VII

Ana Dimitrova, sentada a una mesa junto a la ventana de una tetería griega en Glasgow, escribía aplicadamente su carta diaria a Ahmed. No enviaba todas las que redactaba, eso habría supuesto un derroche ridículo. Pero cada semana, cuando el domingo tocaba a su fin, las desplegaba sobre una mesa y copiaba los mejores fragmentos de cada una, texto suficiente para llenar cuatro puntos en una microficha. Siempre le faltaba espacio. Se inclinó hacia delante para que le diera de lleno el sol norteño, con el codo izquierdo apoyado en la mesa, junto a la taza de té fuerte y dulce que se enfriaba, y la cabeza descansando en la mano, ajena al ruido de los camiones y de los autobuses de dos pisos amarillos y verdes que pasaban por la calle Gallowgate al otro lado del cristal, y escribió:

«… parece que haya transcurrido mucho tiempo desde la última vez que te besé los párpados y me despedí de ti. Te echo de menos, querido Ahmed. ¡Este lugar es espantoso! Espantoso y extraño. Huele a petróleo y a motores de combustión interna, el hedor de un despilfarro perverso. Bien. Les quedan sólo cinco o diez años hasta que se les agote el petróleo del mar del Norte, entonces ya veremos.

»Los dolores de cabeza han sido muy fuertes; creo que se debe a que estos idiomas son muy ordinarios. Hablarlos me supone un auténtico dolor físico. Pero todo irá bien, mi querido Ahmed. Los dolores de cabeza pasan. El dolor de mi corazón perdura mucho más…».

- ¿Más té, señorita?

Las ásperas palabras en inglés retumbaron en el oído de Nan. Hizo una mueca y levantó la cabeza.

- No, gracias.

- Empezaremos a servir comidas dentro de nada, señorita. El cocinero dice que el souvlaki es muy sabroso hoy.

- No, no. Gracias. Tengo que regresar a mi hotel. -Se había demorado con la carta más de lo que debía, pensó con remordimientos, ahora tenía que apresurarse, y encima le había vuelto el dolor de cabeza. No se trataba sólo de que la camarera le hablara en inglés: era el modo en que lo hablaba, las bastas consonantes escocesas que zumbaban y vibraban en el oído. Aunque, la verdad, no importaba mucho qué idioma, al menos qué idioma no eslavo, oyera. Los dolores de cabeza eran cada vez más frecuentes y más intensos. Probablemente se debía a que se había convertido en una intérprete diplomática. El vocabulario científico internacional resultaba bastante fácil de traducir, pues muchas de las palabras tenían la misma raíz en todas las lenguas. En la diplomacia, en cambio, los riesgos eran mayores; los matices, más sutiles y peligrosos. La elección de un adjetivo no importaba nada al traducir un informe sobre polarimetría de rayos X, pero en un discurso sobre la ubicación de una petición de perforación en la cordillera Mesoatlántica podría significar la diferencia entre la guerra y la paz.

Nan pagó la cuenta y se escabulló con cautela por Gallowgate entre los imponentes autobuses que rodaban traviesos por el lado inesperado de la calle. El hedor a diesel la hizo toser, y la tos le provocó más dolor de cabeza.

Ademas, llegaba tarde. La tenían que recoger para llevarla al aeropuerto a la una, y ya eran las doce pasadas. Pasó virtuosamente por delante de las tiendas (¡tan brillantes y alegres!) sin pararse a mirar ni un solo escaparate. Aquí había ropa de moda que no se vería en Sofía hasta el año siguiente. Pero ¿por qué molestarse? Habría sido bonito comprar ropa nueva si pudiera lucirla para Ahmed. Estando él a tantos miles de millones de kilómetros, Nan se vestía con la ropa que le resultaba más fácil de poner y con la que era menos probable que llamara la atención. Las noches las pasaba sola siempre que podía, escuchando música y estudiando gramática. Su mayor placer era releer las escasas cartas que él le escribía como respuesta a la profusión de misivas que ella le enviaba, aunque no resultaban muy estimulantes. Por lo que contaba Ahmed, Hijo de Kung parecía un lugar lúgubre y horrible.

Atajó por una esquina del Green para caminar por la orilla del río hacia su hotel, con la esperanza de evitar el ruido y los invisibles, pero claramente perceptibles por el olor, gases de los tubos de escape de todos los vehículos. Fue en vano. Los camiones traqueteaban a lo largo del dique del río y la enlodada superficie del Clyde estaba atestada de petroleros y gabarras y arrugada por las estelas de los hidrodeslizadores. ¿Cómo podía vivir alguien en un sitio así? Todo aquello se podría haber evitado. Un poco de previsión. Un poco de planificación. ¿Por qué poner refinerías de petróleo en el centro de una ciudad? ¿Por qué ensuciar el río con desperdicios e inmundicia cuando podría haber sido un fresco oasis? ¿Por qué tener tanta prisa en bombear el petróleo desde el fondo del mar cuando podría haber proporcionado energía, incluso comida, durante cien generaciones más? Y, ya puestos, ¿por qué utilizar el petróleo para nada -sobre todo en esas manadas y enjambres de coches y camiones- cuando la ciudad podría haberse construido y organizado alrededor de un servicio de transporte público, de energía eléctrica, o movido por el hidrógeno que Islandia, no muy lejos de allí, estaba tan ansiosa por vender.

Pero en Hijo de Kung…

En Hijo de Kung todo podría ser diferente. Deseaba estar allí. Con Ahmed. Y no sólo para estar con él, se dijo con testarudez, sino para formar parte de un nuevo mundo donde las cosas se podrían hacer como era debido. Donde se podrían evitar los errores cometidos en la Tierra. Donde sus hijos tendrían un futuro por delante.

Los hijos que tuviera con Ahmed, por supuesto. Nan sonrió para sí. Era una persona honesta consigo misma, y reconocía que Hijo de Kung le parecía tan prometedor sólo porque Ahmed se encontraba allí. ¡Qué daría por no estar ella aquí! En las cartas que él escribía, se deslizaban entre líneas datos preocupantes. Muchos miembros de su expedición habían enfermado. Muchos habían muerto, ya en los primeros días -y sus únicas cartas eran de aquellos primeros días-. Bien, él mismo podría haber… No. No se dejaría llevar por ese pensamiento. Ya había demasiadas cosas por las que preocuparse. Por ejemplo, la fotografía que le había enviado Ahmed. Le había parecido inquietantemente delgado, pero lo que más le había llamado la atención era la mano que se apoyaba en su hombro. El dueño de la mano no aparecía en la foto, pero Nan estaba casi segura de que se trataba de una mano femenina. Y eso era todavía más preocupante.

- ¡Señorita Dimitrova! ¡Eh, aquí, Nan!

De repente se dio cuenta de que sus pasos la habían introducido en el vestíbulo del hotel, y de que la saludaba un hombre que le resultaba familiar. Moreno, bajo, rechoncho, de poco más de mediana edad, esbozaba una sonrisa de diplomático y vestía ropas de las que, incluso desde la otra punta de la inmensa sala antigua, a Nan no le cupo duda de que eran de lana auténtica, y puede que hasta de cachemir.

Él le proporcionó los datos que le faltaban.

- Soy Tam Gulsmit. ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en la recepción de la FAO el mes pasado. -Chasqueó los dedos para llamar a un botones-. Tus maletas ya están preparadas, pero, antes, ¿quieres asearte un poco? ¿Tienes tiempo para tomar algo?

