XVIII

La una y treinta minutos. El mayor Santangelo, junto con el ingeniero-piloto que había pilotado la tercera nave, transmitió su informe.

- Algunas buenas noticias, Margie. Hay un afloramiento de carbón en las Colinas Inhóspitas, a dos kilómetros. Además, podemos quemar madera y biomasa, y Richy me dice que podríamos construir una caldera de vapor con chapas del vehículo de aterrizaje. Si llega su turbina eso significa que estaremos en condiciones de darle toda su potencia al generador, cincuenta kilovatios, sin agotar nuestras reservas de combustible.

- ¿Cuándo?

Santangelo miró al ingeniero.

- ¿Diez días? Pongamos dos semanas.

- Pongamos una semana -le espetó Margie-. ¿Qué hay del alcohol?

- Bueno, Morrissey tiene una especie de levadura, o algo parecido; en cualquier caso está consiguiendo que fermente. Mañana pasará la primera remesa por el alambique solar. Probablemente ya puede olerlo.

- Dios, más que eso, si casi lo puedo degustar. Necesito ese alcohol ya para que nos dure más el combustible del avión. -Le daré un toque de atención -le prometió Santangelo.

- Hágalo -dijo Margie. Cuando salieron, descolgó el microteléfono y llamó a la tienda de radio.

- ¿Han dado ya alguna hora prevista de llegada?

- No, mi coronel. Siguen todavía en órbita, están calculando el descenso que menos energía les requiera. -Margie colgó. Al menos, la nave de reaprovisionamiento estaba en órbita alrededor de Jem y no a años luz. Sin embargo, ese último paso podía ser fatal. El capitán había informado por radio de que su reserva de maniobra era baja y esperaba la aproximación más favorable. ¡Eso podría suponer días! Peor aún, si en la Tierra la base de Cabo los había lanzado sin reservas abundantes de combustible, eso sólo podía significar que las cosas allí iban tremendamente mal, incluso peor de lo que los tactranes codificados de la Tierra habían indicado, y eso ya era pésimo.

Miró el reloj. La una cuarenta y cinco.

- Avisen a la doctora Arkashvili -pidió, y la médico llegó al momento, con una taza de café solo humeante.

- Suministros médicos, Margie. Dormir un poco más te vendría mejor.

Margie olió extasiada la taza de aluminio y dio un sorbo al líquido hirviente.

- Ojalá aterrizaran de una vez -dijo con preocupación. Entre los lujos de su lista de la compra había granos de café, o semillas, o lo que fuera necesario para que intentaran cultivar por sí mismos. De otro modo, tendrían que pasar los próximos dos años sin café. Seguramente los Grasis ya habrían plantado el suyo para hacer aquel repugnante líquido que servían en pequeñas ollas de cobre, pero no era probable que fueran a darles nada. Ahora ya no les facilitaban nada, ni siquiera información por radio; y los Poblas sencillamente no respondían.

Por lo menos, el campamento se mantenía saludable, según el informe de la doctora. Los antihistamínicos estaban respondiendo bien y no habían descubierto nada más en el medio ambiente jemiano que fuera perjudicial para los seres humanos. Unos cuantos dolores de cabeza, probablemente debidos al clima y al trastorno que producía un cambio a un día de veinticuatro horas, algún problema dental, un apéndice que reclamaba atención, una petición de vasectomía…

- No -dijo Margie con brusquedad-, no practiques ninguna vasectomía, ni tampoco laparoscopias.

La doctora la miró, pensativa.

- Te vas a encontrar con parte del personal preñado.

- Se supone que tú sabes cuidar de eso, ¿me equivoco? En cualquier caso, dales la píldora, diafragmas, condones…, cualquier cosa reversible o temporal. A mí me va estupendamente el DIU y siempre puedo quitármelo si quiero tener un bebé.

- ¿Es lo que quieres?

- Es lo que todas las mujeres bien podríamos tener, Cheech.

Esto es una orden: todos los que sean capaces de procrear tienen que seguir siéndolo. ¿Cómo va el banco de bebés?

- De momento bien. Tengo veintiocho óvulos en bodega criónica y unas cien muestras de esperma.

- Bien, Cheech, pero no es suficiente. Quiero un ciento por ciento de resultados en este tema. Si le pasa algo a alguien, no permitiré que se pierdan sus genes, tanto si es hombre como si es mujer. No ocupan mucho espacio, ¿verdad que no? Entonces quiero, pongamos, cuatro muestras de cada y…, ¿por qué sonríes?

