XXXV. CONVERGIENDO

79

Según se ha hecho ya constar, Janus Pitt no solía permitirse la autocompasión. Si acaso, él conceptuaría semejante cosa como una muestra despreciable de debilidad e inmoderación. Sin embargo, algunas veces le sublevaba y entristecía el hecho de que las gentes de Rotor estuviesen demasiado dispuestas a confiarle las decisiones desagradables.

Había un Consejo, cierto, debidamente elegido y concienzudamente comprometido a dictar leyes y tomar decisiones. Todas menos las importantes, las que se referían al futuro de Rotor.

Esas se las dejaba a él.

Y no tenía siquiera plena conciencia de lo que hacía. Sencillamente desestimaba los asuntos de importancia, los declaraba inexistentes mediante un acuerdo general tácito.

Se encontraban todos en un sistema vacío, construyendo sin prisa nuevos Establecimientos, convencidos en su ensimismamiento de que el tiempo se extendía ante ellos hasta el infinito.

Por todas partes prevalecía la calmosa presuposición de que, una vez ellos hubiesen llenado ese nuevo cinturón asteroidal (lo cual sucedería al cabo de generaciones, es decir, una cuestión sin importancia inmediata para ninguno de los presentes), la técnica de la hiperasistencia se habría perfeccionado hasta el punto de hacer relativamente fáciles la búsqueda y la ocupación de nuevos planetas.

El tiempo existía en abundancia. El tiempo se fundía con la eternidad.

Solo quedaba Pitt para considerar el hecho de que el tiempo era corto, de que, en un momento dado, sin el menor aviso, el tiempo podría llegar a su fin.

¿Cuándo descubrirían Némesis allá en el Sistema Solar? ¿Cuándo se decidiría algún Establecimiento a seguir el ejemplo de Rotor?

Eso tendría que ocurrir algún día. Némesis, moviéndose inexorable en dirección al Sol, alcanzaría tarde o temprano ese punto (todavía distante, por supuesto, pero bastante próximo) en que la gente del Sistema Solar necesitaría ser ciega para no verla.

La computadora de Pitt (a cargo de una persona que tenía el convencimiento de estar solucionando un problema cuyo interés era solo académico) había calculado que, al finalizar el milenio, se haría inevitable el descubrimiento de Némesis, y entonces los Establecimientos empezarían a dispersarse.

Pitt se había planteado si irían a Némesis los Establecimientos.

La respuesta era negativa. Para esas fechas, la hiperasistencia sería mucho más eficaz y barata. Los Establecimientos tendrían un conocimiento mayor de las estrellas próximas. Sabrían cuáles de ellas tenían planetas y de qué tipo. No se molestarían en investigar una estrella enana roja sino que se encaminarían hacia las estrellas similares al Sol.

Entonces la Tierra quedaría abandonada a su suerte y se desesperaría. Temerosa del espacio, presa ya de la degeneración y hundiéndose aún más en el fango y la miseria, a medida que transcurría el milenio y se hacía aparente el fatal destino de Némesis, ¿qué sería de sus habitantes? Ellos no podían emprender largos viajes. Eran terrícolas, ligados a la superficie. Necesitarían aguardar a que Némesis se acercara lo suficiente. No les sería posible abrigar esperanzas de marchar a parte alguna.

Pitt tenía la visión estremecedora de un mundo desquiciado intentando encontrar seguridad en el sistema más consistente de Némesis, tratando de encontrar refugio en una estrella de suficiente estabilidad para mantenerlo unido mientras destruía a su paso el del Sol.

Era una visión terrible y, no obstante, inevitable.

¿Por qué no podría Némesis haberse apartado del Sol? ¡Cómo habría cambiado todo entonces! El descubrimiento de Némesis habría sido algo menos probable con el tiempo. Y si, a pesar de todo, hubiese tenido lugar, Némesis habría sido menos deseable, y menos posible como refugio. Si estuviese retrocediendo, la Tierra no necesitaría siquiera un refugio.

Pero ese no era el caso. Los terrícolas llegarían tarde o temprano; una chusma degenerativa de la más diversa ralea y de cultura anómala acabaría invadiéndolo todo. ¿Qué podrían hacer los rotorianos sino destruirla mientras estuviese todavía en el espacio? ¿Pero tendrían ellos un Janus Pitt que les demostrara la imposibilidad de hacer otra elección? ¿Tendrían de tanto en tanto un Janus Pitt para asegurarse de que Rotor poseía el armamento y la resolución necesarios para afrontar eso cuando llegase la hora?

Sin embargo, el análisis de la computadora mostraba, después de todo, un optimismo engañoso. El descubrimiento de Némesis por el Sistema Solar, decía la computadora, debe llegar, aproximadamente dentro de un milenio. ¿Pero qué significaba ese «aproximadamente dentro»? ¿Y si el descubrimiento llegase mañana? ¿Y si hubiese llegado ya tres años antes? ¡Tal vez ahora algún Establecimiento, tanteando para dar con la estrella más próxima por no saber nada útil acerca de las distantes, estuviese siguiendo la estela de Rotor!

Cada día Pitt se despertaba preguntándose: ¿Sería hoy la fecha?

¿Por qué se le reservaba a él semejante pesadumbre? ¿Por qué todo el mundo dormía sereno, confiado en una eterna tranquilidad, mientras solo él debía arrostrar cada día la posibilidad de un destino fatal?

Había hecho ya algo al respecto, por descontado. Había establecido un Servicio de Exploración por todo el cinturón asteroidal, un cuerpo con la misión de supervisar los receptores automatizados que barrían constantemente el cielo, y de detectar a la mayor distancia posible los abundantes residuos energéticos de cualquier Establecimiento que se aproximara.

Organizar bien todo eso había requerido su tiempo; pero desde hacía ya doce años se investigaba concienzudamente cada retazo de información sospechosa. De cuando en cuando, algo parecía lo bastante problemático para dar cuenta a Pitt. ¡Dejad que lo resuelva él, dejadle sufrir, dejadle tomar las decisiones más trascendentales!

Era en este punto cuando la conmiseración por sí mismo se hacía lacrimosa; y entonces solía agitarse inquieto ante la posibilidad de mostrar debilidad.

Ahora, por ejemplo, estaba esto. Pitt manoseó el informe que su computadora había descifrado y que había inspirado esa inspección mental y aflictiva de su servicio continuo, que el pueblo rotoriano no valoraba y soportaba mal.

