XXVI. PLANETA

57

Crile Fisher había visto solo dos veces a Igor Koropatsky durante los tres años transcurridos desde que este ocupó el cargo que antes había tenido Tanayama y se convirtió en jefe, aunque no titular, del proyecto.

Sin embargo, no le costó nada reconocerlo cuando la foto entrada le transmitió su imagen. Koropatsky conservaba todavía su corpulencia majestuosa. Vestía bien, lucía una corbata grande, vaporosa, de última moda.

Por su parte, Fisher había holgado durante toda la mañana y casi no estaba presentable; pero uno no podía negarse a recibir a Koropatsky aun cuando no se le hubiese anunciado su visita.

Fisher activó la discreta imagen «¡Alto!». La figura en cartón de un anfitrión acogedor (o anfitriona, pues se había dado una ambigüedad convencional al sexo) alzó con delicadeza una mano en un gesto interpretado, universalmente, como «solo un instante», sin recurrir a la aspereza de las palabras.

Fisher tuvo un momento para peinarse y ajustarse la ropa. Pudo haberse afeitado; pero consideró que Koropatsky hallaría insultante cualquier demora.

La puerta se deslizó sobre su corredera y Koropatsky entró. Con una sonrisa conciliadora dijo:

—Buenos días, Fisher, siento invadir así sus lares, créame.

—Nada de invasión, director —respondió Fisher esforzándose por parecer sincero—; pero si desea ver a la doctora, me temo que ella esté ya en la nave.

Koropatsky gruñó.

—Pensé encontrarla aquí, la verdad. Entonces no me queda más opción que hablar con usted. ¿Puedo sentarme?

—No faltaba más, director —respondió Fisher lamentando no haber ofrecido asiento a Koropatsky antes de que este lo sugiriera—. ¿Le apetece tomar algo?

—No —Koropatsky se palmoteó el abdomen—. Me peso cada mañana y eso me basta para quitarme el apetito… casi. Escuche, Fisher, no he tenido nunca la oportunidad de hablar con usted de hombre a hombre, y conste que lo he deseado.

—Será un placer para mí, director —masculló Fisher comenzando a sentirse intranquilo.

¿A qué vendría todo eso?

—Nuestro planeta está en deuda con usted.

—Si usted lo dice, director…

—Usted estuvo en Rotor antes de que este se marchara.

—Hace catorce años de eso, director.

—Lo sé. Usted se casó en Rotor y tuvo una hija.

—Sí, director —murmuró Fisher.

—Pero volvió a la Tierra antes de que Rotor abandonara el Sistema Solar.

—Sí, director.

—Algo que se le dijo allí a usted… y que usted repitió aquí… más otra sugerencia hecha por usted, permitió que la Tierra descubriera la Estrella Vecina.

—Sí, director.

—Y fue usted quien trajo a la Tierra a la doctora Tessa Wendel desde el Adelia.

—Sí, director.

—Y usted posibilitó que ella trabajara aquí durante ocho años, y además la hizo feliz ¿eh?

Koropatsky rio entre dientes, y Fisher se sintió como si el director le hubiese dado un codazo en las costillas como suelen hacer los hombres cuando se conchaban.

—Nos llevamos bien, director —dijo cauteloso Fisher.

—Pero no se han casado.

—Estoy ya casado, director.

—Y separado desde hace catorce años. El divorcio es una solución rápida.

—También tengo una hija.

—Que seguiría siendo su hija aunque se casase otra vez.

—Sería sin duda un formalismo superfluo.

—Bueno, quizá —admitió Koropatsky—. Y tal vez resulte mejor así. Como usted sabe, la nave superlumínica está lista para viajar. Esperamos lanzarla a principio de 2237.

—Así me lo ha dicho la doctora Wendel, director.

—Los detectores neurónicos han sido instalados y funcionan bien.

—Eso me han dicho, director.

Koropatsky puso una mano sobre la otra en el regazo e inclinó ponderoso su enorme cabeza. Luego, miró rápido a Fisher e inquirió:

—¿Sabe usted cómo funcionan?

Fisher negó con la cabeza.

—No, señor. No sé nada sobre las diversas funciones de la nave.

Koropatsky asintió de nuevo.

—Tampoco yo. Tenemos que aceptar la palabra de la doctora Wendel y de nuestros ingenieros. Sin embargo, falta todavía una cosa.

—¿Ah?

(Una ansiedad glacial asedió a Fisher. ¿Más retrasos?).

—¿Qué es lo que falta, director? —preguntó.

—Comunicaciones. Yo diría que si hay un dispositivo para que la nave se traslade mucho más aprisa que la luz, debería haber también un dispositivo que emitiera ondas, o cualquier otro transmisor de mensajes asimismo más rápido que la luz. A mi parecer, sería más fácil emitir un mensaje superlumínico que pilotar una nave superlumínica.