La doctora dijo:

- Bueno, es que un par de los óvulos resultaron estar prefertilizados. Están bien. Se conservarán en el frío indefinidamente, y en cuanto quieras reimplantarlos no tendremos que pasar por el fastidio de empezar de cero.

- Hum… -Margie se rascó pensativamente-. Casi lamento que hayas tomado esas muestras; podríamos empezar a tener niños en cualquier momento. ¿Quiénes eran? Vamos, Cheech, olvídate de la confidencialidad médica, soy tu oficial al mando.

- Bueno, uno era Ana Dimitrova.

- ¡No me jodas! ¿De quién es el niño?

- Pregúntaselo a ella si te interesa, a mí no.

Marge sacudió la cabeza con asombro.

- Sería la última que hubiera imaginado -dijo-. ¿Y la otra…? ¡No, espera un momento! ¡No puedo ser yo! El DIU…

- El DIU no evita que el óvulo se fecunde, sólo impide que se desarrolle.

Margie se recostó en la silla y miró fijamente a la doctora. -Menuda estúpida estoy hecha -dijo.

Nguyen Dao Tree se presentó diez minutos tarde a su cita de las dos en punto, y llegó con los ojos somnolientos e irritable.

- Este día de veinticuatro horas que has impuesto no es nada cómodo, Margie -se quejó.

- No eres tú precisamente el que más razones tiene para despotricar, Guy. Yo misma opté por el turno de medianoche a ocho. Si te pasaras el tiempo de descanso durmiendo en vez de persiguiendo como un gato en celo a todas las mujeres del campamento…

- Por lo que a eso respecta, Margie -le replicó-, me sentía mucho mejor cuando tú y yo dormíamos en el mismo horario.

- Sí. Bien. Tal vez tengamos que hacer algo sobre ese particular, Guy, pero en este momento llegamos tarde a la inspección. -Se tragó lo que quedaba de café, frío pero todavía delicioso, y encabezó el grupo. Aparte de las inevitables quejas, el día dividido en tres turnos funcionaba bien. Entre las ventajas se contaban que el perímetro estaba bien vigilado, las hectáreas de terreno cultivadas aumentaban casi doscientos metros cuadrados cada día y el programa de formación que había organizado Santangelo en el que cada expedicionario enseñaba su especialidad a otro para que varias personas conocieran las habilidades de la comunidad (¿qué pasaría si muriera Chiche Arkashvili o el único agrónomo superviviente?) ya estaba en marcha. En cuanto a los problemas, la vigilancia aérea avisaba de que numerosos krinpit merodeaban por los bosques, el café no era el único alimento que empezaba a escasear y la nave de reaprovisionamiento todavía no especificaba la hora concreta en que aterrizaría.

Margie dedicaba una hora diaria a su inspección, y aprovechaba cada minuto disponible, nada de chorraditas militares de guante blanco. La inspección era basta y sucia; si todos estaban haciendo su trabajo y los trabajos avanzaban, punto. Durante el cerco de Bastogne, a su abuelo no le importaba que sus soldados estuvieran afeitados o no, sólo si sabían pelear. Margie conocía bien qué se necesitaba en una fortaleza asediada.

Ésa era su situación. Nadie había atacado el perímetro, ni siquiera un krinpit errante, pero estaban aislados en un mundo lleno de enemigos. A partir de la información de los satélites espías y los globonoides, de los códigos descifrados y de lo poco que podía sonsacarse de sus infrecuentes contactos por radio y, sobre todo, a partir de lo que contenía la bolsa del indonesio, Margie se había hecho una idea bastante precisa de lo que estaban tramando los Grasis o habían estado tramando, hasta hacía unas semanas. Habían ocupado el campamento de los Poblas, se habían incautado de personal y de una cantidad y variedad de equipos que la hacían babear de envidia. Ni siquiera la carta que había mandado a Santa Claus (que podía o no estar suspendida en órbita, esperando a descender por su chimenea) había sido tan codiciosa. Los Grasis, además, habían sometido a las especies autóctonas de su zona, aniquilando, según parecía, a todos los krinpit de los alrededores y abatiendo a todo globonoide que se acercara. Todo indicaba que habían domesticado a los excavadores. Los estaban utilizando para realizar exploraciones en busca de minerales porque, por lo que sabía, los Grasis se habían instalado sobre un Kuwait de petróleo y un Scranton de otros combustibles fósiles. Habían inventado una enzima, o tal vez se tratara de una hormona -la información no estaba muy clara- que quitaba de en medio a los krinpit, del mismo modo que el 2,4-D había arrasado las selvas de Vietnam, provocando que mudaran de caparazón. Habían conseguido algo de los reptadores que les permitía confeccionar materiales de construcción a partir de la tierra, de un modo similar a cómo los propios excavadores endurecían las superficies interiores de sus túneles. Habían… ¡Dios, qué no habían hecho! Si su padre la hubiera atendido como era debido y le hubiera dado el respaldo que le pedía, ¡con qué placer y competencia ella podría haber hecho lo mismo!

