XVII. ¿SEGURA?

34

Insigna se sintió inquieta. Era Siever Genarr quien había insistido en que se consultara con Marlene sobre el asunto.

—Tú eres su madre, Eugenia, no puedes evitar pensar en ella como si fuese una niña pequeña —dijo—. Una madre requiere cierto tiempo para darse cuenta de que no es una emperatriz absolutista, de que su hija no forma parte de su propiedad.

Eugenia Insigna esquivó su mirada benigna y dijo:

—No me sermonees, Siever. Tú no tienes hijos. Es fácil ser grandilocuente para referirte a los hijos de los demás.

—¿Te parezco grandilocuente? Lo siento. Digamos que no estoy ligado de una forma tan emocional como tú a la memoria de una criatura. Me gusta mucho la chica, pero no tengo ninguna imagen de ella en el pensamiento, excepto la de una jovencita en pleno desarrollo con una mente excepcional. Ella es importante, Eugenia. Tengo la extraña impresión de que es mucho más importante que tú y que yo. Es preciso contárselo…

—Es preciso mantenerla segura —le contradijo Insigna.

—Conforme; pero también se le debe preguntar qué medio le parece mejor para su seguridad. Ella es joven e inexperta; pero tal vez sepa mejor que nosotros lo que se debe hacer. Discutámoslo entre todos como si fuésemos tres adultos. Prométeme, Eugenia, que no intentarás hacer uso de tu autoridad materna.

—¿Cómo puedo prometer tal cosa? —replicó la mujer con amargura—. Pero hablemos con ella.

Así que los tres se reunieron en el despacho, de Genarr, la habitación escudada, y Marlene, mirando rápida de uno a otro, apretó mucho los labios y murmuró desalentada:

—No me va a gustar esto.

—Temo que sean malas noticias —dijo Insigna—. Te lo explicaré… sin rodeos. Estamos considerando la conveniencia de regresar a Rotor.

Marlene pareció estupefacta.

—¿Pero y tu importante trabajo, madre? No puedes abandonarlo. Si bien veo que no tienes esa intención. Entonces… ¡no lo entiendo!

—Marlene —Insigna habló despacio y con énfasis—. Estamos considerando la conveniencia de que tú regreses a Rotor. Solo tú.

Tras esas palabras hubo unos instantes de silencio mientras Marlene escrutaba los rostros de ambos. Luego, dijo casi susurrante:

—¿Hablas en serio? No puedo creerlo. No quiero regresar a Rotor. Jamás. Erythro es mi mundo. Aquí deseo estar.

—Marlene… —empezó a decir su madre con voz estridente.

Genarr levantó la mano hacia Insigna e hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Ella enmudeció, y Genarr inquirió:

—¿Por qué deseas tanto estar aquí, Marlene?

Y Marlene respondió categórica:

—Porque sí. A veces uno siente hambre de una determinada comida… Solo sabes que deseas comerla. No puedes explicar el porqué. Solo la quieres. Yo tengo hambre de Erythro. No sé por qué, pero lo quiero. No necesito explicarlo.

—Deja que tu madre te cuente lo que sabemos nosotros —dijo Genarr.

Insigna estrechó la mano fría e indiferente de Marlene entre las suyas, y dijo:

—Marlene, ¿recuerdas que antes de partir hacia Erythro me contaste tu conversación con el comisario Pitt…?

—Sí.

—Entonces me dijiste que cuando él nos dio autorización para ir a Erythro, se guardó para sí algo. Tú no supiste lo que ese algo era, pero te pareció más bien desagradable… casi maligno.

—Sí, lo recuerdo.

Insigna vaciló, y los ojos grandes y penetrantes de Marlene endurecieron su mirada. La muchacha bisbiseó como si estuviera hablando consigo misma, sin darse cuenta de que estaba exteriorizando sus pensamientos más recónditos.

Parpadeo óptico en la cabeza. Mano próxima a la sien. Se aparta.

El sonido se extinguió aunque los labios continuaron moviéndose.

Luego, con sonora protesta, inquirió:

—¿Acaso tenéis le impresión de que algo no funciona bien en mi mente?

—No —se apresuró a contestar Insigna—. Todo lo contrario, querida. Sabemos que tu mente es extraordinaria y que queremos que siga así. He aquí la historia…

Marlene escuchó, con lo que pareció profundo recelo, el relato sobre la plaga Erythro, y al final dijo:

—Veo que crees en lo que me has contado, madre, pero podría ser que alguien te haya dicho una mentira.