—No sé qué decirle, director.

—No obstante, la doctora Wendel me asegura que lo cierto es todo lo contrario; que no existe todavía ningún método para la comunicación superlumínica eficaz. Lo habrá a su debido tiempo, asevera; pero no ahora. Y no desea esperar a que haya tal comunicación pues dice que eso podría requerir largo tiempo.

—Tampoco deseo esperar yo, director.

—Claro. Yo ansío el progreso y el éxito. Hemos esperado ya muchos años y rabio por ver cómo despega esa nave y regresa. Pero ello significa que, una vez parta la nave, quedaremos sin contacto.

Inclinó caviloso la cabeza, y Fisher mantuvo un silencio discreto. (¿A qué venía todo esto? ¿Qué se proponía el viejo oso?).

Koropatsky levantó la vista y miró a Fisher.

—¿Sabe usted que la Estrella Vecina se traslada en nuestra dirección?

—Sí, director, lo he oído decir; pero, según una opinión generalizada, pasará de largo a una distancia suficiente para dejarnos incólumes.

—Así queremos que opine la gente. Ahora bien, lo cierto es que la Estrella Vecina pasará lo bastante cerca para causar serias perturbaciones al movimiento orbital de la Tierra.

Durante unos instantes, la consternación hizo enmudecer a Fisher.

—¿Y destruirá el planeta?

—Físicamente, no. Pero el clima nuestro cambiará lo suficiente para que la Tierra deje de ser habitable.

—¿Es seguro eso? —preguntó Fisher resistiéndose a creerlo.

—Que yo sepa, los científicos no están seguros de nada. Sin embargo, parecen estar lo bastante próximos a la certidumbre para considerar necesario que empecemos a tomar medidas. Tenemos cinco mil años de plazo y hemos concebido el vuelo superlumínico… suponiendo que la nave funcione.

—Si la doctora Wendel dice que funcionará, director, estoy convencido de que así será.

—Esperemos que su confianza no sea inmerecida. Sin embargo, incluso cinco mil años con vuelo superlumínico no nos dejan mucho margen. Necesitaremos construir ciento treinta mil Establecimientos como Rotor para sacar de la Tierra a ocho billones de personas más los suficientes animales y plantas que permitan establecer mundos habitables. Eso requerirá veintiséis arcas de Noé por año a partir de hoy. Suponiendo que no aumentara la población durante los próximos cinco mil años.

—Quizá podamos alcanzar ese promedio de veintiséis por año —dijo cauteloso Fisher—. Nuestra experiencia y pericia se acrecentarán con los siglos y el control de la natalidad ha dado buenos resultados durante décadas.

—Eso está bien. Ahora contésteme a esto: si enviamos la población terrestre al espacio para instalarla en ciento treinta mil Establecimientos, utilizando los recursos de la Tierra más los de la Luna, Marte y los asteroides, y abandonamos el Sistema Solar a los caprichos gravitatorios de la Estrella Vecina, ¿a dónde irán todos esos Establecimientos?

—No lo sé, director.

—Deberemos encontrar planetas lo bastante similares a la Tierra para acoger a nuestra vasta población sin requisitos prohibitivos respecto a la formación de suelo. Y debemos también pensar en ello ahora, no dentro de cinco mil años.

—Aunque no encontráramos planetas aceptables, podríamos poner en órbita los Establecimientos alrededor de estrellas propicias.

Sin poder evitarlo, Fisher hizo movimientos circulares con el dedo.

—Mi querido amigo, eso no podría ser.

—Con el debido respeto, director, está siendo ya aquí, en el Sistema Solar.

—Ni mucho menos. Aquí, en el Sistema Solar, hay un planeta que, a despecho de todos los Establecimientos, contiene el noventa y nueve por ciento de la especie humana. «Nosotros» somos todavía humanos, y los Establecimientos son solo una especie de pelusa que nos rodea. ¿Puede existir por sí sola la pelusa? No tenemos ninguna prueba de que sea así, y yo creo que no.

—Tal vez tenga razón usted, director.

—¿Tal vez? No hay duda acerca de ello —exclamó acalorado Koropatsky—. Los colonizadores afectan desprecio por nosotros, pero nuestra existencia ocupa todos sus pensamientos. Nosotros somos su historia. Somos su modelo. Somos la fuente inagotable a la que pueden volver una vez y otra para recobrar vigor. Abandonados a su suerte se marchitarían.

—Es posible que sea como usted cree, director; pero el experimento no ha sido puesto a prueba jamás. No hemos afrontado nunca una situación en la que los Establecimientos intentaran existir sin un planeta.

