X. PERSUASIÓN

18

Así que ahora, doce años después de descubrirse la inexistencia de civilizaciones tecnológicas en Erythro, doce años durante los cuales no apareció de repente ningún Establecimiento de la Tierra para desbaratar el nuevo mundo que se estaba construyendo poco a poco, Pitt podía saborear esos raros momentos de descanso. Y, no obstante, incluso en esos raros momentos, le asaltaban las dudas. Se preguntaba si Rotor no habría salido mejor librado de haber prevalecido su primera resolución; es decir, si no hubiesen permanecido en órbita alrededor de Erythro y si no hubiesen construido la Cúpula en Erythro.

Cuando Pitt estaba recostado en su mullida butaca, mecido por los campos represores, con un aura de paz a punto de adormecerle, oyó un suave zumbido que le hizo volver de mala gana a la realidad.

Abrió los ojos (no se había apercibido de que los tenía cerrados) para mirar el pequeño parche visual en la pared opuesta. El toque de un contacto lo magnificó en la holovisión.

Era Semyon Akorat, por descontado.

Allí estaba el hombre con su cabeza calva en forma de bala. (Akorat se afeitaba el flequillo oscuro pensando, con acierto, que unos cuantos pelos fugitivos harían parecer todavía más patético el desierto en el centro, mientras que un cráneo bien formado, no afeado por la interrupción, podría tener un aspecto casi majestuoso). Allí estaba él, pues, con su mirada inquieta que parecía siempre inquieta incluso aunque no hubiese motivo para inquietarse.

Pitt lo encontraba antipático, no porque flaqueara en lealtad o eficiencia (el hombre no podría mejorar en ninguno de los dos sentidos), sino por la respuesta condicionada. Akorat presagiaba siempre una interrupción de su intimidad, una interferencia en sus pensamientos, una necesidad de hacer lo que él hubiera preferido no hacer. En suma, Akorat estaba a cargo de sus audiencias y dictaminaba quién podía verlo y quién no.

Pitt frunció el ceño un poco. No pudo recordar que tuviese ninguna audiencia; pero como él solía olvidarlo confiaba en la memoria de Akorat.

—¿Quién es? —inquirió resignado—. Nadie importante, espero.

—Nadie de verdadera significación —contestó Akorat—, pero quizá fuera mejor que la vieras.

—¿Está al alcance del oído esa persona?

—Comisario —exclamó Akorat con tono de reproche, como si se le acusara de desatender sus obligaciones—, claro que no. Se halla al otro lado de la pantalla.

El hombre acostumbraba a hablar con enorme precisión, lo cual era un alivio para Pitt. No existía nunca la posibilidad de confundirse con sus palabras.

—¿Ella? —dijo Pitt—. Entonces supongo que será la doctora Insigna. Bien; atente a mis instrucciones. Nada de entrevistas sin previa concertación. Ya he tenido demasiado de ella por algún tiempo, Akorat. A decir verdad, demasiado de ella durante los últimos doce años. Inventa cualquier excusa. Dile que estoy meditando… No, no se lo creerá, dile que…

—No es la doctora Insigna, comisario. Si hubiese sido no le habría molestado. Es… su hija.

—¿Su hija? —durante unos instantes Pitt se esforzó por rememorar su nombre—. ¿Quieres decir Marlene Fisher?

—Sí. Como es natural, le dije que estabas atareado, y ella contestó que debiera avergonzarme de contar mentiras, pues mi expresión revelaba que eso era una mentira total, y que mi voz era demasiado tensa para decir la verdad —el hombre soltó todo eso con indignada voz de barítono—. Según asegura ella, cuando sepas que está esperando la recibirás. ¿La recibirás, comisario? Esos ojos suyos me desconciertan, la verdad.

—Ya he oído hablar de esos ojos suyos. Bien, envíamela, envíamela e intentaré sobrevivir a esos ojos. Pensándolo bien, ella tiene que dar algunas explicaciones.

Marlene entró.

(Notablemente serena, pensó Pitt, pero con el recato adecuado y sin actitud de desafío).

La joven tomó asiento, dejó caer las manos sobre el regazo y esperó de forma ostensible a que Pitt tomara la palabra. Él dejó esperar un poco mientras la examinaba algo abstraído. Cuando la chica era más joven, él la había visto algunas veces; pero casi nunca desde entonces. Tenía pómulos anchos y cierto desgarbo general; pero unos ojos admirables, cejas bien formadas y también largas pestañas.

—Bien, Miss Fisher, me han dicho que querías verme —dijo Pitt—. ¿Me permites preguntarte por qué?

Marlene lo miró con ojos impávidos y pareció encontrarse a sus anchas.

