XXIII. VIAJE AÉREO

48

Los viajes de larga duración por la atmósfera planetaria eran algo que los colonizadores no aceptaban como parte de su sociedad. En un Establecimiento, las distancias eran bastante reducidas, de modo que los ascensores, las piernas y, ocasionalmente, el carro eléctrico eran todo cuanto se necesitaba. Para los viajes entre Establecimientos, se utilizaba el cohete.

Muchos colonizadores, al menos en el Sistema Solar, habían recorrido tantas veces el espacio que el avance a través de él les resultaba casi tan familiar como andar. Sin embargo, era raro el colonizador que hubiera visitado la Tierra, donde existía solo el viaje atmosférico, y que hubiera hecho uso de la aeronáutica.

Los colonizadores, que podían afrontar el vacío como si fuera un amigo, un hermano, experimentaban un terror cerril cuando esperaban sentir el silbido del aire a lo largo de un vehículo sin ningún apoyo sobre tierra.

No obstante, en ocasiones, el viaje aéreo era una necesidad insoslayable en Erythro. Este era un mundo grande como la Tierra, y al igual que esta tenía una atmósfera bastante densa y respirable. Había libros de referencia sobre viajes disponibles en Rotor, e incluso varios inmigrantes de la Tierra tenían experiencia aeronáutica.

Así pues, la Cúpula poseía dos pequeñas aeronaves algo ramplonas y primitivas, no dadas a las grandes aceleraciones ni a las maniobras bruscas, pero servibles.

De hecho, la propia ignorancia de Rotor respecto a la ingeniería aeronáutica, era útil en un aspecto. Las aeronaves de la Cúpula estaban mucho más computadorizadas que cualquier avión equivalente de la Tierra. Siever Genarr prefería ver esas aeronaves como unos complicados autómatas que, por casualidad, habían sido construidos con forma de aeronaves. El clima de Erythro era mucho más benigno que el de la Tierra, puesto que la escasa intensidad de la radiación emitida por Némesis era demasiado insuficiente para generar tormentas grandes y violentas, de modo que la aeronave robot tenía menos probabilidades de afrontar una turbulencia. Muchas menos probabilidades.

De resultas, cualquiera podía pilotar lar burdas aeronaves de la Cúpula. Sencillamente, uno decía al avión lo que quería que hiciera y así se hacía. Si el mensaje era confuso o parecía peligroso al cerebro automatizado de la aeronave, este pedía esclarecimiento.

Genarr observó cómo Marlene se encaramaba a la cabina del avión con cierta inquietud natural aunque no el terror manifiesto de Eugenia Insigna, quien contemplaba la escena desde una distancia respetable.

—No te acerques más —le había ordenado él con mucha seriedad—. Sobre todo si vas a dar la impresión de que estás presenciando el comienzo de una calamidad insoslayable. Asustarás a la chica.

A Insigna le pareció que había buenas razones para sentir pavor. Marlene era demasiado joven y no podía recordar un mundo donde los viajes aéreos eran moneda corriente. Ella había subido con bastante tranquilidad a un cohete para venir a Erythro; pero… ¿cómo reaccionaría ante este viaje inaudito a través del aire?

No obstante, Marlene se encaramó a la cabina y ocupó su asiento con una expresión de serenidad absoluta.

¿Sería posible que no hubiese captado la situación?

—Marlene querida —dijo Genarr—, tú sabes muy bien lo que vamos a hacer, ¿verdad?

—Sí, tío Siever. Vas a enseñarme Erythro.

—Desde el aire, ya sabes. Volaremos a través del aire.

—Sí, ya lo dijiste.

—¿Te inquieta esa idea?

—No, tío Siever, pero a ti si parece inquietarte, y mucho.

—Solo por ti, querida.

—Me encuentro perfectamente.

La joven volvió su rostro impávido hacia Genarr, mientras este se encaramaba y ocupaba su asiento.

