XIX
Godfrey Menninger se despertó preguntándose quién estaba zarandeando los pies de la cama.
No había nadie. Estaba solo en su habitación, idéntica a otras cien mil habitaciones de cualquier Holiday Inn o Motel Howard Johnson's de todo el mundo. Había un teléfono sobre una mesilla de noche junto a la cama, y el televisor lo contemplaba grisáceo desde el alargado mueble pegado a la pared que hacía las veces de mesa, cómoda y estante. El teléfono era prácticamente el único elemento visible que distinguía a la habitación, porque se trataba de un artilugio de pulsadores con luces de colores que parpadeaban por delante. El otro elemento extraño resultaba más difícil de ver. Las cortinas de una de las paredes cubrían una inmensa pantalla de likris, no una ventana. No tendría sentido que hubiera ventanas, estaba doscientos metros bajo tierra.
El reloj marcaba las 06.22 horas. Menninger había dado órdenes de que le avisaran a las siete. Por tanto, no fue una llamada lo que la había despertado. Sólo había otras dos posibilidades, y ninguna de ellas era atractiva. God Menninger pensó en llamar por teléfono, encender el televisor o correr las cortinas de la pantalla de situación de likris, acciones todas ellas que le habrían informado al instante de qué estaba sucediendo. A pesar de todo, decidió no hacer nada de eso. Si hubiera habido una amenaza inmediata le habrían avisado ya. La manera disciplinada y hierática que tenía Margie de encarar los problemas no la había aprendido en West Point, la había recibido de pequeña, sentada en las rodillas de su padre. Si ella era buena quitándose de la cabeza pensamientos que la distraerían, él era soberbio. Así pues, descartó el problema, se puso la bata con brocados, entró en el baño y se preparó una taza de café instantáneo con agua del grifo.
Los primeros minutos tras despertarse eran preciosos para él. Tenía el convencimiento de que sus dos matrimonios habían fracasado porque había sido incapaz de hacer entender a sus esposas que no se le podía hablar, nunca, bajo ninguna circunstancia, durante al menos la primera media hora después de levantarse. Era el momento del café, el de reunir fuerzas y el de recordar todo lo que tenía que hacer. La conversación destruía esos instantes. Una de las debilidades de la personalidad de Godfrey Menninger era que tendía a destruir a cuantos infringieran esa norma.
El café estaba a la temperatura justa y se lo bebió como si fuera una medicina, trago a trago, hasta acabárselo.
Se quitó la bata, se sentó con las piernas cruzadas en la posición de semiloto en la cama, dejó que su cuerpo se relajara y empezó a recitar su mantra.
Godfrey Menninger nunca había entendido del todo qué sucedía en sus neuronas y sinapsis cuando practicaba meditación trascendental, ni siquiera lo había intentado en serio. No parecía hacerle ningún daño, y el único coste consistía en dos mil cuatrocientos segundos de cada veinticuatro horas. Raramente hablaba del tema con nadie, y por tanto no tenía que justificarse. Parecía funcionar. ¿Funcionar cómo? ¿Para hacer qué? Eso no lo sabría responder con precisión. Cuando meditaba se sentía más seguro y más confiado en su seguridad. No era poco beneficio para la inversión de menos de un tres por ciento de su tiempo. Al sentarse, mientras su cuerpo se apartaba de él y el reiterado ta-lenn, ta-lenn del mantra se convertía en una especie de ropaje sonoro que lo envolvía casi sin notarlo, su cerebro entero se transformaba en un receptor. No emitía nada, sólo percibía. Bajo los párpados, veía caras y figuras que se fundían unas con otras. Algunas eran hermosas y otras parecían gárgolas. Algunas estaban grabadas con las líneas de punta seca más cortantes; otras parecían modeladas en oro. No tenían ningún contenido emocional para él. Los gruñidos de los demonios no asustaban. El encanto no atraía, sólo estaban allí. Finas cadenas de palabras pasaban flotando por su conciencia, como fragmentos de una conversación de la mesa de al lado en un restaurante. Hablaban de ultimátums, megatonelajes, de una caricia recordada y de la necesidad de un corte de pelo, pero no había ninguna orden imperativa en ellas. La memoria que las bombeaba por su mente las volvía a absorber sin dejar ningún vestigio.