—Ella lo supo por mí —terció Genarr—, y te aseguro, fundándome en mi experiencia personal, que es toda la verdad. Ahora dime si estoy contando la verdad.

Marlene lo aceptó sin reservas y avanzó unos pasos:

—Entonces, ¿por qué estoy, especialmente, en peligro? ¿Por qué corro más riesgo que tú o mi madre?

—Como te ha dicho tu madre, Marlene… la plaga propende a atacar a las personas más imaginativas, más fantaseadoras. Ciertos indicios hacen creer a algunos que las mentes poco comunes son las más indefensas ante la plaga, y como la tuya es la más excepcional que jamás haya conocido yo, me parece posible que estés peligrosamente indefensa. El comisario ha enviado instrucciones disponiendo que goces de plena libertad en Erythro, que te permitamos ver y experimentar todo cuanto desees, incluso explorar el exterior de la Cúpula. Eso parece mucha benignidad por su parte. ¿No pretenderá él exponerte al exterior con el deseo, con la esperanza, de que sucumbas a la plaga?

Marlene lo consideró sin dar la menor señal de emoción.

—¿Es que no lo ves, Marlene? —inquirió Insigna—. El comisario no se propone matarte. Nosotros no le acusamos de eso. Él pretende solo inutilizar tu mente porque le causas inconveniencias. Te resulta muy fácil averiguar cosas sobre él y sobre sus propósitos; no quiere que los conozcas y no tolerará tal cosa. Es un hombre de muchos secretos.

—Si el comisario Pitt intenta hacerme daño —dijo Marlene tras un largo silencio—, ¿por qué queréis enviarme de nuevo a él?

Genarr alzó las cejas.

—Ya te lo hemos explicado. Aquí estás en peligro.

—Allí estaría también en peligro, con él. ¿Qué no hará él a continuación… si desea de verdad destruirme? Pero si cree que aquí resultaré eliminada, se olvidará de mí. Me dejará en paz, ¿no os parece? Por lo menos mientras yo esté aquí ¿no?

—Pero la plaga, Marlene. Recuerda la plaga —dijo Insigna intentando estrecharla entre sus brazos.

Marlene se zafó del abrazo.

—No me preocupa la plaga.

—Pero te hemos explicado…

—No importa lo que me hayáis explicado. Aquí no estoy en peligro. Ni mucho menos. Conozco bien mi mente. He vivido con ella toda mi vida. La entiendo. Y no está en peligro.

—Sé razonable, Marlene —dijo Genarr—. Por muy estable que seas, estás expuesta a la enfermedad y al deterioro. Puedes contraer meningitis, tener síntomas de epilepsia, un tumor cerebral o, a su debido tiempo, senectud. ¿Puedes escapar a esos riesgos solo porque te sientas segura de que no te sucederá nada de eso?

—No estoy hablando de nada de tales cosas. Estoy hablando de la plaga. Y eso no me afectará.

—No puedes afirmar semejante cosa, querida. Nosotros no sabemos siquiera lo que es la plaga.

—Sea lo que sea, no me afectará.

—¿Cómo puedes asegurarlo, Marlene? —preguntó Genarr.

—No lo sé.

Insigna sintió que perdía la paciencia. Cogió por los codos a Marlene.

—Debes hacer lo que se te dice, Marlene.

—No, madre, tú no lo entiendes. En Rotor me sentí atraída por Erythro. Ahora que me encuentro aquí, me atrae más que nunca. Quiero quedarme. Estaré segura aquí. No quiero volver a Rotor. Allí estaré menos segura.

Genarr alzó la mano interrumpiendo lo que Insigna se hallaba a punto de decir.

—Propongo un compromiso, Marlene. Tu madre está aquí para hacer ciertas observaciones astronómicas. Eso le llevará algún tiempo. Prométenos que, mientras ella esté atareada, tú te conformarás con la permanencia dentro de la Cúpula, tomará todas las precauciones que parezcan sensatas y te someterás a exámenes periódicos. Si no detectamos ningún cambio en el funcionamiento de tu cerebro podrás esperar aquí, en la Cúpula, hasta que tu madre termine, y entonces lo discutiremos otra vez. ¿Conforme?

