I. MARLENE

1

Marlene había visto el Sistema Solar cuando tenía poco más de un año. No lo recordaba, claro está.

Había leído mucho al respecto, pero ninguna de esas lecturas le había hecho sentir que aquello pudiera haber sido jamás parte de ella, ni ella parte de aquello.

Durante sus quince años de vida, había tenido solo recuerdos de Rotor. Lo había creído siempre un mundo vasto. Después de todo, medía ocho kilómetros de una parte a otra. Desde que tenía diez años, ella lo había recorrido de cuando en cuando (una vez al mes si le era posible) para hacer ejercicio; y, en algunas ocasiones, había seguido las rutas de escasa gravedad para poder fluctuar un poco. Eso era siempre divertido. Entre fluctuaciones y caminatas, Rotor seguía adelante con sus edificios y parques, con sus granjas y, sobre todo, con su gente.

Le costaba casi un día hacer ese recorrido; pero su madre no ponía objeciones. Afirmaba que Rotor era seguro a toda prueba. «No como la Tierra», solía decir. Pero sin explicar por qué la Tierra no era segura. Y cuando se le preguntaba el porqué, respondía: «Eso no importa».

Era la gente lo que menos le gustaba a Marlene. Según se decía, el nuevo censo revelaba la existencia de sesenta mil personas en Rotor. Demasiadas. Más que demasiadas. Cada una de ellas mostraba una careta. Marlene aborrecía ver esas caretas a sabiendas de que detrás había algo diferente. Y no le estaba permitido decir nada al respecto. Lo intentó varias veces siendo más joven; pero su madre se había encolerizado y le había dicho que no mencionara nunca más semejantes cosas.

Cuando Marlene creció pudo ver con más claridad la falsedad; aunque eso le incomodó menos. Entretanto, había aprendido a darlo por supuesto y a pasar el mayor tiempo posible consigo misma y con sus propios pensamientos.

Últimamente, estos estuvieron puestos a menudo en Erythro, el planeta alrededor del cual giraron durante casi toda su vida. Ella no se explicaba por qué la asaltaban tales pensamientos, pero solía deslizarse fluctuando hasta la cubierta de observación a las horas más inadecuadas solo para observar con mirada hambrienta el planeta, deseando estar allí… allí mismo, en Erythro.

Su madre solía preguntarle, impaciente, qué motivaba ese deseo de habitar un planeta vacío, yermo. Ella no supo nunca darle respuesta. Porque lo ignoraba.

—Solo sé que quiero ir allí —contestaba.

Ahora, Marlene lo estaba contemplando a solas en la cubierta de observación. Los rotorianos visitaban raras veces aquel lugar. Lo habrán visto todos ellos, supuso Marlene, y de resultas no comparten conmigo ese interés por Erythro.

Allí estaba; una parte iluminada, la otra a oscuras. Ella recordaba, de un modo vago, que muchos años atrás la habían levantado en brazos para que lo viera surgir, y después le mostraron cómo aumentaba de tamaño sin cesar a medida que Rotor se le aproximaba con lentitud.

¿Era un recuerdo auténtico? Podría serlo. Después de todo, ella habría estado rondando ya los cuarenta años por aquel entonces.

Pero ahora ese recuerdo, genuino o no, quedó anulado por otros pensamientos, por una comprensión creciente de la magnitud de un planeta. Erythro tenía doce mil kilómetros largos de diámetro, no ocho. Marlene no pudo concebir semejante tamaño. No le pareció tan grande en la pantalla ni se pudo ver plantando pie en él y tendiendo la vista a lo largo de centenares o incluso millares de kilómetros. Solo supo que le gustaría muchísimo hacerlo.

Aurinel no se interesaba por Erythro, lo cual la decepcionaba. Él decía tener otras cosas en las que pensar; como, por ejemplo, prepararse para la Universidad. Tenía diecisiete años y medio. Marlene acababa de cumplir los quince. No es una gran diferencia, se dijo, sobre todo pensando que las chicas nos desarrollamos más aprisa.

O por lo menos debiéramos… Bajó la vista para mirarse y pensó con su habitual disgusto y desencanto que, por una razón o por otra, ella seguía pareciendo una chiquilla baja y rechoncha.

