HOMOFOBIA, EL CUERPO DEL MARICA Y «SU» CULO

El sida ha servido para poner en claro, entre otras cosas, que la abyección del culo podía sofisticarse hasta parámetros insospechados. No en vano, lo que debió, y debe, tratarse como una crisis de salud pública se convirtió en una amenaza sexual como no ha habido en la historia, pasando el culo a convertirse en el paradigma del cuerpo pecador, del cuerpo sin cabeza que podía abocarse a la muerte sin ninguna reflexión.

La reducción a cuerpo de las personas que tenían sida, el sidoso, la sidosa, sirvió para que la homofobia, aletargada en los países occidentales por las conquistas de la liberación sexual en los 60s y 70s, se rearmara con una crueldad que solo era comparable con la de la Inquisición, el genocidio hispánico en América o la Shoa. Por fin el Apocalipsis llegaba de la mano con lo obsceno del cuerpo. Por fin la sabia naturaleza colocaba en su lugar a aquellos que hacían uso de sus órganos para el placer, para el vicio. El dios del libro, de la Torá, la Biblia y el Corán, demostraba a sus seguidores que su capacidad de venganza y crueldad no se había apaciguado. El sodomita volvía a surgir. El sodomita, que era el catalizador de todos los males del mundo, volvía a traer la destrucción y el caos por el uso desordenado de su cuerpo. No había que remitirse a ningún Dios, esta vez era «la sabia naturaleza» la que se encargaba de pasar factura demostrando que el derecho natural emanaba de la divinidad, que la natura no permitía que se variara el uso biológico de ningún órgano humano.

Las formas de transmisión del VIH, por penetraciones sexuales sin protección y por compartir material para inyectarse droga, dejaban claro a quién y cómo tenía que afectar la enfermedad. En sus inicios incluso se llegó a definir al sida como la enfermedad de las «cuatro haches»: homosexuales, haitianos, hemofílicos y heroinómanos, y, excepto las personas hemofílicas, los otros tres grupos ya tenían la característica de marginalidad social. Si bien en el caso de los haitianos se pudo establecer que, al contrario de lo que estaba ampliamente difundido (se los culpaba de introducir la epidemia del sida en Estados Unidos), fue el turismo sexual de los estadounidenses el responsable de que en las condiciones de pobreza de los haitianos el sida se hiciera endémico en esa nación.

Las personas con hemofilia eran unas pobres víctimas «inocentes» que, por necesitar transfusiones, se infectaban dejando así la culpabilidad e intención a los otros grupos que eran identificados como buscadores de la enfermedad y de la muerte por el uso descontrolado de sus cuerpos. Las personas que se inyectaban heroína pasaron a ser unos casos incurables ya que la adicción hacía imposible cualquier terapia o prevención, y es que el cuerpo adicto siempre se ha visto también como abyecto y exterminable, o por lo menos como un cuerpo que debe resituarse, dejar la droga, para acceder a unas mínimas condiciones de existencia. En la actualidad, todavía se sigue funcionando bajo los mismos parámetros; la expansión de la pandemia en los antiguos países del bloque soviético se da sobre todo por la ausencia de políticas de reducción de riesgos en usuarios de drogas inyectadas, la eclosión que se producirá ante la falta de campañas de prevención sexual se convertirá en una nueva crisis de salud para muchos de estos países. Pero a nadie le interesa un yonqui: si ya es yonqui, si ya está situado en los márgenes de la sociedad… para qué intervenir.

La historia social del sida ha sido, en buena parte, la historia de la culpabilización de las víctimas. El miedo, que siempre se ha encargado de impedir la evolución de las mentes, convierte el sida, como fenómeno social, en una enfermedad social y no física.

Desde un punto de vista ideológico, culpabilizar a las víctimas cumple la función de ocultar el papel fundamental de las diferentes condiciones, sociales, económicas, raciales, de género y sexuales, en la creación y expansión de las enfermedades, y coloca la responsabilidad de la prevención y el tratamiento exclusivamente en los individuos, eludiendo así la obligación del Estado en el cuidado de la salud de la población. Cuando la pobreza y la exclusión van de la mano, que es la mayoría de las veces, las condiciones de salud suelen ser mínimas o inexistentes, y en esta medida se hace imposible separar los problemas de la salud de las desigualdades sociales; y aquí es donde surge la gran cuestión ideológica que fundamenta la pandemia del sida: ¿son los enfermos los culpables de su enfermedad o son producto de la desigualdad social?