Marlene inclinó la cabeza para cavilar. Por fin dijo:

—Está bien; pero ten presente una cosa, madre. Yo lo descubriré. Y no se te ocurra hacer un trabajo apresurado en lugar de uno bueno. También lo descubriré.

Insigna contestó frunciendo el ceño:

—No habrá tretas, Marlene, y no creas que yo haría a propósito mala ciencia…, ni siquiera por ti.

—Lo siento, madre. Sé que me encuentras irritante.

Insigna exhaló un hondo suspiro.

—No voy a negarlo; pero, irritante o no, Marlene, eres mi hija. Te quiero, y deseo verte a salvo. ¿Qué? ¿Estoy mintiendo a ese respecto?

—No, madre, no estás mintiendo. Pero créeme si te digo que estoy a salvo. Desde que estoy en Erythro me siento feliz. Nunca fui feliz en Rotor.

—¿Y por qué te sientes feliz? —inquirió Genarr.

—No lo sé, tío Siever. Pero sentirse feliz es suficiente aunque no se sepa por qué. ¿No te parece?

35

—Das la impresión de estar fatigada, Eugenia —dijo Genarr.

—Corporalmente, no, Siever. Solo por dentro después de dos meses de cálculos. No sé cómo le fue posible a los astrónomos de la época preespacial hacer lo que hicieron sin nada más que las primitivas computadoras. Y si vamos a eso, Kepler elaboró las leyes del movimiento planetario con nada más que logaritmos, y además se consideró afortunado de que estos hubiesen sido inventados poco antes.

—Disculpa a este lego en astronomía, pero yo pensé que hoy día los astrónomos daban sus directrices a los instrumentos, se iban a dormir y, al cabo de unas horas, despertaban para encontrar todo nítidamente impreso y esperándoles en la mesa.

—Ojalá fuera así. No sabes con cuánta precisión he tenido que calcular la velocidad real de Némesis y la del Sol relacionadas entre sí para saber, exactamente, dónde y cuándo lo dos alcanzarán su máxima aproximación. ¿Sabes que el error más minúsculo sería suficiente para hacernos creer que Némesis no haría daño a la Tierra cuando en realidad la destruiría…, y viceversa? Ya sería bastante malo —prosiguió enfebrecida Insigna— si Némesis y el Sol fueran los únicos cuerpos en el Universo; pero hay estrellas cercanas, todas ellas moviéndose. Doce por lo menos son lo bastante masivas para surtir un leve efecto en Némesis, en el Sol o en ambos. Leve pero suficientemente intenso, si se desestima, para ocasionar un error de kilómetros en un sentido o en otro. Y si quieres exactitud absoluta, habrás de conocer con considerable precisión la masa de cada estrella, su posición y su velocidad.

»Es un problema de quince cuerpos, Siever, enormemente complicado. Némesis pasará a través del Sistema Solar y surtirá un efecto perceptible en varios planetas. Desde luego, mucho dependerá de la posición real de cada planeta en su órbita cuando Némesis pase por allí, y de cuánto se desviará bajo la influencia de la gravedad de Némesis, y de cómo esa desviación afectará a su atracción sobre los otros planetas. Por cierto, también se ha de calcular el efecto de Megas.

Genarr la escuchó con expresión grave.

—¿Y cuál es la suma total, Eugenia?

—Así las cosas, creo que el efecto será hacer un poco más excéntrica la órbita actual de la Tierra, y un poco más pequeño el eje semimayor.

—¿Y qué significa eso?

—Significa que la Tierra se hará demasiado caliente para ser habitable.

—¿Y qué sucederá con Megas y Erythro?

—Nada mensurable. El Sistema Nemético es mucho más pequeño que el Sistema Solar y por tanto se mantiene unido con más consistencia. Aquí no habrá trastornos significativos, pero en la Tierra sí.

—¿Cuándo sucederá eso?

—Dentro de cinco mil veinticuatro años más o menos, Némesis alcanzará el punto de máxima aproximación. El efecto se extenderá durante veinte o treinta años mientras Némesis y el Sol se aproximan y se separan.

—¿Habrá colisiones o algo parecido?

—No existe casi ninguna probabilidad de nada significativo. No habrá colisiones entre los cuerpos mayores. Desde luego, algún asteroide solar podría golpear a Erythro o un asteroide nemético golpear a la Tierra. Aunque hubiese pocas probabilidades de eso, sería catastrófico para la Tierra si sucediera. Sin embargo, no habrá ninguna ocasión de calcularlo hasta que las estrellas estén muy cerca una de otra.