Miró otra vez a Erythro, enorme, hermoso y con un suave resplandor rojizo donde estaba iluminado. Tenía tamaño suficiente para ser un planeta; pero, en verdad, como muy bien sabía ella, era solo un satélite. Giraba alrededor de Megas. Y Megas, todavía mucho mayor, era el verdadero planeta, aunque todo el mundo diese tal nombre a Erythro. Los dos juntos, Megas y Erythro, y también Rotor giraban alrededor de la estrella Némesis.

—¡Marlene!

Marlene oyó la llamada a sus espaldas y reconoció la voz de Aurinel. Desde hacía un tiempo, la lengua se le pegaba cada vez más al paladar en presencia de él, y la causa de ese atasco le causaba perturbación. Le encantaba el modo que tenía Aurinel de pronunciar su nombre. Lo hacía como era debido, tres sílabas, Mar-le-ne, pero con un leve trino en la erre. Solo el oírlo la enternecía.

Dio media vuelta y, procurando no enrojecer, farfulló:

—Hola, Aurinel.

—Contemplando a Erythro ¿verdad? —le dijo él con una sonrisa. Marlene no respondió. Desde luego, eso era lo que había estado haciendo. Todo el mundo sabía cuáles eran sus sentimientos acerca de Erythro.

—¿Cómo es que estás aquí?

(Dime que me estabas buscando, pensó).

—Tu madre me envió —dijo Aurinel.

(¡Qué le vamos a hacer!).

—¿Para qué?

—Según dice ella, estás malhumorada y cada vez que te compadeces de ti misma subes aquí, de modo que yo debía venir a buscarte porque permanecer en este lugar serviría solo para acongojarte más. Dime, ¿por qué estás malhumorada?

—No lo estoy. Y si lo estuviera, mis motivos tendría.

—¿Qué motivos? Vamos, ten ánimo. No eres ya una niña pequeña. Debes demostrar que posees capacidad suficiente para expresarte.

—Sé articular palabras, gracias. Mis motivos son que me gustaría viajar.

Aurinel se rio.

—Tú has viajado, Marlene. Has viajado más de dos años luz. En toda la historia del Sistema Solar nadie ha viajado jamás una pequeña fracción de año luz… excepto nosotros. Así que no tienes derecho a quejarte. Eres Marlene Insigna Fisher, la viajera galáctica.

Marlene dejó escapar una risa ahogada. Insigna era el apellido de soltera de su madre; y, cada vez que Aurinel pronunciaba seguidos los tres nombres, se cuadraba y hacía una mueca cómica. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Ella supuso que era porque estaba convirtiéndose en adulto y necesitaba hacer prácticas de dignidad.

—No consigo recordar lo más mínimo de ese viaje —dijo Marlene—. Sabes que no me es posible hacerlo; y, si una cosa no se recuerda, significa que no tiene importancia. Estamos aquí, a dos años luz o más del Sistema Solar, y nunca volveremos.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Vamos, Aurinel! ¿Has oído alguna vez a alguien hablar de volver?

—Bueno, y aunque no lo hagamos, ¿a quién le importa? La Tierra es un mundo abarrotado, y todo el Sistema Solar se abarrota y avejenta por momentos. Salimos mejor librados aquí… dueños de todo cuanto contemplamos.

—No, eso no es cierto. Contemplamos a Erythro, pero no descendemos a él para dominarlo.

—Claro que sí. Hemos instalado una magnífica cúpula en Erythro. Lo sabes muy bien.

—No para nosotros. Solo para algunos científicos. Yo estoy hablando de nosotros. Ellos no nos permiten bajar allí.

—Eso llegará a su debido tiempo —dijo animoso Aurinel.

—Seguro, cuando yo sea una anciana. O esté muerta.

—Las cosas no están tan mal. Sea como sea, sal de ahí, regresa a la realidad y satisface a tu madre. No puedo quedarme más aquí. Tengo qué hacer. Dolorette…

Marlene notó un zumbido en los oídos y no oyó con claridad lo que Aurinel dijo después de eso. Le bastó con oír… ¡Dolorette! Marlene aborrecía a Dolorette, la cual era alta y… vacua.

