XVII

Siguiendo la costa, a seis kilómetros de donde había dado muerte a los Fantasmas Venenosos, Sharn-igon hizo una pausa en su huida para escarbar un foso poco profundo bajo un acantilado. Tenía que esconderse porque necesitaba descansar.

Excavar siempre había supuesto peligros para un krinpit a causa de los Fantasmas de Abajo, pero era improbable que anduvieran por allí. Se encontraba demasiado cerca del agua, y a ellos no les gustaba arriesgarse a que se les inundaran los túneles. La presencia del multiárbol sobre el acantilado que tenía encima era una buena señal: sus raíces no eran bocado de su gusto.

Mientras se instalaba dentro del agujero, Sharn-igon se preguntó qué habría sido de su aliado de combate, el Fantasma Venenoso Dulla. No sentía preocupación como la que se sentiría por un congénere, no tenía a Dulla por tal. Para él, Dulla era tan sólo un arma, una herramienta, un objeto sin esencia. Después de que ambos mataran a los Fantasmas Venenosos que Dulla llamaba «Grasis», habían huido y, por descontado, Dulla había escapado más rápido y más lejos. Sharn-igon no lo tomó como una traición. Si él hubiera sido el ágil y Dulla el lento, el krinpit sin duda habría hecho lo mismo. La utilidad de Dulla como herramienta radicaba en su velocidad y en el modo en que podía hablar con otros Fantasmas Venenosos haciéndolos dudar, vacilar, dándole así tiempo a Sharnigon para abalanzarse sobre ellos y matarlos. ¡Era tan fácil matar a los Fantasmas Venenosos! No requería más que unos cuantos tajos y un golpe con la pinza-maza. A veces llevaban armas, y Sharn-igon había aprendido a respetarlas, pero los dos de la playa sólo tenían una pequeña pistola de aire comprimido, que emitía un sonido brillante y cuyas diminutas balas rebotaban en su caparazón, y un objeto que dejó salir algo de un olor fétido y picante que lo hizo sentir raro e incómodo por un instante pero que no logró detener su ataque. A Fantasmas como ésos podía matarlos con su herramienta o sin ella; el Fantasma Venenoso Dulla.

Movió el caparazón adelante y atrás para introducirse más en el interior del foso y descansó, manteniendo los receptores auditivos alerta y enfocados hacia el agua y metiendo las antenas en el suelo para captar las posibles vibraciones de cualquier Fantasma de Abajo que se aproximara. Era a ellos a los que de verdad temía, mucho más que a cualquier peligro procedente del agua o de la playa.

Por supuesto, en circunstancias normales, un krinpit adulto con caparazón podía hacer frente sin problemas a una docena de Fantasmas de Abajo, siempre y cuando el krinpit se pudiera mantener en la superficie o lo más cerca de ella que pudiera. Al aire libre, los Fantasmas de Abajo parecían sordos, corrían casi al azar. Sin embargo, en ese momento sus circunstancias no eran las normales. Sharn-igon no sólo estaba agotado, además se sentía mal. Estaba irritado, tenso, hinchado, a punto, le habría dicho a su él-esposa (pero Cheee-pruitt llevaba meses muerto, su caparazón ya estaba seco), de estridular y salir de su caparazón. No le tocaba todavía, no cumplía hasta dentro de muchos meses, así que no podía tratarse de la tensión normal previa a la muda.

De golpe, se le soltó el esfínter. Regurgitó cuanto había comido expulsando una gran riada de carne de lombrices, trozos de quitina de rata-cangrejo, frutos, hongos y hojas semidigeridas.

Al vomitar se sintió debilitado, pero más tranquilo. Tras descansar un momento, cubrió bien la suciedad y empezó a limpiarse minuciosamente el caparazón. Sin duda, los Fantasmas Venenosos se estaban vengando por haberlos matado en la playa. Debían de ser los trozos de su carne todavía enganchados en las pinzas de Sharn-igon lo que le hacía sentir mal. Eso… y el malestar interior que se había apoderado de él desde que ellos llegaron a su ciudad y empezó la imparable sucesión de acontecimientos que le habían arrancado toda la alegría de vivir.

Los krinpit no lloraban. Carecían de lagrimales; carecían de ojos donde tener lagrimales. Sí podían sentir, en cambio, la emoción de la pena, y no tenían tabúes culturales para expresarla a su modo. Ese modo era el silencio. Un krinpit silencioso -o todo lo silencioso que una criatura como un krinpit podía llegar a estar- era un krinpit que lloraba.

Durante más de una hora, una vez hubo limpiado hasta la última partícula seca de sangre ajena de su tímpano, Sharnigon permaneció casi en silencio, salvo por un leve sonido producido al rozar la pinza contra el caparazón y algún esporádico gemido al respirar.