Entonces lo recordó bien. En la recepción de la FAO se había mostrado muy insistente en sus atenciones hacia ella, hasta el punto de haberla esperado mientras iba al aseo y empeñarse en mantener en el vestíbulo una conversación personal que rozaba lo ofensivo. Ella le había aclarado que todo aquello era en vano. No se trataba sólo de estar enamorada de otra persona. Eso no le incumbía a Gulsmit; ella no tenía por qué explicarle sus motivos. Era una cuestión de moral socialista. Lo había dicho V. I. Lenin. El amor libre estaba muy bien, pero ¿quién iba a querer beber de un vaso que hubieran ensuciado con sus labios cuantos pasaban por delante? (Y aun así, recordó, las fuentes públicas de Moscú tenían de esos vasos colgados de cadenas, y, seguramente cada uno de ellos había sido manchado por mil Libios.) Que las potencias de Combustible hicieran lo que quisieran -intercambio de parejas, orgías de grupo, lo que les apeteciera-. Ella no estaba allí para emitir juicios, pero una joven socialista de Sofía ni siquiera fumaba por la calle, porque se le habían enseñado ciertos principios de comportamiento que no había olvidado con la edad.

- Sir Tam -empezó (recordó que él tenía uno de esos pintorescos títulos británicos en su nombre)-, es un placer verlo de nuevo, pero ahora mismo debo tomar un vuelo a Nueva York para asistir al debate de las Naciones Unidas. No tengo tiempo.

- Tienes todo el tiempo del mundo, querida, para eso estoy yo aquí. ¡Chico!

El botones apareció, sin ninguna prisa, montado en su carretilla, y eso también era escandaloso: el único pequeño bolso de cremallera de Nan no necesitaba una máquina que tragaba petróleo para que la transportaran; en una ocasión, ella la había cargado un kilómetro entero.

Sir Tam se rió con indulgencia.

- ¿No somos pintorescos? Esta inmensa vieja ruina llena de recovecos… Su gracia reside en su aire británico, ¿no te parece? Somos expertos en seguir apostando por un caballo perdedor mucho después de que cualquier otro apostante lo haya abandonado. ¡Por suerte, nos lo podemos permitir! Bien, ¿necesitas traer algo más?

- Pero, sir Tam, se lo digo en serio, me han enviado un coche para que me lleve al aeropuerto. Estará aquí en cualquier momento.

- En realidad ya ha llegado, querida. Soy yo. Nuestro gobierno me ha proporcionado un Concorde Tres, y yo viajo solo y aburrido. Cuando me enteré de que una amiga de God Menninger necesitaba que la llevaran, me tomé la libertad de venir a buscarte en persona. Te gustará. Hay mucho espacio y llegaremos a Nueva York en noventa minutos.

¡Escandaloso, vergonzoso! Por supuesto, los británicos podían permitirse cualquier cosa, con el océano de petróleo bajo el mar del Norte, y ya extendían sus tentáculos hasta la cordillera mesoatlántica. Pero desde el punto de vista moral, era totalmente incorrecto.

No pudo negarse. Sir Tam acalló todas sus objeciones, y antes de que supiera lo que estaba pasando, vio cómo una grúa la alzaba suavemente hasta introducirla en -¡Dios santo!-un hidrojet supersónico.

En cuanto se abrocharon los cinturones de los mullidos sillones de espuma con una licorera con fondo de succión y vasos ya dispuestos sobre una mesita situada entre ambos, la aeronave se elevó con toda su potencia. La aceleración daba miedo. Resultaba difícil de asimilar que la Tierra se alejara tan rápido de ellos. Por extraño que parezca, el ruido era, sin embargo, menos molesto de lo que Nan había esperado, mucho menos estridente que el rugido de calentamiento de un valvajet.

- Qué silencioso -dijo ella apartándose del brazo despreocupadamente amigable de sir Tam.

El se rió.

- Vamos a cinco mil kilómetros por hora. Dejamos el sonido muy atrás. ¿Te gusta?

- Oh, sí -respondió Nan intentando evitar que le sirviera una copa. No lo consiguió.

- Pues tu voz más bien parece decir «oh, no».

- Bueno, quizá sea así. Es un derroche increíble de combustible, sir Tam.

- ¡Si no quemamos combustible, querida! Sólo hidrógeno puro y oxígeno, tenemos que traerlos a los dos hasta aquí arriba. Ni un gramo de contaminación.

- Pero sí se consume petróleo, o algún otro combustible, para fabricar el hidrógeno. -Se preguntó si podría alargar la conversación sobre química de propulsión durante todo el viaje a través del Atlántico, concluyó que no, y cambió de tema-: Da miedo. No se ve nada por estas ventanas tan pequeñas.

- ¿Y qué hay que ver? ¿Es que te gustan las nubes, querida?

- He sobrevolado los océanos muchas veces, sir Tam. Siempre hay algo. A veces icebergs. El mar. En un valvajet sientes la emoción del aterrizaje cuando te aproximas a Terranova o a Río o a la costa irlandesa. Pero a veinticinco mil metros de altura no hay nada.

- Estoy totalmente de acuerdo contigo -dijo sir Tam desabrochándose el cinturón y acercándose a ella-. Si de mí de- vendiera no habría ni una sola ventana en el aparato.

Nan se humedeció apenas los labios con el whisky y contento animada:

- Pero todo esto es muy emocionante. ¿No podría enseñarme la aeronave?

- ¿Enseñártela?

- Sí, por favor. Para mí todo esto es nuevo.

- ¿Y qué hay que ver aquí dentro? -preguntó, pero se encogió de hombros-. Aunque, bien mirado, sí que quería enseñarte algunas cosas.

Nan se levantó de buena gana, contenta de quitarse la mano de Gulsmit de la rodilla. Los dolores de cabeza habían disminuido, tal. vez porque estaban respirando aire bastante puro en lugar del smog de Glasgow, pero estaba enfadada. Él había dejado claro desde el primer momento que eran los únicos pasajeros, en eso no la había engañado. Sin embargo, Nan había esperado al menos la compañía de las azafatas, y ellas, las tres, se habían retirado a sus exiguos cubículos en la popa del avión. El pequeño salón con paneles era un espacio mucho más íntimo de lo que a ella le habría gustado.

No obstante, lo peor estaba por llegar. Lo que había creído que era un cubículo de servicio resultó ser una diminuta suite dormitorio completa. Con -¿no era increíble?- una cama de agua. Más de una tonelada métrica de masa desperdiciada con inmoralidad. Y, con toda seguridad, para nada más que propósitos igual de inmorales.

- Y aquí -dijo sir Tam por encima del hombro de Nan- tenemos algo digno de estudio. Adelante, déjate llevar por tus impulsos. Pruébala.

- ¡Ni por asomo! -Ella se apartó de aquella mano que la tocaba y, con toda seriedad, añadió-: Sir Tam, debo decirle que soy una persona comprometida. No es correcto por mi parte aceptar una situación como ésta.

- Qué anticuada.

- ¡Sir Tam! -exclamó casi chillando y muy enfadada, no sólo con él sino también consigo misma. Si hubiera utilizado a tiempo un mínimo fragmento de su inteligencia se habría dado cuenta de que iba a pasar algo así y podría haberlo evitado. Una delicada indirecta de que ése no era el momento. Una sugerencia de que…, ¿de qué? De una enfermedad social, si no le quedaba más remedio. Cualquier cosa. Pero ahora estaba atrapada, con la cama de agua delante y aquel salido con glándulas detrás, que ya le pegaba los labios a la oreja, susurrándole como un zumbido de manera que el dolor de cabeza estalló de nuevo. Se agarró con desesperación a una última esperanza.