En cuanto a la H que queda, homosexuales, el rearme de las políticas, prácticas y opiniones más reaccionarias no se hizo esperar: el «cáncer rosa» era visto como una nueva plaga divina, esta vez no indiscriminada, que limpiaría ejemplarizando nuestro mundo. Y para eso era necesario hacer una lectura del sida en un texto difuso, oscuro y casi inexistente: el cuerpo marica y su culo. Y es en ellos donde surgirán y convergerán diferentes significados y discursos que autoricen y jerarquicen cuerpos, prácticas y órganos. El marica y su culo, imán de la desgracia divina, no solo era el merecedor de castigo, del peor de los castigos: un deterioro visible, una encarnación de la enfermedad que auguraba una dolorosa agonía hasta la muerte. El Marica era el que transmitía esa enfermedad por su culo y así se situaba en un plano de objeto eliminable, controlable. La ausencia de conocimiento sobre la transmisión del VIH que se daba cuando surgió la pandemia servía para tratar al marica como el cuerpo infeccioso, el vector de transmisión, no del vicio o del pecado sino de la muerte. El rechazo a los cuerpos enfermos no se basaba solo en categorías morales o ideológicas, ahora la relación con el marica constituía un acercamiento cruel a la muerte.

Miles de historias personales sirven para ilustrar el genocidio que se produjo al principio de la pandemia, viudos reducidos a la miseria por su familia política homófoba, vástagos torturados por sus progenitores con la venganza del «tú te lo has buscado», cuerpos abandonados a su suerte en los peores lugares de las instituciones de caridad.

Pero, si bien todos estos mecanismos han podido ser amortiguados por la corrección política que hubo que arrancar a la sociedad mediante acciones espectaculares, manifas, die in’s, zappings de las personas afectadas, no sirvió para evitar que los dispositivos de exclusión y muerte todavía coleen en países fuera de Occidente. La respuesta de los afectados, sobre todo en Estados Unidos y Europa, sirvió para cambiar las políticas farmacéuticas, impulsar la investigación, acelerar los tratamientos y, en alguna medida, para cambiar la actitud de la administración hacia la enfermedad.

Así surgen grupos como GMHC, Gay Men’s Health Crisis (Crisis de salud de los hombres gays), que desde la propia comunidad gay intentan dar apoyo a las personas afectadas. Si bien en un primer momento el grupo sirvió para lograr un mínimo de resistencia y cuestionamiento de la homofobia triunfante que representaba el llamado Cáncer Rosa, así como para empezar a esbozar lo que debía ser la prevención sin prejuicios, con el tiempo pasó a convertirse en un grupo de claro corte asistencial. Esto supuso una vuelta de tuerca en lo que al activismo se refiere y dio paso a la creación, en la que participó alguno de los fundadores de GMHC como Larry Kramer, de Act Up AIDS Coalition to Unleash Power (Coalición del Sida para desencadenar el poder); aunque el mismo término de act up significa también en inglés portarse mal, dar guerra o molestar.

Este grupo nace en Nueva York y pronto ve cómo aparecen otros en las principales ciudades de EEUU y Europa. Act Up surge con un contenido claramente político y reivindicativo: acciones en la Bolsa de Nueva York para exigir mayor inversión en la investigación de la enfermedad, manifestaciones para conseguir la gratuidad, o el abaratamiento de los medicamentos, denuncia de la homofobia, del machismo y del racismo, convirtiéndose en un referente del activismo que posteriormente conocemos como queer[77]. Uno de los grupos de Act Up que siguen más activos es el de París, que realiza acciones de gran repercusión mediática cuestionando las políticas sanitarias y los discursos homofóbicos que se dan en Francia en la actualidad. Dentro del campo del activismo artístico-cultural, surgió en EEUU el grupo Grand Fury, que desde la creación artística consiguió cambiar alguno de los paradigmas con los que se manejaba la crisis desde el poder, al mismo tiempo que resaltó los diferentes contenidos clásicos de exclusión que se encontraban dentro de esos paradigmas. Si bien lograron que el hecho homosexual se reconociera en alguna medida, no lograron que se establecieran políticas antihomofóbicas (y por qué no políticas sodomíticas o políticas anales), que por un lado atajaran el número de infecciones y que, por otro, iniciaran políticas de tolerancia que acabaran con los prejuicios.

El VIH se iba a cebar en los sectores más débiles de la sociedad y del planeta. Esta profecía, altamente cumplida, nos ha dejado un panorama en el que la clase, la raza, el género y las sexualidades minorizadas han sido factores determinantes en el desarrollo de la pandemia. También es cierto que la enorme movilización que consiguió cambiar discursos, rebajar el precio de los fármacos e incluir políticas preventivas no estigmatizadoras no logró las suficientes alianzas en otros sectores progresistas o de izquierdas, demostrando que el género y la homofobia son criterios transversales ajenos a los movimientos sociales. El machismo y el racismo parecen seguir campeando a sus anchas en los movimientos antimilitaristas, ecologistas, solidarios… y parece que nos encontremos todavía lejos de que estas manchas se laven.

A pesar de sus logros, estos grupos de lucha contra el sida no pudieron eliminar el poso de homofobia que todavía se nota en las políticas preventivas que se dan en la actualidad, con prejuicios que las menguan en efectividad. Por no hablar de las escasas (y homófobas) políticas de prevención que se dan en países empobrecidos, donde no hay ninguna voluntad política de combatir la pandemia[78].

