XXII
Se encontraban en las altiplanicies y cañones del desierto de la meseta. Danny Dalehouse había sobrevolado antes esos paisajes en menos de una hora, contemplándolos desde el aire como pintorescos dibujos de la insignificante alfombra de la superficie. Sin embargo, caminar por la zona era otra cosa. Kappelyushnikov los fue transportando todo lo cerca que se atrevía, tres en cada viaje, cuatro en una ocasión, sometiendo a un tremendo esfuerzo al pequeño biplano, que se elevaba lenta y agónicamente del suelo. Hizo más de una docena de viajes de ida y vuelta, ahorrándoles cien kilómetros de penoso avance a través de la selva. Aun así, les quedaba por delante una marcha de tres días, y cada paso requería un enorme esfuerzo.
Pese al agotamiento que le maceraba los huesos; pese a la estrella que podía estallar en cualquier momento; pese a que la lista de la compra de Marge Menninger no había incluido una remesa de botas de montaña, de manera que cojeaba sobre el pie derecho, convertido en una masa de ampollas… Pese a todo esto, hacía semanas que Dalehouse no se sentía tan bien. No era el más desafortunado. Tres de los miembros de la expedición ni siquiera habían podido iniciar el viaje. «Volveremos a por vosotros», les había prometido Margie; pero Dalehouse creía que les mentía, y en las miradas de los heridos vio que ellos también estaban convencidos.
Aun así, él se habría puesto a cantar en plena marcha, si hubiera tenido aliento para ello.
Llovía de manera intermitente desde hacía casi cuarenta horas. Era una lluvia incómoda, impulsada por el viento, que los mantenía empapados bajo el bochornoso calor incluso cuando paraba, y helados cuando los calaba hasta los huesos. Aquello tampoco le importaba. Era una pena, porque significaba que Charlie y los dos miembros de su bandada que quedaban no podían mantenerse en contacto visual con ellos. Danny había tenido que quitarle la radio al globonoide antes de partir (a los Grasis les habría resultado demasiado fácil interceptar sus comunicaciones). Cada vez que el cielo se despejaba un poco, Danny buscaba a su amigo. Nunca lo veía, ni oía su canto, pero sabía que estaba allí arriba, en alguna parte. No era nada grave. El clima que impedía que Charlie vigilara para avisarles de algún posible peligro anulaba también la amenaza potencial de los Grasis.
Los que avanzaban trabajosamente hacia el campamento Grasi eran doce. Habían dejado al resto de los supervivientes -los supervivientes temporales, si la expedición no hacía lo que se suponía debía hacer- en la base, con órdenes de aparentar que eran el doble de los que en realidad eran. Margie en persona había transmitido el último mensaje a los Grasis: «Estamos iniciando la construcción de refugios subterráneos. Cuando la erupción haya pasado, podemos hablar de una paz permanente. Mientras tanto, si se aproximan, dispararemos en cuanto los veamos». Luego arrancó el enchufe de la radio y entró a gatas en el avión de Cappy para emprender el último viaje de traslado.
Les quedaban menos de diez kilómetros por recorrer, una caminata que, en condiciones propicias, les habría llevado tres horas, pero que ahora les costaría todo el día. Tenían que descender con dificultades por una de las caras de un barranco y ascender por la otra; superar una cima y bajar por la ladera. No sólo se trataba del terreno; todos iban muy cargados: alimentos, agua, armas, equipo. Tenían que cargar a sus espaldas cuanto pudieran necesitar.
Los cilindros rojos con el rótulo «Elementos de Combustible-Repuestos» eran los peores. Cada cilindro contenía cientos de diminutas agujas recubiertas y pesaba más de un kilo. Una docena era una pesada carga.