No se trataba de que lo hubiera hecho mal, pero Marge Menninger no podía soportar ser la segunda en nada y, en ese momento, los Grasis controlaban el planeta entero (con la salvedad de la docena de hectáreas en las que estaba establecida su colonia, todo lo demás era de ellos). Su avión recorría Jem a voluntad, según los satélites espías. En ese momento tenían tres colonias distintas, contando la que antes pertenecía a los probablemente ya difuntos Poblas. Y, aparte de las raras ocasiones en que se atrevía a enviar a Kappelyushnikov en un rápido vuelo de reconocimiento (¿qué podría hacer si su único y solitario avión sufriera un inexplicable «accidente?»), estaba a ciegas, con la excepción de lo que le pudieran contar los satélites y los pocos globonoides que quedaban vivos. Incluso había obligado a Danny Dalehouse a quedarse en tierra, no sólo por el riesgo que corría él mismo -que ya era una razón de por sí, pues en privado reconocía que no quería que lo mataran-, sino porque la electricidad que producía el hidrógeno era más útil para los focos, que servían para proteger el campamento y ayudaban a crecer las cosechas. Además, lo había convertido en aprendiz del agrónomo, junto con Morrissey y la chica búlgara… un momento, pensó: ¿Dalehouse y Dimitrova? Tal vez, pero no parecía probable. Se llevaban bien, pero no tanto como para eso. Aunque, si no él, ¿quién?

A propósito, pensó mirando a Guy Tree mientras charlaba de planes ante la eventualidad de un ataque importante de los krinpit, ¿quién era el padre de su propio hijo en potencia? ¿Dalehouse? ¿Tree? ¿Aquel cabrón de Sweggert, con sus trucos pueriles? Eran los candidatos más probables, pero ¿cuál de ellos?

En otros tiempos, una parte de Marge Menninger habría contemplado con sarcástico divertimento a esa otra parte de Marge Menninger que de verdad, ¡maldita sea!, quería conocer la respuesta. En ese momento, no tenía espacio mental libre para ese tipo de diversiones. La idea de mencionarle a Nguyen Tree que ambos podrían convertirse en padres con cierto retraso le pasó por la cabeza el tiempo necesario para descartarla. Contárselo supondría enfrentarse a una situación cómica, desde luego, pero también a complicaciones que no quería tener. Lo primero era lo primero.

- ¿Hay algún arquero en el campamento? -preguntó. Tree se interrumpió en medio de la explicación de su propuesta de armar un par de canoas.

- ¿Qué?

- Gente que sepa manejar el arco y la flecha, hombre. Debe de haber alguien. Me gustaría organizar un concurso, como parte del programa de deportes.

- Es muy probable, Marjorie, pero no creo que dispongamos de arcos y flechas.

- Si saben cómo dispararlas, sabrán como hacerlas, ¿no? O, en todo caso, la información estará en las microfichas. Pon eso en marcha, Guy, por favor. Daremos premios: café, cigarrillos, donaré una botella de scotch. -Mientras el vietnamita hablaba de cómo pensaba montar una ametralladora ligera en una canoa, a Marge se le había ocurrido que las existencias de municiones tampoco durarían para siempre, pero no estaba dispuesta a decírselo ni siquiera a su segundo.

Tree parecía perplejo, pero procedió a tomar nota en su cuaderno.

- Será una habilidad útil para la caza, supongo.

Margie asintió sin responder. ¿Cazar el qué? Todos los animales que habían visto sobre la superficie del planeta estaban lo bastante acorazados para tomarse a risa un arco casero, un notable error de la evolución en este planeta, de eso no le cabía duda. Sin embargo, no hizo ningún comentario.