Este era el primer informe que se le presentaba en cuatro meses, y su importancia se le antojaba mínima. Una fuente de energía sospechosa se estaba aproximando; pero, a juzgar por su distancia probable, se trataba de una fuente pequeñísima. Una fuente cuatro grados de magnitud menor de lo que cabría esperar de un Establecimiento. Era una fuente tan minúscula que apenas se la podía separar del ruido.

Podría haberle ahorrado esto. La indicación de que su peculiar esquema para la longitud de onda parecía hacerla de origen humano, resultaba ridícula. ¿Cómo podían asegurar tal cosa acerca de una fuente tan débil? ¡Solo cabía decir que no era un Establecimiento y, por tanto, no podía ser de origen humano cualquiera que fuese el esquema para la longitud de onda!

Esos idiotas de exploradores deberían abstenerse de fastidiarme con nimiedades, pensó Pitt.

Con aire petulante apartó de sí el malhadado informe, y cogió el último parte de Ranay D’Aubisson. Esa chica, Marlene, no tenía la plaga, ni siquiera ahora. Se empeñaba, disparatadamente, en arriesgarse empleando procedimientos cada vez más audaces… Y sin embargo permanecía indemne.

Pitt suspiró. Quizá no tuviese tanta importancia. Si la chica se mostraba deseosa de permanecer en Erythro y se quedaba allí, podría ser tan ventajoso como hacerla sucumbir a la plaga. En tal caso, Eugenia se vería forzada a no moverse también de Erythro, y él se desembarazaría de ambas. Sin duda, se sentiría más seguro si la D’Aubisson se hiciera cargo de la Cúpula, en lugar de Genarr, y supervisase a la madre y a la hija. Eso habría que arreglarlo en un futuro próximo; pero de tal forma que no hiciese de Genarr un mártir.

¿Sería prudente nombrarlo comisario de Nuevo Rotor? Eso pasaría por ser un ascenso, y resultaba muy poco probable que el hombre rechazase el cargo porque ello equivaldría a darle un rango comparable con el suyo. ¿Y no podría ocurrir que Genarr se tomara demasiado en serio su poder? ¿Había otra alternativa?

Sería preciso dedicarle un tiempo de reflexión.

¡Qué ridiculez! Cuánto más fácil hubiera sido todo si esa chica, Marlene, hubiese hecho una cosa tan sencilla como contraer la plaga.

Reprimiendo un espasmo de irritación por la resistencia de Marlene ante tal cosa, Pitt cogió otra vez el informe sobre la fuente de energía.

¡Había que ver aquello! Le importunaban por un mísero soplo de energía. ¡No pensaba tolerarlo!

Pitt introdujo un memorándum en la computadora para su transmisión inmediata. ¡Que no se le molestara más con minucias! ¡Y que mantuviesen los ojos bien abiertos para los Establecimientos!

80

A bordo de la Superlumínica, los descubrimientos llegaron uno tras otro igual que una serie de martillazos.

Cuando se encontraban todavía a gran distancia de la Estrella Vecina, se hizo evidente que esta poseía un planeta.

—¡Un planeta! —gritó Fisher con tono tenso de triunfo—. ¡Lo sabía…!

—No —se apresuró a contestarle Tessa Wendel—. No es lo que crees. Hay planetas y planetas, métetelo en la cabeza, Crile. Virtualmente cada estrella tiene alguna especie de sistema planetario. Después de todo, la mitad o más de las estrellas en la Galaxia son sistemas de estrellas múltiples, y los planetas son solo estrellas que resultan demasiado pequeñas para ser estrellas, ¿comprendes? Ese planeta que vemos no es habitable. Si lo fuera, no lo veríamos a esta distancia, especialmente a la luz tenue de la Estrella Vecina.

—¿Quieres decir que es una gigante gaseosa?

—Claro que lo es. Me habría sorprendido más no hallar ninguno que encontrar uno.

—Pero si hay un planeta grande habrá también otros pequeños.

—Tal vez —reconoció la Wendel—; aunque apenas habitables. Una de dos, serán demasiado fríos para la vida, o su rotación estará bloqueada y mostrarán solo una cara a la estrella, lo que los hará demasiado cálidos por un lado y demasiado fríos por el otro. Todo lo que Rotor podría hacer, si se encontrara ahí, sería colocarse en órbita alrededor de la estrella o, quizá, alrededor de la gigante gaseosa.

—Eso podría ser exactamente lo que ha hecho.

—¿Durante todos estos años? —la Wendel se encogió de hombros—. Es concebible, supongo; pero no cuentes con ello, Crile.

81

Los siguientes martillazos fueron aún más sorprendentes.

—¿Un satélite? —dijo Tessa Wendel—. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué ha de ser asombroso que esta gigante gaseosa tenga uno?

—No es un satélite parecido a nada de lo existente en el Sistema Solar —explicó Henry Jarlow—. Tiene más o menos el tamaño de la Tierra… Según las medidas que he podido tomar.

—Bien —dijo la Wendel manteniendo su actitud indiferente—. ¿Y qué se infiere de eso?

—Nada, necesariamente —respondió Jarlow—. Pero ese satélite muestra unos rasgos peculiares. ¡Cuánto me gustaría ser astrónomo!

—De momento —dijo la Wendel—, a mí me gustaría que alguien en la nave lo fuera; pero continúa, por favor. No eres un ignorante absoluto en astronomía.

—La cuestión es que, al girar alrededor de una gigante gaseosa, le muestra solo una cara, lo cual significa que todos los lados de él dan cara a la Estrella Vecina en el curso de su revolución alrededor de la gigante gaseosa. Y la naturaleza de la órbita es tal que, a mi entender, la temperatura del mundo se halla en la fase del agua líquida. Y tiene una atmósfera. Ahora bien, ninguna de las sutilezas están al alcance de mi tacto. Como he dicho, no soy astrónomo. Sin embargo, a mi parecer, hay bastantes probabilidades de que el satélite sea un mundo habitable.

Crile Fisher recibió esa noticia con una amplia sonrisa.

—No me sorprende —dijo—. Igor Koropatsky predijo la existencia de un planeta habitable. Lo hizo sin contar con datos sobre el asunto. Fue solo una cuestión de deducción.

—¿Dijo tal cosa Koropatsky? ¿Cuándo habló contigo?

—Poco antes de nuestra partida. Según razonó él, no era probable que le sucediera nada a Rotor en su camino hacia la Estrella Vecina y, puesto que no regresó, debió de haber encontrado un planeta para colonizar. Y ahí lo tenemos.

—¿Y por qué te contó todo eso a ti, Crile?