Al principio, cargaban por turnos las piezas del rompecabezas que se engarzarían para formar una bomba nuclear. Uno de los inconvenientes de la operación consistía en que tenían que asegurarse de que no se unieran prematuramente, y en cada parada de descanso la teniente Kristianides supervisaba la pila de mochilas para cerciorarse de que no había dos cargas de explosivos a menos de un metro. Las probabilidades de que pudieran caerse, de que alguien les diera una patada o las empujara para que formaran una configuración de masa crítica eran muy bajas. Conseguir que eso sucediera cuando se deseara había sido un importante reto para algunos de los mejores expertos en armamento de la Tierra; para ese objetivo transportaban otros veinte kilos de cubiertas protectoras y disparadores muy sofisticados sin los cuales no se corría un peligro real. Marge los tranquilizó a todos. Aun así, tenían mucho cuidado porque, para sus adentros, nadie creía las palabras de la coronel, quizá ni ella misma.
Al final de la primera marcha, Margie había revisado a todo el grupo, comprobando las cargas. Cuando se acercó a Ana Dimitrova, que estaba sentada abrazándose las rodillas junto a Danny Dalehouse, le dijo en voz baja:
- ¿Eres estéril?
- ¿Qué? ¡Por favor! ¡Vaya una pregunta! -pero Margie negó con la cabeza.
- Lo siento, es que estoy muy cansada. Debería haber recordado que no lo eres -dijo, sonrió y guiñó un ojo tanto a Dalehouse como a Ana; cuando volvieron a recoger las mochilas, la carga de Nan había cambiado y era de botellas de agua, mientras que la vieja y coja Marguerite Moseler llevaba los cilindros de combustible.
Margie tenía un aspecto espantoso, y en cada parada parecía empeorar. Su sobrepeso había desaparecido hacía mucho. La estructura ósea de su rostro se veía por primera vez desde hacía años y se le había enronquecido la voz. Peor todavía, su tez era espantosa. Cuando el krinpit la enterró durante dos horas, los jugos de muda que exudaba anularon las defensas de Margie. Al día siguiente se había despertado con grandes manchas púrpura y una decoloración generalizada de la piel, como si se hubiera quemado al sol. Decía que no dolía; Dalehouse pensaba que también mentía sobre eso.
En cambio, sí creía que decía la verdad sobre una cuestión muy importante, y tal vez ésa era la razón por la que él no podía contener la sensación de alegría. No iban a utilizar la bomba que transportaban.
Había sido él quien lo había propuesto, y ella había aceptado la idea inmediatamente.
- Por supuesto -dijo-, no pretendo destruir su campamento. Lo quiero, y lo quiero intacto, y no sólo para nosotros sino para el futuro de la raza humana en Jem. El mejor uso que podemos darle a la bomba es como amenaza, y para eso la utilizaremos.
Se lo contó a Ana en la última parada, antes de que tuvieran el campamento Grasi a la vista.
- Está pensando en las generaciones futuras. Al menos cree que merece la pena conservar intactos tus cromosomas.
- Claro -dijo Ana, sorprendida-, tengo la seguridad de que piensa en el futuro. -Él, como iba descubriendo, también la tenía. Tal como estaban las cosas, por lo menos conservaba la esperanza. Fue precisamente esa esperanza la que lo impulsó los últimos trescientos metros, avanzando cuerpo a tierra bajo la lluvia torrencial hasta llegar a la cueva embarrada que servía como punto de entrada a los túneles de los excavadores bajo la base Grasi. Le dio fuerzas mientras el mayor Vandemeer y Kris Kristianides ensamblaban trabajosa y cautelosamente las partes del detonador e introducían los cilindros de combustible en su interior. La esperanza perduró después de que Margie, Vandemeer y otros dos se metieran con dificultad en los túneles abandonados y se perdieran de vista. La vida que vivían en ese momento, la vida de todos, estaba marcada por la desdicha y el miedo o tal vez algo peor, el autorreproche: estaban haciendo algo que Dalehouse no podía considerar noble, ni siquiera aceptable. Era un atraco, un atraco a mano armada. Era un acto tan indigno como un vulgar asalto, pero todo eso acabaría y vendrían tiempos mejores. Esa esperanza lo mantuvo en pie dos horas enteras después de que Margie y los demás se hubieran alejado a rastras, hasta que Kris Kristianides, asustada y nerviosa, comprobó la hora en su reloj y dijo:
- Ya está. A partir de ahora, que todo el mundo permanezca dentro, cara a la pared y con las manos sobre los ojos. Cuando llegue la bola de fuego, no miréis. Esperad diez minutos al menos. Tengo gafas, os avisaré cuando…
En aquel momento todos gritaron ahogando sus palabras, Dalehouse el que más y el que más alto lo hizo:
- ¡Va a hacerlo! Había prometido…
- Mierda, Dalehouse, ¡no podía cumplir esa promesa! Los Grasis pensarían que era un farol. Va a destruir sus armas y alimentos, como habíamos planeado. Luego entraremos y los aniquilaremos.