—Puedo comprender que madre se preocupe —dijo la muchacha—, pero tú estás más preocupado que ella. Consigues disimularlo mejor dándote aires de imperturbable; pero si pudieras verte lamiéndote los labios te abochornarías. Piensas que, si sucede algo malo, la culpa será tuya, y no puedes soportar ese pensamiento. Pero de todas formas no va a suceder nada.

—¿Tan segura estás de eso, Marlene?

—Absolutamente segura. Nada me dañará en Erythro.

—Dijiste lo mismo acerca de la plaga, pero ahora no estamos hablando de eso.

—No importa de lo que estamos hablando. Nada me hará daño en Erythro.

Genarr movió la cabeza incrédulo e inseguro, y al instante deseó no haberlo hecho, pues sabía que ella leía eso con tanta facilidad como si apareciese escrito con grandes letras mayúsculas en la pantalla de la computadora. Después de todo, ¿qué más daba? Si se hubiese reprimido y hubiera actuado como si estuviese hecho de bronce fundido, ella se habría dado cuenta del mismo modo.

Así pues, dijo:

—Entraremos en un compartimento estanco y permaneceremos ahí un rato para poder comprobar la sensibilidad del cerebro de la aeronave. Luego, atravesaremos otra puerta y entonces el avión se remontará. Habrá un efecto de aceleración y te sentirás oprimida hacia atrás. Al poco, nos moveremos en el aire con nada debajo de nosotros. Espero que me hayas entendido, ¿eh?

—No tengo miedo —dijo Marlene tranquila.

49

La aeronave mantuvo su curso a través de un paisaje yermo de ondulantes colinas.

Genarr sabía que Erythro estaba geológicamente vivo, y sabía también que los estudios que se habían hecho de aquel mundo denotaban que había habido períodos de su historia en que fue montañoso. Quedaban todavía montañas acá y acullá en el hemisferio cis-Megas, el hemisferio desde donde el círculo abultado del planeta Megas, alrededor del cual Erythro giraba en su órbita, parecía colgar casi inmóvil del cielo.

Sin embargo aquí, en el hemisferio trans-Megan, las llanuras y las colinas eran los principales rasgos de los grandes continentes.

Para Marlene, que no había visto nunca una montaña, las colinas, incluso las más bajas, fueron impresionantes.

Desde luego, había arroyos en Rotor y, desde la altura en que sobrevolaban Erythro, estos otros ríos no parecían diferentes.

Genarr pensó: Marlene se sorprenderá cuando los vea a corta distancia.

Marlene miró curiosa hacia Némesis, que había pasado su marca del mediodía y declinaba hacia el Oeste.

—Se está moviendo, ¿no es verdad, tío Siever? —preguntó.

—Se está moviendo —dijo Genarr—, o por lo menos Erythro está girando en relación con Némesis; pero gira solo una vez al día mientras que Rotor lo hace una vez cada dos minutos. En comparación, Némesis, vista desde aquí, desde Erythro, se mueve menos de una setentava parte más aprisa de lo que parece estar moviéndose vista desde Rotor. Desde aquí parece hallarse inmóvil, en comparación; pero esa inmovilidad no es completa.

Luego, echando una ojeada a Némesis, dijo:

—Tú no has visto nunca el Sol de la Tierra, ya sabes, el del Sistema Solar; o, si lo has visto, no lo recuerdas porque eras un bebé a la sazón. El Sol era mucho más pequeño visto desde la posición de Rotor en el Sistema Solar.

—¿Más pequeño? —exclamó sorprendida Marlene—. La computadora me ha dicho que Némesis era más pequeña.

—En realidad, lo es. Sin embargo, Rotor está mucho más cerca de Némesis que jamás lo estuvo del Sol en los viejos tiempos, de modo que Némesis parece mayor.

—Distamos cuatro millones de kilómetros de Némesis, ¿verdad?

—Sí, pero nosotros estamos a ciento cincuenta millones de kilómetros del Sol. Si distáramos eso de Némesis, obtendríamos menos del uno por ciento de la luz y el calor que recibimos ahora. Si estuviéramos tan cerca del Sol como lo estamos de Némesis, nos vaporizaríamos. El Sol es mucho más grande, brillante y caliente que Némesis.