- Estábamos…, ¿estábamos hablando de Godfrey Menninger?

- ¿Qué?

- Godfrey Menninger. El padre de mi buena amiga, la capitán Marge Menninger. Lo mencionó en el hotel.

Gulsmit se quedó en silencio durante un momento, sin soltarla pero sin acercársele más.

- ¿Conoces bien a Godfrey Menninger?

- Sólo a través de su hija. En una ocasión pude evitar que ella acabara en prisión.

El brazo que la aferraba se aflojó un poco. Al cabo de un momento, le dio una amable palmada y se apartó.

- Tomemos algo -dijo y llamó a la azafata. Una sonrisa de diplomático sustituyó a la de sátiro que había esbozado hasta ese instante.

La conversación había vuelto al buen camino, de lo que Ana se sentía muy agradecida. Incluso pudo arreglárselas para regresar al pequeño cubículo con sillones y convencer a la azafata para que le trajera una buena taza de chai fuerte en lugar del whisky que sugirió Gulsmit. Parecía muy interesado en cada detalle del insignificante incidente de Margie Menninger. ¿Les habían tomado las huellas dactilares? ¿Era el tribunal del pueblo un tribunal con archivo y capacidad penal, fuera eso lo que fuera? ¿Había hablado Ana con alguien de la milicia sobre el incidente con posterioridad? Y, si lo hizo, ¿qué le habían dicho?

Parecían interesarle ese tipo de nimiedades, y a Nan no le molestaba ir hurgando en sus recuerdos mientras eso implicara que él mantuviera las manos quietas. Cuando ella se vació del todo, el se recostó en el sillón, acunando la nueva copa que le habían servido y mirando con los ojos entornados hacia el cielo azul muy oscuro y sin nubes.

- Muy interesante -dijo por fin-, esa pobre jovencita. La conozco desde que era muy pequeña. -A Nan ni se le había pasado por la cabeza que Margie Menninger hubiera sido nunca pequeña. Lo obvió, y sir Tam añadió-: Y el bueno de God. ¿Lo conoces desde hace mucho?

- No personalmente -dijo ella, evitando añadir la mentira al desliz de la falta de sinceridad-. Por supuesto, es un hombre de mucha importancia en cuestiones culturales. Yo también estoy muy preocupada por la cultura.

- La cultura -repitió sir Tam meditabundo. Parecía a punto de esbozar una sonrisa sincera, pero se las compuso para mantener la diplomática-. Eres un encanto, Nan -dijo, y agitó su reloj de pulsera para que los números rojos parpadearan-. Ah, casi hemos llegado -añadió, como si lo la mentara-, pero espero que me permitas acompañarte a tu hotel.

rante todo el trayecto desde el aeropuerto no le había quitado las manos de encima. Lo único que se le ocurrió para librarse de él fue fingir tal agotamiento que pareciera que no pudiera permanecer despierta ni un minuto, aunque sólo era después de comer, hora de Nueva York. Luego se dio cuenta de que había fingido tan bien que se había convencido hasta a sí misma.

Así que se había ido a dormir. Y se despertó antes de medianoche, sin poder conciliar el sueño de nuevo. ¿Qué podía hacer con las once horas que faltaban para que comenzara la actividad matutina?

Escribirle una carta a Ahmed, cómo no. Y unas horas dedicadas a los verbos irregulares. Y alrededor de otra hora escuchando las cintas que acababa de grabar para comprobar su acento. Tras esa sesión nocturna acabó cansada y preocupada. Lo que más necesitaba en aquel momento era dar un paseo por Sofía, desde su piso a la universidad y aún más allá, hasta el aire fresco del parque, pero eso estaba a diez mil kilómetros. En Nueva York no se sale a pasear al aire fresco de la mañana. Así, se había presentado a su trabajo en la cabina de interpretación sintiéndose como si ya hubiera cumplido una dura jornada laboral, con la cabeza latiéndole y palpitándole a dos ritmos diferentes, uno en cada sien…

Se había despistado. Se obligó a concentrarse. Sir Tam es-taba pidiendo la palabra, y ella debía traducir al búlgaro lo que dijera.

Gulsmit tenía la cara violácea de tanto rubor, y gritaba. La mitad del cerebro de Nan se preguntaba a qué respondería esa actitud, mientras la otra mitad procesaba automáticamente las palabras. ¡Tanta pasión por un poco de pescado! Ni siquiera pescado; se trataba de una especie de crustáceo, ¿no? Para Nan, el «krill» era algo que las viejas abuelas campesinas echaban y removían en sus guisos para darles cuerpo. Se presentaba como una sustancia en polvo de color grisáceo blanquecino que se compraban en jarras que llevaban la etiqueta de «concentrado de proteínas de pescado». Uno sabía que era bueno para la salud, pero prefería no pensar en qué órganos y deshechos se habían triturado para hacerlo. En Bulgaria, tan bien surtida de alimentos, a nadie le decía gran cosa aquella sustancia.

Ibero sir Tam estaba exasperado. El Bloque de Combustible

La sesión matinal de la ONU fue agotadora. No le dio tiempo ni de comer decentemente porque tuvo que corregir las traducciones informáticas de lo que ya había traducido por la mañana antes de imprimirlas. Y la sesión vespertina fue una prolongada y sucia pelea.

El debate se centraba en los derechos de pesca del krill antártico. Como se trataba de alimento, los ánimos se encendieron. Y, dado que la tradición marina es un tema que ha interesado a la humanidad desde hace tanto tiempo como las costumbres culinarias, la traducción era muy difícil. No había ni un solo instante en que pudiera recuperar el aliento, ni palabras técnicas acuñadas hacía poco y comunes a la mayoría de los idiomas. Cada lengua había desarrollado sus propios términos para barcos, náutica y, sobre todo, para la comida, en el nacimiento mismo del idioma. Sólo se utilizaban tres de los idiomas de Nan: búlgaro, inglés y ruso. Los paquistaníes no participaban en el debate y había muchos otros que dominaban las lenguas románicas. De manera que había períodos prolongados en los que podía oír sin tener que hablar. Pero ni siquiera en esos momentos podía descansar: debía recordar cuantas palabras le fuera posible. Los delegados de la ONU tenían la desagradable costumbre de citarse extensamente unos a otros, a veces con aprobación, a veces con desdén, siempre con el riesgo de una desviación milimétrica en la cita que ella tenía que reflejar de manera precisa. Sus dolores de cabeza eran espantosos.

Ése era, claro, el precio que se pagaba por la escisión quirúrgica de los dos hemisferios cerebrales. Por no mencionar la sutura que volvía a unir las partes de cada hemisferio que impedían que uno tropezara con las cosas o cayera, ni las inyecciones de ADN que hinchaban el cuello y los ojos durante semanas y que en ocasiones causaban ataques que difícilmente se distinguían de la epilepsia. Eso había sido una sorpresa. No le habían hablado de aquellas reacciones cuando se inscribió para ser una traductora con el cerebro escindido, no le habían dicho ni una palabra. Uno no tenía ni idea de lo doloroso que iba a resultar hasta que ya se lo habían practicado.

Lo que empeoró todavía más el día entero fue su desesperada necesidad de dormir. Sir Tam la había seguido hasta la mismísima puerta e incluso había metido un pie dentro. Dula necesitaba desesperadamente, exclamaba. ¡Debía conseguirla! ¡Y tenía derecho a ella, según todas las leyes de la humanidad civilizada! El Bloque de Combustible ya poseía las flotas de barcos factoría de altura que podían pescar con jábega en el frío océano Antártico. Citó Pacem in Maris y el tratado británico luso de 1242. Los diminutos cuerpos de las criaturas que constituían el krill, clamó, resultaban absolutamente esenciales para la agricultura británica, pues eran el mejor fertilizante para sus cosechas.