Mientras inspeccionaban la planta energética, una mensajera de la cabaña de comunicaciones se acercó corriendo.

- La nave está de camino al planeta, coronel -le informó jadeando-. Ya han encendido la retropropulsión. Deberíamos verlos en un par de minutos.

- Gracias a Dios -dijo Margie-. Enciende el sistema de altavoces. Guy, prepara veinte soldados para la descarga. Avisa a la mayor Arkashvili que esté preparada en caso de aterrizaje de emergencia.

No hubo aterrizaje de emergencia, pero tampoco fue perfecto. El sistema de frenado se desplegó en toda su amplitud, la nave descendió girando en su racimo de tres paracaídas, que se desprendieron a tiempo, y luego se ayudó de sus cohetes. No llegó a la playa donde habían aterrizado las demás naves, se quedó a casi un kilómetro y cayó en la jungla sin que se la pudiera ver desde el campamento.

La buena noticia era que nadie resultó herido. Las quince personas a bordo llegaron al campamento por sus propios medios; doce de ellas eran mujeres jóvenes. Dios había escuchado las oraciones de Margie, como mínimo en este asunto. La mala noticia era que cuanto traía la nave tendría que ser trasladado a lo largo de ochocientos metros de terreno irregular, a través de la jungla y salvando media docena de barrancos. Daba igual. Los tenía ahí. A medida que Margie revisaba el inventario, empezó a relajarse. Todo estaba allí, hasta la última cosa que había pedido, algo más: semillas y herramientas de mano, armas y manuales de enseñanza. No era bastante, nunca era bastante, pero sí todo lo que había esperado.

La prioridad era llevar cuanto fuera transportable al interior del perímetro del campamento. Eso significaba organizar grupos de trabajo y guardias armados que los acompañaran. No se había avistado ningún kinprit cerca del punto de aterrizaje, pero los bosques estaban atestados de ellos. Margie no se relajó lo bastante para saludar a los recién llegados hasta que los primeros pelotones empezaron a volver desordenadamente con cajas de alimentos y paquetes de microfichas, bicicletas plegadas y cajones de recambios electrónicos. Les dio la mano uno por uno, los llamó por su nombre y se los pasó a Santangelo para que les asignara alojamiento. Un mayor negro de poca estatura se quedó atrás.

- Tengo algo para usted, coronel -dijo palmeando un maletín portadocumentos-. En privado, si no le importa, coronel.

- Acompáñeme, Vandemeer; se llama así, ¿verdad? -Él asintió educadamente y la siguió a su despacho, donde colocó el maletín sobre la mesa.

- Aquí lo tiene, mi coronel -dijo abriéndolo.

No era un portadocumentos. Cuando hubo abierto todos los cierres, uno de los costados se despegó descubriendo un microprocesador con un panel de cristal líquido. El mayor tocó uno de los botones y el aparato se encendió, mostrando una hilera de símbolos escritos muy juntos.

- Aquí tiene el sistema de guía, mi coronel. Hay doce destructores de satélites en órbita, y éstos son los controles.

Margie lo acarició. Una cálida sensación nació en el fondo de su estómago y se difundió por todo su cuerpo, como una excitación casi sexual.

- ¿Usted domina esto, Vandemeer? ¿Puede localizar los satélites de los Grasis?

- Sí, mi coronel. Hemos conseguido localización y seguimiento de cuatro de ellos, incluido su principal receptor tactran, así como los de los Poblas; tienen dos, pero no parecen estar activos. -Tecleó con pericia una combinación en el procesador y cambiaron colores y símbolos-. Las luces verdes son los nuestros. Las rojas, los de los Poblas, y las amarillas, los de los Viscosos. Las líneas todavía en blanco están en alerta. Si se acerca algo a menos de dos millones de kilómetros el sistema de orientación lo seguirá e identificará, y uno de estos pájaros libres fijará su seguimiento.

La sensación de calidez se propagaba por todo su cuerpo. Aquél había sido el objeto más importante de la carta de regalos navideños de Margie, y el que menos segura estaba de recibir. ¡Ahora los cabrones sobrevivían a su merced!

- Gracias, mayor -dijo-, quiero que me enseñe cómo utilizar este aparato, y en cuanto lo aprenda quiero que esté permanentemente en su posesión o en la mía, doce horas al día cada uno, hasta nueva orden.