Marlene no miró a Genarr; pero, al parecer, su tono de voz le resultó suficiente:

—Por tu tono de voz, tío Siever, creo que deseas estar otra vez cerca del Sol.

—Nací allí, así que algunas veces siento añoranza.

—Pero si el Sol es tan caliente y brillante, debe resultar peligroso.

—Nosotros no lo mirábamos. Y tú no deberías mirar a Némesis tanto rato. Desvía la mirada, querida.

No obstante, Genarr echó otra ojeada a Némesis, la cual fluctuaba roja y vasta en el cielo occidental, su diámetro aparente, a cuatro grados de arco, ocho veces más que el del Sol visto desde la antigua posición de Rotor, era un sereno círculo de luz roja; pero Genarr supo que, en ocasiones, comparativamente raras, se inflamaba y durante unos minutos dejaba ver en aquella cara imperturbable una mancha blanca que hacía daño a la vista. Las moderadas manchas solares, de un rojo oscuro, eran más comunes pero no tan perceptibles.

Murmuró una orden al avión y este viró lo suficiente para dejar atrás Némesis, fuera del campo visual.

Marlene dirigió una última y pensativa mirada a Némesis; luego volvió la vista hacia el panorama de Erythro que se extendía abajo, y dijo:

—Es curioso cómo te habitúas al color rojizo de todo. Al cabo de un rato no te parece tan rojizo.

Genarr había observado ya eso mismo. Sus ojos captaban diferencias de tinte y sombras de modo que el mundo empezaba a parecer menos monocromático. Los ríos y los pequeños lagos eran menos rojizos y oscuros que el suelo, y el cielo era oscuro. La atmósfera de Erythro dispersaba muy poco la luz encarnada de Némesis.

Sin embargo, lo más desesperanzador acerca de Erythro era la aridez de la tierra. Rotor, aunque en muy pequeña escala, tenía campos verdes, grano amarillo, frutos de diversos colores, animales que producían murmullos, todos los colores y sonidos de la morada y las estructuras humanas.

Aquí había solo silencio e inanimación.

Marlene frunció el entrecejo.

—En Erythro hay vida, tío Siever.

Genarr no pudo saber si Marlene había hecho una aseveración, formulado una pregunta o adivinado su pensamiento mediante el lenguaje del cuerpo. ¿Deseaba saber algo o buscaba confirmación?

—Cierto —respondió—. Muchísima vida. La vida lo impregna todo. No solo el agua. También hay prokaryotes viviendo en las películas de agua alrededor de las partículas de tierra.

Pasado un rato, el océano hizo su aparición frente a ellos, en el horizonte. Primero como una sencilla línea oscura; luego, una banda que se agrandó a medida que el vehículo aéreo se le aproximaba.

Genarr, con disimulo, miró de reojo a Marlene para estudiar su reacción. Ella había leído cosas sobre los mares de la Tierra, por supuesto, y debía de haber visto imágenes en la holovisión; pero nada de eso podía preparar a nadie para la experiencia real. Genarr, que había estado una vez (¡una vez!) en la Tierra como turista, había visto el borde de un océano. Sin embargo, no había sobrevolado uno jamás sin la presencia de tierra alrededor, y no estaba seguro de sus propias reacciones.

La masa líquida pasó rauda bajo ellos, y ahora la tierra firme fue la que se encogió hasta ser solo una fina línea y acabar desapareciendo. Genarr miró hacia abajo con una extraña sensación en la boca del estómago. Recordó un verso de un poema épico arcaico: «El mar color vino tinto». Debajo, el océano pareció, ciertamente, una masa ondulante de vino tinto, con reflejos rojizos acá y allá.