Ante esas palabras, el delegado uruguayo lo interrumpió gruñendo:

- ¡Agricultura! Ustedes utilizan esta proteína esencial para alimentar animales.

- ¡Por supuesto! -replicó sir Tam categórico-. No hemos sido agraciados con las ventajas que ha recibido su país, señor Corrubias. No tenemos llanuras inmensas en las que pueda pastar nuestro ganado. Para alimentarlos como es debido, tenemos que importar…

Alguien de la delegación norteamericana se rió en voz alta; no era una risa afable, y el uruguayo tamborileó en su mesa burlonamente.

- ¿Seguro que alimentan al ganado, sir Gulsmit? Nosotros tenemos pruebas, obtenidas en su propio Ministerio de Sanidad, de que le dan el krill a sus gatos y periquitos. ¿Acaso luego hacen porciones de carne picada de gato? ¿O chuletas frescas de periquito?

Sir Tam lanzó una mirada dolida al presidente interino:

- Señoría, debo pedir que se respete mi turno de palabra.

El presidente era un enjuto ganés que no había mirado a ningún orador ni una sola vez. Tampoco lo hizo en ese momento. Mantenía la vista fija en las cartas que iba firmando una por una a medida que su secretaria se las ponía delante. Dijo:

- Le rogaría al delegado de Uruguay que se guarde sus comentarios hasta que el delegado del Reino Unido haya concluido su intervención.

Sir Tam sonrió con cortesía.

- Gracias. En cualquier caso, ya casi he terminado. Por supuesto, una parte de nuestras importaciones de krill acaban como alimento para animales de compañía, otra parte como aditivos proteínicos para la justamente famosas ternera británica, y otra como fertilizantes para ayudarnos a cultivar las cosechas vitales que la naturaleza no nos daría por sí sola. ¿Es eso acaso un asunto que deba interesar a este organismo? Creo que no. Lo que nos ocupa aquí es el comportamiento de los Estados miembro en las relaciones internacionales. Nosotros no infringimos ningún tratado internacional al continuar la antigua tradición marítima británica, ni al pescar lo que está libre y a disposición de todos en aguas internacionales, ni, por supuesto, al hacer un uso apropiado de esas áreas pelágicas que, según los tratados existentes que han firmado libremente los Estados miembro, han sido reservadas para nosotros desde hace mucho. Pero ni siquiera ésa es la cuestión importante en la moción que tratamos hoy. Esa moción, les recuerdo, trata sólo de la propuesta para constituir un equipo de pacificación de las Naciones Unidas que supervise las pesquerías antárticas. «Pacificación», mis queridos colegas delegados. Un equipo para mantener la paz. Y por tanto nuestra posición está clara. No se necesita tal equipo. La paz se ha mantenido. No ha habido ningún incidente. Y con toda seguridad no habrá ninguno si de nosotros depende. Las Naciones Unidas tienen mejores cosas que hacer que buscar soluciones a problemas inexistentes.

Se sentó, arreglándoselas para hacerlo con una inclinación al presidente interino, una sonrisa irónica dirigida al uruguayo y, sí, ¡hasta un guiño a Nan, instalada arriba y al fondo, en la cabina de traducción! Ella agitó la cabeza incómoda ante aquella persona tan frívola. Pero tal vez fuera más serio de lo pie parecía, porque ya estaba escribiendo algo en un trozo de papel y haciendo señas a un ujier, mientras el ganés acababa (le firmar sus cartas, cerraba de golpe su carpeta, echaba,un vistazo al reloj y, cuidando de no cruzar la mirada con el delegado uruguayo, decía:

- Me han informado de que la intervención del próximo delegado puede alargarse durante un tiempo considerable. Dado que son las cuatro, sugiero que hagamos un receso en el debate hasta mañana por la mañana a las diez.

Se oyó un murmullo en la sala. Nan se recostó durante un buen rato masajeándose las sienes antes de levantarse y decidirse a pensar qué iba a hacer durante la siguiente media hora: una comida rápida, un baño y luego un apetecible y largo sueño…

No. No podría ser. Al abrir la puerta de la cabina apareció corriendo el ujier que, sin aliento, le entregó la nota de sir Tam. Decía:

Absolutamente esencial que asista a la fiesta en el SVD, a la que tendré el placer de acompañarla.

Así que no hubo descanso. Podría haber rechazado la invitación. Pero sir Tam se había tomado la molestia de comentárselo al jefe de la delegación búlgara en las Naciones Unidas y, en cuanto llegó a su habitación, recibió una llamada del delegado que le insistió en que tenía que asistir.

Se bañó rápidamente, se vistió con lo que supuso sería un atuendo apropiado y recorrió a paso rápido la calle que iba de su hotel al enorme y pintoresco edificio oblongo, tan distinto a las recientes construcciones vecinas que le recordaban a fortalezas. La cabeza le palpitó durante todo el trayecto. Con poca confianza le dijo su nombre en voz baja al guardia que se encontraba en la puerta del Salón de Visitantes Distinguidos. El consultó una lista, sonrió gélidamente y la dejó pasar.

¡Menudo tumulto! ¡Cuánto humo y qué olores a comida y bebida! Y, claro, allí estaba sir Tam, con un minúsculo ramo de flores en una mano y la otra apoyada en el hombro de un hombre rechoncho, moreno y sonriente a quien Nan no reconoció al principio pero que, no tardó en advertirlo, era el uruguayo con quien sir Tam había estado intercambiando insultos hacía apenas una hora.

- ¡Nan! ¡Eh, Nan! ¡Aquí! -Le hacía señas para que se acercara. No se le ocurrió ninguna razón para no hacerlo, pero, ya antes de aproximarse, supo que Gulsmit la iba a tocar otra vez. Y así fue. Las flores eran un ramo de violetas de Parma, escandalosamente fuera de temporada y, por supuesto, para ella. Gulsmit se empeñó en prender el ramillete a su recatado corpiño, dedicando a la tarea mucho más tiempo del que era necesario mientras los que formaban parte de su pequeño grupo de conversación simulaban alegremente no darse cuenta.

A Nan le irritó que el escocés pusiera en evidencia su intimidad de aquel modo, sobre todo en aquella atmósfera hiperactiva, en la que gente que había estado intercambiándose amenazas durante todo el día se reían, se mezclaban y bebíanjuntos. Y no sólo eso. Cada persona de aquel reducido grupo pertenecía a un bloque rival. ¿Qué diría el jefe de su propia delegación? Sir Tam y el saudí eran miembros del Bloque de Combustible. Los uruguayos, del de Población; así como las dos risueñas mujeres chinas con sus zapatos de tacones de aguja y chaquetas neo-mao con brocados de seda e hilo de metal.

- Nunca adivinarías, Nan -sonrió maliciosamente sir Tam tras presentarla-, qué se guardan en la manga nuestros amigos para mañana. Cuéntaselo, Liao-tsen.

La mayor de las mujeres chinas le apoyó sonriente la mano sobre el brazo. Era obvio que había bebido mucho. Nan apenas podía entender sus consonantes, pero la china acertó a decir con la mínima claridad necesaria:

- La República Popular de Bengala presentará una proposición de urgencia. Una proposición muy interesante, señorita Dimitrova. Centrada por completo en «la presunta expedición multinacional de las Potencias Exportadoras de Alimentos» y sus «actos de violencia contra los nativos de Hijo de Kung».

