VI

En un planeta que no tiene noche, los días se hacen interminables, reflexionaba Danny Dalehouse a un metro de profundidad bajo la tierra klongiana y, al menos, con otro tanto por cavar. Sus músculos le decían que llevaba como mínimo ocho horas excavando esa letrina, pero el diminuto y desalentador escorial que se amontonaba a su lado contradecía esa sensación muscular y el rojizo resplandor que iluminaba a contraluz las nubes sobre su cabeza no le ofrecía ninguna referencia. No se había alistado para excavar letrinas, pero se tenía que hacer y él era, sin discusión posible, el miembro más prescindible del grupo para encargarse de esa tarea aunque, ¿por qué tenía que requerir tanto tiempo?

Sólo llevaban tres días en el planeta (no es que hubiera días, se trataba sólo de que las viejas costumbres tardaban en morir), y el placer ya estaba desapareciendo. Lo que no era manifiestamente desagradable, como excavar las letrinas, resultaba una pesadez. Lo que no era aburrido, daba miedo, como la terrible y violenta tormenta que se había llevado por los aires su primera tienda, tan sólo diez horas después del aterrizaje, o era irritantemente molesto, como la picazón de los sarpullidos que les habían salido a todos y los problemas estomacales que habían convertido las letrinas en algo vital. Y, para empeorarlo, parecía que tenían compañía. Kappelyushnikov maldijo en ruso para informar de que una tercera nave tractran había descendido de su estado de carga para orbitar Klong. Debía tratarse de Grasis, sin duda, lo que significaba que ahora todo el mundo estaba representado en Klong. ¿Qué había de todo aquello del pionero solitario?

La pala golpeó en una zona hueca. Danny perdió el equilibrio, giró y cayó en postura fetal en el interior del hoyo, con la cara casi dentro del agujero que se había abierto inesperadamente. Un olor frío y húmedo ascendía desde su interior. Le recordó a una bodega cerrada y a las jaulas de ratones domésticos, y oyó movimientos rápidos y furtivos.

¿Serpientes? Descartó la idea en cuanto se le ocurrió. Ese era un miedo terrenal, fuera de lugar en Klong. Se tratara de lo que se tratara, no sería extraño que fuera más letal que un nido de serpientes de cascabel. Salió de la zanja saltando con prudente rapidez y gritó:

- ¡Morrissey!

El biólogo estaba a sólo unos metros, guardando muestras de plantas encurtidas en conservantes dentro de bolsas de plástico herméticas.

- ¿Qué pasa?

- Le he dado a un agujero. Puede ser un túnel. ¿Quieres echarle un vistazo?

Morrissey paseó la mirada de la vaina de semillas purpúrea que sostenía en un fórceps a la zanja de Dalehouse, dudando. Luego dijo:

- Claro, pero primero tengo que almacenar esto. No excaves más hasta que haya acabado.

Era una orden muy agradable y Dalehouse la obedeció agradecido. Estaba acostumbrándose a recibir órdenes. Ni siquiera en sus funciones de cavador de letrinas se libraba de interrupciones constantes, cada vez que algún miembro momentáneamente más valioso dé la expedición necesitaba otro par de manos: Harriet para montar la radio, Morrissey para sellar sus bolsas con calor o Sparky Cerbo para que la ayudara a encontrar los tomates enlatados y los cuchillos de cocina que habían desaparecido durante la tormenta…, cualquiera. Ya había tenido que vaciar dos veces el retrete químico del vehículo de aterrizaje en un foso superficial y echarle encima tierra de Klong porque los demás miembros del equipo no podían esperar a que acabara la tarea que le estaban impidiendo concluir.

Era una lata. ¡Pero estaba en Hijo de Kung! Podía olfatear los extraños olores klongianos: canela, moho, vegetación recién cortada y algo que se parecía un poco al pastel de manzana de su madre, aunque ninguno de ellos era en realidad nada de eso. Podía contemplar el paisaje klongiano, mucho paisaje: una palabra cada vez.

Era lo que esperaba de una expedición de especialistas. Dalehouse no era cocinero, ni granjero, ni médico, ni operador de radio. Carecía de cualquiera de las habilidades hipertrofiadas que poseían todos los demás. Era el único generalista de la expedición, y así seguiría la situación hasta que establecieran contacto con los autóctonos y pudiera emplear las habilidades comunicativas que se le suponían. Mientras tanto, le tocaba el trabajo deslomante.

El piloto ruso, Kappelyushnikov, estaba gritando su nombre.

- Eh, Danny, ven a tomarte una copa. ¡Olvídate del sudor!

- ¿Por qué no? -A Danny le alegró ver que Cappy sostenía en alto un vaso que contenía un centímetro de agua y esbozaba una amplia sonrisa. Por fin había conseguido que el alambique funcionara. Dalehouse se tragó las escasas gotas y se secó primero los labios con gesto apreciativo y luego la frente mojada. Kappelyushnikov tenía mucha razón. En aquella atmósfera espesa y húmeda, los dos estaban cubiertos de sudor. El alambique funcionaba con una pequeña llama de un pulverizador de petróleo, lo que, en su situación, equivalía a quemar billetes de cien dólares para ponerlo en marcha. Más adelante lo llevarían a la orilla del lago y utilizarían energía solar, pero en ese momento necesitaban agua potable.

- Está buena, ¿verdad? -preguntó Kappelyushnikov-, ¿no te hace sentir débil, como si fuera una especie de veneno? Muy bien. Entonces llevémosle una copa a Gasha.

La intérprete se había concedido a sí misma el mando durante la fase de establecimiento del campamento y nadie se había opuesto: se pasaba horas pegada a la radio, intentando dar sentido a las comunicaciones, pero aseguraba que la otra mitad de su mente era capaz de controlar las tareas asignadas a cada uno. Tal vez tuviera razón, pensó Dalehouse. Era la persona menos agradable de la expedición, y a nadie le apetecía especialmente discutir con ella. Resultaba difícil imaginar a alguien con menos atractivo físico, con un pelo fibroso moreno y una permanente expresión de desilusión en el rostro. Aunque de mala gana, se mostró agradecida por el agua.

- Gracias por poner en marcha el alambique. Y la letrina también, por supuesto, Danny. Ahora, los dos podéis…

- Yo no he acabado -la corrigió Danny-. Jim quiere revisar primero un agujero. ¿Alguna noticia en la radio?

Harriet sonrió sin despegar los labios.

- Hemos recibido un mensaje de los Poblas.

- ¿Sobre ese tipo que está en apuros?

- Oh, no. Échale un vistazo. -Le pasó un rollo de fax:

Las Repúblicas Populares ofrecen su mano en señal de amistad a la segunda expedición llegada a Hijo de Kung. Mediante la cooperación pacífica conseguiremos un glorioso triunfo para toda la humanidad. Los invitamos a que se unan a nosotros en las celebraciones del mil quinientos aniversario de los escritos de Confucio, cuyo nombre recibe nuestra estrella.

Dalehouse se quedó atónito.

- ¿Ese aniversario no es una especie de vacaciones de invierno?

- Te veo muy bien informado, Dalehouse. Se celebra en diciembre. Nuestro instructor lo denominaba la respuesta confuciana a la Chanukkah, que es, como ya sabréis, la respuesta judía a las Navidades.

Dalehouse frunció el ceño, intentado recordar, algo que se le hacía cada vez más difícil.

- Pero si todavía no estamos ni en octubre.

- Me sorprende tu rapidez mental, Danny. Así que interprétalo, ¿quieres? -le pidió la intérprete.