Aunque ¿por qué molestarse? Aurinel la había estado rondando y Marlene adivinaba, solo con mirarlo, cuáles eran sus sentimientos acerca de Dolorette. Le habían enviado allí a buscarla y el hombre estaba desperdiciando su tiempo. Ella intuyó cómo se sentía Aurinel y cuánto anhelaba volver a esa… a esa Dolorette. (¿Por qué tendré siempre tanta capacidad para adivinar las cosas? ¡A veces resultaba aborrecible!).

De súbito, Marlene deseó herirle, quiso encontrar palabras para causarle dolor. Palabras veraces, pensó. Ella no le mentiría.

—Nosotros no regresaremos nunca más al Sistema Solar —dijo—. Y conozco el porqué.

—¡Ah! ¿Cuál es? —y como Marlene vacilaba sin atreverse a hablar, él añadió—: ¿Tal vez un misterio?

Marlene se sintió atrapada. Nadie esperaba que fuese ella quien lo revelara.

—No quiero decirlo —balbuceó—. Se supone que yo no lo sé.

Pero sí quiso decirlo. En aquel instante deseó que todos se sintiesen mal.

—Pero me lo dirás. Somos amigos ¿no es cierto?

—¿Lo somos? —inquirió dubitativa, y luego manifestó—: Bien. Te lo diré. No volveremos más porque la Tierra va a ser destruida.

Aurinel no reaccionó como ella esperaba. Estalló en un acceso de risa estridente. Le costó un rato dominarse mientras ella le fulminaba con la mirada.

—¿Dónde oíste eso, Marlene? —le preguntó—. Has estado viendo otra vez películas escalofriantes.

—¡Nada de eso!

—¿Por qué dices semejante cosa?

—Porque lo sé. Puedo intuirlo. Por lo que la gente piensa pero no dice, y por lo que hace cuando no sabe lo que está haciendo. Y por las cosas que me cuentan las computadoras cuando les hago las preguntas justas.

—¿No existirá la posibilidad…? —Aurinel juntó mucho dos dedos—. ¿Una pequeña posibilidad de que tu imaginación esté volando?

—No, no hay tal posibilidad. La Tierra no será destruida ahora mismo… quizá se tarde mil años… Pero será destruida. —Marlene hizo un gesto solemne de asentimiento con el rostro tenso—. Y nada podrá detenerlo.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó, furiosa con Aurinel por haber dudado de ella. No, no era que hubiese dudado. Había sido algo peor que eso. La había tomado por loca. Y el resultado era que ella había dicho demasiado y no había obtenido nada a cambio. Todo le había salido mal.

Aurinel se quedó mirándola con fijeza. Entretanto, la risa cesó de alterar su hermoso rostro juvenil, y cierto barrunto de inquietud le arrugó la piel entre las cejas.

2

Eugenia Insigna había alcanzado la edad madura durante la travesía hacia Némesis y en el curso de la larga estancia después de la llegada. Al correr de los años, ella había procurado tenerlo presente de forma periódica, diciéndose: Hago esto por la vida, y por la vida de nuestros hijos en un futuro ignoto.

Siempre la abrumó ese pensamiento.

¿Por qué? Era como una consecuencia inevitable de lo que ellos habían hecho desde el momento en que Rotor abandonó el Sistema Solar. Cuantos se hallaban a bordo de Rotor (todos ellos voluntarios) lo habían sabido. Los que no tuvieron corazón para la separación eterna, abandonaron Rotor antes del despegue. Y entre estos tránsfugas estuvo…

Eugenia no dio fin a ese pensamiento. La asaltaba a menudo y ella procuraba siempre no terminarlo.

Ahora todos estaban aquí, en Rotor; pero ¿se podía llamar «hogar» a Rotor? Era hogar para Marlene, que no había conocido ninguna otra cosa. Pero ¿y para ella misma, para Eugenia? Hogar era Tierra, Luna, Sol, Marte y todos los mundos que habían acompañado a la Humanidad a lo largo de su historia y su prehistoria, los cuales escoltaron a la vida desde que surgió su primera chispa. Incluso ahora la asedió el pensamiento de que su «hogar» no estaba allí, en Rotor. Pero al fin y al cabo, ella había pasado los primeros veintiocho años de su existencia dentro del Sistema Solar y, entre los veintiuno y los veintitrés años, hizo un trabajo intelectual con licenciatura sobre la propia Tierra.