- ¿Violencia? ¿A qué se refiere? -preguntó Nan, sobresaltada y asustada de repente. Si había lucha en el Hijo de Kung…, si Ahmed se veía en medio de una guerra…

- Eso es lo gracioso, mi querida jovencita -se rió sir Tam entre dientes-; según parece, la pequeña tropa de God ha estado abatiendo inofensivos globonoides. Pero no te preocupes. No creo que aprueben la moción. No es una cuestión de bandos, ¿verdad que no, señor Corrubias?

El uruguayo se encogió de hombros.

- No se han producido consultas oficiales entre las Repúblicas Populares, eso es verdad.

- ¿Y extraoficiales? -tanteó Gulsmit.

Corrubias miró a la china de más edad, que, con una inclinación de cabeza, le dio permiso, y dijo:

- Les puedo exponer mi opinión personal, que es que los actos de violencia de los que se nos ha informado no tienen micha importancia. ¿De verdad puede alguien preocuparse por unos fuegos fatuos que van flotando por ahí en el cielo?

- Por otro lado está la cuestión de la especie subterránea dijo la chica. Le dio otro sorbo a su bebida, lanzando una mirada alegremente misteriosa a sir Tam por encima de la copa, antes de seguir con toda tranquilidad-: Pero eso tampoco…, bueno se ha irrumpido en algunas madrigueras, nada más. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos estar seguros de que las criaturas que las habitan sean inteligentes? No pondríamos ninguna objeción, por ejemplo, a un granjero de Nebraska que reventara una topera al arar sus campos de cereales.

- También se podría hablar -dijo Ana con atrevimiento, sorprendiéndose a sí misma de la dureza de su voz- de la especie de crustáceos que ha sufrido algunas bajas. -Pero sir Tam la contuvo con una presión amable en el hombro. No se quejó. De repente había empezado a temer que fuera el grupo de Ahmed el que había causado esas víctimas, y ése era un tema sobre el que ella carecía de la mínima información.

- No sabéis cómo me gustaría veros pelear a muerte por la cuestión -dijo sir Tam entre risas para quitarle hierro a sus palabras. Sin embargo, Nan se preguntó si no lo diría en serio. Se preguntaba asimismo por qué se mostraba posesivo con ella de una manera tan premeditada y pública, poniéndole el brazo sobre el hombro, atento en todo momento a su copa y rellenándosela con algo de cada bandeja que pasaba cerca. Sin duda, todos aquellos extranjeros creerían que ya se habían acostado. Se ruborizó con sólo pensarlo. Ya habría sido terrible ser responsable de un desliz inmoral, como cualquier vulgar fulana, y que se hubiera sabido. Pero es que ¡no había hecho nada! La fama sin habérsela buscado…, ¡qué espantoso! ¿Por qué sir Tam se salía de su guión como delegado para dar esa impresión? ¿No sería acaso que la moral relajada de los miembros del Bloque de Combustible valoraba tanto el fingimiento de una aventura sexual como la propia aventura? ¿No estaría intentando alardear de potencia sexual? ¿Y entre qué tipo de personas se encontraba ella?

- Por favor, discúlpenme un momento -dijo mirando a su alrededor como si buscara el lavabo de señoras. Pero en cuanto se hubo alejado lo bastante de sir Tam, rodeó el salón de paneles blancos y se dirigió a las mesas donde se servía el bufet. Al menos, elevaría su nivel de azúcar en sangre. Tal vez eso aliviaría sus dolores de cabeza y el cansancio; luego ya pensaría en cómo liberarse de la presión de sir Tam.

La mesa habría parecido principesca incluso en Sofía. Pero ¿no eran los tibetanos los que daban esa fiesta? ¿Y porqué se sentían obligados a hacer una exhibición tan derrochadora de alimentos? Caviar que, con toda seguridad, no procedía del Himalaya; exquisitos helados de fruta que probablemente desconocían en los altos y despojados valles de su país; patés en sus cajas de madera originales traídos de Francia. Y, ¡qué barbaridad!, los centros de mesa eran réplicas talladas de las especies de Hijo de Kung. Un globonoide, de medio metro de grosor, ¡en mantequilla! Un crustáceo tallado en lo que parecía un sorbete de fresa. Una criatura alargada, que parecía una rata -¿sería un excavador?- ¡de foie gras! Allí mismo, a su lado, había un hombre de pelo cano y aire distinguido que le pedía a otro más joven de cabellos claros que le llenara un plato con la comida exhibida. Una cucharada del excavador, unas tajadas de algún tipo de carne, un cruasán, una cucharadita de globonoide para poner mantequilla en el panecillo. El hombre captó su mirada y le sonrió con afabilidad aunque sin hablar.

Todo era increíblemente ostentoso. Casi le quitó el apetito a Ana. Apartó la mirada de la comida y vio a sir Tam al otro lado de la sala. En un gesto extraño, él asintió como si la animara a algo y señaló a…, ¿a quién? ¿Al hombre de pelo cano que estaba a su lado?

Ella se fijó con más detenimiento. ¿Se conocían? No. Sin embargo, el rostro de aquel hombre le resultaba familiar, de una fotografía, pensó…, pero una fotografía que había significado algo para ella.

Nan se volvió para hablar con él, pero el hombre de cabello claro se interpuso entre ellos, con educación aunque como si estuviera preparado… Preparado ¿para qué? ¿Es que creían que era una asesina?

Entonces recordó dónde había visto aquella cara. -Usted es el señor Godfrey Menninger -dijo.

Él adoptó una expresión de curiosidad.

- ¿Sí?

- No nos conocemos, pero he visto su fotografía en un periódico. Aparecía junto a su hija. Soy Ana Dimitrova, y conocí a su hija hace unos meses en Sofía.

- ¡Ah! ¡Claro que sí! El ángel salvador. Está bien, Teddy -le dijo al hombre Más joven, que retrocedió y empezó a recoger los cubiertos de la bandeja de Menninger-. No sabes cuánto me alegro de conocerte por fin, Ana. Margie anda por aquí, pero lejos de la comida, pobre. Tiene el metabolismo de su madre. No puede mirar siquiera a una exhibición de manjares como ésta sin engordar un kilo. Vamos a buscarla para que la saludes.

La capitán Menninger estaba dando sorbos a su agua Perrier mientras permitía que un agregado japonés cincuentón pensara que estaba haciendo avances con ella, cuando oyó la voz de su padre a sus espaldas.

- Margie, cariño, tengo una sorpresa para ti. ¿Te acuerdas de Ana Dimitrova?

- No. -Margie estudió a la mujer detenidamente, no como si fuera su rival sino como alguien que intentara hacerse una idea del terreno con un mapa. Entonces salió la ficha del archivo de su cerebro-. Sí -se corrigió-. La búlgara. Me alegro de verte otra vez.

No quería darle ninguna importancia a lo sucedido en Sofía, y pretendía que a la jovencita búlgara le quedara bien claro. Por otro lado, Margie tampoco tenía el menor deseo de convertirla en un enemigo. Podría llegar un momento en que la relación de la búlgara con aquel paqui -¿se llamaba Dulla?; sí, Ahmed Dulla, miembro de la expedición de los Poblas a Klong- podría serle de utilidad. Así que se volvió hacia el japonés y le dijo:

- Tetsu, quiero presentarte a Nan Dimitrova. Me prestó una gran ayuda en Bulgaria. Ya sabes lo estúpida que me pongo cuando hago bromas, no puedo mantener la boca cerrada; se me escapan cosas que me ponen en apuros muy incómodos. Y, claro, dije algo ridículamente espantoso. Un comentario político, ya sabes. Podría haber tenido consecuencias muy desagradables. Y entonces apareció Nan, una completa desconocida, una buena persona, y me sacó del embrollo. ¿Cómo está aquel joven encantador que te acompañaba, Nan?