Fisher hizo una pausa para reflexionar, y luego dijo:

—A él le interesaba que el planeta fuese explorado para un posible uso futuro por la Tierra cuando llegase el momento de evacuar nuestro viejo planeta.

—¿Y por qué no me lo contó a mí? ¿Tienes alguna idea?

—Según supongo, Tessa —continuó él con suma cautela—, pensó que yo sería más impresionable y mostraría mayor afán por explorar el planeta.

—A causa de tu hija.

—Él conocía la situación, Tessa.

—¿Y por qué no me dijiste antes eso?

—No estuve seguro de que te lo debiera contar. Pensé que sería mejor esperar y ver si Koropatsky tenía razón. Puesto que la tuvo, te lo digo ahora. Según su razonamiento, el planeta debe ser habitable.

—Es un satélite —comentó la Wendel, enfadada a todas luces.

—Una distinción que no implica diferencia.

—Escucha, Crile. Nadie parece considerar mi posición en todo esto. Koropatsky te llena la cabeza de memeces para hacernos explorar ese sistema y luego regresar con noticias a la Tierra. Wu está ansioso porque regresemos con información incluso antes de alcanzar el sistema. Tú esperas ansioso la reunión con tu familia cualesquiera sean las consideraciones que se opongan a ello. En todo esto parece pensarse muy poco en el hecho de que yo soy la capitana y tomo las decisiones.

La voz de Fisher se hizo suave y serena, tratando de calmar suspicacias.

—Sé razonable, Tessa. ¿Qué decisiones hay que tomar? ¿Cuáles son tus preferencias? Dijiste que Koropatsky me llenó la cabeza de memeces; pero no es así. El planeta existe. O el satélite… si lo prefieres. Es preciso explorarlo. Su existencia puede significar vida para la Tierra. Ese puede ser un hogar para la Humanidad futura. Y una pequeña parte de la Humanidad puede estar ya ahí.

—Sé razonable tú, Crile. Un mundo puede tener la temperatura y el tamaño adecuados y, no obstante, ser inhabitable por una variedad de razones. Al fin y al cabo, supón que tenga una atmósfera venenosa, o sea muy volcánico, o tenga un alto grado de radiactividad. Tiene solo una estrella enana roja para recibir luz y calor, y está en la vecindad inmediata de una gran gigante gaseosa. No es un entorno normal para un mundo similar a la Tierra. ¿Cuáles pueden ser los efectos de ese entorno anómalo?

—Pese a todo, es preciso explorarlo aunque sea solo para asegurarse de que es inhabitable.

—Para eso tal vez no sea necesario posarse —dijo taciturna la Wendel—. Nos acercamos más y juzgaremos mejor. Por favor, Crile, trata de no anticiparte a los datos. Tu decepción me sería insoportable.

Fisher asintió.

—Lo intentaré… Sin embargo, Koropatsky dedujo la existencia de un planeta habitable cuando todo el mundo me decía que eso era totalmente imposible. Tú también, Tessa. Una vez y otra. Pero ahí lo tenemos, y podría ser habitable. Así que permíteme concebir esperanzas mientras pueda. Quizá la gente de Rotor se encuentre ahora en ese mundo, y quizá mi hija también.

82

Chao Li Wu dijo con cierta indiferencia:

—La capitana está furiosa de verdad. Lo último que ella hubiera querido es encontrar aquí un planeta… un mundo, quiero decir, puesto que no nos permite llamarlo planeta… un mundo quizá habitable. Ello significa que deberemos explorarlo y regresar para informar. Sabes que no es eso lo que ella quiere. Esta es su única oportunidad de profundizar en el espacio. Una vez concluya nuestro viaje, ella habrá terminado para siempre. Otros trabajarán con la técnica superlumínica; otros explorarán el espacio. Ella se retirará para desempeñar solo un cargo de asesora. Y lo odiará.

—¿Qué me dices de ti, Chao Li? ¿Se te brindará la oportunidad de salir otra vez al espacio? —preguntó la Blankowitz.

Wu titubeó.

—No estoy seguro de querer ir vagabundeando por el espacio. No me da por la exploración. Pero… ¿sabes una cosa? Anoche me asaltó la disparatada idea de establecerme aquí… si es habitable. ¿Qué piensas tú?

—¿Establecerme aquí? No, por supuesto. No digo que me guste estar ligada para siempre a la Tierra. Pero me agradaría volver allá, al menos una temporada antes de partir otra vez.

—He estado cavilando acerca de eso. Este satélite es uno entre… digamos diez mil. ¿Quién se imaginaría un mundo habitable en un sistema de enana roja? Se debería explorar. Yo estoy dispuesto incluso a dedicarle mi tiempo y dejar que otro vuelva a la Tierra para que se cuide de mi prioridad acerca del efecto gravitatorio. ¿Te prestarías a proteger mis intereses, Merry?

—Claro que sí, Chao Li. Y también la capitana Wendel. Ella tiene todos los datos, con firmas y testigos.

—Entonces me quedo tranquilo. Y creo que la capitana se equivoca al querer explorar la Galaxia. Podría visitar un centenar de estrellas sin ver un mundo tan desusado como este ¿Por qué molestarse con la cantidad cuando se tiene al alcance la calidad?

—Por mi parte —dijo la Blankowitz—, creo que lo que la perturba es la hija de Fisher. ¿Qué pasará si la encuentra?

—¿Y qué? Se la podrá llevar consigo a la Tierra. ¿Por qué habría de importarle eso a la capitana?

—Hay también una esposa, ya sabes.

—¿Has oído que él la mencione alguna vez?

—Eso no significa que no…

La boca de la Blankowitz se cerró de súbito porque acababa de oírse un ruido fuera. Poco después, Crile Fisher entró y saludó con la cabeza a ambos.

La Blankowitz dijo presurosa como si quisiera anular la conversación anterior.

—¿Ha terminado Henry con la espectroscopia?

Fisher negó con la cabeza.

—No puedo decirte. El pobre hombre está nervioso. Teme interpretar las cosas al revés, supongo.

—Vamos —terció Wu—. La computadora hace toda la interpretación. Henry se puede escudar con ella.

—¡No, no puede! —replicó enfervorizada la Blankowitz—. ¡Me gusta eso! Vosotros, los teorizantes, creéis que todo cuanto hacemos los observadores es manejar la computadora, darle una palmadita o dos, decir «buen perrito» y luego leer los resultados. Lo que la computadora dice depende de lo que pongas en ella, y jamás oí que un teorizante reciba una observación que no le gusta sin culpar al observador. Ni una sola vez les he escuchado decir «algo no funciona bien en esa compu…».