- ¡Qué locura! -gritó Ana-. ¡Allí no habrá nada! La lluvia radiactiva nos matará si entramos en el campamento.
- Es posible, pero tengo un contador, lo comprobaremos antes. Lo importante son los aviones. Si los conseguimos podremos llegar a su base en la Cara Oculta. -Vaciló. La habían instruido cuidadosamente para esta situación y había mantenido el secreto durante más de un día, pero temía ese momento. Si no hubiera sido por sus quemaduras, habría estado en el laberinto de madrigueras con la coronel y el mayor, y mucho más contenta que ahí-. En cualquier caso -acabó- ya no podemos hacer nada. Hará estallar la bomba en los próximos diez minutos. ¡Poneos boca abajo!
En ese momento, finalmente, se perdió toda esperanza.
También la Madre de la Prole había perdido toda esperanza. Ciega y sola, se desplazaba lentamente por los túneles, el único espacio habitable que le quedaba.
El nivel de treinta metros era para las crías y los marginados, un lugar reservado para los juegos de los pequeños o, cuando acaban todos los juegos, un lugar para morir. Nunca había estado allí. Había sido una cría dócil, formada desde temprana edad para asumir responsabilidades. Cuando era pequeñita escuchar las historias de los mayores le producía un hormigueo de emoción, y se estremecía deleitada mientras buscaba la tetilla en la acogedora piel sedosa de su niñera. Sin embargo, nunca había explorado los niveles peligrosos por sí misma ni una sola vez. Siempre había sabido que ya le llegaría el momento en que, al final de su vida, se arrastrara a ver esos niveles inferiores y desconocidos para morir en ellos.
En parte se había equivocado en eso. Había llegado el momento de morir, y estaba allí, en efecto, pero no podía ver.
Con dignidad, la Madre de la Prole alzó la parte anterior de su cuerpo cuanto pudo y preguntó:
- ¿Hay alguien cerca?
Nadie respondió. Ningún sonido. Ningún olor salvo el hedor rancio y podrido de los ancianos que llevaban muertos desde hacía mucho. Lo intentó de nuevo, no tanto porque tuviera la menor esperanza de que le respondieran, cuanto por ser metódica:
- Persona o cría, ¿alguien puede oír mi voz?
Nada. Si hubiera recibido alguna respuesta, sólo podría haber provenido de alguno de los jóvenes machos salvajes que vagaban por los túneles superiores, en busca de presas que matar. Ni siquiera ellos andaban por allí.
Otro de sus sentidos le era inútil; el oído no servía para nada cuando no había nada que oír.