A más de dos mil kilómetros de distancia y medio kilómetro bajo la superficie, dentro de un submarino que pertenecía al Bloque de Combustible, un vicealmirante de la armada libia estaba programando «La que llevaba su nombre inscrito». Menninger no lo sabía. Sus pensamientos flotaban libres en el infinito, en todas direcciones, pero todas las direcciones se desplegaban dentro del espacio interior de su mente. No podría haber hecho nada útil al respecto si hubiera sabido lo que pasaba.
La cama volvió a moverse.
No era un terremoto. No había terremotos en Virginia Occidental, pensó mientras salía de su ensueño preparándose para abrir los ojos. Era un movimiento más definido de lo que un sismo lo habría sido, más rápido e insignificante que el lento golpear de un deslizamiento de la corteza terrestre. No fue especialmente fuerte, y si todavía hubiera estado dormido tal vez ni siquiera lo habría despertado. A pesar de ello, algo había sido. Las luces empezaron a parpadear.
Se suponía que las luces no debían parpadear a doscientos metros de profundidad bajo la ladera de una montaña de Virginia Occidental. Una planta generadora de megavatios 23"Pu, a la que se daba salida a través de un kilómetro de tuberías para emerger al otro lado de la colina, era inmune a la mayoría de los acontecimientos del exterior. Los rayos no alcanzaban a los transformadores subterráneos. Los vientos no podían soltar el cableado, pues no había cables al aire libre. Lentamente, los colores parpadeantes de la base del teléfono se apagaron uno tras otro. Centelleó una única luz roja y sonó el timbre. Descolgó el teléfono y dijo:
- Menninger al habla.
- Han caído tres misiles, señor, han fallado por poco. No hay daños estructurales. El punto de partida probablemente se encuentre en las cercanías de la provincia de Sinkiang. La ciudad de Wheeling ha sido destruida.
- Estaré ahí en seguida -dijo. Todavía estaba saliendo de la meditación, así que no miró el panel de situación del dormitorio, pero tampoco se detuvo a ducharse ni afeitarse. Se frotó la axila con desodorante, baño de puta francesa pero suficiente, se pasó un peine por el pelo, se puso el mono de trabajo y los zapatos y recorrió a paso rápido el tranquilo pasillo de alfombras beige hacia la sala de mando.
El mapa de situación estaba iluminado de punta a punta.
- Aquí tienes tu café -dijo la general Weinenstat. No pronunció una palabra más; conocía sus costumbres. Menninger tomó la taza sin mirarla porque sólo tenía ojos para el panel. Mostraba una esquemática proyección Mercator de la Tierra. Dentro del mapa, las estrellas rojas brillantes señalaban los objetivos eliminados. Las estrellas azules brillantes también eran objetivos eliminados, pero en el bando equivocado: se trataba de Washington, Leningrado, Buenos Aires, Hanoi, Chicago y San Francisco. Las siluetas rojas rotas en las zonas oceánicas del mapa eran los buques lanzamisiles del enemigo destruidos. Había más de un centenar, pero también había cerca de sesenta puntos azules hundidos. Los objetivos que palpitaban, tanto en rojo como en azul, eran concentraciones importantes que todavía no habían sido destruidas. Quedaban relativamente pocas; su número descendía mientras miraba: Kansas City, Tientsin, El Cairo y el complejo urbano entero que se extendía alrededor de Frankfurt dejaron de existir.
La segunda taza de café no era medicinal, sino que lo confortaba. Le dio un sorbo y preguntó:
- ¿Cuál es la capacidad de segunda respuesta que les queda?
- Marginal, Godfrey, tal vez un centenar de misiles operativos en las próximas veinticuatro horas, pero estamos reduciendo su número a cada hora que pasa. Nosotros contamos con casi ochenta y sólo dos de nuestras instalaciones protegidas han sufrido daños.
- ¿Daños locales?
- Bueno…, hay muchas bajas. Aparte de eso, no vamos mal. La contaminación de superficie se mantiene dentro de límites aceptables, en cualquier caso aceptables en el interior de vehículos acorazados. -Le hizo un gesto a un ordenanza para que sirviera más café y añadió-: Es demasiado pronto para decir nada de la captura de isótopos de larga vida, pero la mayor parte de la región agrícola del cinturón de maíz parece en buen estado, al igual que México y el noroeste del Pacífico, aunque sí hemos perdido el Valle Imperial.