—¡Alto ahí! —interrumpió Wu—. No llenemos de recriminaciones esta cámara. ¿Acaso me has oído alguna vez culpar a los observadores?

—Si no te gustaron las observaciones de Henry…

—Las acepto de todas formas. No tengo ninguna teoría acerca de ese mundo.

—Y esa es la razón de que admitas cuanto él te entregue.

En ese momento entró Henry Jarlow, seguido por Tessa Wendel. Él parecía una nube que no supiera si debía llover o no.

—Muy bien, Jarlow —dijo la Wendel—, ya estamos todos aquí. Ahora cuéntenos. ¿Qué aspecto tiene?

—Lo malo es —dijo Jarlow— que la luz de esa endeble estrella no tiene los suficientes ultravioletas para levantar ampollas en la piel de un albino. He tenido que trabajar con microondas, lo cual me ha dicho al instante que hay vapor de agua en la atmósfera de ese mundo.

La Wendel desechó aquello con un impaciente encogimiento de hombros.

—No necesitamos que nos cuentes eso. Un mundo tan grande como la Tierra y con una temperatura adecuada para el agua líquida, tendrá sin duda agua y, por consiguiente, vapor de agua. Eso le hace subir un grado en las posibilidades de habitabilidad. Pero solo un grado que ya era de esperar.

—¡Ah, no! —replicó molesto Jarlow—. Es habitable. De eso no hay duda.

—¿Porque tiene vapor de agua?

—No. Tengo algo mejor que eso.

—¿El qué?

Jarlow lanzó miradas sombrías a los otros cuatro y dijo:

—¿Creeríais que un mundo es habitable si lo vieseis habitado?

—Sí, creo que me sentiría inclinado a pensarlo así —dijo flemático Wu.

—¿Pretendes decirme que, desde esta distancia, puedes ver si está habitado? —inquirió con aspereza la Wendel.

—Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo, capitana. Hay oxígeno liberado en la atmósfera… y abundante. ¿Puedes decirme cómo es posible eso sin la fotosíntesis? ¿Y decirme cómo puede haber fotosíntesis sin la presencia de vida? ¿Y cómo un planeta puede ser inhabitable si posee el oxígeno productor de vida?

Por unos instantes reinó un silencio mortal. Luego, la Wendel dijo:

—Eso es muy improbable, Jarlow. ¿Estás seguro de no haber confundido la programación?

La Blankowitz enarcó las cejas mirando a Wu como si quisiera decirle, «¿lo ves?».

Jarlow replicó muy tieso:

—Nunca he confundido una programación, como quieres dar a entender; pero desde luego estoy dispuesto a admitir rectificaciones si alguien cree conocer mejor que yo el análisis de los infrarrojos atmosféricos. No es campo de mi competencia, pero he seguido con sumo cuidado las directrices de Blanc y Nkrumah al respecto.

Crile Fisher, que había ganado aplomo desde el incidente provocado por la propuesta de Wu para volver a casa, no vaciló en exponer su criterio.

—Escucha —dijo—, eso será confirmado o negado cuando nos acerquemos más. Pero entretanto ¿por qué no aceptar el análisis del doctor Jarlow y ver hasta dónde nos lleva? Si hay oxígeno en la atmósfera de ese satélite, deberemos suponer que está formado como la Tierra, ¿no?

Todos los ojos se volvieron hacia él.

—¿Formado como la Tierra? —exclamó con mirada vacía Jarlow.

—Sí, formado como la Tierra. ¿Por qué no? Tenéis ese mundo que es adecuado para la vida si no fuera porque su atmósfera, compuesta por bióxido de carbono y nitrógeno, es similar a la de los mundos sin vida, como Marte y Venus; pero cuando echéis algas en el océano podréis decir muy pronto, «adiós, bióxido de carbono» y «hola, oxígeno». O tal vez tengáis otra solución. Yo no soy un experto.

Todos siguieron mirándolo.

Fisher prosiguió:

—La razón que me induce a hacer tal sugerencia es que recuerdo los coloquios sobre la formación de tierra en las granjas de Rotor. Yo trabajaba allí. Incluso había algunos seminarios sobre la formación de tierra a los que yo asistía por creerlos relacionados con el programa de hiperasistencia. No fue así, pero al menos me informé sobre la formación de tierra.

Por fin Jarlow dijo:

—En todo cuanto oíste sobre la formación de tierra, Fisher, ¿no recuerdas por ventura si alguien dijo cuánto tiempo requeriría eso?

Fisher abrió los brazos.

—Explícalo tú, doctor Jarlow.

—Está bien. Rotor requirió dos años para llegar aquí… si es que ha llegado. Si todo Rotor fuera de alga sólida, se le sumergiera en el océano, viviera, creciera y produjera oxígeno, me imagino que requeriría varios milenios para alcanzar el nivel actual en el que, según mis cálculos, el contenido de oxígeno es del dieciocho por ciento con leves trazas de bióxido de carbono. Y si tuviera unas condiciones sumamente favorables, serían quizá centenares de años. Desde luego, requeriría mucho más de trece. Y, por supuesto, las algas terrestres se adaptan a las condiciones de la Tierra. En otro mundo, las algas podrían no crecer o hacerlo con suma lentitud hasta su adaptación. Trece años no significarían cambio alguno.

Fisher pareció imperturbable.

—¡Ah! Pero allí hay montañas de oxígeno y ningún bióxido de carbono, de modo que, si eso no obedece a la acción de Rotor, ¿a qué obedece? ¿No se os ocurre que debemos presuponer que hay vida no terrestre en ese mundo?

—Es lo que yo he empezado a pensar —dijo Jarlow.

La Wendel respondió:

—Es lo que todos hemos pensado de inmediato. La vegetación local está sometida a fotosíntesis. Ello no significa ni por un instante que los rotorianos estén en ese mundo o que hayan alcanzado siquiera ese sistema.

Fisher evidenció fastidio.

—Bien, capitana —dijo con exagerada ceremonia—, debo hacer observar que ello no significa tampoco que los rotorianos no estén en ese mundo o no hayan alcanzado ese sistema. Si el planeta tiene vegetación propia, quiere decir que no se requiere formación de tierra y que los rotorianos pueden establecerse allí sin más preámbulos.

