IV. PADRE

7

Resultaba extraño, o quizá estúpido, que ella fuera capaz de hacerse un daño insoportable a sí misma con pensamientos de ese tipo después de catorce años.

Crile medía un metro ochenta; cuando, en Rotor, la talla media para hombres estaba un poco por debajo de uno setenta. Eso, por sí solo (como en el caso de Janus Pitt) le daba un aura dominante de fortaleza, que se mantenía bien una vez pasada la época en que ella reconoció, sin querer confesárselo, que no podía confiar en su entereza. Él tenía también un rostro roqueño; nariz y pómulos prominentes, barbilla poderosa… un aire inexplicable de hambre y salvajismo. Todo en él hablaba de recia masculinidad. Ella podía casi olerlo cuando se le acercaba, y la fascinación la había dominado al instante.

Por aquel tiempo Insigna era todavía una estudiante diplomada de Astronomía, que estaba completando su curso en la Tierra en espera de regresar a Rotor para obtener las calificaciones que le permitieran trabajar en la Sonda Lejana. Ella soñaba con los notables avances que la Sonda Lejana iba a permitir (pero sin imaginar jamás que ella misma sería la artífice del más sorprendente).

Entonces conoció a Crile y descubrió, ante su propia confusión que estaba locamente enamorada de un terrícola… ¡Un terrícola! De la noche a la mañana abandonó todo pensamiento sobre la Sonda Lejana y se mostró dispuesta a permanecer en la Tierra solo para estar con él.

Insigna recordaba todavía cómo él la había mirado asombrado y le había dicho:

—¿Quedarte aquí conmigo? Yo preferiría ir a Rotor contigo.

Le fue imposible imaginar que él quisiera abandonar su mundo por ella.

Después de todo, las normas de inmigración eran estrictas. Tan pronto como un Establecimiento tenía una población importante, se cerraba a la inmigración. Primero, porque no podía sobrepasar cierto límite definido respecto al número de habitantes que podía albergar con comodidad. Segundo, porque hacía esfuerzos descomunales para mantener la estabilidad de su equilibrio ecológico. Las personas que llegaban con negocios importantes de la Tierra, o incluso de otros Establecimientos, debían soportar un tedioso proceso de descontaminación, un cierto grado de aislamiento y una salida obligatoria y lo más presurosa posible.

No obstante, él llegó allí de la Tierra. Cierta vez, lamentó las semanas de espera que formaban parte de la descontaminación, e Insigna se había alegrado en secreto de su persistencia. Era evidente que aquel hombre debía de quererla mucho para someterse a eso.

Sin embargo, hubo períodos en que Crile pareció retraído y desatento, y ella se preguntó qué le habría impulsado a salvar esos obstáculos para llegar a Rotor. Quizá la fuerza que le movía no fuera ella sino la necesidad de escapar de la Tierra. ¿Habría cometido un crimen? ¿Se habría deshecho de un enemigo mortal? ¿Habría huido de una mujer que empezaba a cansarle? Nunca se atrevió a preguntárselo.

Y él no le brindó información jamás.

Incluso después de permitírsele la entrada en Rotor, se planteó la cuestión de cuánto tiempo podría quedarse. La Oficina de Inmigración tendría que concederle un permiso especial para hacerse ciudadano de pleno derecho en Rotor; y por lo general eso no era factible.

Insigna descubrió alicientes adicionales para la fascinación en todas las cosas que hacía a Crile Fisher inaceptable para los rotorianos. Descubrió que su origen terrestre le prestaba un encanto que lo convertía en diferente. Los rotorianos auténticos propenderían a despreciarlo por alienígena, fuese ciudadano o no; pero a ella le pareció que eso incluso sería una fuente de excitación erótica. Lucharía por él, y triunfaría contra un mundo hostil.