¡Cuán extraño era que el pensamiento sobre la Tierra la acechara de forma periódica para perdurar! Pues a ella no le había gustado la Tierra. No le habían gustado sus multitudes, ni su pobre organización, ni su combinación entre anarquía para las cosas importantes y fuerza estatal para las pequeñas. No le habían gustado sus arrebatos de mal tiempo, ni sus cicatrices sobre la corteza terrestre, ni su exorbitante océano. Ella había vuelto a Rotor con una gratitud desbordante, y con un nuevo marido a quien intentó convencer de las excelencias de su querido y pequeño mundo giratorio… y hacer que la comodidad sistemática de este fuera tan grata para él como para ella.

Pero él se había percatado solo de su exigüidad.

—Agotas tus posibilidades en seis meses —había dicho.

Y ella no pudo retener su interés mucho más de ese tiempo. ¡Ah, qué se le iba a hacer…!

Pero eso se solucionaría. No para ella, pues Eugenia Insigna estaba perdida para siempre entre mundos; pero sí para las niñas. La pequeña Eugenia había nacido en Rotor y podría vivir sin la Tierra. Marlene había nacido, o casi nacido, en Rotor, y podría vivir sin el Sistema Solar… exceptuando la vaga impresión de haber tenido su origen allí. En cambio, sus hijos no conocerían siquiera eso ni sentirían la menor preocupación. Para ellos, la Tierra y el Sistema Solar serían una cuestión mítica, y Erythro un mundo en rápido desarrollo.

Al menos, Eugenia lo esperaba así. Marlene tenía ya esa extraña obsesión con Erythro que se había adueñado de ella en los últimos meses, y podía desaparecer con la misma rapidez que había surgido.

En resumidas cuentas, quejarse sería el colmo de la ingratitud. Nadie habría podido imaginar un mundo habitable en órbita alrededor de Némesis. Las condiciones que creaban esa habitabilidad eran notables.

Si se calcularan tales probabilidades y se les sumara la proximidad de Némesis al Sistema Solar, habría que negar toda posibilidad de que tal cosa hubiera sucedido.

Eugenia Insigna se volvió hacia los partes diarios que la computadora, con la paciencia infinita propia de su condición, esperaba para darle.

Sin embargo, antes de que pudiera formular una pregunta, su recepcionista le transmitió una señal y habló con voz suave en el diminuto altavoz prendido del hombro izquierdo de su vestidura.

—Aurinel Pampas desea verte. No ha concertado cita alguna. Insigna hizo un gesto de contrariedad; pero recordó al instante que lo había enviado en busca de Marlene.

—Déjale pasar —dijo.

Echó una mirada fugaz al espejo y comprobó que su apariencia era tolerable. Creyó parecer más joven de sus cuarenta y dos años, y esperó que otros lo vieran del mismo modo.

Parecía una bobada preocuparse por su apariencia debido a que un muchacho de diecisiete años estaba a punto de entrar; pero Eugenia Insigna había visto cómo la pobre Marlene miraba a aquel muchacho, y había adivinado lo que esa mirada dejaba traslucir. A Insigna no le pareció que Aurinel, tan propenso a admirar también su propia apariencia, viera en Marlene, la cual no había podido desembarazarse todavía de su adiposidad infantil, otra cosa que no fuera una chiquilla divertida. No obstante, si Marlene hubiera de afrontar un fracaso así, había que evitar que creyera que su madre era partícipe de ese fracaso por haberse mostrado algo más que afable con el muchacho.

De cualquier modo ella me culpará, pensó suspirando Insigna mientras el muchacho entraba con una sonrisa que no lograba disimular su timidez de adolescente.

—Bien, Aurinel —dijo ella—. ¿Encontraste a Marlene?

—Sí, señora. Justo donde me dijo que estaría, y le expliqué que a usted no le gustaba que estuviese allí.