—Pero, en cualquier caso, se hará necesaria la evacuación de la Tierra, ¿no es así?

—¡Ah, sí!

—No obstante, ellos tienen cinco mil años para hacerlo.

—Cinco mil años no es mucho tiempo para disponer la evacuación de ocho billones de personas. Se les debe prevenir.

—Y si no se les previene, ¿no lo averiguarán ellos mismos?

—¿Quién sabe cuándo? E incluso si lo averiguaran pronto, nosotros deberíamos facilitarles la técnica de la hiperasistencia. La necesitarán.

—¿Y si no es así?

»También estoy seguro de que dentro de un siglo o menos se establecerá comunicación entre Rotor y la Tierra. Después de todo, si tenemos hiperasistencia para el transporte también la tendremos, a su debido tiempo, para la comunicación. O enviaremos un Establecimiento a la Tierra y habrá todavía tiempo.

—Hablas como Pitt.

Genarr chasqueó la lengua.

—Él no puede equivocarse siempre, compréndelo.

—Él no querrá comunicar. Lo sé.

—Tampoco podrá salirse con la suya siempre. Aquí en Erythro tenemos una Cúpula a pesar de que él se opuso. E incluso si no le vencemos en eso, él morirá algún día. La verdad, Eugenia, no te preocupes tanto en este momento acerca de la Tierra. Tenemos intereses más inmediatos. ¿Sabe Marlene que estás a punto de acabar?

—¿Cómo podría evitar que lo supiera? Según parece, el progreso exacto de mi trabajo está escrito en mi forma de recogerme una manga o de cepillarme el pelo.

—¿Se hace cada vez más perceptiva, verdad?

—Sí. También te has apercibido ¿eh?

—Claro que sí. Aunque haga tan poco tiempo que la conozco.

—Supongo que parte de ello se debe a su desarrollo progresivo. Quizá la percepción le crezca a medida que le crecen los pechos. Además, ella se pasó casi toda su vida intentando ocultar su facultad por no saber qué hacer con ella, y porque le creaba problemas. Ahora que ha perdido ese temor, se exterioriza y expande, por decirlo así.

—O porque, por la razón que sea, como dice ella, le gusta estar en Erythro, y esa complacencia acrece sus percepciones.

—He tenido una idea acerca de eso, Siever —dijo Insigna—. No quiero importunarte con mis locuras. Tiendo a acumular tribulaciones sobre Marlene, sobre la Tierra, sobre todo lo imaginable… ¿Dirías que un toque de la plaga la está haciendo aún más perceptiva?

—No creo que se pueda dar respuesta a esa pregunta, Eugenia, pero si su percepción acrecentada es el efecto de la plaga, no parece afectar lo más mínimo a su equilibrio mental. Y puedo asegurarte que ninguno de los que padecieron la plaga durante toda nuestra estancia aquí mostró síntomas ni remotamente parecidos al don de Marlene.

Insigna suspiró.

—Gracias. Eres consolador. Y gracias también por ser tan cariñoso y amigable con mi hija.

La boca de Genarr se curvó en una sonrisa algo ladeada.

—Eso es fácil. Me he encariñado mucho con ella.

—¡Qué natural lo haces parecer! Ella no es una chica que guste. Lo reconozco aunque sea su madre.

—Yo la encuentro de mi gusto. Siempre he preferido el cerebro a la belleza en las mujeres… a menos que pueda tener ambas cosas, como en tu caso, Eugenia…

—Hace veinte años tal vez habría podido ser —dijo Eugenia con otro suspiro.

—Mis ojos han envejecido al mismo tiempo que tu cuerpo, Eugenia. Ellos no ven cambio alguno. Pero no importa que Marlene no sea hermosa. Es tremendamente inteligente, incluso aparte de su percepción.

—Sí, eso es cierto. Y me consuela, aunque ella resulte a veces sobremanera enfadosa.

—Bueno; respecto a eso, temo que Marlene continuará siendo una carga, Eugenia.

Insigna le lanzó una mirada penetrante.

—¿En qué sentido?

—Ella me ha dicho muy claro que estar dentro de la Cúpula no le basta. Quiere ir ahí afuera, al suelo verdadero del mundo tan pronto como hayas concluido tu trabajo. ¡E insiste!

Insigna le miró horrorizada.