Cuando Crile intentó buscar cualquier tipo de trabajo que le permitiese ganar dinero y ocupar un nicho en la nueva sociedad, fue ella quien le sugirió que, si se casase con una mujer rotoriana (rotoriana por tres generaciones), conseguiría un poderoso incentivo para que la Oficina de Inmigración le concediese la ciudadanía plena.

Así pues, después de un compromiso rotoriano típicamente largo, se casaron.

La vida continuó sin grandes cambios. Él no fue un amante apasionado; pero tampoco lo había sido antes del matrimonio. Le ofreció un afecto abstraído, un ardor ocasional que la mantuvo en un estado constante de felicidad relativa pero en la que no estaba inmersa. Crile no fue nunca cruel ni descortés, había renunciado a su mundo por ella, y soportado inconvenientes considerables para estar a su lado. Sin duda eso contaba a su favor, e Insigna lo tenía presente.

No obstante, aun con la ciudadanía plena que le fue concedida después del matrimonio, quedó un germen de insatisfacción dentro de él. Insigna se dio cuenta, y no podía culparlo por completo. Aunque él se hubiera convertido en ciudadano de pleno derecho no era un rotoriano nato, y muchas de las actividades más interesantes en Rotor le estuvieron vedadas. Ella no sabía cuáles habían sido sus estudios, pues Crile nunca hizo la menor mención acerca de su formación. No parecía inculto, y ser autodidacta no constituía una deshonra; pero Insigna sabía que los pobladores de la Tierra no veían la enseñanza superior como una condición ineludible, al igual que lo hacían las poblaciones de los Establecimientos.

Ese pensamiento la inquietaba. No le importaba que Crile Fisher fuera un terrícola, y se enfrentaba con amigos y colegas por tal causa. Ahora bien, no sabía si podría afrontar el hecho de que fuese un terrícola inculto.

Nadie había insinuado que lo fuera, y él escuchaba paciente los relatos sobre su trabajo con la Sonda Lejana. Desde luego ella no había puesto a prueba su preparación instándole a discutir los detalles técnicos. Sin embargo, algunas veces él hacía preguntas o comentarios respecto a determinadas cosas, y ella los apreciaba porque conseguía siempre convencerse a sí misma de que eran preguntas y comentarios inteligentes.

Fisher tenía un empleo en una de las granjas, un trabajo absolutamente respetable, e incluso esencial, pero no muy significativo en la escala social. Él no se quejaba ni se rebelaba contra ella, eso había que reconocérselo; pero no hablaba nunca de ello ni daba la menor muestra de satisfacción. Y se apreciaba siempre en él cierto aire de descontento.

Por consiguiente, Insigna aprendió a reprimir toda expresión de ánimo, como «¿qué tal te fue hoy en el trabajo, Crile?».

Las pocas veces que lo hizo, al principio, la contestación fue un escueto, «no hubo nada de particular». Y a eso se redujo todo, salvo un breve gesto de fastidio.

Insigna hubo de reconocer que sus temores iban contra toda evidencia y que eran más un ejemplo de su propia inseguridad que de la de su marido. Fisher no daba muestras de impaciencia cuando ella se creía obligada a comentar el trabajo de la jornada. Algunas veces le preguntaba incluso, con interés desvaído, sobre la hiperasistencia; pero Insigna sabía poco o nada al respecto.

Crile se interesaba por la política rotoriana y mostraba la impaciencia de un terrícola ante la insignificancia de sus entresijos. Ella luchaba consigo misma para disimular su disgusto.

Con el paso del tiempo, se abrió un silencio entre ambos, roto solo por discusiones inocuas sobre las películas que habían visto, los compromisos sociales que habían cumplido y los pequeños cambios de la vida.

Ello no ocasionó una infelicidad patente. El pastel se tornó aprisa pan blanco; pero había cosas peores que el pan blanco.