—Comisario Pitt —dijo—. Según tengo entendido, mi madre le ha contado que yo dije a un amigo mío que la Tierra va a ser destruida.

Las cejas de Pitt descendieron fruncidas hasta unos ojos más bien ordinarios.

—Sí, me lo dijo. Y espero te diría a ti que no debes hablar más de una forma tan disparatada acerca de esas cuestiones.

—Sí, me lo dijo, comisario; pero no hablar sobre ello no significa que no sea así; y llamarlo disparate no lo convierte en disparate.

—Yo soy comisario de Rotor, Miss Fisher, y entre mis funciones figura la de preocuparme por esas cuestiones; así pues, debes dejarlo por completo a mi cargo, tanto si es verdad como si no, tanto si es disparatado como si no lo es. ¿De dónde sacaste la idea de que la Tierra va a ser destruida? ¿Acaso te lo dijo tu madre?

—No de forma directa, comisario.

—Pero sí indirectamente, ¿verdad?

—Ella no pudo evitarlo, comisario. Cada persona habla de mil formas distintas. Está la elección de palabras. Están la entonación, la expresión, el parpadeo y el movimiento de ojos, pequeños trucos como el de aclararse la garganta… y muchas cosas más. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sé muy bien lo que quieres decir. Yo mismo observo esas cosas.

—Y se enorgullece mucho de eso, comisario. Cree hacerlo muy bien, y esa es una de las razones por las que es comisario.

Pitt pareció sorprendido.

—Yo no he dicho eso, jovencita.

—Con palabras no, comisario. No haría falta que lo hiciera.

Los ojos de Marlene se fijaron en los suyos. No hubo el menor rastro de una sonrisa en su rostro pero la ironía asomó a sus ojos.

—Está bien, Miss Fisher, ¿es eso lo que has venido a decirme?

—No, comisario. Vine porque, últimamente, mi madre encuentra muchas dificultades para verlo. No, ella no me lo dijo así. Me limité a deducirlo. Pensé que tal vez usted quisiera verme a mí en su lugar.

—Conforme, ya estás aquí. Ahora cuéntame lo que has venido a decirme.

—A mi madre le entristece la posibilidad de que la Tierra sea destruida. Mi padre está allí, ya sabe.

Pitt sintió un amago de cólera. ¿Cómo era concebible que un asunto exclusivamente personal afectara al bienestar de Rotor y a todo lo que pudiera ser de él en el futuro? Pese a su probada eficiencia, sobre todo por haber descubierto Némesis, esa Insigna se estaba convirtiendo en un lastre alrededor de su cuello con su indefectible tendencia a encaminarse siempre por la senda equivocada. Y ahora, cuando él había decidido no verla nunca más, le enviaba a su demencial hija.

—¿Acaso tienes la impresión de que la destrucción a que te refieres ocurrirá mañana o el año próximo? —preguntó.

—No, comisario, sé que eso sucederá dentro de cinco mil años o poco más.

—Siendo así, tu padre habrá desaparecido para entonces, igual que tu madre, y que yo, y que tú. Y cuando todos nos hayamos ido, transcurrirán todavía casi cinco mil años antes de la destrucción prevista para la Tierra y, posiblemente, para otros planetas del Sistema Solar… si es que tal destrucción tiene lugar, lo cual puede no ocurrir.

—Es la idea del hecho, comisario, no el momento en que suceda.

—Tu madre te habrá dicho que, mucho antes de que llegue ese momento, los pueblos del Sistema Solar se apercibirán de ello… de lo que, según tú, va a pasar, y tomarán sus medidas. Además, ¿cómo podemos quejarnos de la destrucción planetaria? Todo mundo la afronta tarde o temprano. Aunque no haya colisiones cósmicas, cada estrella debe pasar por una fase de gigante cósmico y destruir a sus planetas. Todos los planetas mueren algún día, al igual que los seres humanos. La longevidad planetaria es algo mayor, pero a eso se reduce todo. ¿Lo has entendido, señorita?

—Sí, lo entiendo —dijo muy seria Marlene—. Tengo buenas relaciones con mi computadora.

(Apuesto cualquier cosa a que las tiene, pensó Pitt; y luego, demasiado tarde, intentó reprimir la leve sonrisa sardónica que había animado su rostro. Con toda probabilidad ella la utilizaría para interpretar su actitud).

Así que dijo con tono terminante:

—Entonces hemos llegado al fin de nuestra conversación. Hablar de destrucción es disparatado; y aunque no lo fuera, no tiene nada que ver contigo, y tú no debes comentarlo nunca más, pues de lo contrario no solo tú sino también tu madre os veréis en dificultades.

—No hemos llegado todavía al fin de nuestra conversación, comisario.

A pesar de que Pitt empezaba a perder la paciencia, dijo con mucha calma:

—Querida Miss Fisher, cuando tu comisario dice que es el fin, lo es… cualquiera que sea tu opinión.