—No sé… —dijo la Blankowitz—. Yo diría que no hay ninguna probabilidad razonable de que la vegetación de un planeta extraño sirva para nutrir a seres humanos. Dudo de que los seres humanos pudieran digerirla y, si lo hacían que fueran capaces de asimilarla. Sin duda habría muchas probabilidades de que fuese venenosa. Y si existiese vida vegetal, existiría también vida animal; y no sabemos cuáles serían las consecuencias de eso.

—Aun siendo así —dijo Fisher—, resultaría posible que los rotorianos nos acotaran un terreno, eliminaran dentro de él la vida nativa y sembraran sus propias semillas. Y me imagino que esa plantación alienígena… si os parece bien denominarla así… crecería con los años.

—Una suposición tras otra —gruñó la Wendel.

—En cualquier caso —dijo Fisher—, es inútil sentarse aquí para imaginar escenarios, cuando lo lógico será explorar ese mundo lo mejor que podamos… y desde la menor distancia posible. Incluso desde su propia superficie… si tal cosa fuera factible.

—Yo estoy de acuerdo por completo —dijo Wu con inusitada energía.

La Blankowitz se manifestó también:

—Soy biofísica, y si hay vida en el planeta deberemos explorarlo, sea lo que sea lo que tenga.

La Wendel fue mirando de uno en otro y, enrojeciendo un poco, dijo:

—Supongo que debemos hacerlo.

83

—Cuanto más nos acerquemos y más información acumulemos —dijo Tessa Wendel—, tanto más confuso será todo. ¿Hay alguna duda de que esto parece un mundo muerto? No hay iluminación en el hemisferio nocturno; no hay ningún signo de vegetación ni de otra forma de vida.

—Ningún signo sobresaliente —puntualizó con frialdad Wu—; pero algo debe ocurrir ahí para que se mantenga el oxígeno en el aire. Como no soy químico, no se me ocurre ningún proceso químico que pueda hacer ese malabarismo. ¿Se le ocurre a alguien? —y, sin esperar respuesta prosiguió—: De hecho, dudo mucho que un químico pudiera ofrecer una explicación química. Si el oxígeno está ahí, debe de ser un proceso biológico el que lo produce. No sabemos de ninguna otra cosa.

La Wendel dijo:

—Si decimos eso, estaremos juzgando a partir de nuestra experiencia con una atmósfera que contiene oxígeno. La de la Tierra. Tal vez se rían de nosotros algún día. Podría resultar que la Galaxia está sembrada de atmósferas con oxígeno, y entonces pasaríamos a la historia como unos cándidos a causa de nuestra experiencia con el único planeta que es un fenómeno y tiene una fuente biológica de oxígeno.

—No —objetó encolerizado Jarlow—. No puedes ir por ese camino, capitana. Puedes describir todo tipo de escenarios, pero no esperar que las leyes de la Naturaleza cambien según tu conveniencia. Si quieres tener una fuente no biológica de una atmósfera conteniendo oxígeno, deberás proponer un mecanismo ad hoc.

—Pero —objetó la Wendel— no hay rastros de clorofila en la luz reflejada por ese mundo.

—¿Por qué habría de haberla? —protestó Jarlow—. Hay probabilidades de que se haya formado una molécula algo diferente bajo la presión selectiva de la luz procedente de la estrella enana roja. ¿Se me permite una sugerencia?

—Hazla, por favor —murmuró amargada la Wendel—. Hasta ahora no has hecho otra cosa.

—Muy bien. En verdad, todo cuanto podemos decir es que el suelo de ese mundo parece estar completamente desprovisto de vida. Eso no tiene el menor significado. Hace cuatrocientos millones de años el suelo de la Tierra era igualmente estéril, pero el planeta tenía una atmósfera de oxígeno y vida abundante.

—Vida marina.

—Sí, capitana. La vida marina no tiene nada de malo. Y eso incluye las algas y sus equivalentes, plantas microscópicas que pasarían perfectamente por fábricas de oxígeno. Las algas en los mares terrestres producen el ochenta por ciento del oxígeno que va a la atmósfera cada año. ¿Acaso no lo explica eso todo? Explica el oxígeno de la atmósfera, y también explica la aparente falta de vida en el suelo. Asimismo significa que podemos explorar sin miedo ese planeta posándonos sobre la superficie estéril del mundo, y estudiando el mar con los instrumentos que llevamos… Dejando el trabajo minucioso a futuras expediciones que dispongan del equipo conveniente.

—Sí; pero los seres humanos son animales terrestres. Si Rotor ha alcanzado este sistema habrá intentado colonizar el suelo, y no hay señales de tal colonización. ¿Es necesario de verdad proceder a la investigación de este mundo? —preguntó la capitana.

—¡Ah, sí! —se apresuró a contestar Wu—. No podemos regresar con un puñado de deducciones. Necesitamos algunos hechos. Pudiera haber sorpresas.

—¿Esperas alguna? —inquirió algo irritada la Wendel.

—Poco importa que la espere o no. ¿Acaso podemos volver a la Tierra y decirles que, sin echar siquiera una mirada, estuvimos seguros de que no habría sorpresas? Eso no sería muy razonable.

—Me parece —dijo la Wendel— que tu cambio de idea ha sido bastante drástico. No hace mucho estabas dispuesto a regresar sin que nos acercáramos siquiera a la Estrella Vecina.

—Si mal no recuerdo —replicó Wu—, se me hizo cambiar de idea. Sea como sea, debemos explorar, dadas las circunstancias. Sé, capitana, que es fácil caer en la tentación de aprovechar esta oportunidad para visitar unos cuantos sistemas de estrellas; pero ahora tenemos a la vista un mundo que parece habitable, y debemos regresar a la Tierra con la máxima información posible sobre algo que pudiera ser mucho más importante para nuestro planeta en un sentido práctico que una especie de catalogación de las estrellas más próximas. Además… —al decir esto señaló, casi con gesto de sorpresa, por el gran visor— quiero echar una ojeada de cerca a ese mundo. Tengo la sensación de que será completamente seguro.

—¿Una sensación? —inquirió sardónica la Wendel.

—Es permisible tener intuiciones, capitana.

Merry Blankowitz dijo con voz algo ronca:

—Yo tengo también mis intuiciones, capitana, y me hallo algo inquieta.

La Wendel miró asombrada a la joven y le preguntó:

—¿Estás llorando, Blankowitz?

—No, no exactamente, capitana. Solo es que me siento muy intranquila.

—¿Por qué?

—He estado utilizando el DN.

—¿El detector neurónico? ¿Para ese mundo vacío? ¿Por qué?

—Porque vine aquí para utilizarlo —respondió la Blankowitz—. Y porque esa es mi función.

