¡Otra pifia! Y una a la que quizá no sobrevivamos.

- Tranquilo, Duna -jadeó Feng-. No importa que los Gordos y los Grasis se irriten con nosotros. La ayuda está en camino.

- ¡Eres tan estúpido como él! ¡A quién se le ocurre lanzar fuegos artificiales como una vulgar brigada campesina de una granja colectiva celebrando el cumplimiento de su cuota de repollos!

- Ojalá -dijo Feng- no te hubieran rescatado, Dulla. Discutíamos menos cuando estabas con los krinpit.

- Ojalá -replicó Dulla- el krinpit que intentó matarme fuera el jefe de nuestro campamento y no tú. Era menos repugnante y menos estúpido.

Ese krinpit estaba a muchos kilómetros de distancia y, en ese instante, casi tan irritado como Dulla. Las exasperantes tentativas de los Fantasmas Venenosos del campamento de Combustible de conversar con él, el hambre y, sobre todo, el continuo y cegador alboroto del campamento lo habían llevado casi al borde de la locura.

En el mundo de ruido intenso de los krinpit no había nunca un momento de silencio, aunque el nivel de sonido siempre era aceptable: sesenta o setenta decibelios la mayor parte del tiempo, salvo por el esporádico trueno de una tormenta. En cualquier caso, casi nunca superaba los setenta y cinco.

Para Sharn-igon, el campamento de Combustible era una tortura. A veces estaba silencioso y apagado, otras veces el ruido era cegadoramente estruendoso. La civilización de los krinpit carecía de motores de combustión interna que castigaran los nervios auditivos. Los Grasis los tenían a docenas. Sharn-igon ni se imaginaba cómo funcionaban ni para qué servían, pero ya era capaz de diferenciarlos cuando los ponían en marcha: el traqueteo agudo de la taladradora, el éstruendo correoso del helicóptero, la vibración estridente de la sierra eléctrica, el resoplido continuo de la bomba de agua. Había llegado prácticamente ciego al campamento, porque la proximidad del turborreactor del helicóptero le había afectado el oído, del mismo modo que mirar fijamente a un sol despejado dañaría la visión humana; el eco de esa imagen perduró durante días, y todavía le distorsionaba las percepciones de manera exasperapte. Nada más llegar, le habían encerrado entre barras de metal. Por más fuerte que royera y serrara, las barras de la jaula no cedían. En cuanto lograba hacer un arañazo, cambiaban el barrote. Los Fantasmas Venenosos le incordiaban continuamente, repitiendo su nombre y los sonidos que emitía de una manera extraña, que asustaba. Sharn-igon desconocía las grabaciones en cinta, y el oír sus propios sonidos era una experiencia tan aterradora como lo sería para un humano ver de repente su propia figura ante sí. Se había dado cuenta de que los Fantasmas Venenosos querían comunicarse con él y había entendido una mínima parte de lo que intentaban transmitirle, pero apenas les respondía. No tenía nada que decirles.

Casi se estaba muriendo de hambre. Sobrevivía, a duras penas, con lo poco que comía de lo que le ponían delante: sobre todo vegetales, de los cuales desdeñaba la mayoría, igual que un ser humano habría rechazado los cardos y la hierba. Su hambre se veía estimulada hasta casi enloquecerle porque podía oler la sabrosa proximidad de los Fantasmas de Abajo, encerrados cerca de él, e incluso de algún Fantasma de Arriba de vez en cuando. Los Fantasmas Venenosos nunca le dieron ninguno de ellos para comer. El estruendo cegador de ruido siempre estaba ahí, al igual que los no menos desagradables silencios cuando el campamento dormía y sólo le hacía compañía el débil eco que le llegaba de las tiendas y los cuerpos blandos. Los seres humanos, mal alimentados con pan y agua en una celda de aislamiento, con luces intensas que les impiden dormir, enloquecen; la situación en la que se encontraba Sharn-igon era equiparable.