- Ahmed está en Hijo de Kung -respondió Nan. No tenía ganas de ofender a nadie, pero tampoco tenía por qué aguantar las repugnantes y desdeñosas bromas de aquella rechoncha rubita.

- ¡Está allí! Vaya, qué coincidencia. Te acuerdas del doctorDalehouse, ¿verdad? También está en el planeta. Tal vez se encuentren. -Vio que el asistente de su padre acababa de comentarle algo y añadió-: Papá, pareces preocupado. ¿He dicho otra vez algo inconveniente?

Godfrey Menninger sonrió.

- Lo que me preocupa es que si te voy a tener que acercar a Boston, ya es hora de que nos pongamos en camino. ¿Recuerdas que tienes un cita en el MIT esta noche?

- Oh, por favor. Me había olvidado. -Era completamente falso. Margie no se había olvidado de la hora de su cita, que debía tener lugar la mañana siguiente; y no le cabía la menor duda de que su padre tampoco la había olvidado.

- Además -prosiguió Godfrey Menninger-, no tardarás en empezar a estornudar y rascarte si nos quedamos mucho más. ¿O es que también te has olvidado de que eres alérgica a las flores?

Margie jamás había sido alérgica a nada, pero dijo:

- Papá, no sé qué haría sin tus cuidados. Nan, lamento haberte podido dedicar tan poco tiempo, pero ha sido un placer volver a verte. Y Tetsu, no te sientas un extraño la próxima vez que vayas a Houston. Pásate a saludarme.

El japonés dijo algo entre dientes e hizo una inclinación. Aunque, pensó Margie, si a Tetsu le daba por presentarse algún día en Houston, siempre podía decir que estaba fuera de la ciudad. En realidad no le importaba. Había cumplido su objetivo. Pasada cierta edad, ni siquiera acostarse con un hombre otorgaba un control tan fuerte sobre sus emociones como el transmitir la impresión de que sin duda una se acostaría con él si alguna vez surgía la oportunidad.

Acomodada ya en el coche de su padre, con el asistente y guardaespaldas sentado delante, le preguntó:

- Bien, ¿me dirás ahora a qué viene todo esto?

- Tal vez tu pequeña amiga búlgara no sea tan de pueblo como parece. Teddy le hizo un barrido rutinario. Llevaba un micrófono en el ramillete.

- ¿Ella? ¿Con un micrófono? ¡Eso es increíble!

’Es un hecho -la corrigió su padre-. Tal vez se lo puso alguien de su delegación, ¿quién sabe? Esa fiesta estaba llena de burones. Podría haber sido cualquiera. Y, hablando de tiburones…

- … quieres saber de qué me he enterado. -Margie acabó la frase de su padre asintiendo, y le explicó lo que le había dicho el japonés sobre la resolución bengalí.

El se recostó en el asiento.

- Vaya, se diría que es una simple Noche de Travesuras más de la ONU, como la víspera de Halloween. Tú me tiras el recipiente de basura, yo te echo un gato muerto en el tejado. ¿Van a apoyarla?

- No me lo dijo, papá. No parecía tomársela muy en serio. Su padre se rascó por debajo del ombligo con expresión pensativa.

- Con los Poblas nunca se sabe. El Heredero de Mao ha hecho una gran inversión en Klong. Los bengalíes no se meterían en nada sin el visto bueno previo de la Ciudad Prohibida.

A Margie se le erizó el vello de la nuca.

- ¿Estás insinuando que debería preocuparme? No quiero que anulen mi misión.

- Oh, no. No hay la menor posibilidad, cariño. Relájate, anda. Te pareces mucho a tu madre. Nunca aprendió a adaptarse a las circunstancias. Cuando te secuestró la OLP, creí que iba a sufrir una depresión nerviosa.

- Estaba cagada de miedo, papá. Y tú nunca te inmutas. -Ni siquiera, pensó, cuando tu hija de cuatro años lloraba a gritos en la radio del reactor de pasajeros.

- Pero yo sabía que estarías bien, cariño. Lo sabía con toda seguridad.

- Bueno, no me apetece hablar de eso, mi querido amigo. -Margie cruzó las manos encima de su regazo y miró por la ventana. Entre el complejo de la ONU y el aeropuerto no había ni un solo edificio, ni una sola calle que Margie no hubiera visto una docena de veces. En realidad, no las estaba viendo en ese momento. Pero mirar todo aquello -los largos autobuses articulados que renqueaban por los carriles lentos, los vecinos que sacaban a pasear los perros, los escolares, las tiendas, los policías en sus triciclos, los vendedores de las aceras con sus joyas hechas a mano y sus ordenadores de bolsillo- la estimulaba y le ayudaba a aclarar sus ideas. Thomas Jefferson, al volver a Monticello en diligencia, debió de contemplar con la misma mirada distanciada de propietario a los esclavos que quitaban las malas hierbas de sus tierras de cultivo.

- Escúchame, papá -dijo lentamente-. Quiero reforzar nuestra misión. Ahora.

- ¿Qué prisa hay?

- No lo sé, pero la hay. Quiero hacerlo antes de que los Poblas y los Grasis se nos adelanten o lleven a mucha de su gente a nuestro Hijo de Kung. Quiero que seamos los primeros y los más numerosos allí, porque quiero el planeta entero.

- Mierda, cariño, ¿es que en Point no te enseñaron nada sobre prioridades? Hay otros problemas, como la cuestión del krill y la Cordillera Mesoatlántica o la amenaza de los Grasis de subir otra vez los precios… ¿Tienes la menor idea de lo grave que es todo eso? Sólo tengo una agenda, y en la casilla de prioridades sólo hay espacio para un problema cada vez.

- No, papá, no quiero que me cuentes lo difícil que es la situación actual. ¿Es que no entiendes que te estoy hablando de un planeta entero?

- Claro que lo entiendo, pero…

- No, nada de peros. Me parece que no acabas de comprender lo que significa disponer de un planeta entero con el que hacer lo que quieras. Un planeta para nosotros, papá, todo para nosotros. Un planeta en el que empezar desde cero, para desarrollarlo de una manera metódica y sistemática. Encontrar todos los combustibles fósiles, explotarlos de un modo razonable. Ubicar las ciudades donde no destruyan la tierra cultivable. Plantar cultivos dondé no arrasen el suelo. Desarrollar la industria donde sea más apropiado. Planificar la población. Dejarla crecer según las necesidades, pero no donde haya un exceso: personas sanas, fuertes, independientes. Norteamericanos, papá. Tal vez el planeta apeste ahora mismo, pero dale cien años y preferirás estar allí antes que aquí, te lo prometo. Y lo quiero.

Godfrey Menninger suspiró mirando con cariño y también admiración a la mayor y más problemática de sus hijos.

- Eres peor que tu madre -dijo compungido-. Bien, te he entendido. Los polacos nos deben una. Veré qué puedo hacer.

TorreTecDos,, cuya cubicación doblaba la de todos los viejos edificios de ladrillo juntos, se extendía sobre la orilla del río Charles. En la Torre Tecnológica Dos no había aulas, ni tampoco administración. Se dedicaba por entero a la investigación: desde el almacenamiento de información en ordenadores en los subsótanos hasta los experimentos sobre radiación solar que decoraban el tejado con platillos y pajaritas.