No hubo puntos de referencia identificables en aquella vasta masa de agua, y ningún lugar donde tomar tierra. La esencia misma de la «localización» se esfumó. No obstante, él sabía que, cuando quisiera regresar, le bastaría dar instrucciones a la nave para que los hiciese volver a tierra firme. La computadora del avión seguía la pista de la posición con un cálculo exacto de la velocidad y la dirección, y sabría dónde estaba la Tierra…, e incluso la Cúpula.

Pasaron por debajo de unas nubes densas, y el océano se tornó negro. A una palabra de Genarr, el aparato se elevó sobre las nubes. Némesis brilló otra vez y la vista del océano desapareció. En su lugar, hubo un mar de gotas de agua rojizas saltando alrededor, algunos jirones de niebla desfilaron ante la ventanilla.

Luego, las nubes parecieron abrirse y dejaron ver otra vez retazos de mar color vino tinto.

Marlene contempló todo con la boca entreabierta, casi sin aliento. Por fin dijo en un susurro:

—Todo eso es agua, ¿verdad, tío Siever?

—Miles de kilómetros en todas las direcciones, Marlene… y con diez kilómetros de profundidad en algunos lugares.

—Si uno se cae ahí supongo que se ahogará.

—No te inquietes por eso. Este vehículo no caerá en el océano.

—Sé que no —contestó Marlene muy segura de sí misma.

Le podría ofrecer otra vista a Marlene, pensó Genarr.

La chica le interrumpió en su cavilación.

—Te estás poniendo nervioso otra vez, tío Siever.

A Genarr le divirtió la manera en que estaba aprendiendo a dar por supuesta la penetración de Marlene.

—No has visto nunca Megas —dijo—, y me preguntaba si convendría que te lo mostrara. Fíjate, solo una cara de Erythro mira a Megas, y la Cúpula está construida en la cara de Erythro que no lo mira, de modo que Megas no está nunca en nuestro cielo. Ahora bien, si continuamos volando en esta dirección entraremos en el hemisferio cis-Megas y aparecerá alzándose sobre el horizonte.

—Me gustaría verlo.

—Entonces lo verás; pero prepárate. Es grande. Grande de verdad. Casi dos veces tan ancho como Némesis y parece casi a punto de caer sobre nosotros. Algunas personas no pueden soportar su vista. Sin embargo, no caerá. Porque no puede. Recuérdalo bien.

Siguieron adelante aumentando la altitud y la velocidad. El océano quedó abajo en rugosa uniformidad, oscurecido a ratos por las nubes.

Algún tiempo después, Genarr dijo:

—Si miras al frente y un poco a la derecha, verás que Megas empieza a mostrarse en el horizonte. Nos dirigiremos hacia él.

Al principio, pareció un pequeño parche de luz a lo largo del horizonte, pero fue creciendo despacio hacia arriba, como si se hinchara. Luego, el arco creciente de un círculo muy rojo se elevó sobre el confín. Era bastante más oscuro que Némesis, la cual se veía todavía detrás del aparato, hacia la derecha y algo baja en el cielo.

Cuando Megas aumentó de tamaño, se vio muy pronto que lo que se revelaba no era un círculo completo de luz sino algo más de un semicírculo.

Marlene dijo interesada:

—Eso es lo que se conoce como las «fases» ¿verdad?

—Exacto. Nosotros vemos solo la parte iluminada por Némesis. Mientras Erythro gira alrededor de Megas, Némesis parece acercársele, y vemos cada vez menos porción de la mitad iluminada del planeta. Luego, cuando Némesis se desliza casi completamente por encima o por debajo de Megas, aparece solo una fina curva de luz como límite de Megas; eso es todo cuanto vemos de su hemisferio iluminado. Algunas veces, Némesis se coloca realmente detrás de Megas. Entonces, sobreviene el eclipse de Némesis, y todas las estrellas tenues se dejan ver en la noche, no solo las brillantes que apreciamos aunque Némesis esté presente en el cielo. Durante el eclipse, ves un gran círculo oscuro carente de estrellas, y eso te indica el lugar donde está Megas. Cuando Némesis empieza a reaparecer por el otro lado, comienzas a ver otra vez una fina curva de luz.