Dicho esto se levantó a medias; pero Marlene siguió sentada.

—No lo es porque quiero ofrecerle algo que usted apreciará mucho.

—¿El qué?

—Desembarazarse de mi madre.

Pitt se dejó caer en su butaca desconcertado de verdad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Si tiene la bondad de escucharme, comisario, se lo diré. Mi madre no puede seguir viviendo así. Le preocupa la Tierra y el Sistema Solar y… piensa algunas veces en mi padre. Cree que Némesis puede ser la diosa Némesis del Sistema Solar, y puesto que ella la bautizó, se siente responsable. Es una persona emocional, comisario.

—¿Sí? Tú lo has percibido, ¿verdad?

—Y ella le fastidia a usted. Le recuerda de cuando en cuando unos asuntos que la afectan mucho y de los que usted no quiere saber nada, así que se niega a verla y desea que se marche. Usted puede enviarla fuera, comisario.

—¡Ah! ¿Si? Tenemos otro Establecimiento. ¿Debo enviarla a Nuevo Rotor?

—No, comisario. Envíela a Erythro.

—¿Erythro? ¿Y por qué enviarla allí? ¿Solo porque quiero librarme de ella?

—Ese sería su motivo. Sí, comisario. Ahora bien, no sería el mío. La quiero en Erythro porque ella no puede trabajar de verdad en el Observatorio. Los instrumentos parecen estar siempre ocupados, y ella siente que se la vigila sin cesar. Lo cual la incomoda. Además, Rotor no es una buena base para las mediciones aquilatadas. Gira con demasiada rapidez e irregularidad para una buena medición.

—Te las sabes todas. ¿Acaso te lo explicó así tu madre? No, no necesitas decírmelo. Ella no te lo dijo directamente ¿verdad? Solo de forma indirecta.

—Sí, comisario. Además está mi computadora.

—¿Esa con la que tienes buenas relaciones de amistad?

—Sí, comisario.

—Crees, pues, que ella podrá trabajar mejor en Erythro.

—Sí, comisario. Aquello será una base más estable. Y ella podría hacer el tipo de mediciones que la convenciesen de que el Sistema Solar sobrevivirá. Incluso aunque encuentre algo distinto, requerirá largo tiempo para asegurarse de eso. Cuando eso llegue, usted se habrá desembarazado de ella.

—Veo que tú quieres también desembarazarte de ella, ¿no es así?

—Ni mucho menos, comisario —dijo con compostura Marlene—. Deseo ir con ella. Usted se desembarazará también de mí, lo cual le complacerá incluso más que desembarazarse de ella.

—¿Qué te hace pensar que quiero desembarazarme también de ti?

Marlene le lanzó una mirada sombría, sin parpadear.

—Vamos, comisario, es así, pues ahora sabe que no tengo dificultad para interpretar sus pensamientos más recónditos.

De pronto Pitt sintió la necesidad apremiante de librarse de aquel monstruo.

—Déjame pensarlo —dijo volviendo la cabeza.

Temió estar comportándose como un niño con ese movimiento evasivo, pero no quiso que aquella horrible jovenzuela le leyera la cara como si fuese un libro abierto.

Al fin y al cabo era la verdad. Él quería librarse de madre e hija a la vez. Por lo referente a la madre, había pensado ya, ciertamente, en desterrarla a Erythro. Pero como ella no habría querido ir allá, habría habido una gresca de lo más desagradable y él no tenía estómago para esas cosas. Ahora, sin embargo, su hija le había sugerido un motivo por el que ella querría de verdad ir a Erythro y eso cambiaba las cosas.

—Si tu madre lo desea en realidad… —dijo muy despacio.

—Lo desea en realidad, comisario. No me lo ha hecho saber, e incluso es posible que no haya pensado todavía en ello, pero quiere ir. Lo sé bien. Confíe en mí.

—¿Acaso tengo otra elección? ¿Y a ti te apetece ir también?

—Mucho, comisario.

—Entonces lo dispondré sin tardanza. ¿Estás satisfecha?

—Sí, comisario.

—Y ahora ¿podemos dar ya por terminada la entrevista?

Marlene se levantó e inclinó la cabeza en una graciosa reverencia que, en teoría, tenía una intención respetuosa.

—Gracias, comisario.

Dicho esto dio media vuelta y se marchó. Al cabo de varios minutos después de su marcha, Pitt se atrevió a relajar los músculos que habían mantenido la impavidez de su rostro hasta casi dolerle.

No habría sido permisible dejarla deducir, por cualquier cosa que él dijera, hiciera o aparentara, el pormenor decisivo que solo él y otra persona conocían acerca de Erythro.