GRIEGOS Y ROMANOS

Volviendo al mencionado «griego», cuando se habla de la Antigua Grecia enseguida imaginamos que allí todo el mundo andaba dándose por el culo alegremente en una especie de paraíso anal. Pero las cosas no eran tan sencillas. Si bien es cierto que el amor verdadero era el que se daba entre un adulto y un adolescente, la práctica sexual del coito anal estaba pautada con una serie de convenciones y limitaciones bastante contradictorias.

Para empezar, la pasividad en el adulto era muy mal considerada. Como nos explica Foucault en su obra Historia de la sexualidad:

«La relación entre dos hombres maduros será más fácilmente objeto de crítica o de ironía; y es que la sospecha de una pasividad siempre mal vista es más particularmente grave cuando se trata de un adulto[13]».

Pero, además, el joven adolescente, del que se espera una posición pasiva, tampoco debe mostrar placer en ser objeto de deseo, ni en el acto sexual. Existe una vigilancia de género muy articulada alrededor del sexo, llena de paradojas, controles y valores. Por ejemplo, esta relación adulto-adolescente está marcada por muchos rituales de cortejo, donde el adolescente no debe «darse fácilmente», ni el adulto abusar de su posición de poder o de superioridad.

Además, el esquema de la polaridad activo/pasivo está muy arraigado en la estructura del erotismo griego. Pero, en contra de cierta creencia común que relaciona al adolescente con lo femenino, en la antigua Grecia se desprecia enormemente la posibilidad de la molicie y del afeminamiento del efebo. Se esperan de él signos de virilidad, no físicos, pero sí de actitud: vigor, resistencia, ímpetu, una promesa de virilidad por venir. Y por eso mismo se considera muy negativamente que el adolescente disfrute abiertamente en el papel pasivo:

«Pero por otro lado, el muchacho, puesto que su juventud lo llevará a ser hombre, no puede aceptar reconocerse como objeto en esa relación que siempre se piensa en forma de dominación: no puede ni debe identificarse con ese papel. No podrá ser de buena gana, ante sí mismo, para sí mismo, este objeto de placer[14]».

Para el adulto las cosas tampoco son fáciles; en primer lugar, en ese paso de la etapa adolescente a la etapa adulta tiene que sufrir una especie de «amnesia» por la cual abandona el papel pasivo y pasa a adoptar un papel activo. ¿Pero es tan fácil olvidar lo que se ha vivido en la adolescencia? Los argumentos de esta ética están llenos de trampas: «no hay nada que olvidar, porque no experimentaban placer en esa época, como pasivos». Si previamente se ha prohibido el sentir placer, parece más fácil dar ese paso hacia el rol activo. Parece que aquí nadie tiene que sentir placer. Lo que se espera del adulto es una especie de sublimación donde transforme su atracción por el efebo en una relación de filía, de amistad profunda, que supere la mera relación carnal[15].

Por supuesto, este juego de reglas y de valores no tiene por qué reflejar la realidad social, el sexo real que practicaban los griegos, del mismo modo que los actuales códigos de la «buena sexualidad» que nos propone la COPE, el Vaticano o el Partido Popular no reflejan en absoluto la realidad de sus prácticas sexuales. Sobre todo las del Vaticano.

Más bien sucede al revés, parece que en Grecia hay una gran preocupación en mantener ese sistema binario activo/pasivo, adulto/joven, infravalorando en todo momento el placer sexual en sí mismo. Pero es bastante difícil de creer que después de haber pasado unos cuantos años de enculamiento en la adolescencia (por muy adornados que estén de educaciones y rituales), uno olvide alegremente esa actividad y se convierta de pronto en un súper activo para el resto de su vida. También es difícil de creer que en todos esos actos de sexo anal el joven no experimentara placer, o que en realidad el joven no se follara al adulto cuando les diera a ambos la gana.

Cierta tradición homófila de escritores y artistas de finales del XIX y de principios del XX retomó la figura del efebo de la cultura griega y la transformó en una especie de ideal absoluto, elogiando, además, la belleza del efebo en relación con su ambigüedad sexual, y su atractivo afeminamiento. Como hemos señalado, este modelo idealizado se aleja mucho de los propios criterios de los griegos, bastante plumófobos en general (al menos según lo que reflejan todos los textos). Pero hay otro aspecto que también se ocultó en esta tradición de valoración de los efebos, y es que en la antigua Grecia también había una importante valoración de los cuerpos adultos, e incluso de los ancianos. Solo hay que ver la escultura griega para comprender su enorme interés y admiración del cuerpo del adulto; y, como nos dice Foucault:

«en el Banquete de Jenofonte se recuerda que se tenía cuidado en escoger como talóforos de Atenea a los más bellos ancianos[16]».

Pues sí, un aspecto olvidado de la antigua Grecia era que entonces se crearon los primeros clubes de daddies.