—Claro que hemos afrontado esa situación, al menos analógicamente. En la historia primigenia de la Tierra los seres humanos colonizaron Islandia, los nórdicos colonizaron Groenlandia, los amotinados colonizaron la isla de Pitcairn, los polinesios colonizaron la isla de Pascua… ¿Y cuál fue el resultado? Los colonizadores se marchitaron, algunos se extinguieron por completo. Estancamiento permanente. No se desarrolló ninguna civilización excepto en el área continental o en las islas muy próximas a los continentes. La Humanidad necesita espacio, tamaño y variedad así como un horizonte, una frontera. ¿Lo ve claro usted?

—Sí, director —repitió Fisher.

(¿Para qué discutir al pasar de cierto punto?).

—Así pues… —Koropatsky plantó el índice derecho sobre la palma de la mano izquierda con aire doctoral— debemos encontrar un planeta, o por la menos un planeta como punto de partida. Lo cual nos lleva a Rotor.

Sorprendido, Fisher alzó las cejas.

—¿A Rotor, director?

—Sí. ¿Qué les ha sucedido durante los catorce años transcurridos desde que se marcharon?

—La doctora Wendel opina que tal vez no hayan sobrevivido.

(Sintió una punzada al decirlo. Siempre sentía esa punzada dolorosa cuando pensaba en ello).

—Conozco la opinión de la doctora. Hemos conversado varias veces y he aceptado sin discusión lo que ella dice. Pero me gustaría saber qué opina usted.

—Yo no tengo opinión, director. Solo espero con todas mis ansias que ellos hayan sobrevivido. Dejé una hija en Rotor.

—Quizá la tenga todavía. ¡Piense! ¿Qué puede haber allí para destruirlos? ¿El mal funcionamiento de alguna de las partes? Rotor no es una nave sino un Establecimiento que, durante sus cincuenta años de vida, no ha tenido ningún percance grave. Ha viajado a través del espacio vacío entre nosotros y la Estrella Vecina. ¿Y qué puede ser menos dañino que el espacio vacío?

—Un pequeño agujero negro… un cuerpo asteroidal no detectado…

—¿Existe alguna prueba? Según me dicen los astrónomos, eso es mera suposición con probabilidad casi nula. ¿Será algo relacionado con las propiedades inherentes al hiperespacio lo que pueda haber destruido a Rotor? Durante años, nosotros hemos estado experimentando con el hiperespacio y no hemos visto nada inherente a él que sea peligroso. Por tanto, cabe suponer que Rotor alcanzó sano y salvo la Estrella Vecina… si ese es el lugar adonde fue, y todos parecen convenir en que sería absurdo suponer su marcha a otra parte.

—Yo quisiera pensar que ha llegado sano y salvo allí.

—Pero entonces surge esta pregunta: Si Rotor está a salvo en la Estrella Vecina, ¿qué se propone hacer allí?

—Existir.

(La palabra se quedó a medio camino entre la afirmación y la interrogación).

—Pero ¿cómo? ¿Girando alrededor de la Estrella Vecina? ¿Un Establecimiento solitario en un viaje inacabable alrededor de una estrella enana roja? No lo creo. Acabarían marchitándose, y no tardarían mucho en percatarse de ello. Estoy seguro de que se marchitarían aprisa.

—¿Para morir? ¿Es esa su conclusión, director?

—No. Renunciarían a la empresa y volverían a casa. Reconocerían su fracaso y se pondrían a salvo. Sin embargo, no lo han hecho así. ¿Y sabe usted lo que he estado pensando? He estado pensando que ellos han encontrado un planeta habitable en la Estrella Vecina.

—Pero no puede haber ningún planeta habitable alrededor de una estrella enana roja, director. Hay escasez de energía, o bien es tanta la proximidad que el efecto de las mareas resulta excesivo —Fisher hizo una pausa y masculló avergonzado—: Me lo ha explicado la doctora Wendel.

—Sí, también me lo han explicado los astrónomos; pero… —Koropatsky meneó la cabeza dubitativo— la experiencia me ha enseñado que, por muy seguros que se sientan los científicos, la Naturaleza tiene siempre medios para sorprenderlos. Sea como sea, ¿sabe usted por qué le permitimos ir en este viaje?

—Sí, director. Su predecesor prometió que se me daría autorización para recompensar los servicios prestados.

—Yo tengo una razón mejor. Mi predecesor, que por cierto era un gran hombre, un hombre admirable, fue también al final un hombre enfermo. Sus enemigos pensaron que se había vuelto paranoico. Según él, Rotor había descubierto el peligro que corría la Tierra y se había largado sin advertírnoslo porque quería la destrucción de la Tierra. Por tanto debía ser castigado. Ahora bien, él se ha ido y yo estoy aquí. No soy viejo, ni enfermizo ni paranoico. Suponiendo que Rotor esté a salvo y se halle en la Estrella Vecina, no tengo la menor intención de hacerle daño.