Era una pena que se hubiera quedado ciega, pero no les guardaba ningún rencor a los Dos Patas que le habían quemado los ojos con sus luces estroboscópicas. En todo caso, se había vengado de varios de ellos por adelantado, por haber envenenado sus túneles, por haber raptado a los jóvenes, por pervertir a las camadas con prácticas nuevas y viles. Y, sobre todo, por haber venido a trastornar su vida. Ella había luchado contra todo eso, contra los Dos Patas y también, a veces, contra miembros de su propia carnada, a los que las nuevas costumbres de los Dos Patas habían vuelto contra ella. Ahora los túneles estaban vacíos y ella se había quedado ciega. ¡Tssheee! Le habría parecido menos…, menos final estar aquí sola si pudiera haber visto al menos algún destello fosforescente de hongos o descomposición. ¿Qué quedaba de sus sentidos? El gusto ya no importaba. Había poco que comer. El olfato de poco le servía, sin machos ni crías que olfatear. Todavía podía palpar el polvoriento suelo bajo su cuerpo, la pared que se curvaba a su lado. Dr'Shee se consolaba sintiéndose encerrada casi sin espacio, corno lo había estado en los períodos más felices de su vida…
Una vida que había llegado a su fin.
Se estiró y suspiró emitiendo un sonido felino y ronroneaste de desesperación. Empezaba a tener mucha hambre.
Los Dos Patas habían destruido la mayor parte de sus almacenes de alimento cuando envenenaron los túneles para llegar hasta ella y sus pocos aliados supervivientes. Los túneles se extendían a lo largo de diez kilómetros en todas direcciones. En algún lugar quedaría algo, en esa inmensa, compleja y laberíntica conejera que había sido su mundo. No pensaba ponerse a buscar comida en serio. Una Madre de Prole no se rebajaba a prolongar una vida que estaba acabada.
Bump.
El túnel se movió a su alrededor.
No fue una sacudida ni un temblor, sino que se trató de un movimiento deliberado y casi peristáltico. Madre dr'Shee nunca había experimentado nada parecido. A veces las madrigueras se desmoronaban. Los krinpit las invadían, las lluvias podían filtrarse por el techo. Aun así, era imposible que se moviera toda la tierra. Para la Madre de la Prole un hecho así resultaba tan inquietante como lo hubiera sido para un pez mover la cola y no desplazarse, o para un ser humano percibir que el aire que lo rodeaba se volvía cristalino y se resquebrajaba.
Entonces, treinta metros por encima de ella y a más de un kilómetro de distancia, oyó el sonido que siguió. Era algo más que un sonido, era una presión en el aire que se le metió en las orejas y se las dejó llenas de un castañeteo remoto y discordante, como los gritos agudos de una camada hambrienta. A pesar de ello, no había crías que lloraran por ella, ni las volvería a haber.
Por alguna razón, la rodilla derecha de Margie sólo estaba arañada y dolorida, mientras que la izquierda tenía una herida ensangrentada, la tela de ese lado del mono se le había desgarrado y parte de su propia piel estaba arrancada. Le resultaba cada vez más difícil mantener el ritmo de los dos que la precedían. Dios no la había creado para arrastrarse por túneles de noventa centímetros de altura durante horas seguidas…, aunque no estaba muy claro a qué Dios se refería. Para que le descansara la pierna herida, durante un rato había intentado avanzar a tres patas, apoyando poco peso en los dedos del pie izquierdo y casi todo en el derecho y las manos. No fue una buena idea. Acabó con el peor calambre que había sufrido jamás en la pantorrilla. Tuvo que detenerse y presionar para que se le pasara mientras Vandemeer, que la seguía, casi la alcanza, y los dos que la precedían siguieron avanzando. A continuación, Marge aceleró el paso y se desgarró todavía más la rodilla.
Se detuvo y miró su reloj. Todavía faltaba más de un cuarto de hora para que el dispositivo estallara. Antes de eso, las dos granadas que había dejado en las curvas de los túneles harían caer la tierra suficiente para amortiguar la explosión; y a esas alturas ya se habían alejado un kilómetro largo. Probablemente, lo suficiente para sobrevivir, aunque no para sentirse cómodos.
- Descanso -gritó. Se dejó caer de lado y apoyó las extremidades, respirando con fuerza el aire húmedo y viciado. Curiosamente, en los túneles no estaban del todo a oscuras. Eso no lo había esperado. Una vez la vista se había acostumbrado, podía distinguir diminutos fuegos fatuos, tan débiles y pálidos que apenas tenían color: gases de los pantanos, hongos luminiscentes, bichejos. Fuera lo que fuesen, eran bienvenidos.
