4. ACTIVO, PASIVO, HETERO, HOMO,
VERSÁTIL… LA CONVERSIÓN EN MARICA POR EL CULO

Yo no pongo la otra mejilla

Pongo el culo compañero

PEDRO LEMEBEL

Ya hemos mencionado que uno de los mayores temores de muchos varones heterosexuales es que puedan «convertirse» en maricas por el hecho de ser penetrados aunque lo sean por sus mujeres[45]. Existe, por un lado, un pánico a ser homosexual, y al mismo tiempo una represión del deseo homosexual que estructura toda nuestra cultura occidental. El escritor y militante gay Guy Hocquenghem, en su libro pionero de 1972 El deseo homosexual, fue uno de los primeros autores gays en poner sobre la mesa el deseo homosexual como algo cuya represión crea precisamente la paranoia anti-homosexual. El miedo a la propia homosexualidad lleva al hombre a un temor paranoico de verla aparecer a su alrededor.

Hocquenghem se sirve de los textos de Deleuze y Guattari en Antiedipo para hacer una dura crítica del psicoanálisis y de la sociedad de su época con una lectura subversiva de la oposición falo-ano. Para él, la sociedad actual es fálica, el falo es lo más valorado y es lo que organiza el poder y los espacios sociales. En oposición al falo, el ano se privatiza, es algo que debe permanecer oculto, en el terreno de «lo privado».

«Para que haya trascendencia del falo (organización de la sociedad en torno al gran significante), es necesario que el ano sea privatizado en personas individuales y edipizadas[46]».

Para el psicoanálisis, las pulsiones anales del niño y la niña deben ser sublimadas para llegar a la genitalidad. Por ello, lo anal queda relegado al silencio, a la soledad. Para Hocquenghem el deseo homosexual cuestiona esta necesidad de sublimación de lo anal dado que manifiesta un uso deseoso del ano. Esto desafía la primacía social del falo, y, por ello, el deseo y el placer anal condenados.

Beatriz Preciado menciona en su epílogo al libro de Hocquenghem Terror anal[47] una reflexión importante del propio Hocquenghem, que denunciará en 1984:

«cómo los movimientos revolucionarios, en busca de visibilidad, se han visto absorbidos por su propio proceso de espectacularización. Porque no basta con haber tenido el ano abierto. Es necesario seguir haciendo de él un campo relacional. ¿Cómo hacer política sin renunciar al ano? […] La pregunta de antaño, ¿cómo hacer la revolución anal? Se metamorfosea ahora en esta otra: ¿cómo evitar el márketing anal?[48]».

Esta reflexión es importante para ponernos en guardia contra el posible uso de estas políticas para promociones personales basadas en espectáculos mediáticos interesados. Por ejemplo, la eclosión de un movimiento queer en España en la última década ha derivado en ocasiones precisamente hacia eso que menciona Preciado, hacia una reapropiación del activismo para un uso mediático y personalista, para la venta de proyectos culturales «queer» a las instituciones, museos, universidades o medios de comunicación; es decir, se ha convertido en una espectacularización banalizada para consumo de heteros curiosos o aburridos, para épater le bourgeois, y para alimentar la máquina estatal de la cultura, que necesita nuevos juguetes con los que divertirse y con los que darse un aire de progresismo y apertura. Queer is business![49]

En la contraportada del libro de Hocquenghem leemos un párrafo que, a nuestro entender, se deja llevar precisamente por ese exceso de promesas revolucionarias que tan bien funcionan en el mundo del marketing:

«El ano, ese oscuro objeto del deseo, ese denostado vórtice secreto que anida en todos nosotros, el innombrable, amenaza constantemente con engullir los cimientos de la sociedad, regurgitarlos y conducir a la ciudadanía a una ruina moral absoluta de la que nadie podrá escapar. Este es el desafío anal: un golpe de Estado en toda regla larvado en las mismísimas entrañas de la heteronormatividad».

Bueno, nosotros somos un poco más modestos. No creemos que darse por el culo vaya a subvertir el orden social, ni que vaya a corromper la moral de toda la Humanidad.