- Así que por ahora no vamos mal.
- Yo diría que no, God.
- Por lo menos, durante las próximas veinticuatro horas. Luego pueden empezar un nuevo despliegue. -Ella asintió. Era un hecho bien conocido que todas las naciones importantes habían escondido misiles y componentes militares. No estaban disponibles a los diez minutos de dar la orden, como los almacenados en los silos o los submarinos. No podían lanzarse apretando un botón, pero tampoco podían eliminarse a larga distancia, pues no se sabía dónde estaban escondidos. Menninger añadió-: Y no podemos buscarlos porque los destructores de satélites nos han dejado medio ciegos.
- Nosotros los hemos cegado por completo a ellos, Godfrey. No les queda ni un solo ojo en órbita.
- Sí, sí, lo entiendo -dijo con irritación-. Hemos ganado el intercambio. Malditos locos. Bien, pongámonos a trabajar.
El «trabajo» de Menninger no se relacionaba directamente con el intercambio de misiles que estaba remodelando la superficie de la Tierra, haciéndola cada vez más parecida al infierno. Eso no era responsabilidad suya. Lo que ocurría en esos momentos eran sólo los preliminares, como cuando una amante iba al baño para colocarse el diafragma mientras él esperaba repantigado al borde de la cama. Ella no necesitaba su consejo ni ayuda en esa fase, del mismo modo que tampoco la necesitaban los jefes de Estado Mayor mientras se desarrollaban los combates reales. Su participación, en cambio, sería crucial en el período inmediatamente posterior.
Mientras tanto, uno de aquellos malditos locos había acabado de programar un misil e intentaba reunir a los tripulantes necesarios para realizar el lanzamiento. No era fácil. La bomba de neutrones había hecho lo que se suponía que las Armas Nucleares de Radiación Reforzada debían hacer: atravesar los imprudentemente escasos metros de agua, penetrar en el tubo de acero de su submarino y matar a la mayor parte de la tripulación. El propio vicealmirante libio había recibido casi cinco mil rads. Sabía que sólo le quedaban unas horas de vida, pero con un poco de suerte su objetivo viviría todavía menos.
Tres horas de sueño no eran suficientes. Menninger sabía que estaba irritable y un poco confuso, pero había enseñando a su gente a entenderlo y ellos hacían concesiones. A intervalos de cinco minutos el mapa desaparecía y la pantalla de likris emitía una secuencia de una serie de imágenes que cambiaban cada diez segundos: gráficos de la capacidad industrial destruida y restante, curvas de bajas, histogramas de estimaciones sobre la eficacia de combate. En la Sala de Operaciones contigua al puesto de mando de Menninger, más de cincuenta personas trabajaban al límite de sus fuerzas para corregir y poner al día esos datos. Menninger apenas los miraba. Sus preocupaciones eran políticas y organizativas. Rose Weinenstat aparecía en el aparato que emitía con interferencias para el Mando Conjunto cada pocos minutos, no tanto para dar o recibir información como para que los demás fueran conscientes, en todo momento, de que la figura extraoficial más importante del gobierno no les quitaba ojo de encima. Sus tres enlaces civiles se mantenían en contacto con los gobiernos de los Estados y los organismos gubernamentales, y Menninger en persona hablaba, uno por uno, con los altos funcionarios del gobierno, los principales senadores y algunos gobernadores… cuando podían localizarlos. Todos eran de EE UU, no de los Gordos; el resto del Bloque de Alimentos se mantenía en contacto a través del filtro de la Sala de la Alianza, y cuando uno de ellos exigía su atención personal lo tomaba como una intrusión.
- No se da por contento conmigo -le informó la general Weinenstat-, tal vez deberías concederle un minuto, Godfrey.
- Mierda. -Menninger dejó el bolígrafo en el punto exacto donde había interrumpido la lectura de una orden de nueva movilización e hizo un gesto a la general para que cambiara de canal.
La cara que apareció en la pantalla del teléfono era la del mariscal Bressarion del Ejército Rojo, pero la voz pertenecía a su intérprete.