- No sé. ¿Nos están diciendo algo así como que no nos molestéis durante un par de meses?

- Más bien algo así como que nos muramos -intervino el piloto.

- No lo creo. No están mostrándose poco amistosos -dijo Harriet, recuperando el fax y mirándolo con los ojos entrecerrados-; fijaos en que se refieren a Kung Fu-tze con la forma latinizada del nombre. Es un detalle bastante cortés por su parte. Aun así… -Frunció el ceño. Vistos con la mirada más compasiva, los ojos de Harriet eran ligeramente saltones, como los de un conejo, debido a las pesadas lentes de contacto que llevaba; y en ese momento sus labios se fruncían también como los de ese roedor-. Por otro lado, se han tomado la molestia de señalar que somos la segunda expedición.

- Con lo que quieren decir que ellos son la primera. Pero ¿qué importancia tiene? No pueden plantear reclamaciones territoriales por haber llegado aquí antes que nosotros, eso quedó especificado con detalle en los acuerdos de la ONU. Nadie tiene derecho a reclamar más que un círculo de cincuenta kilómetros alrededor de una base autosuficiente.

- Pero están insinuando que podrían hacerlo.

A Cappy le aburría tanto protocolo.

- ¿Alguna carta de amor de los Grasis, Gasha?

- Sólo una confirmación de que han recibido nuestros mensaje. Y ahora, esa letrina…

- En seguida, Harriet. ¿Qué pasa con el paqui que se ha perdido?

- Que sigue perdido. ¿Quieres escuchar las últimas cintas? -No esperó la respuesta, sabía cuál sería. Enchufó una bobina y la pasó. Era la señal de socorro automática de los Poblas; cada treinta segundos se oía un SOS codificado seguido de un pitido de cinco segundos para la localización. Entre las señales, el micrófono permanecía abierto, transmitiendo cuantos sonidos captara.

- He eliminado la mayor parte de la suciedad sonora. Esta es la voz del hombre.

Ni Dalehouse ni Kappelyushnikov incluían el dominio del urdú entre sus habilidades.

- ¿Qué dice? -preguntó el piloto.

- Simplemente pide ayuda. No está en buenas condiciones físicas. La mayor parte del tiempo no dice nada, y además tenemos esto.

Lo que surgió del reproductor de la cinta se parecía al chirrido de un grillo de tamaño increíble y bastante a un Festival de Año Nuevo chino en el que aborígenes australianos tocaran sus instrumentos nativos.

- ¿Qué demonios es eso? -preguntó Danny.

- Eso -dijo Harriet con suficiencia- también es un lenguaje. He estado estudiándolo y he podido diferenciar algunos conceptos clave. Tienen algún tipo de problema, no sé exactamente cuál.

- No tan grave como el del paqui -gruñó Kappelyushnikov-. Vamos, Danny, es hora de que volvamos a trabajar.

- Sí, esa letrina es…

- ¡No en la letrina! Hay otras cosas en la vida además de mierda, Gasha.

Ella se calló y le lanzó una mirada iracunda. Kappelyushnikov era casi tan prescindible como Danny Dalehouse, puede que hasta más. Una vez que la expedición estuviera bien instalada, las habilidades de Dalehouse entrarían en acción, o eso esperaban todos, para establecer contacto con la vida autóctona, pero la habilidad principal del piloto se limitaba a pilotar una nave espacial por placer. Si se lo presionaba, podía conducir un valvajet, una lancha rápida o una canoa. Y en Klong no había ninguno de esos vehículos.

En cambio, lo que sí tenía que siempre resultaba útil era iniciativa.

- Gasha, querida -la intentó engatusar-, no es posible. Tu querido Morrissey todavía tiene sus trampas para ratones en la zanja. Y, además, ahora que disponemos de agua, tengo que hacer Wasserstoff

- Hidrógeno -lo corrigió Harriet automáticamente-. ¿Hidrógeno? ¿Para qué demonios quieres hidrógeno?

- Así tendré un trabajo que hacer, querida Gasha: volar.

- ¿Vas a volar con hidrógeno?

- Tú sí que me entiendes, Gasha -respondió radiante el ruso, señalando hacia arriba-. Como ellos.

Danny miró hacia arriba y al momento corrió a la tienda para buscar el único par de prismáticos decente que quedaba, pues los otros dos pares también habían desaparecido después de la tormenta.

Allí estaban: la bandada de globonoides arrastrada por el viento, muy alto, cerca de las nubes. Se encontraban al menos a dos kilómetros, demasiado lejos para oír los sonidos de su canto, pero por los prismáticos los podía ver con bastante nitidez. En el firmamento purpúreo, resaltaban con sus colores brillantes verdes y amarillos. Dalehouse verificó que era cierto lo que le habían dicho: algunos eran luminosos, ¡como luciérnagas! Una tracería de venas se destacaba sobre la gran bolsa de gas de cinco metros de los más voluminosos y próximos a ellos, parpadeando con chispas bioluminiscentes que la recorrían.

- Maldita sea -gruñó-, ¿qué estás diciendo, Cappy? ¿Crees que puedes volar ahí arriba?

- Sin ningún problema, Danny -respondió el piloto con aire solemne-, sólo es cuestión de confeccionar burbujas y meterles Wasserstoff Entonces volamos.

- Hagamos un trato -dijo Dalehouse con seguridad-. Explícame qué hay que hacer y yo lo haré. Yo… ¡espera un momento! ¿Qué es eso?

El enjambre de globos se estaba dispersando y, tras ellos, atravesando la zona que abandonaban, llegaba otra cosa, algo que latía con un destello rítmico de luz.

Entonces también él escuchó el sonido.

- ¡Es un helicóptero! -gritó estupefacto.

El piloto del helicóptero era bajo, moreno e irlandés. No sólo era irlandés, sino un repatriado al Reino Unido tras once años en Houston, Texas. Morrissey y él congeniaron inmediatamente.

- ¿Te acuerdas de Bismark's?

- ¿Has estado alguna vez en La Carafe?

- ¿Que si he estado? ¡Si viví allí!

- Cuando se reunieron todos, el recién llegado dijo:

- Encantado de conoceros a todos. Me llamo Terry Boyne y os traigo saludos oficiales de nuestra expedición, es decir, de la Organización de las Naciones Exportadoras de Combustible, a la vuestras, es decir, a vosotros. Está bien lo que tenéis aquí -prosiguió mirando con admiración a su alrededor-. Nosotros estamos más abajo, hacia el polo de calor; para mí, habéis elegido un mejor emplazamiento. En el nuestro hay un viento increíble y, por si fuera poco, hace un calor abrasador, ¿qué os parece?

- ¿Y por qué lo elegisteis? -preguntó Morrissey.

- Oh -dijo Boyne-, hacemos lo que nos ordenan nuestros jefes, ¿vosotros no? Y lo que me han ordenado hoy es que me pase por aquí y haga una visita de buena vecindad.

Como era de esperar, Harriet intervino:

- En nombre de los Estados Exportadores de Alimentos aceptamos tus saludos y, por nuestra parte…

- ¿Quieres hacer el favor de callarte, Harriet? -retumbó Kappelyushnikov-. Nosotros no somos sólo una colonia más de Klong, Terry Boyne.

- ¿Qué es «Klong»?

- Así es como llamamos a este planeta -explicó Dalehouse.

- Hum… «Klong». A nosotros se nos ha dicho que lo llamemos «Jem», abreviatura de «Geminorum». Sabe Dios cómo lo llamarán los Poblas.

- ¿Los has ido a visitar?

Boyne carraspeó.