Como ya hemos señalado, aunque la práctica anal es algo independiente del género de las personas, su asociación con la homosexualidad está muy arraigada en la actualidad. Esta asociación tan fuerte formó parte del origen de la construcción del cuerpo homosexual. Desde mediados del siglo XIX, encontramos que la mirada médica se dedica a observar minuciosamente los penes y los anos de los sodomitas. Se supone que hay una serie de rasgos físicos propios del sodomita. Como expone Ricardo Llamas en su artículo «La reconstrucción del cuerpo homosexual en tiempos de sida» (en el libro Construyendo sidentidades):

«El descubrimiento del nuevo “cuerpo homosexual” parecía, en un principio, una simple cuestión de observación sagaz. El mero reconocimiento de una anatomía permitiría descubrir (desvelar) al “homosexual”. Así, el ya mencionado médico francés Ambroise Tardieu escribía en 1857 (veinte años antes de que Lombroso “reconociera” al delincuente) que los sodomitas podían ser identificados, ya que presentaban una dilatación del esfínter, un ano en forma de embudo, un pene puntiagudo y de reducida dimensión, los labios gruesos y deformados, la boca torcida y los dientes muy cortos. Tales eran los signos que demostraban la práctica de la penetración anal y de la felación[50]».

Pero la exploración del cuerpo no se va a detener ahí, va a llegar a determinar rasgos propios del «activo» diferenciados de los propios del «pasivo». Siguiendo con otro pasaje del texto de Llamas:

«Otro experto en medicina legal, el alemán Friedrich, caracterizaba al sujeto perverso, también a mediados del siglo XIX, en función de un doble criterio referente a la práctica sexual. Así, el “activo” tiene el pene “delgado y pequeño” y “persigue a muchachos jóvenes con la mirada lasciva”, “el pasivo” presenta una columna vertebral hacia arriba, más o menos torcida, mientras que “la cabeza cuelga hacia adelante. Los rasgos faciales hundidos, la mirada apagada y sin vida, los huesos de la cara resaltan y los labios apenas parecen poder cubrir los dientes”[51]».

Pero este tipo de análisis, que hoy nos pueden parecer trasnochados y ridículos, cuando no abiertamente siniestros, no son cosa del pasado lejano. En 1981, el médico penitenciario español Alberto García Valdés publica un libro en España, Historia y presente de la homosexualidad, donde hace un estudio general de la homosexualidad a partir de una muestra de 205 presos. Su autor nos explica con detalle su metodología:

«Una vez conseguida una buena relación con el sujeto explorado, se procedía al estudio de su morfología somática, se anotaba el tipo constitucional, se le pesaba y tallaba, observando el desarrollo de los caracteres sexuales primarios y secundarios. En algunos casos se realizaron fotografías cuando el sujeto era un transexual o presentaba alguna característica de interés[52]».

Y, hablando de prisiones, es interesante recordar que en la España franquista había una prisión a donde llevaban a los maricas «pasivos» y otra a los «activos». Todavía nos preguntamos cómo detectaban estas identidades tan definidas en las víctimas de esta brutal represión homófoba.

«Según los cálculos de la Asociación de Ex Presos Sociales, cerca de 4.000 personas fueron a la cárcel por ser homosexuales durante el franquismo. La cifra es solo una aproximación, porque los historiales están repartidos por instituciones penitenciarias y policiales y, en muchos casos, la condena alegaba delitos de prostitución en lugar de homosexualidad.

A Antonio Ruiz le denunció una vecina monja en 1976. Franco ya había muerto y él tenía 17 años. A las seis de la mañana fueron a buscarle a su casa cuatro secretas. Pasó tres meses en el penal de Badajoz, una de las cárceles que el régimen había preparado para “curar” a los gays. A Badajoz iban los llamados “pasivos” y al penal de Huelva, los “activos”. Las lesbianas eran enviadas al manicomio. “Era la época del electrochoque y las terapias aversivas, que consistían en secuenciar imágenes con hombres y mujeres, propinando descargas eléctricas al homosexual cuando aparecían hombres”, relata Ruiz[53]».

