III. MADRE

6

Era la hora de cenar, e Insigna tenía uno de esos momentos en que la atemorizaba un poco su propia hija.

Ese talante se había acentuado últimamente y ella no podía explicarse el porqué. Quizá fuera la creciente tendencia de Marlene al silencio, a la introversión, a dar la impresión de que estaba siempre comulgando con pensamientos demasiado hondos para ser exteriorizados.

Algunas veces, el temor inquietante de Insigna se mezclaba con la sensación de culpabilidad. Por su falta de paciencia maternal con la chica. Por la percepción excesiva de los defectos físicos de la muchacha. Era cierto que Marlene no tenía la belleza convencional de su madre ni el atractivo montaraz y nada convencional de su padre.

Marlene era baja… y achaparrada. Insigna no encontraba otra palabra que conviniera mejor a la pobre Marlene.

Y pobre, por supuesto. Este era el adjetivo que ella utilizaba casi siempre en el pensamiento y que apenas podía callar en su conversación.

Baja. Achaparrada. Rolliza sin ser obesa… Así era Marlene. No había en ella nada que tuviera gracia. Su cabello era castaño oscuro, más bien largo y muy lacio. Su nariz era un poco bulbosa, su boca se curvaba ligeramente hacia abajo en la comisura, su barbilla era pequeña. Tenía siempre una actitud pasiva, replegándose en sí misma.

Estaban los ojos, desde luego, grandes y de un negro brillante, con cejas oscuras y perfiladas que se arqueaban sobre ellos, y largas pestañas que parecían casi artificiales. Sin embargo, los ojos no podían paliar por sí solos todo lo demás, por muy fascinantes que llegaran a ser en algunos rarísimos momentos.

Desde que Marlene cumplió los cinco años, Insigna supo que la pequeña no atraería jamás a ningún hombre por su aspecto físico, y ello se había hecho cada vez más evidente al pasar el tiempo.

Aurinel le había lanzado miradas lánguidas durante su infancia, atraído a todas luces por su inteligencia precoz y su luminoso entendimiento. Y Marlene se había mostrado tímida y complacida en su presencia, aunque percibiera solo muy vagamente que había algo atrayente en un objeto llamado «chico»; pero sin saber a ciencia cierta qué podría ser.

En los dos últimos años, Insigna creía observar que Marlene había esclarecido al fin, en su mente, el significado de «chico». Su lectura omnívora de libros y las sesiones audiovisuales de películas demasiado viejas para su cuerpo aunque no para su mente, le habían ayudado sin duda a hacerlo; pero Aurinel había crecido también y sus hormonas empezaban a ejercer influjo sobre él de modo que los meros escarceos no eran ya lo que le interesaban.

Aquella noche, durante la cena, Insigna preguntó:

—¿Y cómo ha sido tu jornada, querida?

—Puedes estar tranquila. Aurinel vino a buscarme, y supongo que te informaría. Siento que te tomes la molestia de seguirme los pasos.

Insigna suspiró:

—Pero, Marlene, es que no puedo evitar pensar algunas veces que te sientes desgraciada. ¿No es natural que eso me preocupe? Te pasas demasiado tiempo sola.

—Me gusta estar sola.

—Pues no lo demuestras. No das señales de felicidad por el hecho de estar sola. A muchas personas les gustaría ser amigables contigo, y tú serías más feliz si les dejaras serlo. Aurinel es tu amigo.

—Era. Estos días está muy ocupado con otras personas. Hoy eso se ha hecho evidente. Me enfureció. ¿Te lo imaginas todo encandilado porque pensaba en Dolorette?

—Escucha, Marlene, no puedes culpar a Aurinel —dijo Insigna—. Dolorette tiene su edad.

—Físicamente —farfulló Marlene—. ¡Menuda cabeza de chorlito!

—Lo físico cuenta mucho a su edad.

—Él no lo disimula. Eso le convierte también en un cabeza de chorlito. Cuanto más babea sobre Dolorette tanto más huera tiene la cabeza. Puedo atestiguarlo.

—Pero él sigue creciendo, Marlene, y cuando sea un poco mayor descubrirá cuáles son las cosas importantes de verdad. Tú crecerás también, ya sabes…

Marlene miró con fijeza burlona a Insigna. Luego dijo:

—Vamos, madre. Tú no crees lo que estás intentando insinuar. No te lo crees ni por un instante.

Insigna se sonrojó. De súbito se le ocurrió que Marlene no estaba haciendo conjeturas. Lo sabía a ciencia cierta. Pero… ¿cómo lo sabía? Ella había hecho su observación con la mayor sinceridad posible, había procurado sentirlo. Pero Marlene lo vislumbró sin el menor esfuerzo. Además, no era la primera vez. Insigna había empezado a creer que Marlene sopesaba las inflexiones, los titubeos, los movimientos, y sabía siempre lo que uno no quería que supiera. Tal vez fuera esa facultad lo que hacía que Insigna sintiera cada vez más temor de Marlene. A uno no le agrada ser de cristal ante la mirada displicente de otra persona.

Por ejemplo, ¿qué había dicho ella para hacer creer a Marlene que la Tierra estaba condenada a la destrucción? Sería preciso abordar esa cuestión y discutirla.

Insigna sintió una fatiga súbita. Si no le fuera posible engañar nunca a Marlene ¿para qué intentarlo?