Se cayó en un cierto optimismo al lograr que las campañas de prevención dejaran claras las vías de transmisión del VIH; se creyó, también, que con la aparición de las medicinas antirretrovirales y de la terapia antirretroviral de alta eficacia, TARGA en sus siglas en inglés, se podría parar la pandemia por un lado, al mismo tiempo que se implementarían políticas sociales y sanitarias que paliarían en cierta medida la homofobia y las desigualdades de género y de etnia. De nuevo, la modernidad volvía a morder el polvo viendo cómo las buenas intenciones se diluían con el cambio político, sobre todo conservador y derechista. Las políticas preventivas siguen sin utilizar la lucha contra la homofobia o las desigualdades de género y étnicas como criterios transversales. Las administraciones públicas se limitan a realizar campañas mojigatas y ambiguas, algún pequeño reparto de condones, para luego lucirse en fechas señaladas como grandes gestores de la salud pública. Sin embargo, está claro que la mojigatería y tibieza de estas campañas siguen situándose en un orden donde el sistema heterocentrado es incuestionable; así la lectura que se puede hacer de los mensajes que se lanzan desde las instituciones es que parecen estar dirigidos única y exclusivamente a las personas que se encuentran fuera de la norma sexual. La abstinencia y la fidelidad se dan como la clave más segura de evitar la infección, un rearme moral al que no han sido ajenas las diferentes religiones monoteístas, entre las que ha destacado la Iglesia católica.

Si este tipo de políticas han demostrado su ineficacia en los países ricos, en el caso de los países empobrecidos han supuesto, y suponen, auténticos genocidios. Las políticas de cooperación del presidente Bush en África condicionaron toda ayuda a que se utilizase lo que se llamó en su tiempo ABC abstinence, be faithful and condoms, abstinencia, fidelidad y, si no lo puedes remediar, condones, frente a las directrices de Onusida, organización de la ONU para el sida, que recomendaba las políticas CNN, condoms, needless and negociation, condones, jeringuillas (se entiende su intercambio en usuarios de drogas inyectables) y negociación de las prácticas sexuales, con el empoderamiento que esto supone para las personas en situación de clara desigualdad social: mujeres, personas trabajadoras sexuales, hombres que tienen sexo con hombres, personas transexuales…

Un ejemplo de estas nefastas políticas es el caso de Uganda. Uganda es uno de los países africanos que más ayudas internacionales recibe, pero bajo la administración Bush las ayudas en materia de salud fueron condicionadas a poner en práctica las políticas basadas en ABC.

En el año 2006, desde la administración ugandesa se informaba de que los casos de infección de VIH habían disminuido, al mismo tiempo que se había conseguido elevar la edad de inicio en las prácticas sexuales, heterosexuales se entiende. Estos datos, que se publicaron sin ninguna verificación, fueron enseguida propagados por la administración norteamericana y sus valedores de las sectas cristinas fundamentalistas, Iglesia católica incluida, para demostrar que la abstinencia sexual era el arma más eficaz para impedir el crecimiento de la pandemia, en detrimento de la potenciación del uso del preservativo. Estas nefastas políticas fueron monopolizadas por la secta vaticanista para incrementar sus mensajes contra el uso del preservativo, esta vez no bajo el prisma moral, sino, y muy cínicamente, con el pretexto pseudocientífico de que la abstinencia es el mejor arma contra la transmisión del VIH. Y así esta idea fue ampliamente difundida en todos los mensajes que sus dirigentes emitían, en los llamados viajes apostólicos, a la población africana, diezmada por la pandemia y las políticas económicas genocidas de los países ricos.

La ausencia de datos sobre el incremento de las infecciones y sus vías de transmisión es y ha sido una constante en la pandemia del sida. Si en los países occidentales, que se supone más avanzados en cuanto a libertades sexuales, es costosa la recogida de datos por la homofobia imperante, o por la moralina con que se observan las prácticas sexuales no normativas, en países como Uganda, donde no hay medios para la recolección de estos datos (y donde hay una gran tradición homofóbica importada en gran medida por las creencias cristianas, mayoritarias en el país), hay aún más dudas sobre la fiabilidad de esos resultados.

En Uganda, la homosexualidad está castigada con penas de prisión de hasta 14 años y, en la actualidad, su parlamento está estudiando aumentar el castigo hasta la pena de muerte. Una de las formas más transmisibles del VIH es la penetración anal, práctica, por otra parte, que goza de gran predicamento en las relaciones homosexuales entre hombres, pero que está sujeta a duros castigos legales (por no hablar de su rechazo social); en estas circunstancias, ¿cómo se puede dar la más mínima fiabilidad a los datos que se publicitan?

El Vaticano y sus sicarios han hecho del continente africano el campo de batalla para su última cruzada antisexual; sus mensajes, no solo pro abstinencia, sino tales como «los condones no evitan el sida», son, sin lugar a dudas, un claro ejemplo de políticas criminales, con presupuestos racistas y fomentadores de odio; estos mensajes no son condenados por las administraciones públicas a pesar de su ausencia de criterios científicos. De nuevo la ausencia de políticas anti homofóbicas, o la existencia de políticas antianales, siguen produciendo injusticia, sufrimiento y muerte.