- Bueno, en realidad se trata más o menos de eso, no sé si me entendéis. ¿Habéis estado interceptando sus emisiones?

- Por supuesto. Y las vuestras.

- Bien, entonces habréis escuchado las señales de socorro del pobre tipo atrapado con esas bestias que nuestro intérprete dice que se autodenominan «krinpit». Los Poblas no responden. Nos ofrecimos a ayudarlos y nos mandaron a la mierda.

Morrissey miró a Harriet. La intérprete de los Grasis lo estaba haciendo mejor que ella.

- A nosotros nos ha pasado algo parecido, Terry -dijo-. Nos insinuaron que no éramos bien recibidos en su parte del mundo. Por descontado, no tienen ningún derecho a adoptar esa postura…

- … pero no queréis provocar ningún problema entre bloques -acabó Boyne la frase asintiendo-. Bien, por razones humanitarias… -Se atragantó y, antes de proseguir, dio un largo trago de la bebida que le había alcanzado Morrissey-. Mierda, seamos sinceros. Por curiosidad y sólo para ver qué está pasando (pero también por razones humanitarias) queremos ir hasta allí y rescatar al tipo. Obviamente, los Poblas no pueden. Suponemos que la razón por la que nos mantienen alejados tanto a vosotros como a nosotros es que no quieren que veamos lo apurada que es su situación. Vosotros no podéis… -Vaciló buscando las palabras con tacto-. Bueno, a todas luces sería más fácil que nosotros nos acercáramos con un helicóptero que vosotros enviarais una expedición por tierra. Estamos dispuestos a hacerlo, pero preferiríamos no ir solos, no sé si me entendéis.

- Creo que yo sí -dijo Harriet con tono despectivo-. Queréis que alguien comparta la responsabilidad.

- Queremos que sea una incuestionable misión de caridad interbloques -la corrigió Boyne-, de manera que estoy decidido a ir y sacar de allí a ese hombre ahora mismo, pero me gustaría que me acompañara uno de vosotros.

En ese momento ocho de los diez miembros de la expedición empezaron a hablar a la vez, hasta que Kappelyushnikov gritó: «¡Voy yo!» y acalló a los demás. Harriet miró enfurecida al equipo y dijo enfurruñada:

- Pues ve, si quieres, aunque andamos muy escasos de personal…

Danny Dalehouse no esperó a que acabara:

- ¡Tienes toda la razón, Harriet! Y por eso debo ir yo. Podéis prescindir de mí, y además…

- ¡No! ¡De mí sí se puede prescindir, Danny! Y soy piloto…

- Lo siento, Cappy -dijo Danny con seguridad-, ya tenemos un piloto, el señor Boyne aquí presente, y además tienes que hacer tu Wasserstoff para que pueda volar cuando vuelva. Y, además, establecer contacto con los alienígenas es mi función básica, ¿no? Y -no esperó a que le respondieran- por si fuera poco, creo que conozco al tipo que está atrapado ahí, Ahmed Dulla. Ambos tuvimos problemas con la policía en Bulgaria hace un par de meses.

El lento guk, guk, guk se transformó en un frenético güicgüicgüicgüic cuando el piloto incrementó la velocidad de los rotores y el helicóptero se elevó con una sacudida del suelo y se dirigió hacia una nube. Danny se aferró al asiento, maravillándose del derroche de su tesoro del que hacía gala el Bloque de Combustible: cuatro toneladas contando sólo el helicóptero, transportadas por taquión desde la órbita de la Tierra con un coste en recursos que ni siquiera podía imaginar.

- No te mareas en las alturas, ¿verdad? -gritó Boyne por encima del ruido de las aspas. Danny negó con la cabeza, el piloto sonrió y ladeó los bordes de las aspas para que el helicóptero se inclinara hacia una masa de cúmulos a la que empezó a seguir. Para decepción de Danny, la bandada de globonoides no estaba a la vista, pero aún así había otras criaturas, grandes y pequeñas, en el aire, que se mantenían a cierta distancia. Dalehouse no podía verlas con claridad y sospechaba que ellas querían que fuera así, manteniéndose en los límites de su campo visual y desapareciendo entre las nubes en cuanto el helicóptero se acercaba. Pero… ¡y lo que veía abajo! El paisaje se extendía ante él para que lo disfrutara mientras el aparato avanzaba a sacudidas a menos de cincuenta metros por encima de la vegetación más alta. Bosquecillos de árboles que parecían bambú, matas de helechos de treinta metros de altura, marañas de vegetación que parecían un manglar, con veinte o más troncos que se unían para formar un único y enmarañado juego de la cuna vegetal. Veía pequeñas criaturas corriendo y saltando para ocultarse cuando ellos serpenteaban por encima, y colores de todo tipo. El invariable resplandor rojizo de la estrella enana suavizaba las piedras y el agua, pero los colores más brillantes no eran reflejos, sino incandescencia natural de hongos luminosos, colas de insectos luminiscentes o luces de las propias plantas.

Por supuesto, Dalehouse había estudiado los mapas de Klong, las fotografías orbitales proporcionadas por el radar de dispersión, pero ver el paisaje mientras lo sobrevolaban era algo muy distinto. Atrás, a uno o dos kilómetros por la costa habían dejado su propio campamento en una estrecha lengua de tierra que separaba la bahía del amplio océano (o lago). Estaba el propio lago (u océano), que se curvaba como una rodaja de sandía mordida y, bajo la luz de Kung, tenía casi el mismo color. Orilla arriba estaba el campamento de los Poblas. Más allá, hacia la parte de Klong que se extendía justo por debajo de la estrella, donde la tierra era más seca y las temperaturas aún más elevadas, se levantaba el de los Grasis. Esas dos instalaciones, por supuesto, no estaban a la vista. El helicóptero giró por encima del agua. Boyne señaló y Dalehouse asintió: podía ver su destino, que empezaba a tomar forma a través de la neblina oscura, en la lejana orilla.

Dalehouse descubrió que Boyne no había sido sincero del todo. No había mencionado que éste no era su primer viaje a la comunidad krinpit. Había realizado al menos dos sobrevuelos antes, porque tenía fotografías de la zona. Sacó un fajo de fotos de un bolsillo elástico de la puerta del helicóptero, las revisó y le pasó una a Danny.

- ¡Allí, junto al borde del agua! -gritó. Señaló una figura hecha un ovillo a unos metros de la playa. Cerca estaba varada tina barca de plástico y a su alrededor había cobertizos y otras estructuras más misteriosas. También se veían algunas criaturas de aspecto muy desagradable que parecían cangrejos de bordes cuadrados: krinpit. Algunas de ellas estaban sospechosa inente cerca de la figura acurrucada.

- ¿Vive todavía? -gritó Danny.

- No lo sé. Hace uno o dos días estaba vivo. Probablemente tenga bastante agua, pero a estas alturas debe de estar muerto de hambre y posiblemente enfermo.

Desde el aire, la población de krinpit parecía un corral, pues la mayoría de las estructuras eran únicamente paredes sin techo, como rediles de ganado. Las criaturas andaban por todas partes, según comprobó Danny, y se movían asombrosamente rápido, al menos si se las comparaba con la imagen de los crustáceos terrestres. No cabía duda de que eran conscientes de que el helicóptero se estaba acercando. Algunas se irguieron y encararon sus rostros ciegos hacia él, y un número inquietante de ellas parecía converger hacia la orilla.

- Tienen una pinta bastante espeluznante, ¿eh? -gritó Boyne.

- Escucha -dijo Danny-, ¿cómo vamos a sacar a Dulla de ahí? No sólo da escalofríos mirarlos, también parecen malos bichos.