Incluso tenía una pequeña ventaja. Trabajar en condiciones de seguridad rigurosa significaba no hablar con nadie sobre el trabajo propio; pero ¿cuántas personas se las arreglaban para susurrar pequeñas confidencias a esposa o marido? Insigna no lo había hecho así, debido tan solo a que tenía muy escasas ocasiones de sentirse tentada, pues su trabajo exigía poco en materia de seguridad.

Pero cuando su descubrimiento de la Estrella Vecina quedó sometido súbitamente, sin el menor aviso, al secreto más estricto, ¿podría ella haberlo hecho? Sin duda alguna, hubiera sido natural revelarle a su marido aquel gran descubrimiento que inscribiría su nombre en los textos de Astronomía mientras la Humanidad existiese. Podría habérselo contado antes que a Pitt. Podría haber llegado radiante diciéndole: «¡Adivina lo que ha pasado! ¡Adivínalo! Nunca lo adivinarás…».

Pero no lo hizo. No se le ocurrió que Fisher estuviese interesado. Tal vez él hablara con otros acerca de su tarea, incluso con los granjeros o los trabajadores del metal laminado; pero no con ella.

Así pues, no le costó ningún esfuerzo abstraerse de hacer mención alguna de Némesis. El asunto quedó muerto entre ambos, no se echó de menos porque no existió, hasta aquel día espantoso en que su matrimonio se vino abajo.

8

¿Cuándo se pasó ella con armas y bagajes al lado de Pitt?

Al principio, a Insigna le horrorizó la idea de mantener en secreto la existencia de la Estrella Vecina; le causó profunda intranquilidad la perspectiva de distanciarse del Sistema Solar con un destino del que no se sabía nada salvo la situación. No podía evitar ver como una falta de ética y una indecencia deshonrosa el hecho de disponerse a crear, de forma furtiva, una nueva civilización de la que se excluiría al resto de la Humanidad.

Insigna había cedido por consideración a la seguridad del Establecimiento; pero se propuso luchar en privado con Pitt y someter a su atención diversos puntos de controversia. Los elaboraba mentalmente hasta que le parecían infalibles e irrefutables; pero luego, por alguna inexplicable razón, no los exponía jamás.

Él tomaba siempre… siempre la iniciativa.

En los primeros momentos, Pitt le dijo:

—Ahora debes recordar, Eugenia, que descubriste más o menos por casualidad la estrella acompañante y que cualquiera de tus colegas puede hacer lo mismo.

—No es probable…

—No, Eugenia, no vamos a depender de probabilidades. Hemos de ir sobre seguro. Tú tienes que procurar que nadie mire en esta dirección, que nadie pretenda examinar las hojas de computadora que le revelarían la situación de Némesis.

—¿Cómo puedo hacer tal cosa?

—Muy sencillo. He hablado con el comisario y, a partir de ahora, tendrás bajo tu mando absoluto la investigación con la Sonda Lejana.

—Pero eso significará que seré promocionada por encima de…

—Sí, significará un progreso en cuanto a responsabilidad, sueldo y posición social. ¿Tienes algo que objetar a cualquiera de esas cosas?

—No tengo ninguna objeción al respecto —dijo Insigna mientras su corazón empezaba a latir aprisa.

—Estoy seguro de que podrás desempeñar con sobrada competencia el cargo de astrónomo jefe; pero tu misión principal será procurar que el trabajo sea lo mejor y lo más importante posible; siempre y cuando no tenga nada que ver con Némesis.

—Pero escucha, Janus, no lograrás mantenerlo en secreto eternamente.

—Ni me lo propongo. Tan pronto como salgamos del Sistema Solar se sabrá a dónde nos dirigimos. Hasta entonces, solo podrían estar enterados unos pocos, y se enterarán lo más tarde posible.

En otra ocasión, Pitt le planteó:

—¿Qué me dices de tu marido?

Insigna se puso enseguida a la defensiva.

—¿Qué ocurre con mi marido?

—Según tengo entendido es un terrícola.

Insigna apretó los labios.

—Es de origen terrícola; pero también ciudadano rotoriano.