Estas miradas, exploraciones y búsquedas anatómicas consolidan una vez más la asociación penetración anal=homosexualidad. Nada se dice en estos textos de las penetraciones anales entre hombres y mujeres, y es, precisamente ese silencio, esa enorme omisión, la que va a consolidar al sodomita como el referente único y exclusivo del sexo anal. Una vez más, el régimen heteronormativo limpia su propio territorio y borra sus huellas en lo referente al deseo anal.

Es interesante recordar el análisis que hace Foucault sobre la sodomía, que era simplemente un acto, y sobre el paso que se dio con la medicina y la psiquiatría del XIX, hacia una forma nueva de categorizar que va a crear un tipo de persona, «el homosexual». Hasta finales del siglo XIX, realizar el acto del sexo anal, la sodomía, era una categoría del antiguo derecho civil y canónico, describía un tipo de actos prohibidos; el autor era solo su sujeto jurídico. En cambio, el «homosexual», categoría que aparece en la segunda mitad del XIX, es algo muy distinto:

«ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una forma de vida; asimismo una morfología, con una anatomía indiscreta y quizá misteriosa fisiología. Nada de lo que él es in toto escapa a su sexualidad. Está presente en todo su ser: subyace en todas sus conductas puesto que constituye su principio insidioso e indefinidamente activo; inscrita sin pudor en su rostro y su cuerpo porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es consustancial, menos como un pecado en materia de costumbres que como una naturaleza singular. No hay que olvidar que la categoría psicológica, psiquiátrica, médica de la homosexualidad se constituyó el día en que se la caracterizó —el famoso artículo de Westphal sobre las “sensaciones sexuales contrarias” (1870) puede valer como fecha de nacimiento— no tanto por un tipo de relaciones sexuales como por cierta cualidad de la sensibilidad sexual, determinada manera de invertir en sí mismo lo masculino y lo femenino. La homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie.

Del mismo modo que constituyen especies todos esos pequeños perversos que los psiquiatras del siglo XIX entomologizan dándoles extraños nombres de bautismo: existen los exhibicionistas de Lasègue, los fetichistas de Binet, los zoófilos y zooerastas de Krafft-Ebing, los automonosexualistas de Rohleder; existirán los mixoescopófilos, los ginecomastas, los presbiófilos, los invertidos sexo-estéticos y las mujeres dispareunistas. Esos bellos nombres de herejías remiten a una naturaleza que se olvidaría de sí lo bastante como para escapar a la ley, pero se recordaría lo bastante como para continuar produciendo especies incluso allí donde ya no hay más orden. La mecánica del poder que persigue a toda esa disparidad no pretende suprimirla sino dándole una realidad analítica, visible y permanente: la hunde en los cuerpos, la desliza bajo las conductas, la convierte en principio de clasificación y de inteligibilidad, la constituye en razón de ser y orden natural del desorden. ¿Exclusión de esas mil sexualidades aberrantes? No. En cambio, especificación, solidificación regional de cada una de ellas[54]».

Este lúcido análisis de Foucault es útil para comprender hasta qué punto lo que supone el sexo anal tiene una historicidad y unos valores concretos. La homosexualidad nace vinculada al sexo anal, pero va mucho más allá, dentro de un discurso médico, psiquiátrico, como una patología y, lo que es más importante, como una forma de identidad global que se impone al sujeto.

Otra convención muy implantada entre la cultura heterosexual es concebir a la pareja gay bajo sus mismos patrones, esa estupidez que nos preguntan tan a menudo cuando ven a una pareja de maricas: «Entonces entre vosotros, ¿quién hace de hombre y quién de mujer?». Esta pregunta, por supuesto, encierra un montón de absurdas presuposiciones: primera, que los gays tenemos que reproducir la rígida y limitada cultura sexual hetero donde cada uno siempre tiene que hacer un papel (el hombre, penetrar / la mujer: ser penetrada). Segunda: que el ser penetrado equivale a «ser mujer», y que penetrar equivale a «ser hombre». Tercera: que los heteros no se penetran entre sí. En realidad, las prácticas sexuales entre gays no mantienen ese modelo hetero. Vamos a hacer un poco de sociología casera para ilustrar esto aunque tampoco hace falta demostrárselo a nadie.