- Sí. -Boyne bajó la ventanilla de su lado y se asomó, haciendo que el helicóptero girara. Negó con la cabeza y luego señaló-. ¿Es ése tu amigo?

La figura se había movido desde que le habían tomado la fotografía, ya no estaba a cubierto de uno de los cobertizos sino a unos metros, estirado en el suelo, boca abajo. Dulla no parecía muy vivo, aunque tampoco se podría asegurar que estuviera muerto.

Boyne frunció el ceño en gesto reflexivo, luego se volvió hacia Dalehouse.

- Abre esa caja que tienes entre los pies, haz el favor, y pásame un par de esas cosas.

Las «cosas» eran cilindros metálicos con un lazo de alambre en la punta. Boyne cogió media docena, tiró de los lazos y los arrojó cuidadosamente hacia los krinpit. Cuando los alcanzaron, despidieron un humo amarillo que formó un nube densa. Los krinpit se apartaron del humo tambaleándose, como si los hubiera desorientado.

- No es más que gas lacrimógeno -sonrió Boyne-. Lo aborrecen. -Miró hacia abajo. Casi todas las criaturas que habían convergido hacia el hombre postrado huían ahora. Todas salvo una.

Ésa estaba visiblemente afectada por el gas, pero no se alejaba del ser humano tendido boca abajo. Parecía dolorida. Se movía apresuradamente adelante y atrás, como si estuviera desgarrada entre dos imperativos contradictorios: huir, quedarse, tal vez luchar.

- ¿Qué vamos a hacer con ese cabrón? -se preguntó Boyne en voz alta, sobrevolando la escena. En ese momento la criatura se alejó lentamente y el piloto tomó la decisión. Descendió al espacio de suelo que se extendía entre el krinpit y el paquistaní inconsciente.

- Recógelo, Danny -gritó.

Danny abrió de golpe la puerta de su lado y saltó. Levantar al paquistaní le costó más de lo que había pensado. Dulla no pesaba mucho más de cincuenta kilos aquí, pero parecía tan flácido como la goma, y estaba inconsciente. Danny lo cogió por debajo de los brazos y, más que cargar con él, lo arrastró hasta el helicóptero, mientras Boyne maldecía con preocupación. Los rotores giraron y ya empezaban a elevarse cuando oyeron un crujido estrepitoso y frenético al otro lado. Doscientos kilos de krinpit adulto se lanzaron sobre la paleta de carga lateral. Boyne farfulló encolerizado y maniobró con los controles. El helicóptero se tambaleó y pareció a punto de volcarse a un costado. Al final el piloto lo enderezó y empezó a ascender y alejarse.

- ¿Qué vas a hacer, Boyne? -chilló Danny intentando meter dentro del aparato las piernas de Dulla para cerrar la puerta-. ¡No puedes dejar esa cosa ahí pegada!

- ¡Claro que puedo! -Boyne miró con preocupación las patas de articulaciones rígidas que intentaban desgarrar el plástico para alcanzarlo, elevó el helicóptero y voló por encima del agua-. ¡Siempre he querido una mascota! ¡Veamos si puedo llevarme este bicho a casa!

Cuando, entre maravillado y preocupado, volvió a su campamento, Dalehouse estaba agotado. Dio un rápido informe a los demás miembros de la expedición para sumirse al momento en un sueño sin sueños.

«Noche» era un concepto arbitrario en Klong. Cuando se despertó, el cielo era el mismo de siempre, con las mismas nubes y el rescoldo rojizo apagado de Kung colgado en el remoto centro del firmamento.

Volvió a dedicarse a las tareas habituales. Kappelyushnikov, o cualquier otro, había excavado un poco por él. Tuvo que trabajar menos de una hora, dedicándose básicamente a adecentar los bordes. Lo agradeció porque tenía más de una hora de reflexión por delante.

Tras rescatar al paquistaní, Boyne había seguido una ruta directa a su propio campo base. Ni siquiera había preguntado si Dulla estaba vivo; la espantosa y activa criatura que tenía a sólo unos centímetros de la oreja izquierda y las exigencias del pilotaje reclamaban toda su atención. Avisados por radio, los Grasis tenían redes preparadas. Habían atrapado y encerrado a la bestia antes de que ésta se diera cuenta de lo que ocurría. Luego, tomó una comida rápida mientras Dulla recibía un tipo de tratamiento médico de emergencia, que consistió básicamente en lavarlo un poco e introducirle algo de glucosa en el riego sanguíneo. Más tarde, sobre el suelo árido y caluroso del campamento de los Poblas, donde dejaron al enfermo, aceptaron un agradecimiento teñido de soberbia del chino al mando. Por último, Boyne llevó a Dalehouse a casa. En total, había estado fuera cinco o seis horas. Y cada segundo de esas horas, su mente había recibido una información u otra a la que darle vueltas.

Le dolía de verdad que los Grasis se hubieran quedado con el krinpit. Sin duda alguna, la criatura era inteligente. Si sus edificaciones no lo hubieran demostrado por sí solas, su tentativa metódica de perforar la pared exterior para introducirse en el helicóptero y su paciente aceptación del fracaso cuando vio que el plástico era demasiado duro revelaban que era capaz de pensar. Sólo había presentado una breve resistencia cuando los Grasis le echaron las redes encima, y luego permitió que lo introdujeran en una jaula con barrotes de acero. Únicamente cuando la puerta se hubo cerrado de golpe a sus espaldas, empezó a cortar con movimientos sistemáticos la red para liberar sus extremidades. Dalehouse había dedicado todo el tiempo que le quedó libre a observarlo e intentar dar sentido a los sonidos que producía. ¡Si hubiera aceptado la escisión del cerebro en algún momento de sus estudios! Sabía que Harriet o incluso aquella chica búlgara, Ana, habrían podido extraer algún tipo de patrón lingüístico, pero para él aquello no era más que ruido.

Además, estaba la maravilla del propio campamento de los Grasis. ¡Barrotes de acero! ¡Un helicóptero! ¡Literas con patas y muelles metálicos! Ni siquiera podía imaginarse qué derroche de combustible irreemplazable les había permitido lanzar todo ese material a una velocidad mayor a la de la luz a una órbita alrededor de Kung, y luego hacerlo descender intacto a la superficie del planeta. ¡Si hasta disponían de aire acondicionado! Cierto es que les hacía falta; tan cerca del polo de calor, la temperatura de superficie debía de superar con creces los cuarenta grados, pero nadie los había obligado a establecerse donde necesitarían la sangría permanente de acondicionadores de aire para sobrevivir.

Los Poblas eran todo lo contrario. Su campamento daba pena. El chino Cómo se Llame había puesto la mejor cara posible, pero era evidente que el regreso de Dulla significaba para él, sobre todo, otro herido al que atender, sin que le quedara casi nadie lo bastante sano para encargarse de los cuidados y, mucho menos, para hacer cualquier otra cosa. Con orgullo, había dado a entender a sus visitantes que había otra expedición en camino, «casi tan grande como la nuestra». Pero ¿cómo de grande?

Jim Morrissey interrumpió el hilo de sus pensamientos. El biólogo había estado fuera del campamento y no había oído el informe; ahora quería que se lo explicara todo de primera mano. Dalehouse lo complació y luego preguntó:

- ¿Atrapaste algo en tus ratoneras?

- ¿Qué? Ah. -Obviamente para Morrissey había pasado mucho tiempo-. No. Introduje una sonda atada a un alambre por el túnel, pero una y otra vez acababa topando con callejones sin salida. Sean quienes sean, son muy inteligentes. En cuanto irrumpes en su túnel, lo cierran.