—¡Qué maravilloso es esto! —exclamó Marlene—. Como un espectáculo en el cielo. Y mira Megas…, con todas esas franjas moviéndose.

Las franjas se extendían a través de la porción iluminada del globo, espesas y broncíneas, salpicadas de tonalidades anaranjadas, y retorciéndose muy despacio.

—Son bandas de tormenta —explicó Genarr—. Con velocidades terroríficas que soplan en todas direcciones. Si te fijas bien, verás manchas que se forman y dilatan, se trasladan aprisa y se diluyen hasta desaparecer.

—Es como un espectáculo de holovisión —dijo embelesada Marlene—. ¿Por qué la gente no se pasa el tiempo contemplando esto?

—Los astrónomos lo hacen. Ellos lo observan mediante instrumentos computadorizados localizados en este hemisferio. Yo mismo lo he visto en nuestro Observatorio. Escucha, nosotros teníamos un planeta como este allá en el Sistema Solar. Se llamaba Júpiter y era incluso mayor que Megas.

Entretanto, el planeta se había elevado por completo sobre el horizonte, semejante a un balón hinchado que, por alguna causa, se hubiera desinflado a lo largo de su mitad izquierda.

—Es fascinante —dijo Marlene—. Si la Cúpula estuviera construida en esta cara de Erythro, todo el mundo podría verlo y disfrutar.

—La verdad es que no, Marlene. No parece que sea así. Megas desagrada a casi todas las personas. Como te he dicho, muchas tienen la impresión de que se va a caer, y eso las aterroriza.

—Solo unas pocas tendrán esa sensación estúpida —replicó impaciente Marlene.

—Solo unas pocas al principio, pero esas sensaciones estúpidas suelen ser contagiosas. El pavor se generaliza, y ciertas personas que no se asustarían si estuviesen solas, se atemorizan bajo la influencia del vecino. ¿Nunca te has dado cuenta de esa particularidad?

—Sí —dijo ella con cierta amargura—. Si un chico cree que algo es bonito, todos le secundan. Y empiezan a competir…

Entonces se calló como si se avergonzara.

—El miedo contagioso es una de las razones por las que construimos la Cúpula en el otro hemisferio. Otra es que con Megas siempre presente en el cielo se complican las observaciones astronómicas en este hemisferio. Pero creo que va siendo hora de regresar. Ya conoces a tu madre. Estará aterrada.

—Llámala y dile que estamos bien.

—No necesito hacerlo. Esta aeronave emite señales sin cesar. Ella sabe que estamos bien… físicamente. Pero no es eso lo que la tiene preocupada —dijo él tocándose la sien con un gesto significativo.

Marlene se hundió en su asiento y una expresión de profundo descontento ensombreció su rostro.

—¡Cuánto duele eso! Sé que todo el mundo dirá, «es porque te quiere». Pero resulta tan molesto… ¿Por qué no puede creerme cuando le digo que estaré bien?

—Porque te quiere —contestó Genarr mientras indicaba por lo bajo a la aeronave que regresara a casa—. Lo mismo que tú quieres a Erythro.

El rostro de Marlene resplandeció.

—¡Ah, sí! ¡Cuánto lo quiero!

—Sí, sí. Se te nota en todo momento.

Y Genarr se preguntó cómo reaccionaría Eugenia Insigna ante eso.

50

Reaccionó con furia.

—¿Qué quieres decir con que ella quiere a Erythro? ¿Cómo puede querer a un mundo muerto? ¿No le habrás lavado el cerebro? ¿Hay alguna razón por la que la hayas inducido a quererlo?

—Sé razonable, Eugenia. ¿Crees que es posible lavar el cerebro a Marlene para inducirla a creer esto o aquello? ¿Has conseguido hacerlo alguna vez?

—Entonces, ¿qué sucedió?