- Sí, mi coronel -respondió él sin ninguna emoción-. Tengo algo que su padre me pidió que le entregara en persona.

Era una carta, no una microficha. Una carta de papel, en un sobre con su nombre escrito de puño y letra por Godfrey Menninger.

- Gracias, mayor -repitió-. Vaya a instalarse y llévese el controlador con usted. -Cuando el oficial se dio la vuelta, añadió-: ¿Mayor? ¿Las cosas van muy mal por casa?

Él se detuvo y la miró.

- Bastante mal -dijo-. Sí, así lo expresaría yo, coronel, bastante mal.

Margie sostuvo la carta durante un instante. Luego se la metió en el bolsillo y salió a ver cómo avanzaban los trabajos de descarga porque no estaba preparada del todo para leer las palabras sin censurar que le concretarían qué significaba «bastante mal».

Dejarla a un lado no le hizo olvidar que estaba ahí. No paró de manosearla mientras abroncaba al sargento Sweggert por acosar a dos de las recién llegadas cuando debería haber estado trasladando el cargamento. Cuando empezó una discusión sobre qué había pasado con una caja de linternas -«Mi coronel, las dejé en el suelo sólo un segundo, creía que se las habría llevado alguno de los otros»-, su mano volvió a la carta. Cuando la tienda comedor avisó para el desayuno, no pudo resistir más, se llevó la bandeja y la misiva a su despacho y la leyó mientras comía:

Marge, cariño:

Lo has conseguido todo, hasta la última petición de la lista, pero ya no queda nada en el lugar de donde ha salido. Los Grasis han ordenado que abandonemos nuestras plataformas de la cordillera mesoatlántica. Es un farol. Los estamos poniendo a prueba. Cada gota del combustible necesario para la propulsión de otras naves se ha confiscado para alimentar los misiles hasta que se echen atrás. Además, está también el asunto de Perú. Los Poblas han montado unas «elecciones» fraudulentas y no nos vamos a quedar con los brazos cruzados, de manera que estaremos en alerta militar total durante los próximos meses, tal vez más tiempo.

Estás sola, cariño. Esta situación se alargará al menos un año, puede que incluso más porque el presidente está amenazado por un proceso judicial para que dimita. Tal vez ocurra algo peor: la semana pasada dos tanques de la Guardia Nacional atentaron contra él. Le dije que tenía que declarar la ley marcial, mandar el Congreso a casa y tomar medidas enérgicas, pero es un político. Cree que puede capear la situación. Si lo hace, eso significa que se va a pasar el resto de su mandato intentando ganar puntos con los votantes, lo que implica recortar un montón de programas importantes.

Uno de ellos podría ser el tuyo, cariño.

No te diría esto si no supiera que puedes apañártelas y todo indica que, además, no te quedará otro remedio.

Eso era todo, ni siquiera iba firmada. Margie se sentó con la carta en las manos y al cabo de unos minutos se dio cuenta de que se había olvidado de acabar el desayuno.

Ya no le apetecía, pero tampoco iba a desperdiciar comida, sobre todo ahora. Se obligó a comerlo todo y hasta que no hubo acabado la última miga no se percató de que el sonido del campamento había cambiado. Algo iba mal.

Mientras el sargento Sweggert estaba comiendo oyó dos ruidos, pero no cercanos ni muy potentes. Parecían disparos. Nadie más en la tienda comedor dio la impresión de haber oído nada. Rebañó el plato de jamón enlatado y huevos deshidratados, recogió el gran trozo de pan y se dirigió hacia la entrada sin dejar de masticar.

Hubo un tercer disparo.

Esta vez no había confusión posible. Algún atontado hijo de puta estaba jugando con su arma. No le podía echar la culpa; si Sweggert hubiera tenido un krinpit en la mirilla de su arma también se habría sentido tentado a reventarlo, pero tres disparos era desperdiciar munición. Apresuró la marcha y se dirigió hacia el perímetro. Al dar la vuelta a la tienda de la cocina, vio a una docena de personas alrededor del puesto de guardia emplazado colina arriba, mirando hacia el sendero que llevaba al lugar donde había aterrizado la nave de reaprovisionamiento. Algunos más se dirigían ya hacia el puesto y cuando él llegó eran una veintena. Todos hablaban a la vez.

Los disparos procedían de la parte alejada del sendero. -¿Quién está ahí? -preguntó agarrando por el hombro a la cabo Kristianides.