—Lo celebro. ¿Pero eso no es algo que debería discutir usted con la doctora Wendel, director? Ella será quien capitanee la nave.

—La doctora Wendel es una colonizadora. Usted, un terrícola leal.

—La doctora Wendel ha trabajado con lealtad durante años en el proyecto superlumínico.

—El hecho de que sea leal al proyecto está fuera de duda. Pero ¿es leal a la Tierra? ¿Podemos contar con ella para que interprete fielmente las intenciones de la Tierra respecto a Rotor?

—¿Me permite preguntar, director, cuáles son las intenciones de la Tierra respecto a Rotor? Doy por supuesto que no se tiene ya la intención de castigar al Establecimiento por haberse olvidado de advertirnos.

—Exacto. Lo que queremos ahora es asociación, fraternidad, solo nos guía el más entrañable de los sentimientos. Una vez establecida la amistad, debe de haber un regreso rápido con toda la información que sea posible sobre Rotor y su planeta.

—No cabe duda de que si se le dice eso a la doctora Wendel, si se le explica todo con detalle, ella lo llevará a cabo.

Koropatsky rio entre dientes.

—Cabría suponerlo así; pero ya sabe usted cómo son las cosas. Ella es una mujer que no está en el florecer de la juventud. Una mujer hermosa… no le encuentro el menor defecto… pero avanzando ya en la cincuentena.

—¿Y qué?

(Fisher se creyó ofendido).

—Ella sabe que cuando regrese con la experiencia vital de un vuelo superlumínico superado, será más valiosa que nunca para nosotros; que se la necesitará para diseñar nuevos vehículos que superen la velocidad de la luz, mejores, más perfectos. Sabe que deberá entrenar a personas jóvenes como pilotos de esas naves. Ella está segura de que, cuando llegue ese momento, no le permitiremos nunca más aventurarse otra vez en el hiperespacio, porque será demasiado valiosa para correr riesgos, sencillamente. Por consiguiente, antes de regresar la doctora caerá en la tentación de continuar explorando. Tal vez desee no renunciar a la emoción de ver nuevas estrellas, penetrar nuevos horizontes. Pero no podemos dejarla correr más riesgos, aparte del que entraña descubrir a Rotor, obtener información y regresar. Tampoco podemos permitirnos la pérdida de tiempo. ¿No lo comprende usted? —Y su voz se endureció.

Fisher tragó saliva.

—Sin duda usted no tiene ninguna razón para…

—Tengo todas las razones del mundo. La doctora Wendel ha ocupado siempre una posición muy delicada aquí… como colonizadora. Espero que lo entienda usted. Entre todas las personas de la Tierra, ella es la única de la que dependemos, y es una colonizadora. Ha sido objeto de un minucioso perfil psicológico. Se la ha estudiado de forma exhaustiva, con su conocimiento y sin él, y tenemos la certeza de que, si se le ofrece la oportunidad, seguirá explorando. Y no tendrá comunicación con nosotros. No sabremos dónde se hallará ni lo que estará haciendo. No sabremos siquiera si está viva.

—¿Y por qué me cuenta todo eso a mí, director?

—Porque sabemos que usted ejerce gran influencia sobre ella. La doctora se dejará guiar por usted… si usted se muestra firme.

—Quizá exagere usted mi influencia, director.

—Estoy seguro de que no es así. También se le ha estudiado mucho a usted, y sabemos muy bien cuánto le estima la buena de la doctora… Quizá más de lo que usted imagine. Asimismo sabemos que usted es un hijo leal de la Tierra. Usted podría haberse marchado con Rotor, haberse quedado con su esposa y con su hija; pero prefirió la Tierra a riesgo de perderlas. Por añadidura, actuó así a sabiendas de que mi predecesor podría considerarle un fracasado por no traer información referente a la hiperasistencia, y de que su carrera podría muy bien venirse abajo. Eso me dice que puedo contar con usted para tener bajo control firme a la doctora Wendel, hacer que vuelva a nosotros lo antes posible y traernos esta vez… esta vez… la información que necesitamos.

—Lo intentaré, director.

—Lo dice con poca convicción —observó Koropatsky—. Por favor, entienda usted la importancia de lo que le estoy pidiendo. Necesitamos saber qué están haciendo ellos, cuánta es su fuerza y cuál el aspecto del planeta. Una vez sepamos todo eso, sabremos lo que debemos hacer, cuánta fuerza nos hace falta y para qué tipo de vida debemos prepararnos. Porque, escuche Fisher, necesitamos un planeta y lo necesitamos ahora. No tenemos más solución que ocupar el planeta de Rotor.

—Suponiendo que exista —dijo con voz ronca Fisher.

—Mejor será que exista —murmuró Koropatsky—. La supervivencia de la Tierra depende de ello.