- ¿Así que no tienes ningún animal que enviar a la Tierra?

- ¿Ningún animal? ¿Cómo se te ocurre, Danny? Tengo una casa de fieras completa. Ratas-cangrejo e insectos, bichos que vuelan y otros que se arrastran, quién sabe qué son. Creo que las ratas-cangrejo probablemente están emparentadas con los krinpit, pero no puede establecerse ningún parentesco con certeza hasta que se haya hecho el trabajo de paleontología y, Dios mío, ni siquiera he empezado con los estudios taxonómicos. Y plantas, bueno, plantas, por llamarlas de alguna manera. No tienen estomas ni células mesófilas, ¿no te parece increíble?

- Claro que me lo parece, Jim.

- No tengo ni idea de dónde se realiza el proceso de fotosíntesis -prosiguió Morrissey, maravillado-, pero es la misma magia de siempre. Producción de fécula gracias a la luz del sol o por lo que podría pasar por luz del sol: 6CO2 + 6H20 sigue produciendo C6H12O6 y algún oxígeno de sobra, tanto en la Tierra como en el cielo. O a la inversa.

- ¿Eso es fécula? -preguntó Dalehouse.

- No te quepa duda, pero ni se te ocurra comerlo. Y sigue poniéndote esa gelatina en la piel cada vez que lo necesites. Entre todas esas cosas hay algunas que acabarían contigo.

- Claro.

La atención de Dalehouse se dispersaba y apenas escuchaba mientras Morrissey catalogaba la vegetación que había identificado en Klong hasta el momento. Algo parecido a hierba cubría las llanuras, o plantas carnosas similares al bambú, con tallos huecos que servirían para estructuras. Bosques de plantas que parecían helechos, pero que daban frutos y tenían tallos leñosos. Algunos de ellos crecían juntos de numerosos troncos, como los mangles; otros se elevaban en solitario esplendor como las secuoyas. Había plantas trepadoras que parecían dar uvas, cuyas semillas de cáscara dura se dispersaban mediante los tractos digestivos de los animales. Algunas eran luminosas. Algunas, carnívoras, como el atrapamoscas de Venus. Otras…

- Esa fécula -lo interrumpió Dalehouse, recuperando su propio hilo de pensamiento-, ¿no la podemos comer? Quiero decir, ¿qué pasaría si le extraemos el veneno, cocinándola como a la tapioca?

- Danny, mantente dentro de los límites de lo que conoces.

- No, te lo digo en serio -insistió Dalehouse-. Hemos tenido que traer un montón de masa en forma de alimentos. ¿No podríamos intentarlo?

- No. Bueno, tal vez, en cierto sentido. Sólo se necesitan unas pocas de sus proteínas para provocar una reacción, pero no la sé manejar, así que más vale no experimentar. Acuérdate del ratón blanco de los Poblas.

- Si son plantas, ¿por qué no son verdes?

- Bueno, en realidad lo son, más o menos. Con esta luz parecen púrpuras porque Kung es muy rojo. Si las iluminas con una linterna, tienen una especie de color amarillo verdoso. Mira -prosiguió con seriedad-, no utilizan la clorofila habitual, ni siquiera un derivado de la porfirina. Parecen emplear un ion de magnesio…

- Más vale que acabe esta zanja de una vez -dijo Danny palmeándole el hombro al biólogo.

Estaba casi terminada. Recogió el retrete químico del vehículo de aterrizaje; lo ajustó sobre la ranura de la zanja y luego fue a informar a Harriet.

- Misión cumplida, cagadero norteamericano de primera preparado para su uso.

Harriet fue a inspeccionarlo y frunció los labios.

- Dalehouse, ¿crees que somos animales? ¿Es que no puedes cubrirlo con una tienda como mínimo? Y antes de que llueva, ¿te importaría? Maldita sea, Danny, ¿por qué tengo que decirle a todos lo que hay que hacer?

Levantó la tienda, pero la tormenta, cuando llegó, fue descomunal. Los relámpagos rayaron el cielo entero, de las nubes al suelo, de una punta a otra del horizonte. Kung quedó totalmente oculto, sin que se atisbara siquiera un leve resplandor que señalara en qué punto del cielo se encontraba, y la única luz procedía de los relámpagos. La primera baja fue el sistema de energía. La segunda, la tienda del retrete de Danny, que ráfagas de viento de ochenta kilómetros arrancaron y se llevaron por los aires. Cuando acabó, estaban empapados y abatidos, y todos se dispusieron a reconstruir una vez más el campamento. En East Lansing no había tormentas como las de Klong, y Danny tuvo un mal presentimiento al pensar en los años que le quedaban por delante en este traicionero planeta. Cuando se dio cuenta de que llevaba más de veinte horas sin dormir se dejó caer en la cama y soñó con una cálida mañana en Bulgaria acompañado de una preciosa rubia.

Cuando se despertó, Jim Morrissey lo estaba zarandeando. -Levántate. Me toca la cama.

En realidad ni siquiera era una cama, tan sólo un saco de dormir sobre tina colchoneta hinchable, pero al menos estaba seca y caliente. Dalehouse se la cedió a regañadientes.

- ¿Ha sobrevivido el campamento?

- Más o menos. Sin embargo, más vale que no te acerques a Harriet. Se ha perdido una de sus radios, y cree que todos los demás tenemos la culpa. -Cuando se hubo metido en la cama y estirado las piernas dentro del cálido interior, añadió-: Cappy quiere enseñarte algo.

Danny no se dio prisa en buscar al piloto; lo más probable, pensó, era que tuviera que doblar el espinazo en otro nuevo trabajo pendiente. Podía esperar a que comiera algo aunque, reflexionó mientras masticaba tenazmente el aporte garantizado diario de vitaminas y minerales esenciales (que parecía una galleta para perros), comer no era mucho más divertido que cavar letrinas.

Pero Kappelyushnikov no estaba pensando en eso.

- Durante un tiempo tú y yo no vamos a hacer más trabajos físicos, Danny -le dijo sonriendo-. He sido honrado con el nombramiento como meteorólogo jefe. Debo fabricar más Wasserstoff para vigilar los vientos, y tú me ayudarás.

- ¿Ha afectado mucho la tormenta a Harriet? -aventuró Dalehouse.

- ¿A Gasha? Sí, por eso quiere mejores previsiones meteorológicas, aunque lo que yo quiero son viajes exóticos a lugares remotos. Ya lo verás.

El alambique de Kappelyushnikov había sido reconvertido a la energía solar: un canal de agua salobre del lago corría entre aluminio que reflejaba los rayos ultravioleta, y el vapor quedaba atrapado en una sábana de plástico extendida por encima. Las gotas caían a un depósito, y parte del agua dulce se electrolizaba en hidrógeno y oxígeno. El colector de hidrógeno, un globo de plástico sin costuras, estaba conectado a un pequeño compresor que zumbaba a intervalos regulares para bombear el gas a un pesado cilindro metálico.

Kappelyushnikov comprobó el indicador de presión y asintió con seriedad.

- Está lleno. Ahora tienes que ir a pedirle prestado un teodolito a la jefa suprema, Gasha. No aceptes un no por respuesta; luego te enseñaré algo que te asombrará de verdad.

Por suerte para Dalehouse, Harriet no estaba cuando fue a buscar el teodolito, un pequeño telescopio que parecía una herramienta de topógrafo. Cuando volvió con él, Kappelyushnikov ya había llenado un globo de plástico con hidrógeno y estaba equilibrando con pericia su capacidad de elevación con un rublo de plata que hacía las veces de contrapeso.