- Aggie y dos soldados. Decidieron ir a por otra carga antes de correr a la cola de la comida. El teniente Macklin acaba de salir con una patrulla tras sus pasos.

- Pues sentaos y cerrad el pico hasta que vuelvan -ordenó Sweggert, pero no era una orden que quisiera aplicarse a sí mismo. No era propio de Aggie empezar a disparar por las buenas en la jungla. El grupo se iba haciendo más numeroso; el coronel Tree llegó corriendo, con su aspecto de pequeña muñeca de porcelana, seguido por media docena de hombres más del comedor, y por último la coronel. Diez personas hablaban a la vez, hasta que Margie gruñó:

- ¡Descansen! Aquí viene Macklin, veamos qué cuenta.

Macklin no tenía nada que contar. Se acercó subiendo por la tierra aplastada en que se había convertido el sendero, con la carabina en posición de combate, mirando a ambos lados hacia la jungla. Al aproximarse, vieron también que los dos hombres que lo seguían cargaban con alguien, y el último soldado avanzaba de espaldas, llevando el arma en la misma posición que Macklin.

Lo que cargaban era un cadáver, el cuerpo de una mujer, pero no se podía afirmar nada más. Su rostro era irreconocible. Cuando la dejaron en el suelo se hizo patente que no sólo la habían atacado en la cara. Un brazo estaba desgarrado hasta el hombro y había un agujero de bala entre sus pechos.

- Krinpit -espetó el mayor Santangelo.

- Los krinpit no tienen armas -dijo la coronel Menninger con los labios apretados-. Tal vez fueran krinpit, pero no estaban solos. ¡Tree! Compruebe el perímetro. Quiero hombres armados en todos los puestos y personal de reserva en todos los puntos. Santangelo, convoque a los que no estén de servicio. Concédanos doscientos metros a Sweggert y a mí, luego síganos. Sweggert, escoja tres hombres, usted y yo vamos a acercarnos hasta allí.

- Sí, mi coronel. -Se dio la vuelta, le quitó el AGR, el arma de gas sin retroceso, a la cabo Kristianides y escogió a tres hombres de su pelotón al azar, mientras la coronel Menninger escuchaba el informe del teniente Macklin. Sólo había recorrido la mitad del sendero cuando encontró el cadáver y un par de cajas de suministros tiradas y saqueadas. No sabía dónde estaban los otros dos. Había regresado a buscar refuerzos. Marge Menninger no escuchó más. Se lo pasó al mayor Santangelo e hizo un gesto a Sweggert para ponerse en marcha.

A intervalos de veinte segundos, atravesaron uno tras otro el campo abierto que quedaba expuesto al fuego y se reunieron bajo el arco de un multiárbol. Mientras Sweggert esperaba a los demás, oyó las vibraciones y gemidos de algunas criaturas con caparazón, pero no muy cerca. El hombre que llegó a continuación también lo oyó, volvió la cara hacia Sweggert y articuló sin ruido la pregunta: ¿Krinpit? Sweggert asintió con gesto feroz e hizo señas imponiendo silencio. Cuando la coronel Menninger cruzó el campo abierto, corrió diez metros más allá de ellos, se apoyó en una rodilla, miró cautelosamente a su alrededor, levantó una mano y ordenó a los demás que avanzaran.

Jodida melenuda, pensó Sweggert. Era típico de aquella zorra escogerlo para algo así. Se la tenía jurada desde que se la había metido. Hizo una señal al resto de la patrulla para que fueran avanzando, uno por uno, dos a un lado del sendero y el tercero, con la coronel y él, al otro; cuando los demás acabaron la carrera esperó diez segundos y corrió él también hasta echarse cuerpo a tierra al lado de la coronel.

- Ahí es donde la pillaron -dijo jadeando mientras señalaba sendero adelante. Podían ver media caja de tubos fluorescentes aplastada y con el contenido esparcido por el suelo.

- ¡Ya lo veo, sargento! Sigamos, no quiero que Santangelo me pise el culo.