Siguiendo con los códigos griegos, y su herencia en la civilización romana, el historiador Paul Veyne nos explica que en estas épocas no se clasificaban las conductas en función del sexo del amado (poco importaba si eran mujeres o chicos), sino en función de la actividad y la pasividad:

«ser activo es ser un macho, sea cual sea el sexo de la persona llamada pasiva. Obtener placer de forma viril, o dar placer de forma servil, todo se basa en esto […] Por ello, el adulto varón y libre que era homófilo pasivo (llamado impudicus, o diatithemenos) sufría un desprecio enorme[17]».

Parece que el odio a la marica plumera estaba ya muy extendido en Grecia y Roma, donde además se mantenía el malentendido común de que la persona pasiva es afeminada, o de que la persona afeminada es necesariamente pasiva. En este asunto hay ejemplos muy divertidos: en la época romana circulaban muchos rumores sobre los estoicos, de quienes se decía que escondían bajo su exagerada virilidad una feminidad secreta (¡¡los osos y los leather no somos tan originales!!). Incluso el propio Séneca fue objeto de este tipo de burla. También en Roma inventaron lo del Don’t ask don’t tell contra los pasivos, pues hay testimonios de que en Roma se expulsaba del ejército a los homosexuales pasivos. Pero es importante señalar que el rechazo del pasivo no se debía a su homofilia, sino a la pasividad en sí misma, que era considerada como equivalente a un defecto moral muy grave: la molicie, el afeminamiento[18].

«El individuo pasivo no era afeminado a causa de su desviación sexual, sino al contrario: su pasividad era uno de los efectos de su falta de virilidad y esta carencia permanecía como un vicio capital, incluso si no se daba la homofilia. […] El estado romano prohibió muchas veces los espectáculos de ópera porque afeminaban y eran poco viriles, a diferencia de los espectáculos de gladiadores[19]».

¡Parece ser que la tópica división «ópera para mariquitas, fútbol para machos» ya estaba presente en la civilización romana!

En todo caso, en todas estas prácticas de condena hacia el pasivo se cuela siempre esa identificación falsa entre pasivo=afeminado. Es decir, sin duda muchos hombres «viriles» de la época griega y romana, adultos y de pelo en pecho, disfrutaban siendo penetrados, pero todo el entramado social y cultural ocultaba este hecho; aparece como cabeza de turco «el afeminado» como el único ser pasivo de toda su civilización, o dejando ese papel para el adolescente como única posibilidad no ignominiosa. De algún modo este personaje abyecto, el afeminado-pasivo, y esta identificación tan rígida tenía muchas ventajas: dejaba libre de «pecado» a todos aquellos que tuvieran un aspecto «masculino», y alejaba las sospechas de su posible placer anal.

Es interesante la lógica que se seguía en la cultura romana: la pasividad era una consecuencia de la falta de virilidad, no una causa. Este detalle es importante dado que en nuestra cultura actual la lógica es inversa: es el acto pasivo, el hecho de ser penetrado, lo que acarrea como consecuencia una pérdida de la virilidad. De hecho, parece que el mero acto de la penetración (como pasivo) «amaricona» automáticamente a la persona que lo experimenta[20].

Como hemos comentado, en Roma o en Grecia el criterio que organizaba las sexualidades no era si a uno le gustaban las mujeres o los hombres, sino el valor de la masculinidad, la posición de poder, el ser activo o pasivo, la clase social superior asociada al papel activo.

«El tabú moral acerca del sexo anal “pasivo” en la antigua Atenas es formulado principalmente como una especie de higiene del poder social. Ser penetrado es abdicar del poder[21]».

En este sentido, hay otro ejemplo todavía más curioso en la cultura romana, una obsesión sobre un acto execrable del que hoy se habla poco pero que está muy documentado: la felación (irrumatio). La mamada en esta cultura era un acto aún más bajo que la penetración anal pasiva. Para los romanos, mamarla (es decir, se desprecia al que chupa la polla, que allí llamaban pasivo, aunque a nosotros nos parece algo súper activo) era lo peor de lo peor, el acto más bajo de sometimiento: obtener placer pasivamente dando placer al otro y, a su vez, ofrecer una parte de su cuerpo, la boca, a la entera disposición del otro. La cosa estaba tan mal vista que, según Marcial[22], algunos hombres a los que habían pillado haciendo mamadas… ¡intentaban hacerse pasar por homófilos pasivos!; dado que la injuria en este caso era menor, era preferible confesar un acto de penetración pasiva a confesar que les gustaba hacer una buena mamada.

Como hemos visto, estos criterios de sexo condenable también están muy ligados a la clase social. Lo grave no es el acto en sí de la penetración, sino que esta la reciba una persona de clase alta, un hombre libre, y, sobre todo, que disfrute con ello. Lo que escandaliza no es el sexo en sí, sino el deslizamiento de clase social que supone, el adoptar una posición que solo debe tener el esclavo. Es importante señalar este punto para entender la cultura romana: el criterio que está funcionando es más una vigilancia de clase que de sexualidad.