Aun así, se aferraba a la cordura porque tenía un objetivo. Los Fantasmas Venenosos habían matado a Cheee-pruitt.

No había tenido tiempo para aprender a distinguir a un fantasma de otro y saber así cuál en concreto era el culpable, pero era un problema fácil de solucionar. Todos eran culpables. Incluso en su locura, para él no cabía duda de que lo que debía hacer era matar a muchos de ellos para que pagaran por su crimen; lo que no estaba tan claro era cómo iba a hacerlo. La quitina de la pinza y el filo del caparazón se habían quedado romos y doloridos de tanto frotarlos contra los barrotes, y los barrotes seguían ahí.

Cuando se acallaban todos los sonidos, charlaba con el Fantasma de Arriba, pegándose con ansia a los barrotes.

- ¡Ojalá pudiera comerte -decía. Si no hubiera sido por los barrotes, el Fantasma de Arriba habría sido una presa fácil. Habia perdido la mayor parte de su gas y se arrastraba por el suelo de una jaula como la suya. Su canto ya no era más que un lastimero susurro.

- No puedes alcanzarme -señaló-, a menos que mudes de caparazón, y en ese caso sería yo quien te comería. -Cada uno de ellos hablaba su propia lengua, pero, a lo largo de miles de generaciones, todas las especies de Klong habían llegado a comprender un poco los idiomas de los demás. Para los krinpit resultaba imposible no oír el canto constante de los Fantasmas de Arriba e incluso podían oír a los Fantasmas de Abajo charlando y silbando en sus túneles-. Me he comido a muchos de los tuyos, caparazón duro -silbó débilmente el Fantasma de Arriba-, los que más me gustan son las crías pegadas al dorso y los que mudan por primera vez.

criatura estaba fanfarroneando, sin duda, pero a Sharnigon no le costaba creer sus palabras. Los globonoides se alimentaban sobre todo de detritos aéreos, pero para que sus crías crecieran sanas necesitaban fuentes de proteínas más ricas de vez en cuando. Cuando estaban en período de cría, las hembras se dejaban caer como langostas sobre el suelo para llevarse cuanto pudieran encontrar. Los krinpit adultos con caparazón resultaban demasiado peligrosos, aunque durante la muda eran un bocado apetecible. La mejor presa era una nidada de Fantasmas de Abajo a la que hubieran sorprendido en una de sus incursiones para robar en la superficie… tanto para los krinpit como para los globonoides. El recuerdo hizo que las glándulas salivales de Sharn-igon se dispararan.

- Caparazón duro -susurró el Fantasma de Arriba-. Creo que me estoy muriendo. Cuando muera puedes comerme si quieres.

En un arranque de sinceridad, Sharn-igon se vio obligado a reconocer:

- Me parece que me vas a comer tú antes. -En ese momento percibió algo extraño. El Fantasma de Arriba ya no estaba en su jaula. Se arrastraba lentamente por el suelo-. ¿Cómo has podido escapar? -le preguntó.

- Tal vez porque me falta muy poco para morir -cantó el Fantasma de Arriba con voz débil-. Los Asesinos me agujerearon la bolsa para que se me escapara la vida, y luego intentaron cerrarla con algo que pegaba, colgaba y pinchaba. Ahora se ha aflojado y casi toda mi vida se ha derramado por el agujero, por eso he podido deslizarme entre los barrotes.

- ¡Ojalá pudiera hacerlo yo!

- ¿Por qué no abres la jaula? Tienes miembros duros. Los Asesinos meten una cosa dura en un punto de la jaula cuando quieren y se abre.

- ¿De qué estás hablando? Me he desgastado el caparazón hasta hacerlo puré.

- No -suspiró el globonoide-. No es como tu caparazón. Espera, hay una junto a la puerta, te lo enseñaré.