Oyó que algo se arrastraba rápido y casi en silencio por el túnel a sus espaldas y, después, un zump al que siguió de nuevo el silencio.
- ¿Van? -llamó-. ¿Mayor Vandemeer?
Las paredes de tierra se tragaron sus palabras y no hubo respuesta. Con dolor, rodó sobre sí misma, se dio la vuelta y retrocedió arrastrándose.
El hedor a excremento de rata era muy fuerte. Tocó el interruptor de la pequeña lámpara de su casco y vio que el mayor estaba muerto. Uno de los excavadores había pasado por allí, y el dardo que sobresalía de la cara de Vandemeer lo probaba.
- Mierda -susurró Margie y a continuación, pero tarde, levantó la cabeza y sacó su pistola. La luz no revelaba nada con claridad a lo largo del túnel torcido y desigual, ¿era aquello un destello o qué? ¿El reflejo de un ojo quizá? Disparó dos veces.
Cuando volvió a mirar no había nada, pero cada pocos metros se abrían pequeños pasillos laterales y también entrantes, y una docena de reptadores podía estar esperando que les diera la espalda.
Estuvo a punto de levantar la voz para avisar a los demás que volvieran, pero se contuvo cuando ya estaba abriendo la boca. ¿Para qué iban a volver? No podían recuperar el cadáver del mayor. En la postura que había quedado, doblado sobre sí mismo -parecía que se estaba dando la vuelta cuando le habían disparado- casi obstruía el túnel; y tal vez fuera ése el último servicio que podía prestar a la causa: ralentizar a sus perseguidores.
Podía hacer algo más útil. Le quedaban dos granadas. Se sacó una del cinturón, la preparó para que estallara en diez clics, se dio la vuelta y se arrastró tan rápido como pudo tras los demás. Cuando llevaba contados cien segundos, se dejó caer, se colocó las manos sobre la nuca y esperó el estallido remoto y amortiguado que le confirmaría que había desmoronado una parte del techo del túnel enterrando al mayor.
Cuando la granada hubo explotado, pensó que era raro que no hubiera alcanzado a los que la precedían.
- ¡Sam! ¡Chotnik! ¿Estáis ahí? -gritó. No respondieron; no habían oído su orden de detenerse. Dejó la luz del casco encendida y aceleró el paso, sin que el dolor de la rodilla le importara ya. Cuando los números rojos de su reloj le indicaron que era la hora de la explosión nuclear, todavía no los había alcanzado.
Se dio la vuelta de nuevo sobre la espalda. En esta ocasión, resultaba indiferente que se cubriera o no la nuca para protegerse de la onda expansiva. Moriría o sobreviviría, y la única variable que contaba era si había bastante tierra entre ella y la explosión. Debería haberla. Cuando los impulsores introdujeran las series de agujas de plutonio para que se mezclaran, se produciría una explosión nuclear no muy potente. No estarían en contacto más que unos microsegundos. Si los había colocado correctamente, dirigirían su potencia hacia arriba a través del techo del túnel, llevándose por delante los depósitos de armas de los Grasis, y poco más. Eso sólo si los había colocado bien. Estaba menos convencida de haberlo hecho de lo que había fingido ante Vandemeer y los demás. Los mapas cuya consecución había costado la vida de Tinka y la del indonesio eran muy detallados y claros. Aun así, interpretarlos al aire libre era una cosa, e intentar seguirlos mientras uno se arrastraba de un nivel a otro bajo tierra era otra muy distinta. Ni siquiera estaba segura de haber seguido la misma ruta de regreso que había utilizado para entrar. Deberían haber tirado una cuerda de seda tras ellos, o ir desmigajando pedacitos de galletas de jengibre para recordar el camino…
En ese momento, a la hora prevista, tuvo lugar la explosión. Ella seguía viva.