—Está bien —dijo—. Vamos al grano, querida. ¿Qué es lo que quieres?

Rotor no es todo lo que hay, madre.

—Por descontado. Pero sí es todo lo que hay a más de dos años luz.

—No, madre, no es así. A menos de dos mil kilómetros está Erythro.

—Eso cuenta muy poco. Allí no puedes vivir.

—Hay gente viviendo allí.

—Sí, pero bajo una cúpula. Un grupo de científicos e ingenieros vive en ese lugar porque está haciendo un trabajo científico necesario. La cúpula que les cobija es mucho más pequeña que Rotor. Y si te sientes atrapada aquí, ¿qué no sentirías allí?

—En Erythro hay un mundo entero fuera de la cúpula. Algún día la gente se diseminará y vivirá por todo el planeta.

—Tal vez. Pero no es una cosa que se pueda tener por cierta, ni mucho menos.

—Estoy convencida de que lo es.

—Aunque lo fuera, requeriría siglos.

—Pero se ha de comenzar. ¿Por qué no puedo formar parte de ese comienzo?

—Eres un poco ridícula, Marlene. Aquí tienes un hogar muy confortable. ¿Cuándo empezó todo esto?

Marlene apretó los labios y luego dijo:

—No estoy segura. Hace unos meses. Pero va de mal en peor. No puedo soportar la vida aquí, en Rotor.

Frunciendo el ceño, Insigna miró a su hija. Y pensó: Ella siente que ha perdido a Aurinel, se le ha roto el corazón para siempre, se marchará creyendo que al hacerlo así lo castiga. Se condenará al exilio en un mundo yermo y él lo sentirá…

Sí, ese curso de ideas era muy verosímil. Recordó cuando ella tenía quince años. El corazón es tan frágil a esa edad que un ligero golpe puede resquebrajarlo. Los adolescentes se curan aprisa pero ninguna chica de quince años quiere o puede creerlo, a la sazón. ¡Quince años! Fue después, bastante después, cuando… ¡No valía la pena pensar en eso!

—¿Qué es lo que te atrae de Erythro, Marlene? —inquirió.

—No lo sé muy bien. Es un mundo vasto. ¿Acaso no es natural querer un mundo vasto… como —vaciló unos instantes antes de pronunciar las dos últimas palabras pero haciendo un esfuerzo las soltó—: la Tierra?

—¡Como la Tierra! —Insigna habló con vehemencia—. Tú no has estado jamás allí. ¡No sabes nada acerca de la Tierra!

—He visto mucho sobre ella, madre. Las filmotecas están llenas de películas en las que se presenta la Tierra.

Eso era cierto. Durante algún tiempo Pitt había creído que se deberían confiscar esas películas… incluso destruirlas. Él opinaba que escapar del Sistema Solar significaba «escapar»; era erróneo sustentar un romanticismo artificioso acerca de la Tierra. Insigna lo había refutado con energía, pero ahora le pareció comprender de repente el criterio de Pitt.

—Marlene —dijo—, no puedes guiarte por esas películas. Todas ellas idealizan las cosas. La mayoría se refieren a un pasado remoto, cuando las cosas en la Tierra iban mejor. Y, además, no fue nunca tan bueno como lo pintan.

—Incluso así.

—No, no «incluso así». ¿Sabes lo que es la Tierra? Un tugurio inhabitable. Por eso muchas personas la han abandonado para constituir los Establecimientos. Personas que renunciaron al inmenso y espantoso mundo de la Tierra por los pequeños Establecimientos civilizados. Nadie quiere ir en la otra dirección.

—Hay billones de personas que viven todavía en la Tierra.

—Eso es lo que la hace un hervidero inhabitable. Los que están allí la abandonan en cuanto pueden. Esa es la razón de que se hayan construido tantos Establecimientos y todos estén tan abarrotados. Esa es la razón de que nosotros hayamos abandonado el Sistema Solar para venir aquí, querida.

Marlene dijo en voz baja:

—Padre era un terrícola. Él no abandonó la Tierra aunque pudo haberlo hecho.

—No, no lo hizo. Se quedó atrás.

Insigna frunció el ceño e intentó mantener el tono de naturalidad.

—¿Por qué, madre?

—Vamos, Marlene. Ya hemos hablado de eso. Muchas personas se quedaron en casa. No quisieron dejar los lugares con los que estaban identificados. Casi todas las familias que hay en Rotor tuvieron hogares en la Tierra. ¿Quieres volver a la Tierra? ¿Se trata de eso?

—No, madre. Ni mucho menos.

—Aunque quisieras ir, te encuentras a más de dos años luz y no puedes hacerlo. Seguramente lo entiendes.

—Claro que lo entiendo. Solo intentaré hacer constar que aquí mismo tenemos otra tierra. Es Erythro. Ahí es adonde quiero ir, ahí es adonde me muero por ir.

Insigna no pudo contenerse. Casi con horror, se oyó a sí misma decir:

—Así que deseas separarte de mí, como hizo tu padre.

Marlene dio un respingo; pero se serenó y planteó:

—¿Es cierto, madre, que él se separó de ti? Quizá las cosas hubieran sido diferentes si tu comportamiento hubiese sido otro —luego, añadió muy tranquila como si anunciase que había acabado de cenar—: Tú le empujaste a ello, ¿no es cierto, madre?