- El mariscal -dijo la voz que sonaba minúscula a través del aparato que interfería las emisiones- no cuestiona que usted y el Mando Conjunto estén siguiendo las órdenes del presidente, pero le gustaría saber quién es ahora el presidente. Estamos al corriente de la desaparición de Washington y de que los Refugios Uno y Dos han sido alcanzados.
- El presidente actual -dijo Menninger, controlando con paciencia su irritación- es Henry Moncas, que era el presidente de la Cámara de Representantes. La sucesión se ha desarrollado tal y como prescribe nuestra ley fundamental, la Constitución de Estados Unidos.-Sí, por supuesto -dijo la intérprete, después de que Bressarion lo hubiera escuchado y ladrado seguidamente algo en ruso-, pero el mariscal no ha podido ponerse en contacto con él para que se lo confirme.
- Hemos tenido problemas con las comunicaciones -admitió Menninger. Miró más allá del teléfono, donde Rose Weinenstat formaba las palabras «en tránsito» con los labios-. Además -añadió-, según me informan, el presidente está en proceso de desplazarse a un lugar plenamente seguro. Como el mariscal sin duda comprenderá, eso requiere una interrupción de las comunicaciones.
El mariscal escuchó con impaciencia, y luego habló durante unos segundos en ruso, como una metralleta. La intérprete sonó mucho más tensa cuando dijo:
- Lo entendemos, pero hay ciertas cuestiones sobre la pertinencia de los canales de autoridad, y el mariscal agradecería hablar directamente con él en cuanto…, ¿sí?, ¿hola?
La imagen se desvaneció. La general Weinenstat dijo disculpándose:
- Me pareció un momento oportuno para tener dificultades de transmisión.
- Buena idea. A propósito, ¿dónde está ese cabrón? -¿Henry? Oh, está sano y salvo, Godfrey. Lleva una hora o más ordenando que te presentes ante él.-Hum… -Menninger pensó un momento- te diré qué vamos a hacer. Ordena que traigan un equipo con protección antirradiación y así podré informarle. No aceptes un no por respuesta. Dile que aquí estará más seguro que en su propio agujero. -Recogió el bolígrafo y se rascó la boca del estómago, que se estaba quejando. Quería zumo de naranja para elevar su nivel de azúcar en sangre y crépes para que sirvieran de base a la siguiente taza de café. Quería su desayuno, y era consciente de que estaba raro porque tenía hambre-. Entonces veremos quién es el presidente -añadió sin dirigirse a nadie en concreto.
El almirante libio había reunido a su tripulación al borde de la Bahía de Campeche, había subido el submarino hasta doscientos metros y avanzaba recto y horizontal. Ninguno de ellos se encontraba bien, sufrían diarrea y vomitaban con tanta frecuencia que la nave entera olía como una letrina, pero todavía podían servir, al menos durante un tiempo. Y lo hacían. La doctrina naval libia imponía un gran misil por buque en lugar de unos cuantos misiles pequeños. Cuando este gran misil quebró la superficie del Golfo, una docena de radares lo captaron inmediatamente. Los asustados pero hasta el momento indemnes turistas que descansaban en los porches de Mérida vieron destellos brillantes y malignos hacia el oeste, sobre el agua, cuando un crucero cubano localizó al intruso y disparó misiles antibalísticos. Ninguno alcanzó al libio. Era un misil de crucero, no balístico, fácil de identificar pero de trayectoria difícil de predecir mientras seguía rumbo norte-noroeste hacia la estrecha faja de Florida. Las armas defensivas pasaron rozándolo al cruzar la costa una docena de veces, hasta que lo perdieron de vista. Había numerosas instalaciones a lo largo de la trayectoria que seguía que tenían el deber de detectar y destruir un misil como ése, pero ninguna de ellas seguía siendo operativa.
La última imagen de Margie la mostraba con un pie sobre el caparazón de un krinpit muerto, con aspecto cansado, sonrojada y feliz. Era la mejor fotografía de su hija que recibía God desde su época de joven excursionista, y había encargado que se la ampliaran en papel para llevarla en la cartera. La general Weinenstat la miró con atención y se la devolvió.