Ni siquiera la asustó. Era, pensó, como si hubiera estado en el vientre de su madre y ésta se hubiera caído. Había sucedido algún acontecimiento externo pero, allí dentro, en el túnel, se movió con el suelo, e incluso el sonido de la explosión fue demasiado estruendoso y lento para asustarla.
Esa parte del plan había funcionado. Ahora, si Kris podía convencer a la patrulla para que atacara…, si se acordaban de ponerse los ponchos antirradiación y el viento no era demasiado desfavorable…, si los Grasis no se recuperaban lo bastante rápido para oponer resistencia…, si habían colocado la bomba en el lugar correcto… Había demasiadas condiciones. El lugar que le correspondía era con sus soldados, no ahí tumbada.
Unos metros a sus espaldas, un débil sonido de suspiros y deslizamientos le llamó la atención. Volvió la luz del casco hacia allí y vio que una sección del techo se había desmoronado dentro del túnel.
¿La habría soltado la explosión nuclear? Tal vez, pero lo más probable era que no. Se sabía que los reptadores intentaban atrapar a sus enemigos cerrando túneles a su alrededor. Ella, con el rastro de sangre que dejaba su rodilla, era una presa muy fácil de encontrar y seguir.
Había llegado el momento de salir de allí. Con obstinación y fuerza de voluntad se quitó de la cabeza el dolor y el temor a que una de aquellas criaturas estuviera reptando en silencio tras ella, y reemprendió su marcha a rastras.
A los diez metros, su cabeza topó con tierra.
Los excavadores habían cerrado los dos extremos del túnel.
Volvió a encender la luz. Era tierra reciente. Se giró rápidamente. Nada se movió a sus espaldas. Estaba sola.
Margie Menninger le dijo a la pared:
- Uno de los miedos humanos más arraigados es el de ser enterrado vivo. -Esperó un momento, como si aguardara a que alguien le respondiera. Entonces sacó la pistola con una mano y con la otra buscó la pala de campaña. No estaba en su sitio. Recordó que la había dejado en el lugar donde habían ensamblado la bomba.
Sólo le quedaban las manos.
Soltó la pistola y arañó la pared de tierra con las manos desnudas. Lo hizo con furia, luego con terror. No podía hacer otra cosa.
De una punta a otra del horizonte, hasta donde Charlie podía ver, se extendía una ininterrumpida capa de nubes, y las más altas asomaban por todas partes. La tormenta perdía fuerza hacia el océano, pero allí, en el lugar donde se levantaba el campamento Grasi, hacía horas que no veía el suelo, días desde la última vez que vio al pequeño grupo de su amigo Janny. ¡Era imposible mantenerse inmóvil en el mismo sitio! En todos los niveles hasta los diez mil metros y aún a mayor altitud, el viento soplaba con fuerza e intensidad hacia el polo de calor y lo arrastraba implacablemente hacia él. Charlie sabía interpretar el dibujo deshilachado de un yunque que se formaba en las zonas altas de los cumulonimbos: le decía que a quince mil metros había una corriente de regreso. Tanto él como las dos hembras supervivientes de su bandada estaban agotados, sin fuerzas. Habían perdido mucha capacidad de ascensión. Tardarían una eternidad en alcanzar la altura necesaria.
Mientras ascendían con dificultad, otra bandada se les acercó descendiendo desde el polo, y Charlie condujo a su diminuto grupo hacia ella, ansioso por tener un nuevo público para sus cantos sobre los amigos de la Tierra, deseando escuchar canciones que no había oído. Hacía mucho, mucho tiempo que no había participado en una reunión de juglares y bardos como era debido, y su alma lo anhelaba. La nueva bandada era pequeña, formada por menos de sesenta adultos, pero Charlie escuchó voces que nunca había oído, y a su vez él cantó saludos con alegría.
Una luz blanca atravesó como un violento fulgor el espacio que los circundaba.