—¿Y cómo se siente la chica?

—Si le interesa saberlo, doctora Insigna… No sé si será depresión o alguna otra cosa, pero le ronda por la cabeza una idea bastante rara. Tal vez a ella no le guste que se lo cuente a usted.

—Bueno, tampoco me agrada a mí hacer que la vigilen espías; pero ella tiene ideas extrañas con frecuencia; y eso me preocupa. Por favor, cuéntame lo que te dijo.

Aurinel meneó la cabeza.

—Está bien, pero no le diga que lo sabe por mí. Esta vez su idea es demencial de verdad. Marlene dijo que la Tierra va a ser destruida.

Esperó que Insigna se riera.

Sin embargo no lo hizo. Por el contrario, tuvo una explosión de enfado.

—¡Cómo! ¿Qué la ha inducido a decir tal cosa?

—Lo ignoro, doctora Insigna. Ella es muy inteligente, ya sabe; pero tiene esas ideas descabelladas.

Insigna le interrumpió.

—Sí, tal vez fuera eso. Ella tiene un extraño sentido del humor. Así que escúchame. No quiero que repitas tal cosa por ahí. No deseo que se propale una historia tonta. ¿Me entiendes?

—Por supuesto, señora.

—Te lo digo en serio. Ni una palabra.

Aurinel asintió enérgico.

—Pero gracias por contármelo, Aurinel. Es importante que lo hayas hecho. Hablaré con Marlene y averiguaré qué la inquieta… sin necesidad de revelarle que tú me lo dijiste.

—Gracias —respondió Aurinel—. Pero solo una cosa más, señora.

—¿De qué se trata?

—¿Se va a destruir la Tierra?

Durante un instante Insigna lo miró absorta y luego hizo una risa forzada.

—¡Claro que no! Ahora puedes irte.

La doctora lo contempló mientras se marchaba, al tiempo que pensaba que le hubiera gustado haber sido capaz de responder con una negativa más convincente.

3

Janus Pitt tenía una apariencia impresionante, lo cual le había ayudado en su ascenso al poder como comisario de Rotor. En los primeros días de la formación de los Establecimientos, hubo una oportunidad favorable para las personas de talla mediana. Por entonces se había pensado en establecer requisitos más modestos para el espacio y los recursos per cápita. Más adelante se estimó innecesaria esta medida precautoria y fue desechada; pero esa tendencia persistía en los genes de los primeros Establecimientos y el rotoriano medio seguía siendo un centímetro o dos más bajo que los ciudadanos ordinarios de Establecimientos ulteriores.

No obstante, Pitt era alto, con pelo gris acerado, rostro alargado, ojos de un azul profundo y un cuerpo que se conservaba todavía en buena forma pese al hecho de tener ya cincuenta y seis años.

Pitt levantó la vista y sonrió al entrar Eugenia Insigna; pero sintió el leve embate de intranquilidad, ya usual. Había algo en Eugenia que causaba siempre inquietud e incluso prevención. Ella tenía esas Causas (con mayúscula) con las que resultaba difícil bregar.

—Gracias por recibirme, Janus, pese a lo inmediato de mi visita.

Pitt colocó su computadora en posición de espera y se respaldó en la butaca adoptando, deliberadamente, un aire de sosiego.

—Vamos —dijo—, no hay ceremonias entre nosotros. Venimos juntos desde muy lejos.

—Y hemos compartido muchas cosas —agregó Insigna.

—Así es. ¿Cómo sigue tu hija?

—De ella vengo a hablar. ¿Estamos escudados? Pitt enarcó las cejas.

—¿Escudados? ¿Qué hay que escudar y de quién?

Sus propias preguntas le hicieron recordar la extraña posición en que se encontraba Rotor. Solo en el Universo para todo propósito práctico. El Sistema Solar distaba más de dos años luz, y tal vez no existiera ningún otro mundo portador de inteligencia en un radio de centenares de años luz o, según todo lo que se sabía, millones de años luz.

Quizá los rotorianos tuvieran accesos de soledad e incertidumbre, pero se veían libres de todo temor acerca de una interferencia exterior. Bueno, pensó Pitt, de casi todo temor.