- Mi moneda de la suerte -dijo como en un sueño-. Sí, estupendo, ¿tienes un lápiz?

- ¿Qué es un «lápiz»? Tengo un bolígrafo.

No te rías de los viejos valores soviéticos -respondió Kappelyushnikov con seriedad-. Cuando suelte el globo, no le quites ojo al reloj. Me avisas cada veinte segundos, yo te grito las lecturas y tú las anotas. ¿Has entendido? Muy bien, adelante.

El pequeño globo no salió disparado de entre los dedos de Dalehouse sino que se elevó poco a poco, meciéndose suavemente empujado por céfiros errabundos. En la calma que siguió a la tormenta, Dalehouse no había percibido un viento predominante claro y veía que el globo se movía errático. A cada control de tiempo, la lectura que daba Kappelyushnikov señalaba las indicaciones correctas de ascensión y declinación. Tras la séptima lectura, empezó a maldecir, y tras la novena se puso en pie con cara de pocos amigos.

- ¡No está bien! Con esta asquerosa luz del Hijo de Kung, no puedo ver. La próxima vez le ataremos una vela.

- Perfecto, pero ¿te importaría explicarme qué estamos haciendo?

- ¡Midiendo los vientos ahí arriba, querido Danny! ¿Te fijaste en cómo giraba el globo, en cómo retrocedía? Los vientos soplan en direcciones distintas a diferentes alturas. El globo los sigue. Nosotros seguimos al globo. Ahora reducimos las lecturas y pronto te abrumaré con todo lo que quieras saber y más sobre los patrones de los vientos klongianos.

Dalehouse entrecerró los ojos pensativamente mirando hacia el punto en que el globo había desaparecido en las tinieblas pardas.

- ¿Y cómo vamos a hacerlo?

- Oh, Danny, Danny. ¡Qué ignorantes sois los norteamericanos! Trigonometría simple. Tengo una visión correcta de la ascensión del globo a los veinte segundos, ¿de acuerdo? Por tanto, tengo un ángulo de un triángulo rectángulo. El segundo ángulo debe tener noventa grados, ¿lo entiendes? De otro modo no sería un triángulo rectángulo. Una sencilla sustracción de ciento ochenta grados me da el ángulo que falta, y así he descrito el triángulo perfectamente, salvo por la dimensión de los lados. Bien. Ahora añado la medida del primer lado, y una sencilla transformación…

- ¡Eh! No has medido nada. ¿De dónde sacas cuánto mide un lado?

- De la altitud del globo al cabo de veinte segundos por supuesto.

- Pero ¿cómo sabes…?

- Ah -dijo Kappelyushnikov con aire de suficiencia-, por eso es tan importante preocuparse de determinar bien el peso del globo. Con una capacidad de elevación fija, el globo asciende a una velocidad constante. La elevación es equivalente a un rublo de plata, así que cada veinte segundos asciende nueve metros setenta y tres centímetros. Ahora realizamos la misma operación aritmética para la declinación y hemos fijado la posición del globo en un espacio tridimensional. Ven, caminemos mientras hablamos. -Tomó las lecturas que había anotado Danny y las revisó frunciendo el ceño-. Qué letra más espantosa -se quejó-. Sin embargo, tal vez pueda entenderlas lo justo para introducirlas en el ordenador. Es una operación matemática muy fácil.

- Entonces, ¿para qué necesitas un ordenador?

- Oh, podría hacerlas yo mismo, pero el ordenador necesita práctica. Espera y verás, Danny.

Mientras el ruso murmuraba para sí sobre el teclado, Harriet asomó la cabeza en la tienda.

- ¿Qué estáis haciendo? -preguntó con brusquedad.

- Una importante investigación científica-dijo Kappelyushnikov a la ligera, sin levantar la mirada. Para sorpresa de Danny, la traductora no replicó. Parecía taciturna, confusa y desdichada, es decir, con un aspecto no muy distinto del habitual, pero su comportamiento normal era mucho más abrasivo que su conducta de ese momento. Entró silenciosamente en la tienda, se sentó y se puso a hojear sin energía sus notas de traducción.

- ¡Lo tengo! -gritó alegremente el piloto y pulsó una tecla. En el cristal líquido sobre el ordenador aparecieron dardos luminosos coloreados y a continuación se fue formando una trama de flechas de vientos-. Los colores del espectro -explicó Kappelyushnikov-. El rojo es la más baja y el verde hierba fresca la más alta. ¿Veis? A cincuenta metros, el viento se dirige aciento cuarenta y cinco grados, a ocho kilómetros por hora. A cien metros, retrocede a noventa y cinco grados y va a quince kilómetros, y así sucesivamente. Un triunfo de la tecnología soviética.

Dalehouse asintió admirativamente.

- Todo eso está muy bien, pero ¿para qué nos sirve?

- Meteorología-sonrió Kappelyushnikov guiñando el ojo y haciendo un gesto con la cabeza hacia Harriet. La mujer levantó la mirada y le espetó:

- Corta ya, Vissarion. No estoy de humor para que te rías de mí. Explícale a Dalehouse tu verdadera razón.

El ruso pareció sorprendido, se quedó pensativo un instante y al final se encogió de hombros.

- Muy bien. Pobre norteamericano, pobre Danny, sin tus máquinas te ves impotente, pero yo no. ¡Soy piloto! No quiero ser una lombriz como una de esas criaturas sobre las que cagamos en tu letrina, Danny. Quiero algo para volar. No me van a dar combustible. No me van a dejar utilizar materiales estructurales para planear, algo que aquí sería muy fácil, salvo para despegar, porque hay mucho viento. Pero Gasha dice que no, así que, ¿qué puedo hacer? Levanto la vista y veo globonoides flotando por el cielo y me digo ¡yo también seré un globonoide! -Golpeó con el puño la parte superior del ordenador-. Tengo gas. Tengo información de los vientos en las alturas para navegar. Tengo el conocimiento práctico soviético. También cuento con la ventaja añadida de una gravedad baja y una elevada presión del aire, así que ahora confeccionaré un globo lo bastante grande para mí, y volveré a pilotar.

La oleada de entusiasmo contagió a Dalehouse.

- Eh, eso es magnífico, ¿funcionará?

- ¡Claro que funcionará!

- Podríamos utilizarlo para imitar a esos globonoides, acercarnos a ellos. Harriet, ¿lo has oído? Nos dará la oportunidad de intentar hablar con ellos.

- Sí, está muy bien -dijo ella. Dalehouse la miró con más atención. Harriet parecía más taciturna de lo normal, incluso para alguien como ella.

- ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

- He encontrado la radio -dijo.

- ¿La que se llevó la tormenta?

Harriet se rió, como un personaje de cómic que se carcajeara:Je, je, je.

- Hace falta ser completamente idiota para creerse eso. ¿Cómo se la iba a llevar? El maldito aparato pesa veinte kilos. Se me ocurrió que podría estar transmitiendo, así que escuché y, efectivamente, estaba transmitiendo. Probé un RDF, una búsqueda direccional, y obtuve una localización inmediatamente. Justo debajo -dijo mirándolos fijamente-. El maldito aparato está debajo de nosotros, bajo tierra.