El destello los pilló a todos por sorpresa. Charlie fue uno de los afortunados. No estaba mirando en dirección a la explosión, así que no se quedó ciego al momento. Vio el alto cirro de contorno muy definido, recortándose blanco azulado sobre el apagado carmesí del cielo jemiano. Vio las figuras de los miembros del nuevo enjambre que resaltaban con los colores más brillantes e intensos que había visto jamás. Minutos después oyó el sonido, y por debajo, a sus espaldas, una nueva nube de tormenta se elevó hirviente desde debajo de la capa nubosa.
Los coros de bienvenida se transformaron en un canto fúnebre de dolor y miedo. Charlie sólo pudo replicar con un canto de ascensión. Los mayores de la nueva bandada siguieron su canto y el enjambre soltó lastre, eructó el hidrógeno de sus bolsas y se elevó. Algunos no pudieron: no sólo estaban ciegos, sufrían demasiado para poder responder.
Aunque se hallaba muy lejos de la explosión cuando los vientos los alcanzaron, el enjambre se vio arrastrado atropelladamente por el cielo. Charlie nunca había vivido ráfagas como aquéllas. En otras tormentas, siempre había habido nubes que avisaban, se reunían poco a poco, además del letal juego de relámpagos que les advertía de que había llegado el momento de tragar hidrógeno y capear la tormenta o elevarse para escapar por encima. Esta vez no hubo aviso ni posibilidad de huida. Era como si les arrancaran las alitas y los pliegues de alimentación de raíz. Cautivo de la inmensa superficie de su cuerpo, Charlie se vio arrastrado a través de la nueva bandada, chocando con los ejemplares mayores, empujando sin querer a las crías.
Entonces, sin previo aviso, sintió la familiar tensión progresiva de la superficie de su bolsa de gas y reconoció el olor dulce y punzante de las hembras. Tiempo de celo, de reunir el enjambre, ¡tiempo de reproducirse!
Los órganos de hilar de las hembras trabajaban frenéticamente, rociando el aire con feromonas y huevos filamentosos. El aire que rodeaba al enjambre entero estaba saturado del aroma que los impulsaba a reproducirse. Para Charlie, y para todos los machos, no había duda de qué hacer a continuación: subir juntos, rociar fluido seminal, moverse hacia delante y hacia atrás en aquella neblina picante mientras sus tetillas se alargaban, convulsionaban y esparcían su semilla. La piel de sus bolsas de aire se tensaba, encogiendo los rasgos de sus diminutos rostros hasta convertirlos en caricaturas. Detrás de las expresiones que parecían de dolor había, en efecto, dolor. Las prácticas sexuales no eran ningún placer para Charlie. Era como estar encerrado en una Doncella de Hierro con pinchos de punta recubiertos de ácido. Sólo el alivio que seguía a la expulsión a chorros del semen ponía fin al dolor.
¡Algo iba mal, muy mal!
Charlie expresó en sus cantos sus dudas y temores, y la nueva bandada cantó con él. ¿Qué tipo de reproducción era ésa si la llama luminosa procedía del suelo enemigo y no del cielo?
¿Qué era ese calor que los aplastaba como un puño, que había seguido al trueno y a las ventiscas salvajes? Charlie vio que, en las turbulencias, el fluido seminal no había alcanzado a la mayor parte de los filamentos. Estaban desperdigados por todo el cielo. Hasta dentro de su propio cuerpo percibía que algo iba mal. ¿Dónde estaba el burbujeo del hidrógeno que rellenaría su bolsa, los fluidos corporales que expulsarían la radiación? Y ¿qué…, qué era esa monstruosa nube burbujeante que crecía tan rápido y los arrastraba a todos? Ésa era la pregunta que respondía todas las demás y puso fin a los interrogantes de Charlie cuando el calor abrasador de la nube nuclear le quemó los parches oculares, le agrietó la bolsa de gas, le arrancó el hidrógeno de su interior, que salió a raudales de su cuerpo, y puso fin a sus cantos para siempre.