Sin quererlo, sonidos de épocas más felices volvieron como un eco a su memoria. Escuchó de nuevo a Cheee-pruitt y a la pequeña hembra -¿cómo se llamaba?- a quien habían fecundado y que dio a luz a sus crías. Era una criatura dulce y encantadora. Casi tenía personalidad propia, además del agridulce atractivo de cualquier hembra apareada, con las crías creciendo y alimentándose en sus entrañas hasta que se las devoraron y murió, tras lo cual la camada se comió el caparazón y emergió al ruidoso y emocionante mundo de la espalda de su padre-esposa.

Todo eso había cambiado.

¡Y todo era culpa de los Fantasmas Venenosos! Desde que el primero de ellos había llegado y Cheee-pruitt, el querido y añorado Cheee-pruitt, había cometido la imprudencia de intentar comérselo, el mundo de Sharn-igon se había hecho pedazos. No había sido sólo por Cheee-pruitt, también por todo lo demás. Los krinpit que había movilizado contra los Fantasmas Venenosos que Dulla llamaba Grasis habían sido severamente castigados. Los miembros de su propia aldea habían sido atacados desde el aire como represalia y muchos de ellos murieron. ¿Y cuántos Fantasmas había podido matar él para vengarse? Muy pocos, casi ninguno. Los dos de la playa, el puñado que Dulla y él habían sorprendido en el puesto avanzado… ¡no bastaba! Todos los planes de Dulla habían acabado en poca cosa: los krinpit de la aldea más cercana a los Gordos habían titubeado y habían acabado echándose atrás, prometieron participar en un ataque pero incumplieron la promesa; mientras tanto, todo lo que habían podido hacer Dulla y él había sido merodear como ratas-cangrejo, buscando a alguien perdido a quien atacar sin encontrar a nadie hasta que salieron aquellos dos del barco hundido…

Oyó un sonido que procedía del agua.

Sharn-igon se quedó paralizado. No le era posible permanecer en completo silencio mientras respiraba, pero hizo cuanto pudo.

Escuchó desde la cueva superficial que había cavado y oyó un pequeño eco borroso, casi inaudible, que llegaba del agua. Era una barca de cuero y, en su interior, lo que parecía un Fantasma Venenoso.

¿Otro al que matar? Se estaba acercando. Sharn-igon se impulsó fuera de la cueva y se irguió hacia atrás para defenderse; entonces oyó que gritaban su propio nombre desde la playa:

- ¡Sharn-igon!

A continuación reconoció aquellos bárbaros sonidos que eran el nombre del aliado de quien no se fiaba o del enemigo con quien había pactado una tregua:

- AH-med dul-LAH.

Corrió por la arena, con la intención de saludar a Dulla pero también, todavía, preparado para matar, mientras el humano gritaba y le rogaba:

- ¡Deprisa! Los Gordos peinarán toda la costa, ¡debemos salir de aquí!

Con Sharn-igon a bordo, la barca se desplazaba lenta por el agua. No era fácil que se hundiera, pues el casco celular contenía demasiado aire. En cualquier caso, podía entrar mucha agua.

Al cruzar el Gran Charco solía inundarse y entonces ambos tenían que ponerse a chapotear y achicar manteniendo el ojo, o el oído, avizor ante la posible aparición de Fantasmas de Arriba hasta que podían reemprender la navegación. La pequeña vela los ayudaba cuando soplaba viento favorable, pero la barca carecía de quilla. Cuando cambiaba el viento, tenían que arriar la vela y remar. Parecía que nunca llegarían a su destino; Sharn-igon se sentía cada vez peor; y a cada palada o chapoteo se sucedían las amargas recriminaciones:

- Si no fuera por vosotros, mi él-esposa todavía estaría vivo. -Eres tonto, Sharn-igon. Intentó matarnos, no es culpa nuestra que eso le costara la vida.

- Atacasteis mi pueblo y destruisteis otro completamente, y yo mismo me siento enfermo.

- Habla de otra cosa, Sharn-igon. Habla de las promesas que hicieron tus krinpit de participar en el ataque a los Gordos, y cómo las incumplieron.

- Hablaré de mi pena y de mi rabia, Ahmed Dulla.

- ¡Pues habla también de las mías! Nosotros también hemos sufrido luchando contigo contra nuestro enemigo común.

- ¿Sufrido?

- ¡Sí, sufrido! Antes de que se me estropeara la radio (de que me la destruyeras tú, ¡con tu torpeza!) ya no podía oír ninguna voz de mi campamento. Podrían estar muertos, ¡todos!

- ¿Cuántos son todos, Ahmed Dulla?

- ¡Una docena o más!