Un minuto seguía siendo un minuto. Danny tuvo que asegurarse de ello porque había empezado a dudarlo. Según el reloj tenía cuarenta y dos pulsaciones por minuto. Era capaz de contener la respiración durante tres minutos, puede que incluso un poco más. El sistema contable de los espacios breves de tiempo no había cambiado de valores, pero 1.440 minutos ya no parecían equivaler a un día. A veces le daba la impresión de que había pasado un día entero, y el reloj le decía que sólo habían transcurrido seis o siete horas. Otras veces, se daba cuenta de repente de que estaba cansado y el reloj le informaba de que llevaba 30 horas sin dormir. Harriet había estado incordiándolos para que todos mantuvieran un horario regular, no porque pareciera necesario sino por una cuestión de orden. Fracasó. Al cabo de… ¿de cuánto?, ¿una semana?, dormían cuando querían, comían cada vez que tenían hambre y marcaban el paso del tiempo, si es que lo hacían, por los acontecimientos. La primera visita de acercamiento de los globonoides se produjo después de la gran tormenta y antes de que los Poblas recibieran el personal de refuerzo. El momento en que Kappelyushnikov trianguló la radio desaparecida para Harriet y descubrió que estaba, como poco, a veinte metros de profundidad, fue justo después de que enviaran sus primeros informes y remesas de muestras a la Tierra. Y el día que los globonoides los visitaron…

Eso fue algo totalmente diferente, el tipo de acontecimiento que lo cambia todo, que marca un antes y un después.

Dalehouse se despertó pensando en el cielo. Cumplió con sus tareas. Ayudó a Morrissey a revisar las trampas, preparó un guiso desecado para la comida y reparó una válvula en el compartimiento de la ducha junto al lago. A pesar de ello, durante todo ese tiempo sólo pensaba en los globos de Kappelyushnikov. Danny lo había disuadido de que confeccionara una gran bolsa única llena de hidrógeno: era demasiado voluminosa, demasiado torpe, demasiado difícil de confeccionar y, sobre todo, era demasiado probable que matara a su pasajero si algo le pinchaba la superficie y explotaba. Así que se habían dedicado a hinchar metódicamente un centenar de bolsas del tamaño de un globo meteorológico, y el ruso había tejido una red para contenerlas. La capacidad de ascensión total podía así ser la que quisieran. Todo lo que se necesitaba eran más globos: podían multiplicarlos para elevar el campamento entero si les apetecía. Si uno o dos explotaban, eso no implicaba un aeronauta muerto. El pasajero descendería razonablemente despacio… o, para ser más precisos, tenían la esperanza de que descendiera despacio. Podría resultar herido, pero al menos no quedaría aplastado sobre el paisaje klongiano.

Kappelyushnikov no permitía que Danny se ocupara de las últimas fases del inflado y atado de los globos.

- Es mi cuello el que está en juego, querido Danny, así que me corresponde asegurarme de que todo vaya bien. -Pero tardas demasiado. Déjame que te ayude.

- Nyet. Está muy claro -sonrió el piloto- que crees que muy pronto también volarás en mis globos. Es posible. Pero esta vez yo seré la única carga. Y, además, todavía tengo que acabar las pruebas de elevación estática. Hasta que lo haya hecho no volaré ni yo.

Dalehouse se alejó contrariado. Llevaba… ya no podía decir cuánto en Klong, un par de semanas, como mínimo, y el autor de «Estudios preliminares sobre un primer contacto con seres sensibles subtecnológicos» todavía no había contactado con su primer espécimén sensible. Oh, sí, los había visto. Había excavadores que construían madrigueras bajo sus pies, y estaba seguro que había vislumbrado algo cuando Morrissey hizo estallar una carga bajo un supuesto túnel. El krinpit había sido su compañero de viaje durante media hora, y los globonoides aparecían con frecuencia en el cielo, aunque raramente se acercaban. ¡Tres especies distintas que estudiar y con las que relacionarse! Y lo más productivo que había hecho desde que estaba en el planeta era cavar una letrina.

Se dirigió nervioso a la tienda de Harriet, con la esperanza de que ella hubiera dado un milagroso salto de gigante en la traducción de alguno de los lenguajes, si es que eran lenguajes. No estaba en la tienda, pero las cintas sí. Pasó las mejores una y otra vez, hasta que Kappelyushnikov entró, sudoroso y alegre.

- La prueba estática es positiva. Capacidad de elevación máxima. Ahora dejemos que ese follón repose un tiempo y luego comprobaremos las fugas. ¿Te gusta el concierto de los amigos aéreos?

- No es un concierto, es un lenguaje. Bueno, creo que es un lenguaje. No son cantos de pájaro sin sentido. Puede oírselos cantando con acordes y armonías. Es una escala cromática más que… ¿sabes algo de teoría musical?

- ¿Yo? Por favor, Danny, soy piloto, no un violinista melenudo.

- Bueno, da igual, el caso es que es cromática más que diatónica, pero las armonías están ahí, no muy distintas de las que podrías escuchar en, pongamos, Scriabin.

- Buen compositor -comentó el ruso con una sonrisa radiante-. Pero, dime: ¿por qué escuchas las cintas cuando tienes las criaturas reales ahí delante?

Sorprendido, Danny levantó la cabeza. Era verdad. Algunos de los sonidos que oía provenían de algún punto del exterior de la tienda.

- Además -prosiguió Kappelyushnikov con seriedad-, le estás quitando el pan de la boca a Gasha. Ella es la traductora, no tú, y es una dama muy difícil. Así que, vamos fuera a escuchar a tus amigos rosa y verdes.

Los globonoides nunca se habían acercado tanto, ni en tal número. El campamento entero los miraba en las alturas, eran cientos, tantos que se tapaban entre ellos y hasta ocultaban parte del cielo. El resplandor rojizo de Kung los atravesaba con su tenue brillo cuando pasaban por delante del disco, pero muchos de ellos resplandecían con su propia luz de luciérnaga que era, sobre todo, como había dicho Kappelyushnikov, rosa y verde claro. Su canto resonaba alto y nítido. Harriet ya estaba allí, con un micrófono extendido hacia ellos para captar cada nota, escuchando críticamente con expresión de aversión. Eso, al menos, no quería decir nada. Era su aspecto habitual.

- ¿Por qué se han acercado tanto? -preguntó Dalehouse, maravillado.

- Yo tampoco quiero quitarte el pan de la boca, querido Danny. Tú eres el experto. Pero creo que es posible que les guste lo que montamos para el piloto del helicóptero. -Kappelyushnikov señaló hacia la baliza estroboscópica que habían instalado sobre la torre.

- Hum… -Danny pensó un momento-. Lo comprobaremos, hazme un favor y tráeme uno de los focos portátiles. Los veremos mejor y puede que incluso se acerquen más.

- ¿Por qué no? -El ruso desapareció dentro de la tienda de suministros y volvió con el foco portátil en una mano y las baterías en la otra, maldiciendo mientras procuraba no tropezar con los cables. Lo manoseó con torpeza y su denso rayo blanco salió disparado hacia el horizonte y luego se elevó oscilando hacia los globonoides. Pareció que los excitaba. Los gorjeos, chillidos, flatulencias y zumbidos de chelo que emitían se multiplicaron en una lluvia de gráciles notas, y pareció que seguían al rayo.

- ¿Cómo lo hacen? -preguntó Harriet con irritación-. No ienen alas ni se ve nada que les permita volar.

- Igual que yo, querida Gasha -tronó el ruso-, suben y bajan, buscando una corriente de aire que les sea favorable. Toma, sostén el foco. ¡Tengo que observar a los expertos y aprender!

Los globonoides se acercaban cada vez más. Era evidente que la luz los atraía. Ahora que tenía la intensidad necesaria para que se vieran con nitidez los colores, la variedad de los dibujos era asombrosa. Había espiras que recordaban a nubes, Franjas de color uniforme; tramas sombreadas, dibujos deslumbrantes que se asemejaban a un camuflaje de la primera guerra mundial.