—En verdad, intenté exponerla a situaciones que la desagradaran o la asustaran. Si quieres llamarlo así, me esforcé por «lavarle el cerebro» para que le repeliera Erythro. Sé por experiencia que los rotorianos criados en el mundo exiguo del Establecimiento aborrecen la espaciosidad infinita de Erythro; no les gusta la rojez de su luz, ni les agrada Némesis. A casi todos les disgusta Megas. Todas esas cosas propenden a deprimirlos y sobrecogerlos. Yo mostré todo eso a Marlene, la llevé por encima del océano, y luego lo bastante lejos para mostrar Megas sobre el horizonte.

—¿Y qué?

—Pues que nada la inquietó. Dijo haberse habituado a la luz roja hasta no encontrarla tan roja ni tan horrible. El océano no la asustó lo más mínimo, y lo mejor de todo es que encontró que Megas era divertido e interesante.

—No puedo creerlo.

—Pues créelo. Es la verdad.

Eugenia se sumió en reflexiones. Luego, dijo a regañadientes:

—Tal vez eso sea una señal de que ella está ya infectada con la… la…

—¿Con la plaga? Dispuse otra exploración de cerebro tan pronto como regresamos. No tenemos todavía el análisis completo, pero la inspección preliminar no revela cambios. En un caso de plaga, aunque sea leve, el gráfico de la mente cambia de forma notable y apreciable. Marlene no muestra nada de eso. Sin embargo, se me ha ocurrido una idea interesante. Sabemos que Marlene es perceptiva, que puede apreciar toda clase de pequeños detalles. Los sentimientos fluyen desde otros hacia ella. ¿Pero has detectado alguna vez algo que pareciera seguir el sentido inverso? ¿Fluyen los sentimientos desde ella hacia otros?

—No comprendo a dónde quieres llegar.

—Ella sabe cuándo me siento inseguro y un poco ansioso, por mucho que yo procure disimularlo, y cuándo estoy tranquilo e impávido. Ahora bien, ¿habrá algún medio por el que ella pueda forzarme a sentirme inseguro y un poco ansioso…, o tranquilo e impávido? Si ella detecta, ¿no podrá también imponer?

Insigna lo miró fijamente.

—Eso me parece una locura —dijo.

La incredulidad la hizo atragantarse.

—Quizá. ¿Pero no te has percatado nunca de ese efecto en presencia de Marlene? Piensa sobre ello.

—No necesito pensar. Nunca me he percatado de semejante cosa.

—No —masculló Genarr—. Supongo que no. A ella le encantaría hacer que te sintieras menos nerviosa acerca de su persona; y eso, desde luego, no lo consigues. Sin embargo… Lo cierto es que, si nos circunscribimos a la facultad perceptiva de Marlene, esta ha aumentado desde su llegada a Erythro. ¿Estás de acuerdo?

—Sí. Lo estoy.

—Pero hay algo más. Ahora ella es intensamente intuitiva. Sabe que es inmune a la plaga. Está segura de que en Erythro nada la dañará. Miró el océano con la convicción de que la aeronave no se hundiría en él arrastrándola consigo. ¿Adoptaba esa actitud allá en Rotor? ¿No se ha mostrado dubitativa e insegura en Rotor cuando había buenas razones para sentirse así, y tal como lo haría cualquier otro adolescente?

—¡Sí! Es cierto.

—Pero aquí ella es una chica nueva. Absolutamente segura de sí misma. ¿Por qué?

—Lo ignora.

—¿Le estará afectando Erythro? No, no me refiero a nada semejante a la plaga. ¿Habrá algún otro efecto? ¿Algo totalmente diferente? Te diré por qué lo pregunto. También lo siento yo.

—¿Qué sientes?

—Cierto optimismo acerca de Erythro. No me importa la desolación ni ninguna otra cosa. No es que antes sintiera un tremendo hastío de eso, ni que Erythro me hiciera sentirme mal pero no me gustó nunca el planeta. Sin embargo, en este viaje con Marlene, lo encontré más grato que nunca durante mis diez años de estancia aquí. Tal vez sea posible, pensé, que el regocijo de Marlene surta efectos contagiosos, o que ella me lo imponga de alguna forma. O que cualquier otra particularidad de Erythro que la afecte a ella, me esté afectando también a mí…, en su presencia.