El concepto que tenía Sharn-igon de llaves y cerraduras no se parecía demasiado al de los humanos, pero los krinpit también tenían métodos para atar una cosa a otra temporalmente. Sharn-igon castañeteó y raspó con febril impaciencia mientras el agonizante bola de gas se arrastraba lentamente hacia él, llevando algo brillante y duro en su boca sombría.

- ¿Podrías meter esa cosa en su sitio en mi jaula? -le engatusó.

El Fantasma de Arriba cantó en voz baja para sí durante un instante. Luego dijo:

- Me comerás.

- Sí, te comeré, pero en cualquier caso te falta poco para morir -señaló Sharn-igon, y añadió con astucia-: Ahora cantas muy mal.

El globonoide silbó con tristeza pero sin articular ninguna palabra. Era cierto.

- Si metes la cosa dura en su sitio en mi jaula para que pueda salir -negoció Sharn-igon-, mataré a algunos de los Fantasmas Venenosos por ti. -Y añadió con sinceridad-: Pensaba hacerlo de todos modos, pues han matado a mi él-esposa.

- ¿A cuántos? -preguntó el globonoide dudando.

- A tantos como pueda -dijo Sharn-igon-. Al menos a uno; no, a dos. Dos por ti y tantos como pueda por mí.

- Tres por mí. Los tres que vinieron aquí y me hicieron tanto daño.

- Muy bien, tres -gritó Sharn-igon-, ¡los que quieras! Pero abre de una vez, ¡antes de que vuelvan los Fantasmas Venenosos!

Horas después, casi al límite de sus fuerzas, Sharn-igon entraba tambaleándose en una población krinpit. No era la suya. Llevaba mucho tiempo viendo los sonidos de esa aldea en el horizonte, pero se sentía tan débil y dolorido que había tardado en recorrer la distancia más de lo que tardaría la más diminuta de las crías pegadas al dorso.

- Sharn-igon, Sharn-igon, Sharn-igon -gritó mientras se aproximaba a los krinpit desconocidos-. No soy de vuestra ciudad. ¡Sharn-igon, Sharn-igon!

Una hembra preñada pasó a su lado. Se movía despacio, porque le faltaba poco para cumplir, pero hizo caso omiso a su presencia.

Esa reacción no lo sorprendió. Era lo que esperaba. Cada tambaleante paso que daba hacia la población extraña le resultaba más difícil que el anterior, pero era un profesional de la empatía.

- Sharn-igon -gritó con valentía-. Aunque no soy de aquí quiero hablar con uno de vosotros.

Por supuesto, no hubo respuesta. No resultaría fácil establecer contacto. Cada población estaba no sólo geográfica sino también culturalmente aislada de las demás. No peleaban entre ellas pero tampoco se relacionaban. Si un grupo de krinpit de una población tropezaba por casualidad con un individuo o un grupo de otra, el trato era impersonal. Un krinpit podía apartar a empujones del camino a otro al que no conociera. Dos krinpit extraños podían coger cada uno un extremo de un árbol de varios troncos que les cerrara el paso. Ambos lo levantarían, pero ninguno le hablaría al otro.

Sin embargo, genéticamente las poblaciones no estaban aisladas. Las crías caían de los dorsos de sus padres cuando estaban maduras para caer, allá donde estuvieran. Si por casualidad se encontraban cerca de una población extraña, y si tenían la suerte de llegar a ella sin haberse convertido en alimento de un Fantasma de Abajo o cualquier otro depredador, las aceptaban con la misma buena disposición que a una autóctona. Entre los adultos, sin embargo, no ocurría lo mismo.

Por otro lado, los adultos tampoco se habían encontrado jamás en una situación como la de Sharn-igon, hasta ahora.

- Sharn-igon, Sharn-igon -repitió una y otra vez, y al final una madre macho se le acercó despacio. No le habló directamente, pero tampoco se apartó. Al desplazarse emitía en voz baja el sonido de su nombre: Tsharr-p'fleng.

- ¿Has tenido un buen Corro de los Saludos, hermano desconocido? -preguntó educadamente Sharn-igon.