- Es curioso -dijo Dalehouse mirando atentamente al enjambre-, ¿por qué tienen todos esos colores cuando ni siquiera pueden verlos la mayor parte del tiempo?

- Que no pueden verlos es lo que tú te crees -dijo Kappelyushnikov-, esta luz color de zumo de remolacha es extraña pa' a nosotros, sólo vemos el rojo. Pero para ellos tal vez sea… ¡Vaya, Morrissey! ¡Buen tiro!

Dalehouse saltó medio metro cuando la única escopeta que había en el campamento disparó justo a sus espaldas. Por encima de sus cabezas, uno de los globonoides caía en espiral hacia el suelo.

- Mío -gritó Kappelyushnikov, corriendo para interceptar la caída.

- ¿Qué coño has hecho? -estalló Dalehouse.

El biólogo se volvió hacia él con expresión de sorpresa y a la defensiva.

- He recogido un ejemplar -dijo.

Harriet se rió desagradablemente.

- Debería darte vergüenza, Morrissey. No tenías permiso de Dalehouse para cargarte a uno de sus amigos. Ése es el precio que tienes que pagar por ser especialista en este tipo de criaturas, te enamoras de tus sujetos.

- No seas bruja, Harriet. Mi trabajo ya es de por sí bastante difícil, esto lo hará imposible. Dispararles es un método infalible para alejarlos.

- Oh, claro, Dalehouse. Todos pueden ver que han salido aterrorizados en estampida, ¿verdad? -Levantó despreocupadamente la mano hacia la bandada, cuyos miembros seguían suspendidos en la luz, cantando mientras se elevaban encantados en las alturas.

Kappelyushnikov volvió con una bolsa elástica al hombro.

- Casi tuve que pelearme con uno de tus amigos krinpit para recuperarlo -refunfuñó-. Era un bicho grande y feo. No sé que habría hecho si se hubiera empeñado en disputarme la propiedad, pero se escabulló disparado.

- Por aquí no hay krinpit -dijo Harriet con brusquedad.

- Pues ahora sí los hay, Gasha. Pero da igual. Mira qué bonita es nuestra mascota.

La criatura no estaba muerta. Ni siquiera parecía herida o, al menos, no se veía sangre. Los perdigones tan sólo le habían agujereado la bolsa de gas. No paraba de mover la pequeña cara, que parecía el semblante de una garrapata congestionada, con unos inmensos ojos que los miraban. Emitía sonidos muy débiles, como jadeos.

- Repugnante -dijo Harriet retrocediendo-, ¿por qué no chilla?

- Si supiera la respuesta a preguntas como ésa -dijo Morrissey arrodillándose junto a la criatura para verla mejor-, no tendría que recoger ejemplares, ¿verdad que no? Pero, a ojo, diría que sí gritaría si el disparo no le hubiera dejado sin respiración. Creo que utiliza el hidrógeno para vocalizar. Sabe Dios qué respira. Puede que oxígeno, claro, pero… -Sacudió la cabeza y miró hacia arriba-. Tal vez tenga que capturar unos cuantos más.

- ¡No!

- ¡Por Dios, Dalehouse! ¿Sabes que Harriet no se equivoca contigo? Bueno…, ya sé. Al menos veamos hasta qué punto son fototrópicos. Alcánzame esas balas. -Kappelyushnikov le pasó el cinturón de plástico con munición y Morrissey rebuscó has-la que encontró una bengala.

- ¡Los vas a quemar vivos, Morrissey! ¡Lo que tienen en las bolsas es hidrógeno!

- Oh, vaya. -Pero el biólogo apuntó cuidadosamente a un lado de la bandada. Cada vez más criaturas entraban en el rayo de luz, que se había quedado fijo cuando Harriet había dejado el foco en el suelo, con la luz hacia arriba, y el disperso enjambre se iba contrayendo en una masa agrupada.

Cuando se disparó la bengala, la bandada entera pareció crisparse espasmódicamente como un único organismo. No se arremolinaron en torno a la luz. Se quedaron apiñados formando un apretado grupo elipsoidal a lo largo del eje del rayo de luz; pero su canto cambió hasta alcanzar un frenético crescendo, y pareció que reorganizaban metódicamente las posiciones de las criaturas dentro de la bandada. Los individuos más pequeños y de colores menos brillantes se desplazaron balanceándose hacia las zonas inferiores del grupo, y los más voluminosos y llamativos se elevaron hacia la parte alta. Dalehouse lo contemplaba fascinado, tan extasiado que no se dio cuenta de que tenía la cara empapada y pringosa hasta que Kappelyushnikov gruñó sorprendido.

- ¡Eh! ¿Está lloviendo?

Pero no era lluvia. Era un líquido que, al tocarles los labios, sabía dulce y picante a la vez, con un regusto que tenía algo de animal y fétido; caía como un suave rocío sobre sus caras vueltas hacia arriba y se les pegaba a la piel.

- ¡No traguéis nada! -gritó Morrissey con pánico tardío.

Algunos ya se estaban lamiendo los labios. Tampoco importaba, pensó Dalehouse, porque el líquido los cubría a todos de arriba abajo. Si era venenoso estaban acabados.

- ¡Idiotas! -aulló Harriet, pateando el suelo con rabia. Si nunca había sido atractiva, ahora parecía una auténtica bruja, con el rostro cetrino torcido en una mueca de asco y los dientes desiguales al descubierto-. Tenemos que quitarnos esto de encima. ¡Kappelyushnikov! Morrissey y tú traed ahora mismo cubos de agua.

- Da, Gasha -dijo el piloto como en un sueño.

- ¡Ahora! -chilló ella.

- Sí, claro, ahora mismo. -Se alejó lentamente unos pasos, luego se detuvo y miró por encima del hombro con coquetería-. Alyusha, querida, ¿quieres ayudarme a traer esa importante agua ahora mismo?

La navegante le sonrió tontamente. Le respondió en ruso, algo que hizo que Kappelyushnikov sonriera y Harriet maldijera.

- ¿Es que no os dais cuenta de que estamos en peligro, patanes? -gritó, aferrando la mano de Dalehouse en gesto suplicante-. Tú, Danny, tú siempre has sido más amable conmigo que esos otros cabrones. Ayúdame a traer el agua.

Él le apretó también la mano y susurró:

- Demonios, sí, cariño, vayamos a buscar agua.

- ¡Danny! -Harriet ya no estaba irritada. Sonreía, dejando que él tirara de ella hacia la orilla del lago. Dalehouse se pasó la lengua por los labios una vez más. Fuera lo que fuese ese rocío, cuanto más lo probaba más le gustaba: no era dulce ni agrio, no se parecía a la fruta ni a la carne, ni a las flores. No sabía a nada que hubiera probado antes, pero era un sabor irresistible que quería seguir paladeando. Vio que Harriet se tocaba los labios con la lengua puntiaguda, y de repente le asaltó la necesidad de probar esa bruma klongiana en la boca de la traductora. Sintió que un calor húmedo le subía por dentro y la asió bruscamente por la cintura.

Se besaron con desesperación, arrancándose mutuamente la ropa.

Ni se les pasó por la cabeza ocultarse. No les importaba nada lo que los demás miembros de la expedición pudieran pensar de ellos, y a los demás les daba también igual lo que hicieran Harriet y Dalehouse. En parejas y grupos, la expedición entera acabó por el suelo en un arrebato copulatorio masivo, mientras por encima de ellos, los globonoides suspendidos en el aire seguían cantando y pasando por el haz de luz del reflector, y su suave llovizna caía sobre los seres humanos.