Insigna dijo sarcástica:

—Creo, Siever, que harías mejor disponiendo una exploración de cerebro para ti.

Genarr enarcó las cejas.

—¿Piensas que no lo he hecho? Desde que estoy en este lugar, me someto a un chequeo periódico. No ha habido ningún cambio salvo los inherentes al proceso natural de envejecimiento.

—¿Pero has comprobado el gráfico de tu mente tras regresar del viaje aéreo?

—Claro está. Fue lo primero que hice. No soy un insensato. El análisis completo se halla todavía pendiente, pero el trabajo preliminar no muestra cambio alguno.

—Entonces, ¿qué te propones hacer ahora?

—Lo lógico. Marlene y yo saldremos de la Cúpula y nos pasearemos por la superficie de Erythro.

—¡No!

—Tomaremos las precauciones debidas. Yo he estado ya ahí fuera.

—Tú quizá —dijo obstinada Insigna—. Ella no. Ella jamás.

Genarr suspiró. Giró con su butaca y contempló la ventana simulada en la pared de su despacho como si quisiera atravesarla y escrutar la rojez del exterior. Luego, miró a Insigna.

—Ahí fuera hay un mundo inmenso e inédito —dijo—. No pertenece a nadie ni a nada salvo a nosotros mismos. Nosotros podemos tomar ese mundo y desarrollarlo mediante las lecciones que nos ha enseñado la pésima e insensata administración de nuestro mundo original. Podemos edificar esta vez un mundo bueno, limpio, decente. Podemos habituarnos a la rojez. Podemos aportarle vida con nuestros propios animales y plantas. Podemos hacer que florezcan el mar y la tierra e iniciar al planeta con su propio curso de evolución.

—¿Y la plaga? ¿Qué me dices de eso?

—Podemos eliminar la plaga y hacer de Erythro el lugar idóneo para nosotros.

—Si eliminamos el calor y la gravedad, si alterásemos la composición química, podríamos hacer también de Megas el lugar idóneo para nosotros.

—Sí, Eugenia, pero reconoce que la plaga no es semejante al calor, la gravedad y la composición química.

—No obstante, la plaga es igual de letal a su manera.

—Creo haberte dicho ya, Eugenia, que Marlene es la persona más importante que tenemos.

—Para mí lo es, sin duda.

—Ella es importante para ti por la sencilla razón que es tu hija. Para el resto de nosotros es importante por lo que puede hacer.

—¿Qué puede hacer ella? ¿Interpretar nuestro lenguaje del cuerpo? ¿Divertiros con sus trucos?

—Ella está convencida de su inmunidad ante la plaga. Si es cierto, nos podría enseñar a…

—Si es cierto. Eso es fantasía infantil, y tú lo sabes. No intentes agarrar telarañas.

—Ahí fuera hay un mundo, y yo lo quiero.

—Al final, estás hablando como Pitt. ¿Arriesgarás a mi hija por ese mundo?

—En la historia de la Humanidad se ha arriesgado mucho más por mucho menos.

—Más vergüenza para la historia de la Humanidad. Y en cualquier caso, soy yo quien debe decidir. Marlene es hija mía.

Genarr dijo con una voz apagada que pareció expresar una pena infinita:

—Te quiero, Eugenia. Te perdí una vez. Soñé con que quizá pudiera deshacer el entuerto. Pero ahora temo que voy a perderte otra vez y de forma permanente. Porque, ya ves, debo decirte que no eres tú quien ha de decidir. Ni siquiera yo. Es Marlene. Lo que ella decida hacer, lo hará, de una forma o de otra. Y como ella podría poseer la facultad de ganar un mundo para la Humanidad, pienso ayudarle a hacer lo que desee, a pesar tuyo. Debes aceptarlo así, por favor, Eugenia.