- Una docena o más de los vuestros han muerto. Y de los nuestros, ¿cuántos? Doscientas Personas, cuarenta hembras. Crías pegadas al dorso y pequeños…

Sharn-igon no se dio cuenta de la inmensidad de la tragedia hasta que hubieron cruzado el Gran Charco y se percató del silencio que procedía de su ciudad. ¡La ciudad no emitía ningún sonido! ¡Sólo había ecos! ¡Y qué ecos!

Antes, siempre que cruzaban el Gran Charco, la ciudad había aparecido ante ellos con su espléndido y bullicioso sonido, pero esta vez no. No oía nada. ¡Nada! Ningún zumbido de los machos inmaduros triturando la pesca en la orilla, ningún canto de los comedores de moho en la Gran Vía Blanca, ningún martilleo de estacas para construir nuevas empalizadas en la tierra compuesta sobre el cabo. Escuchó el eco de sus propios sonidos que volvían débiles y reconoció la silueta borrosa de las piedras del amarradero, unos cuantos cobertizos, una o dos barcas, algunas estructuras prácticamente destruidas, un montón de caparazones vacíos. Nada más.

La ciudad estaba muerta.

El Fantasma Venenoso, Dulla, murmuraba en voz baja su preocupación, y Sharn-igon apenas pudo entender las palabras:

- ¡Otro ataque! La ciudad está vacía. Los Grasis deben de haber regresado para acabar la faena.

Sharn-igon no pudo responderle. El silencio lo abrumaba, un inmenso y doloroso silencio tan profundo que incluso el Fantasma Venenoso se volvió hacia él, asombrado.

- ¿Estás enfermo? ¿Qué está pasando?

Con un gran esfuerzo, Sharn-igon pudo pronunciar las palabras rascándolas de su tímpano:

- Habéis matado a mi ciudad y a todos mis congéneres.

- ¿Nosotros? ¡Nosotros no! No pueden haber sido las Repúblicas Populares, ya no tenemos fuerzas para eso. Debieron de ser los Grasis.

- ¡De quienes te comprometiste a protegernos! -bramó Sharn-igon. Se levantó sobre las patas traseras para alzarse sobre Dulla y el Fantasma Venenoso se encogió asustado. Sharnigon no atacó. Se impulsó hacia delante, fuera de la barca, con un gran splash que levantó olas bailarinas. El agua no era profunda. Sharn-igon podía mantener algunas de las patas traseras en contacto con el fondo cenagoso mientras los poros de respiración necesarios quedaban por encima de la superficie para evitar que se ahogara. Subió rápido por la orilla, salpicando agua en una «V» de espuma.

A cada paso y a cada nuevo eco, la tragedia le sumía en el silencio. ¡Muertos! Todos muertos. Las calles vacías, salvo por los caparazones abandonados, ya secos. Las tiendas desatendidas. Las casas deshabitadas. Ni un macho vivo, ni una hembra, ni siquiera ningún pequeño que se arrastrara tembloroso.

Dulla avanzó pesadamente entre el hedor de los animales marinos muertos que flotaban en el agua, tirando de la barca y mirando a su alrededor.

- ¡Qué espanto! -exclamó-. Ahora somos más hermanos que nunca, Sharn-igon.

- Todos mis hermanos están muertos.

- ¿Qué? Bueno, sí, pero ahora debemos ser como hermanos, ¡para vengarnos! Debemos ser aliados contra los Grasis y los Gordos.

Sharn-igon se irguió sobre sus patas traseras, atrapando a Dulla contra la pared de un cobertizo en ruinas.

- Ahora necesito nuevos aliados, Ahmed Dulla -dijo rechinando mientras caía sobre él. En el último instante, Dulla se dio cuenta de lo que iba a pasar e intentó escapar. Era demasiado tarde; su rapidez no le bastó porque, aunque pudo esquivar las pinzas que intentaban asirlo, recibió de lleno un golpe del letal mazo de quitina que le rompió la cabeza.

Cuando estuvo seguro de que Dulla había muerto, Sharnigon se alejó tambaleándose, avanzando a trompicones entre los caparazones secos que antes habían sido sus amigos, hasta apoyarse chirriando en la pared de una tienda que conocía.

La muerte de un Fantasma Venenoso más le produjo poca satisfacción. Ni siquiera lloraba ya la muerte de su ciudad. Le abrumaba un dolor más próximo. Le dolían las articulaciones, sentía el cuerpo hinchado, parecía que el caparazón le iba a reventar por las costuras. No era la época de muda, pero tampoco le cabía ya la menor duda: solo, en la tumba al aire libre que en tiempos había sido su hogar, sin nadie que cuidara de él mientras estuviera desamparado, estaba empezando a mudar.