—Y los resultados han sido negativos, claro —se adelantó a completar la Wendel—. Lo siento, Blankowitz. Ya se te ofrecerán nuevas oportunidades si visitamos otros sistemas de estrellas.

—Pero esa es la cuestión, capitana. El resultado no ha sido negativo. Detecto inteligencia en ese mundo, y por eso estoy tan inquieta. Es un resultado ridículo, y no sé lo que marcha mal.

—Quizá el artilugio no funcione —terció Jarlow—. Es tan moderno que no me sorprendería su falta de eficacia.

—¿Pero por qué no funciona? ¿Nos está detectando a nosotros, aquí, en la nave? ¿O me está dando, sencillamente, un positivo falso? Lo he comprobado. La pantalla protectora se halla en perfectas condiciones, y si el detector neurónico diese un positivo falso, yo lo encontraría también en otros lugares. Por ejemplo, no hay respuesta positiva de la gigante gaseosa, ni de la Estrella Vecina, ni de los puntos elegidos al azar en el espacio, pero cada vez que le hago barrer el satélite, obtengo una respuesta.

—¿Quieres decir que en ese mundo donde no podemos detectar vida, tú detectas inteligencia?

—Es una respuesta mínima. Apenas puedo captarla.

—¿Qué me dices del punto expuesto por Jarlow, capitana? —intervino Fisher—. Si hay vida en el océano de ese mundo y no la detectamos porque el agua es opaca, podría haber vida inteligente, y quizá sea eso lo que detecta la doctora Blankowitz.

—Fisher tiene razón —apoyó Wu—. Después de todo, no es probable que la vida en el mar, por muy inteligente que sea, tenga una tecnología. No se puede tener fuego dentro del mar. La vida no tecnológica no se hace muy evidente pero puede ser inteligente. Ahora bien, una especie, por muy inteligente que sea, no es de temer sin tecnología, sobre todo si no puede abandonar el mar y nosotros permanecemos en tierra. Solo hace más interesante las cosas y más imperativa la necesidad de investigar.

La Blankowitz dijo con fastidio:

—Todos vosotros estáis hablando tanto y tan aprisa que no me dejáis decir ni una palabra. Todos estáis equivocados. Si hubiese vida humana inteligente, yo obtendría una respuesta positiva solo de los océanos. Y la obtengo de todas partes con la misma uniformidad. Tierra y mar. No lo entiendo en absoluto.

—¿También en tierra? —inquirió con evidente incredulidad la Wendel—. Debe de haber algún error.

—Creo poder explicarlo —dijo Fisher.

Todas las miradas se volvieron hacia él haciéndole adoptar una actitud defensiva.

—No soy un científico, claro está —advirtió—; pero eso no significa que no pueda ver algo que resulta evidente. Hay inteligencia en el mar pero no podemos verla porque está oculta bajo las aguas. Está bien, eso tiene sentido. Pero hay también inteligencia en tierra. Asimismo oculta. Es subterránea.

—¿Subterránea? ¿Por qué había de ser subterránea? No hay nada nocivo en el aire, ni en la temperatura, ni en nada de lo que podemos detectar. ¿Existe alguna razón para ocultarse?

—La luz, por lo pronto —contestó contundente Fisher—. Estoy hablando de los rotorianos. Suponed que ellos colonizaron el planeta. ¿Por qué habrán de querer permanecer bajo la luz roja de la Estrella Vecina, una luz en la que no florecería la vida vegetal rotoriana y ellos mismos se deprimirían? Bajo tierra, tendrían luz artificial que les favorecería, así como a sus plantas. Además…

Fisher hizo una pausa, y la Wendel le apremió:

—Adelante. ¿Qué más?

—Bueno, necesitáis entender a los rotorianos. Ellos viven dentro de un mundo. Es a lo que están acostumbrados y lo que consideran normal. No encontrarían cómodo sentirse pegados a la piel externa del mundo. Así pues, excavarían como una cosa natural.

La Wendel dijo:

—Estás insinuando que el detector neurónico de la Blankowitz ha detectado la presencia de seres humanos bajo la superficie del planeta.

—Sí. ¿Por qué no? El grosor del suelo entre sus cavernas y la superficie es lo que debilita la respuesta de lo que mide el detector neurónico.

—Pero la Blankowitz obtiene más o menos la misma respuesta de la tierra y del mar —objetó la Wendel.

—Por el planeta entero. Es muy uniforme —dijo la Blankowitz.

—Está bien —continuó Fisher—. Inteligencia nativa en el mar, rotoriana bajo tierra. ¿Por qué no?

—Aguardad —intervino de pronto Jarlow—. Tú obtienes respuestas por todas partes. ¿No es verdad, Blankowitz?

—Por todas partes. He detectado unos ligeros altibajos, pero la respuesta es tan exigua que no puedo estar segura. Sin duda parece haber una inteligencia por todos los lugares del planeta.

—Supongo que eso es posible en el mar. ¿Pero cómo puede serlo en la tierra? Por lo visto te figuras que en trece años, ¡trece años nada más!, los rotorianos han excavado una red de túneles bajo toda la superficie de ese mundo. Si tú obtuvieses respuesta de un área, o incluso de dos… muy pequeñas, tomando una fracción mínima de la superficie del mundo… yo consideraría la posibilidad de que los rotorianos excavasen. ¿Pero toda la superficie? ¡Por favor! Eso cuéntaselo a tu tía.

Wu dijo:

—¿Debo suponer, Henry, que estás sugiriendo una inteligencia alienígena subterránea por toda la superficie del planeta?

Jarlow respondió:

—No creo que podamos llegar a otra conclusión a menos que consideremos completamente ineficaz el dispositivo de Blankowitz.

—En tal caso —dijo la Wendel— me pregunto si es seguro ir abajo e investigar. Una inteligencia alienígena no es por fuerza una inteligencia amigable, y la Superlumínica no está equipada para hacer la guerra.

—No creo que debamos renunciar —insistió Wu—. Es preciso averiguar qué tipo de vida inteligente está presente ahí y cómo podrá interferir, si se da el caso, en los planes que forjemos para evacuar la Tierra y venir aquí.

—Hay un lugar —explicó Blankowitz— donde la respuesta es un poco más intensa que en otras partes. No mucho. ¿Debo intentarlo otra vez?

—Adelante. Inténtalo —le indicó la Wendel—. Nosotros podemos examinar minuciosamente los alrededores y luego decidir si descendemos o no.

Wu sonrió condescendiente.

—Estoy seguro de que no habrá peligro alguno.