—Sabes bien lo que se necesita escudar —dijo Insigna—. Fuiste tú quien insistió siempre en el secreto.

Pitt activó el escudo y dijo:

—¿Es preciso que volvamos a eso? Por favor, Eugenia, todo quedó acordado. Lo convinimos cuando partimos hace catorce años. Sé que cavilas acerca de ello de cuando en cuando…

—¿Cavilo acerca de ello? ¿Y por qué no? Es mi estrella —alzó un brazo como si apuntara hacia Némesis—. Es mi responsabilidad.

Pitt apretó las mandíbulas y pensó: ¿Tendremos que pasar por esto otra vez?

—Estamos escudados —dijo—. Explícame ahora lo que te inquieta.

—Marlene. Mi hija. Por una razón o por otra, ella lo sabe.

—¿Qué sabe?

—Lo de Némesis y el Sistema Solar.

—¿Cómo puede saberlo ella… a menos que se lo hayas contado?

Insigna abrió los brazos en actitud defensiva.

—No le he dicho nada, por supuesto; pero no necesito hacerlo. No sé cómo se las arregla, pero Marlene parece oír y ver todo. Y con las pequeñeces que oye y ve, forja sus ideas. Ha tenido siempre la facultad de hacerlo, pero este último año ha sido mucho peor.

—Bueno; en definitiva, ella hace conjeturas y a veces tiene atisbos atinados. Dile que se equivoca y verás cómo no vuelve a hablar de ello.

—Pero se lo ha contado ya a un joven, el cual vino a decírmelo. Aurinel Pampas. Un amigo de la familia.

—¡Ah, sí! Por alguna razón me he fijado en él. Pues no tienes más que aconsejarle que no escuche fantasías inventadas por una niña pequeña.

—No es una niña pequeña. Tiene ya quince años.

—Para él es una niña pequeña, te lo aseguro. Te he dicho que estoy al tanto de ese joven. Según mi impresión, el muchacho progresa de forma acelerada hacia la edad adulta, y recuerdo que, cuando yo tenía sus años, las chicas quinceañeras, sobre todo si eran…

—Te comprendo —dijo con amargura Insigna—. Sobre todo si eran bajas, rollizas y vulgares. ¿Acaso importa que ella sea también inteligentísima?

—Para ti y para mí… sin duda. Pero no para Aurinel. Hablaré con el chico. Tú ten una conversación con Marlene. Dile que su idea es ridícula, que no tiene nada de cierta, y que no conviene propalar por ahí cuentos de hadas.

—Pero ¿qué pasará si resulta ser cierto?

—Esa no es la cuestión. Mira, Eugenia, tú y yo hemos ocultado durante años esa posibilidad, y es mejor que continuemos ocultándola. Si se corre la voz, todo serán exageraciones y habrá sentimientos desorbitados acerca del asunto… sentimientos inútiles, lo cual solo servirá para distraernos de un trabajo que ha requerido todo nuestro tiempo desde que abandonamos el Sistema Solar y que quizá continúe requiriéndolo durante generaciones por venir.

Ella lo miró… consternada, incrédula.

—¿Es que no sientes nada de verdad por el Sistema Solar, por la Tierra, el mundo que fue origen de la Humanidad?

—Sí, Eugenia, tengo todo tipo de sentimientos al respecto. Pero son viscerales y no puedo permitirles que me desequilibren. Abandonamos el Sistema Solar porque pensamos que iba siendo hora de que la Humanidad se diseminara. Otros nos seguirán, estoy seguro: tal vez ya nos hayan seguido. Hemos hecho de la Humanidad un fenómeno galáctico y no debemos seguir pensando en función de un único sistema planetario. Nuestro trabajo está aquí.

Durante un momento, ambos se miraron fijamente; luego, Eugenia dijo con cierto tono de desesperanza:

—Me has hecho callar una vez más. ¡Me estás haciendo callar desde hace tantos años…!

—Sí, pero el año próximo tendré que hacerlo otra vez, y al siguiente. Tú no quieres resignarte, Eugenia, y me cansas. Con la primera vez debiera haber bastado.

Se volvió de nuevo a su computadora.