No hubo respuesta, pero el sonido del nombre del extraño se hizo un poquito más alto y confiado.

- No soy de aquí -admitió Sharn-igon-. Es muy desagradable para mí estar aquí, y sé que también es desagradable para vosotros. Sin embargo, tengo que hablaros.

Con nerviosismo, los otros krinpit rasparon y repitieron ruidosamente su nombre durante un momento, luego acertaron a hablar:

- ¿Por qué estás aquí, Sharn-igon?

Se derrumbó sobre las rodillas de las patas delanteras.

- Tengo que comer algo -dijo. El globonoide era tan delgado y frágil que sólo le dio para media comida y, por supuesto, Sharn-igon había tenido el cuidado de no probar ni bocado de los Fantasmas Venenosos. No estaba seguro de haber conseguido matar a tres, pero sin duda sí a dos de ellos, y el tercero tardaría mucho en recuperarse. Así había cumplido con el globonoide, pero no con Cheee-pruitt.

Si Sharn-igon no hubiera sido un profesional de la empatía no habría podido saltar las barreras entre poblaciones. Aun así, le requirió mucho tiempo y toda su capacidad de persuasión. Al final, Tsharr-p'fleng le acompañó a un redil vivienda y atendió sus necesidades.

Sharn-igon devoró la rata-cangrejo que le trajeron mientras Tsharr-p'fleng se enzarzaba en una agitada conversación con los demás habitantes al otro lado de la pared. Luego entraron y se colocaron a su alrededor, escuchando cómo comía. Él no hizo caso de sus educados arañazos de curiosidad y preocupación hasta que hubo acabado con el último pedazo. Luego apartó el caparazón partido y habló.

- Los Fantasmas Venenosos mataron a mi él-esposa y no se lo comieron.

Los presentes emitieron un vacilante sonido de repugnancia.

- Me capturaron y me retuvieron en un lugar sin puertas. Me quitaron mis crías dorsales y se las llevaron. No creo que se las comieran, pero no he sabido más de ellas.

Se oyeron sonidos más brillantes, en los que se mezclaba la repugnancia con la rabia y la comprensión.

- Además, también han capturado Fantasmas de Arriba y Fantasmas de Abajo y muchas criaturas vivientes más pequeñas y no se han comido ninguna. Por eso maté a tres de los Fantasmas Venenosos. Quería matar más. ¿Sois amigos de los Fantasmas Venenosos?

La madre macho crujió y habló con desprecio:

- ¡No! Sus amigos son los Fantasmas de Abajo.

Otro dijo:

- Los Fantasmas Venenosos tienen muchas maneras de matar. Nos han hablado en nuestra lengua y nos han dicho que nos andemos con cuidado con ellos porque, si no, acabarán con nosotros.

- ¿Cuidado de qué? ¿Qué os han dicho que hagáis?

- Sólo que evitemos dañar a ninguno de ellos, porque si lo hiciéramos matarían a todo nuestro pueblo.

- Los Fantasmas Venenosos no dicen la verdad -exclamó Sharn-igon-. ¡Escuchadme! Dicen que vienen de otro mundo, de las estrellas del cielo. ¿Qué son esas estrellas?

- Dicen que son como el calor del cielo -susurró otro.

- Yo he sentido el calor del cielo, pero jamás he percibido ningún calor de esas otras estrellas. No he oído nunca nada de ellas. No importa lo alto que grite, no me devuelven ningún eco.

- Nosotros ya hemos comentado también todo eso -dijo Tsharr-p'fleng lentamente-, pero tenemos miedo de los Fantasmas Venenosos. Nos matarán a todos, y sin comernos.

- Nos matarán, es cierto -dijo Sharn-igon. Hizo una pausa. Luego prosiguió-: A no ser que nosotros lo hagamos antes, a no ser que todas nuestras poblaciones se abalancen juntas sobre ellos y los maten, sin comérselos.