—Pero no consigo encontrarlo —insistió la Blankowitz—. Eso es lo inquietante. En suma, no lo entiendo —luego, murmuró como si ella se hallase extenuada—: Es muy débil, por supuesto, pero está ahí.

La Wendel se limitó a fruncir el ceño.

84

Lo más peculiar acerca de Saltade Leverett (según la opinión de Janus Pitt) era que le encantaba el cinturón asteroidal. Al parecer, había ciertas personas que disfrutaban de verdad con el vacío, que adoraban lo inanimado.

—No me desagrada la gente —solía justificarse Leverett—. Puedo obtener todo cuanto deseo de ella a través de la holovisión… Puedo hablar, escucharla, reír… Puedo hacer todo excepto tocarla y olerla. ¿Y quién quiere hacer eso? Además, estamos construyendo cinco Establecimientos en el cinturón asteroidal y puedo visitar cualquiera de ellos para saciarme de gente y olerla. ¿Y de qué me sirve eso?

Más tarde, cuando él llego a Rotor, la «metrópoli», como insistió en llamarle, se pasó el tiempo mirando a derecha e izquierda como si temiera que la gente le asfixiara.

Incluso contempló con recelo las sillas y las ocupó restregándose sobre el asiento como si esperara neutralizar el aura que hubiera dejado allí el trasero precedente.

Janus Pitt había pensado siempre en él como el comisario idóneo para el Proyecto Asteroidal. Y, efectivamente, ese cargo le procuraba libertad plena en todo lo referente al cerco exterior del Sistema Nemesiano, el cual incluía no solo los Establecimientos en vías de construcción sino también el Servicio de Exploración.

Aquel día ambos habían terminado su almuerzo en el alojamiento privado de Pitt, pues Saltade preferiría pasar hambre a almorzar en un comedor que estuviese frecuentado por el público (aunque fuera solo una tercera persona desconocida para él). A Pitt le había sorprendido hasta cierto punto que Leverett se aviniera a comer con él.

Lo estudió con disimulo. Leverett era tan flaco y correoso, daba tal impresión de estar compuesto por tendones y cartílagos, que no parecía haber sido nunca joven ni tener probabilidades de hacerse viejo. Sus ojos eran de un azul desvaído, su pelo de un amarillo pajizo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Rotor, Saltade? —preguntó Pitt.

—Hace casi dos años, y me parece muy descortés por tu parte, Janus, que me hagas pasar este trago.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho yo? No te he convocado; pero, ya que estás aquí, viejo amigo, sé bienvenido.

—Más valdría que me hubieses convocado. ¿Qué significa ese mensaje que enviaste diciendo que no se te molestara con pequeñeces? ¿Acaso has alcanzado un punto en el que te sientes tan grande que quieres solo cosas grandiosas?

La sonrisa de Pitt fue un poco forzada.

—No sé de qué estás hablando, Saltade.

—Ellos tenían un informe para ti. Detectaron una ligera radiación proveniente del exterior. Así pues, te lo enviaron. Y tú lo devolviste junto con un memorándum de esos tuyos tan especiales diciendo que no se te molestara.

—¡Ah, eso!

(Pitt lo recordó. Había sido un momento de irritación y compasión de sí mismo. Él tenía derecho a irritarse algunas veces, no faltaba más).

—Bueno —dijo—, vosotros os encargáis de vigilar la llegada de Establecimientos. No deberían molestarme con asuntos de menor importancia.

—Si es esa tu actitud, conforme. Pero resulta que ellos han encontrado algo que no es un Establecimiento y no quieren darte cuenta a ti. Me han informado a mí y me han pedido que te lo transmita, pese a tu orden de que no se te moleste con minucias. Se figuran que mi tarea es habérmelas contigo, Janus. Pero yo preferiría no hacerlo. ¿Te estás convirtiendo en un tipo arisco en tu poderosa vejez?

—No sigas por ese camino, Saltade. ¿Qué es lo que te han comunicado? —inquirió Pitt con algo más que una sombra de malhumor.

—Han localizado una nave.

—¿Qué quieres decir con una… nave? ¡No será un Establecimiento!

Leverett alzó una mano nudosa.

—Nada de Establecimiento. Dije una nave.

—No entiendo…

—¿Qué hay que entender? ¿Acaso necesitas una computadora? Si es así, ahí está la tuya. Una nave es un vehículo que surca el espacio con una tripulación a bordo.

—¿De qué tamaño?

—Podría transportar media docena de personas, supongo.

—Entonces será una de las nuestras.

—No lo es. Se sabe dónde está cada una de las nuestras. Esta no es de factura rotoriana, sencillamente. Tal vez el Servicio de Exploración se haya resistido a hablar contigo sobre el caso; pero ha hecho cierto trabajo por su cuenta. Ninguna computadora en el sistema ha estado relacionada con la construcción de una nave como esa, y nadie puede haber construido una nave así sin la intervención de computadoras en alguna fase del trabajo.

—Entonces… ¿Cuál es tu conclusión?

—Que no es una nave rotoriana. Procede de alguna otra parte. Mientras hubo una leve posibilidad de que hubiese sido fabricada por nosotros, mis muchachos guardaron silencio y no te molestaron, según tus instrucciones. Cuando se comprobó de forma definitiva que no era una de las nuestras, me pasaron la información y dijeron que se te debería notificar; pero que ellos no lo iban a hacer. Ya sabes, Janus, que a partir de cierto punto pisotear a las personas es contraproducente.

—Cállate —le cortó malhumorado Pitt—. ¿Cómo puede no ser rotoriana? ¿De dónde podría proceder si no?

—Creo que proviene del Sistema Solar.

—¡Imposible! Una nave de ese tamaño, según la describes, con media docena de personas a bordo no podría haber realizado semejante viaje desde el Sistema Solar. Aunque ellos hubiesen descubierto la hiperasistencia, lo cual es muy concebible, media docena de personas encerradas en un angosto recinto durante dos años largos no podrían terminar vivas la travesía. Quizá haya algunas tripulaciones ejemplares, bien adiestradas y particularmente aptas para esa tarea, que puedan hacer ese viaje y terminar sanas y salvas, al menos en parte. Pero nadie del Sistema Solar se arriesgaría a eso. Solo un Establecimiento completo, un mundo en sí mismo ocupado por personas habituadas a ello desde su nacimiento, podría emprender una travesía interestelar y hacerlo bien.