- Sí, mi coronel. -Avanzó encorvado, serpenteando entre la maleza, y se dejó caer de nuevo. La lejana vibración del krinpit seguía siendo audible, pero no parecía más cercana. La patrulla avanzó a saltos por la jungla hasta que la masa de la nave de aprovisionamiento apareció ante ellos. El claro que se extendía ante la imponente mole presentaba huellas. Hizo un gesto con la mano para llamar la atención de la coronel Menninger y luego señaló a la copa de un multiárbol. Ella asintió, y cuando a Sweggert le llegó el turno de correr otra vez, se dirigió al tronco más próximo, se colgó el AGR al hombro y empezó a subir la maraña de vegetación. No se parecía mucho a subir a un árbol de verdad, esto era más fácil. Las ramas planas y arqueadas eran como una sucesión de escalones, y las hojas que caían como estalactitas colgando entre ellas servían de asideros.

Lo malo era que resultaba difícil ver a través de la maleza. Sweggert tuvo que cambiar dos veces de posición para poder tener una visión clara del cohete.

Finalmente pudo observar la base de la nave y, justo delante de ella, los cadáveres de los otros dos soldados. Habían sido brutalmente mutilados. No había rastro de ningún krinpit y los sonidos que había oído parecían haberse alejado todavía más.

El sargento Sweggert empezó a sentirse un poco mejor. ¿Por qué coño iban a asustarlo los krinpit? Eran unos bastardos ruidosos, era imposible que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de él sin oírlo. Y, en ese caso, el AGR daría cuenta de él. Por supuesto, conjeturó, tal vez no estuvieran solos. Quizá vinieran con un par de Grasis, pero ¿qué importaba eso? Los Grasis eran Grasis: latinos, árabes o ingleses, y todavía no había amanecido el día en que él temiera toparse con uno de ellos en el bosque. Se echó la gorra hacia atrás y se acomodó. Si aparecía algo en ese claro, lo reventaría, y mientras tanto iba a disfrutar del entretenido espectáculo de contemplar a Margie Menninger arrastrándose por el suelo, casi debajo de él. Al otro lado del sendero vio que alguien se movía, también silenciosamente; giró el AGR para captarlo en la mirilla pero cuando la figura se deslizó entre los arbustos comprobó que se trataba de uno de los soldados de su propia patrulla. Giró de nuevo el arma y la apuntó hacia Marge, desplazando los hilos cruzados de la mirilla desde la base de su cráneo hasta las caderas. Estaría bien, fantaseó, si pudiera darle un susto que no olvidara jamás, justo en medio del viejo…

A sus espaldas, un sonido tan débil que era casi inaudible lo paralizó. Un poco tarde, comprendió que había cometido un error en su razonamiento. Los krinpit y los seres humanos no eran los únicos que habitaban Jem. Al empezar a girarse vio a una criatura delgada y larga, más larga que lo que él tenía de alto. La criatura subía hacia él apoyándose sobre doce patas como mínimo, mientras con otras sostenía lo que podría ser una especie de arma. El maldito bicho parecía llevar puestas unas gafas de sol, pensó sorprendido mientras intentaba apuntar el AGR. Fue demasiado lento. No oyó el disparo que le atravesó la cabeza.

Marge Menninger fue la primera que volvió al campamento. No esperó a que acabara la limpieza; en cuanto supieron qué estaban buscando, los cuarenta soldados armados registraron a fondo la zona. Sólo consiguieron matar a tres excavadores, pero uno de ellos era el que había asesinado al sargento Sweggert. Siempre fuiste un cabrón con suerte, pensó la coronel, ahora ya no tendrás que preocuparte del consejo de guerra por violación. Detuvo a un hombre que pasaba a su lado y lo envió corriendo a la tienda de comunicaciones; antes de llegar a su despacho, oyó el anuncio por el sistema de altavoces:

- ¡Mayor Vandemeer! ¡Preséntese inmediatamente a la coronel!

Se encontró con él en la puerta. Buen chico, había venido corriendo a medio vestir, pero traía el maletín consigo.

- Ábralo -gruñó-. Están armando a los reptadores contra nosotros, les dan armas y gafas. Eso es lo que Tinka intentaba decirme. ¡Rápido, hombre!

- Sí, mi coronel. -Incluso al imperturbable mayor Vandemeer le temblaban las manos al abrir los cierres-. Preparado, mi coronel -informó con los dedos colocados en posición.

La rabia que sentía en la cabeza se compensaba con la calidez que se extendía en la parte baja de su vientre. Se rascó con vigor y bramó:

- ¡Vuélelos!

- ¿A quiénes, mi coronel?

- ¡A los Grasis! ¡Reviente sus pájaros, todos! -Observó el complicado ritual y luego frunció el ceño-. Ya que está en ello, elimine también los de los Poblas.