El Massachusetts Institute of Technology tenía una larga tradición de participación en la exploración espacial que se remontaba hasta cuando ésta ni siquiera existía o, al menos, no existía ninguna exploración que pasara a la página impresa. En fecha tan temprana como la década de 1950, se había impartido un curso de diseño cuyo programa giraba íntegramente alrededor de la creación de productos para exportar a los habitantes del tercer planeta de la estrella Arturo. El hecho de que no se conociera la existencia de ningún planeta de Arturo, por no mencionar a sus supuestos habitantes, no preocupó ni al profesor ni a los estudiantes, pues los miembros del Tech estaban acostumbrados a dejar volar la imaginación cuando se les solicitaba. En la comunidad de Cambridge que se movía alrededor del MIT, Harvard, los observatorios de Garden Street y todos los mundos maravillosos de la carretera 128 había habido diseñadores de naves interestelares antes de que el primer Sputnik entrara en órbita, anatomistas de extraterrestres cuando todavía no había ninguna prueba de vida en ningún punto del universo, aparte de la superficie de la Tierra, y especialistas en comunicaciones interplanetarias antes de que pudiera haber alguien al otro extremo de la línea. Margie Menninger había cursado allí un posgrado de seis meses, corriendo de un lado para otro entre el Tech y Harvard, y había tenido el acierto dé mantener vivos los contactos.

La mujer que Margie quería ver era una antigua presidenta de los MISFITS y por tanto habría sido uno de los poderes reales en el mundo del Tech aunque no hubiera tenido el título de decana adjunta de la Facultad. Había organizado un desayuno de trabajo a petición de Margie, al que atendiendo a su solicitud habían acudido cinco jefes de departamento.

Una vez sentados a la mesa, la decana los presentó a todos y dijo:

- Hazlo bien, Margie. A los jefes de departamento no les entusiasma levantarse tan temprano por la mañana. Margie probó los huevos revueltos.

- Con este desayuno, los entiendo -dijo dejando el tenedorsobre la mesa-. Permítanme que vaya directamente al grano. He traído unos diez minutos de holos que valen la pena de las criaturas autóctonas de Hijo de Kung, alias Klong. Se trata sólo de imágenes, no hay sonido. -Se inclinó hacia la mesa lateral, pulsó con fuerza un interruptor y la primera de las imágenes holográficas surgió condensándose en un resplandor rosáceo-. Probablemente ya hayan visto la mayor parte de este material -dijo-. Eso es un krinpit. Son una de las tres especies inteligentes o, al menos posiblemente inteligentes, de Klong, y la única de todas ellas que es urbana. En seguida verán algunos de sus edificios. Están descubiertos por arriba. A todas luces a los krinpit no les preocupa mucho el clima. Quién sabe para qué tienen edificios, pero el caso es que los tienen. En principio, parecería la raza con la que sería más fácil establecer relaciones comerciales de las tres, pero por desgracia los Poblas nos llevan ventaja. Aunque sin duda los alcanzaremos.

La jefa del profesorado de diseño era una joven negra y delgada que había limitado su desayuno a un zumo de naranja y café solo, y ya se lo había acabado.

- Alcanzarlos, ¿en qué, capitán Menninger? -le preguntó. Margie la evaluó y evitó el enfrentamiento.

- Para empezar, doctora Ravenel, me gustaría que su gente creara algunas mercancías para comerciar con las tres razas. Cualquier día de estos todas ellas serán nuestros clientes.

El economista apartó la mirada del holo de una barca krinpit para poner a prueba a Margie.

- Clientes implica comercio en dos sentidos. ¿Qué cree que esos, eh…, klongianos, van a tener para vendernos que merezca la pena la molestia de transportarlo todos esos años luz?

Margie sonrió.

- Creí que no me lo iban a preguntar. -Levantó un maletín que tenía en el suelo y lo abrió ante sí sobre la mesa, quitando el plato de huevos de en medio-. Hasta ahora -dijo- no hemos conseguido nada que pueda considerarse un objeto manufacturado. Pero miren esto. -Hizo circular entre los presentes varios cuadrados de unos diez centímetros de una sustancia transparente y elástica-. Éste es el material del que están hechas las bolsas de hidrógeno de los globonoides. Es un material muy especial; me refiero a que es capaz de contener H, gaseoso con menos de un uno por ciento de fugas en un período de veinticuatro horas. Podríamos suministrar bastante si hubiera un mercado especializado para él.

- ¿No tiene que matar al globonoide para conseguirlo?

- Buena pregunta. -Margie hizo un gesto de asentimiento el economista, esbozando una falsa sonrisa-. No, es decir, hay otras especies con la misma estructura corporal, aunque esta muestra procede, según tengo entendido, de uno de los sensibles. ¿Qué me dicen del mercado? Si la memoria no me falla, los alemanes tuvieron que utilizar el segundo estómago del buey para construir el Hindenburg.

- Entiendo -dijo el economista con seriedad-, todo lo que tenemos que hacer es contactar con algunos constructores de zepelines. -Siguieron risas tontas de todos.

- No me cabe duda -replicó Margie con calma- de que se le ocurrirán ideas mejores que ésa. Oh, y se me olvidaba mencionar algo. He traído mi talonario de cheques. Hay una beca de la Fundación Nacional de la Ciencia para investigación y desarrollo que está aguardando que alguien la solicite. -Y también por ese regalo, papá, te doy las gracias, pensó.

El economista no había llegado a ser jefe de uno de los departamentos importantes de la universidad sin haber aprendido a reconocer cuándo era oportuno retirarse.

- No pretendía quitármela de encima, capitán Menninger. De hecho, se trata de un reto muy emocionante. ¿Qué más tiene para nosotros?

- Bien, tenemos varias muestras que todavía no han sido estudiadas en detalle. Para serles sincera, ni siquiera se supone que deberían estar aquí. En Camp Detrick todavía no saben que las hemos sacado de allí.

El grupo se estremeció. La decana intervino rápidamente:

- Margie, me parece que a todos nos ha venido la misma imagen a la cabeza cuando has mencionado Camp Detrick. ¿En todo esto hay algo relacionado con la guerra biológica?

- ¡Por supuesto que no! No, créanme, no tiene absolutamente nada que ver. A veces no sigo los canales reglamentarios, lo reconozco, pero ¿qué creen que me harían si me salto las normas de seguridad en una cuestión como ésa?

- Entonces, ¿por qué Camp Detrick?

- Porque son organismos alienígenas -explicó Margie-. Salvo la muestra de tejido de globonoide verán que todo loque traigo está en un recipiente de envoltura doble y precintado con calor. El exterior ha sido lavado con ácido y esterilizado con radiación ultravioleta. No, esperen… -añadió sonriendo. Todos los presentes en la mesa habían empezado a mirarse las puntas de los dedos, y hubo un movimiento perceptible de alejamiento de las muestras de tejido-, esas muestras de globonoide están bien. Las demás, quizá no tanto. Han sido revisadas muy minuciosamente. No parecen tener ningún patógeno ni sustancias alergénicas pero, por supuesto, tendría que manejarlas con cautela.

- Muchas gracias, capitán -dijo con frialdad la diseñadora-. ¿Cómo puede estar tan segura respecto a este tejido?

- Comí un poco hace tres días -repuso. Había conseguido la atención de todos y prosiguió-: Debo señalar que la beca incluye naturalmente cuanto necesiten para garantizar la manipulación segura. Bien, este grupo son muestras de plantas. Son fotosintéticas y su reacción principal se da en la escala de infrarrojos. ¿Interesante para ustedes, los agrónomos? Bien. Y lo de ahí se supone que son objetos artísticos. Esos son de los krinpit, los que parecen cucarachas aplastadas. Se supone que los objetos «cantan». Es decir, si eres un krinpit y los frotas en tu caparazón emiten unos sonidos curiosos. Si no posees un caparazón quitinoso, puedes utilizar una tarjeta de crédito.