—No obstante —insistió Leverett—, aquí tenemos una nave pequeña de fabricación no rotoriana. Eso es un hecho, y no tienes más remedio que aceptarlo así, créeme. ¿De dónde piensas que provienen? La estrella más cercana es el Sol. También es un hecho. Si no proviniese del Sistema Solar, provendría de otro sistema de estrellas, y ese trayecto requeriría mucho más de dos años largos. Y si dos años largos es un imposible, cualquier otra cosa lo será más.

—Supón que no sean humanos —sugirió Pitt—. Supón que esas son otras formas de vida con otra psicología, y que pueden resistir largos viajes en angostos recintos.

—O supón que son seres de este tamaño… —Leverett mostró el pulgar y el índice separados apenas un centímetro— y que la nave es como un establecimiento para ellos. Pues bien; no es así. No son alienígenas. No son menudencias. Esa nave no es rotoriana pero sí humana. Nosotros esperamos que los alienígenas se diferencien por completo de los seres humanos y construyan naves totalmente distintas de las humanas. Esa nave es un vehículo humano de punta a cabo, incluido el número codificado de serie en su costado, escrito con el alfabeto terrestre.

—¡No me dijiste eso!

—No creí que fuese necesario.

—Puede ser una nave humana, pero estar automatizada —dijo Pitt—. Podría llevar autómatas a bordo.

—Podría… —admitió Leverett—. En tal caso, deberíamos pulverizarla ¿no? Si no lleva seres humanos a bordo, no habrá problemas éticos. Se destruirá una propiedad; pero, después de todo, ellos son intrusos.

—Lo consideraré —contestó Pitt.

Leverett sonrió de oreja a oreja.

—No lo hagas. Esa nave no ha pasado dos años o más viajando por el espacio.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has olvidado en qué condiciones se hallaba Rotor cuando llegamos aquí? Pasamos más de dos años haciendo esa travesía, y la mitad del tiempo marchamos por el espacio normal con una velocidad inferior a la de la luz. A esa velocidad la superficie quedó desgastada por la colisión con átomos, moléculas y partículas de polvo. Ello requirió muchas reparaciones y pulimento si mal no recuerdo. ¿No te acuerdas tú?

—¿Y esa nave? —inquirió Pitt sin molestarse en decir si se acordaba o no.

—Tan pulida como si hubiese recorrido unos cuantos millones de kilómetros a velocidades ordinarias.

—Eso es imposible. No me importunes con estos juegos.

—Nada de imposible. Unos cuantos millones de kilómetros a velocidades ordinarias es todo lo que ha hecho. El resto del camino… hiperespacio.

Pitt empezó a perder la paciencia.

—¿De qué estás hablando?

—Vuelo superlumínico. Lo han conseguido.

—Eso es teóricamente imposible.

—¿Lo es? Bueno, si conoces algún otro modo de explicar todo esto, adelante.

Pitt lo miró boquiabierto.

—Pero…

—Lo sé. Los físicos dicen que es imposible. No obstante esos lo tienen, sea como sea. Ahora déjame decirte una cosa. Si ellos tienen el vuelo superlumínico, tendrán también la comunicación superlumínica. Entonces el Sistema Solar sabe que están aquí, y sabe lo que está sucediendo. Si pulverizamos esa nave, el Sistema Solar se enterará y, al cabo del tiempo, surgirá del espacio una flota de naves similares; pero esta vez disparándonos.

—Entonces… ¿qué harías tú?

Por unos instantes, Pitt se sintió incapaz de pensar.

—¿Qué se puede hacer salvo reservarles una acogida amigable y averiguar lo que son, quiénes son, lo que están haciendo y lo que desean? Ahora bien, opino que ellos se proponen posarse en Erythro. Nosotros deberemos hacerlo también para hablarles.

—¿En Erythro?

—Si ellos están en Erythro, Janus, ¿dónde quieres que estemos nosotros? Hemos de hablar con ellos. Hemos de aprovechar esa oportunidad.

Pitt notó que su cerebro empezaba a funcionar otra vez.

—Puesto que lo estimas necesario, ¿querrás hacerlo tú mismo? Con una nave y su tripulación, claro está.

—¿Quieres decir que tú no lo harás?

—¿Como comisario? No puedo ir allá abajo para recibir a una nave desconocida.

—Impropio de la dignidad oficial. Ya veo. Así que yo he de hacer frente sin ti a los alienígenas, o a las menudencias, o a los autómatas, o a quienesquiera que sean.

—Por supuesto estaré en contacto constante, Saltade, con voz e imagen.

—Pero a distancia.

—Sí. Ten presente que la misión cumplida por tu parte será adecuadamente recompensada.

—¡Ah? ¡Sí? En tal caso…

Leverett lanzó una mirada calculadora a Pitt.

Pitt aguardó un momento y luego preguntó:

—¿Vas a fijar un precio?

—Voy a sugerir un precio. Si deseas que me encuentre con esa nave en Erythro, quiero Erythro.

—¿Qué significa eso?

—Quiero Erythro como mi hogar. Estoy cansado de los asteroides. Estoy cansado de la exploración. Estoy cansado de la gente. He tenido más que suficiente. Quiero un mundo entero y vacío. Quiero construir una agradable vivienda, obtener alimentos y accesorios de la Cúpula, tener mi propia granja y mis propios animales, si consigo criarlos bien.

—¿Desde cuándo ambicionas eso?

—No lo sé. Ha estado naciendo dentro de mí. Desde que vine aquí y eché un buen vistazo a Rotor con todas sus multitudes y sus ruidos, Erythro me pareció cada vez más apetecible.

Pitt frunció el entrecejo.

—Entonces ya sois dos. Eres exactamente igual que esa chica medio loca.

—¿Qué chica medio loca?

—La hija de Eugenia Insigna. Supongo que conoces a Insigna.

—¿La astrónoma? Claro que sí. Pero no a su hija.

—Completamente loca. Quiere quedarse en Erythro.

—Eso no me parece una locura. Al contrario, lo considero muy razonable. De hecho, si ella quiere quedarse en Erythro, yo podría aguantar a una mujer…

Pitt alzó el índice.

—He dicho «chica».

—¿Qué edad tiene?

—Quince.

—¡Ah! Bueno se hará mayor. Por desgracia yo también.

—Ella no es una de tus enloquecedoras beldades.

—Si me echas una buena mirada, Janus, tampoco lo soy yo. ¿Aceptas mis condiciones?

—¿Quieres que se registre en la computadora?

—Puro formulismo, ¿eh, Janus?

Pitt no sonrió.

—Está bien. Procuraremos observar dónde se posa esa nave, y te prepararemos para Erythro.