- Es un orgullo para ti, God -dijo.
El miró la imagen un momento y se la guardó.
- Sí. Espero que haya recibido su material. ¿Te imaginas a su madre? Le conté que Margie quería algunos patrones para vestidos y quiso que le enviara unos mil metros de tela.
- Si hubieras dejado que la criara su madre, no conseguiría los índices de eficacia que me has estado enseñando.
- Supongo que no. -El último no contenía más que elogios, al menos hasta el informe del psicólogo:
«Hostilidad latente hacia los hombres debido a un temprano trauma marital y un leve complejo de edipo inverso. Bien equilibrado. No afecta a la ejecución de sus deberes».
Espero sinceramente que sea así, pensó Godfrey Menninger. Rose Weinenstat lo miró con atención.
- No estás preocupado por ella, ¿verdad que no? Porque no es necesario…, espera un momento. -La general Weinenstat se tocó el artilugio que parecía, pero no era, un audífono que llevaba en el oído. Su expresión se tomó lúgubre.
- ¿Qué pasa?
Apagó el comunicador.
- Henry Moncas. Su refugio ha recibido un impacto directo. Están intentando averiguar quién es ahora el presidente.
- ¡Mierda! -Godfrey Menninger miró fijamente por un momento los restos de su bandeja de desayuno, sin verla-. Oh, mierda -repitió-, esto tiene mala pirita, Rosie. ¡Y lo peor de todo es que nunca tuvimos alternativa!
La general Weinenstat empezó a hablar, pero cambió de opinión.
- ¿Qué? ¿Qué ibas a decir, Rosie?
Ella se encogió de hombros.
- No sirve de nada criticar el pasado, ¿verdad?
Él no dejó que se escapara.
- ¿Sobre qué? ¡Vamos, Rosie!
- Bueno…, tal vez entrar en Canadá…
- Sí, eso fue un error, de acuerdo. ¡Pero no nuestro! Los Grasis sabían que no podíamos permitirles introducir tropas en Manitoba. ¡Ese fue un error de Tam Gulsmit! Y otro tanto puede decirse de los Poblas. Una vez habíamos empezado a luchar teníamos que eliminar Lop Nor…, un ataque rápido, limpio, con el mínimo número posible de bajas. Deberían haberlo aceptado en lugar de tomar represalias…
A pesar de sus palabras, oía voces en su interior que cuestionaban sus propias afirmaciones, voces que hablaban con el tono de Tam Gulsmit y el Heredero de Mao: «No corríamos peligro enviando tropas para proteger las arenas bituminosas porque sabíamos que vosotros no podríais permitiros la invasión». «No deberíais haber bombardeado Lop Nor. Deberíais haber sabido que tendríamos que tomar represalias.» Las voces en el interior de la mente de God Menninger eran las únicas que esos líderes tendrían jamás. El Heredero de Mao yacía tumbado con los ojos salidos de las órbitas y la lengua entre los labios, muerto en el refugio profundo construido bajo Pekín, y los átomos que habían compuesto en el pasado el cuerpo de Gulsmit caían de la columna de fuego que cubría Clydeside.
El misil libio había pasado por encima de Atlanta, de Asheville y Johnson City, comparando el terreno con los perfiles que llevaba grabados en la memoria. Los engranajes de seguridad de su carga termonuclear caían uno tras otro mientras su diminuto y paranoico cerebro empezaba a reconocer la cercanía del objetivo que estaba destinado a destruir.
- Tiene mala pinta, Rosie -dijo Godfrey Menninger por fin, levantándose para volver a su mesa. Tal vez debería haber dejado que la madre de Margie se encargara de criarla. En ese caso, Margie tendría seguramente un marido y un par de hijos a estas alturas. Y tal vez…, tal vez el mundo habría sido un lugar diferente. Se preguntó si volvería a tener noticias suyas-. Rosie -dijo-, ponte en contacto con Houston. Comprueba si las conexiones de comunicación con Jem todavía funcionan, y también con las demás colonias, claro.
- ¿Ahora mismo, Godfrey? Dame diez minutos. Estoy recibiendo una llamada del Departamento de Defensa.
- Diez minutos está bien -dijo, pero antes de que transcurrieran estaba muerto.