La responsable de diseño tomó uno de los objetos con cautela, mirándolo a través del plástico transparente.

- ¿Ha dicho que quería que desarrolláramos algún tipo de mercancía para comerciar?

- Eso dije. -Lo último que Margie sacó de su maletín fue un documento mimeografiado con una cubierta roja. Las palabras ALTO SECRETO estaban impresas llamativamente en la sobrecubierta-. Como pueden ver, se trata de un documento clasificado, pero no hay más motivo para tanto secreto que los típicos temores de los militares. Será entregado a la ONU dentro de unos diez días o, al menos, en buena parte. Es el informe más amplio que hemos podido preparar sobre las tres especies principales de Klong.

Los seis universitarios de la mesa hicieron gesto de quererlo a la vez, pero la jefa de diseño fue la más rápida.

- Hum… -dijo hojeándolo-, uno de mis estudiantes de pos-grado lo devoraría. ¿Puedo enseñárselo?

- Más que eso. Dejemos este ejemplar y las muestras con estos amigos y usted y yo vayamos a hablar con él.

Quince minutos después, Margie había conseguido librarse de la jefa de departamento y se había quedado a solas con un delgado y nervioso joven llamado Walter Pinson.

- ¿Crees que podrás hacerlo? -preguntó Margie.

- ¡Sí! Quiero decir que, bueno, es un trabajo importante… Margie apoyó la cabeza en el brazo del joven.

- Estoy convencida de que puedes, pero te agradecería mucho que me dijeras cómo planeas enfocarlo.

Pinson pensó un momento.

- Bien, lo primero es comprender cuáles son sus necesidades -propuso.

- ¡Eso es fascinante! Debe de ser muy difícil. A mí no se me ocurriría por dónde empezar. Sin pensarlo mucho, diría que su principal necesidad, de todas las que puedan tener, es simplemente mantenerse vivos. Como verás, todo lo que hay en ese planeta pasa mucho tiempo intentando comerse a todo lo demás, incluidas las otras especies inteligentes.

- ¿Canibalismo?

- Bueno, no creo que pueda llamarse así. Son especies distintas y hay muchas otras que intentan comerse a las inteligentes.

- Depredadores -dijo Pinson asintiendo-. En fin, ahí tenemos un punto de partida. Por ejemplo, para depredadores como los globonoides cualquier cosa que los incendiara ayudaría a proteger a los demás… pero, por supuesto -añadió frunciendo el ceño-, tendríamos que asegurarnos de que esas armas se utilizaran sólo para defender seres sensibles de formas de vida inferiores.

- ¡Claro! -exclamó Margie, asombrada-. ¡No quisiéramos darles armas para que empezaran una guerra con ellas! -Se miró el reloj-. Tengo una idea, Walter. No he desayunado mucho, y se acerca la hora de comer. ¿Por qué no tomamos algo juntos? Conocía un sitio cuando era estudiante de posgrado. Era un viejo motel que olía a cerrado, pero la comida era buena…, si tienes tiempo, claro.

- Oh, tengo tiempo -dijo Pinson mirándola agradecido. -Está más allá de Harvard Square, pero deberíamos poder tomar un taxi. Y, por favor, permíteme…, dispongo de una cuenta de gastos y, después de todo, es dinero de vuestros impuestos. -Mientras se dirigían hacia el ascensor, una multitud de alumnos se encaminaba en masa hacia la sala de conferencias. Mirándolos, Margie preguntó-: ¿No conocerás por casualidad a un estudiante llamado Lloyd Wensley? Me parece que está en primero.

- No, creo que no. ¿Un amigo suyo?

- No exactamente… o, en cualquier caso, no desde que era un niño. Conocía a su familia. Bien, por lo que se refiere a esos, cómo llamarlos, utensilios para la autodefensa…

Varias agradables horas después, Margie se subía a un taxi delante del viejo motel. Si la comida no era tan buena como recordaba, las habitaciones todavía cumplían los niveles de calidad exigibles. Cuando se acercaban a Harvard Square tuvo un impulso.

- Baje por la avenida Mass. -le ordenó al conductor-, quiero dar un pequeño rodeo. -Unas manzanas más adelante, lo dirigió hacia una calle lateral y miró lo que la rodeaba.

Reconoció el vecindario. Ahí estaba el supermercado. Allí el Balneario Giordan y más allá, encima de la barbería -que ahora era una ferretería- estaba el piso de tres habitaciones que hacía esquina donde había vivido con Lloyd y Lloyd hijo durante los diez meses que duraron tanto su curso de estudios de posgrado como su matrimonio. Sustituir a la madre natural de un niño de seis años que había fallecido cuando el pequeño tenía tres había sido lo más cerca que Marge había estado jamás de la maternidad. Era, también, lo más cerca que había estado jamás de llevar una vida de esposa, y nunca volvería a pasar por ese trago. ¡El buen Lloyd! Tenía treinta años cuando ella tenía diecinueve, y era tan jodidamente cortés en el Club de Oficiales que no podías imaginar cómo se comportaba en la cama. Ni siquiera te hacías una idea si te acostabas con él una o dos veces, como Margie había tenido la prudencia de hacer. Con sólo mirar a la ventana de su antiguo dormitorio le dolió el cuello al recordar cómo Lloyd le aplastaba la cabeza en un rincón de la cama, medio asfixiada por las almohadas, para poder vaciarse tan deprisa como creyera oportuno y con la frecuencia que quisiera, cuando quisiera. A una escupidera no le pides permiso para escupir en ella, ni a una esposa para practicar el sexo. La escupidera no puede resistirse, no si la bloqueas en la posición correcta y, además, no grita. Tampoco la esposa, sobre todo con el hijastro de seis años adormilado al otro lado de la puerta.

Le pidió al taxista que siguiera adelante.

Habría sido agradable ver a Lloyd hijo, convertido ya en adulto, pero tal vez fuera mejor no hacerlo. Mejor que todo siguiera como estaba. No había visto a ninguno de los Lloyd desde que consiguiera la nulidad matrimonial, y era inútil tentar a la suerte. Había sido una experiencia espantosa, deshumanizadora para una joven; qué suerte había tenido, pensó Margie, de que no la hubiera marcado para siempre.

Cuando volvió a su hotel, tenía una cinta con un mensaje de su padre: «Oír y obedecer. Mira las noticias».

Encendió el televisor que tenía junto a la cama mientras hacía las maletas y buscó un canal que emitiera noticias las veinticuatro horas. Se vio recompensada con cinco minutos sobre los últimos escándalos políticos de corrupción en Boston y luego con una entrevista en profundidad con el nuevo bateador de los Red Sox. Pero al final emitieron un resumen de la principal noticia internacional del día:

«Esta mañana, en un paso inesperado en las Naciones Unidas, el principal delegado polaco, Wladislas Prczensky, anunció que su gobierno ha aceptado el desafío planteado por la resolución bengalí. Las potencias del Bloque de Alimentos han acordado enviar una comisión de investigación, dotada de amplios poderes, para averiguar los presuntos casos de trato brutal a las especies nativas en el planeta al que caprichosamente se denomina "Klong" o "Hijo de Kung". No habrá representantes de las principales potencias como Estados Unidos o la Unión Soviética en la comisión, que estará compuesta por funcionarios de fuerzas de pacificación de la propia Polonia, Brasil, Canadá, Argentina y Bulgaria».