—Comprendo. Supongo que no le habrás dicho nada de Némesis.

—Nada en absoluto.

—¿Te ha contado alguna vez ese marido tuyo por qué abandonó la Tierra y se esforzó tanto para hacerse ciudadano rotoriano?

—No, no lo ha hecho. Y yo no se lo he pedido.

Insigna titubeó un poco. Luego, decidió decir la verdad.

—Sí, algunas veces.

Pitt sonrió.

—Quizá yo debiera contártelo.

Y lo hizo; pero a poco. Y nunca de una forma enojosa. No fue jamás una revelación brutal, sino un goteo continuo en sus diversas conversaciones. Sirvió para hacerla salir de su caparazón intelectual. Al fin y al cabo, la vida en Rotor facilitaba demasiado la abstracción para considerar solo los asuntos rotorianos.

Pero gracias a Pitt, a lo que le contó y a las películas que le sugirió que viera, Insigna tuvo una noción clara de la Tierra y sus billones de habitantes, de su hambre y de su violencia endémicas, de sus drogas y su alienación. Entonces empezó a verla cual un pozo abismal de miseria, algo de lo que urgía huir. Dejó ya de preguntarse por qué se habría ido Crile Fisher. Por el contrario, se preguntó por qué eran tan pocos los terrícolas que seguían su ejemplo.

Ahora bien, los Establecimientos no eran mucho mejores. Ella percibió cómo se encerraban en sí mismos, cómo se prohibía a la gente que se trasladara libremente de uno a otro. Ningún Establecimiento quería la fauna y flora microscópica de otro. El comercio decaía poco a poco y quedaba cada vez más a la merced de naves automatizadas con cargamentos esterilizados a conciencia.

Los Establecimientos disputaban entre sí y demostraban un aborrecimiento recíproco. Los Establecimientos circunmarcianos no eran mucho mejores. Solo en la zona asteroidal los Establecimientos se multiplicaban de modo libre; pero incluso estos desconfiaban cada vez más de todos los Establecimientos internos.

Insigna comenzó a sentirse más conforme con Pitt, y hasta llegó a ver cada vez con mayor entusiasmo la huida de esa miseria intolerable para iniciar un sistema de mundos donde hubieran sido erradicadas las semillas del sufrimiento. Una nueva partida, una nueva oportunidad.

Luego, se encontró con que un bebé estaba en camino y su entusiasmo empezó a decaer. Arriesgarse con Crile a una larga travesía le había parecido una experiencia útil. Pero arriesgar a un infante, un pequeño ser…

Pitt se mostró imperturbable. La felicitó.

—Nacerá aquí y tú dispondrás de algún tiempo para habituarte a la situación. Tardaremos año y medio en prepararnos para la marcha. Cuando llegue ese momento, verás cuán afortunada has sido al no tener que esperar por más tiempo. El niño no tendrá ningún recuerdo de la miseria de un planeta arruinado y de una Humanidad desesperadamente dividida. Conocerá solo un mundo nuevo con un entendimiento cultural entre sus miembros. ¡Un niño afortunado! Mi hijo y mi hija están ya crecidos… y marcados.

Una vez más, Insigna empezó a pensar igual que él y, al nacer Marlene, incluso le impacientó el retraso por temor de que la niña se contagiara del atestado engendro que era el Sistema Solar.

Por aquella época, ella se hallaba ya por completo al lado de Pitt.

Para gran alivio de Insigna, Fisher pareció fascinado por Marlene. Ella no le había creído con madera de padre. Sin embargo, el hombre se desvivió por la pequeña y asumió gustoso su parte de los deberes inherentes a su educación. Hasta pareció volverse más jovial.

Durante la época en que Marlene se aproximaba a su primer cumpleaños se propagó por el Sistema Solar el rumor de que Rotor se proponía abandonarlo, lo cual ocasionó casi una crisis que afectó a todo el sistema. Pitt, que estaba ya en camino para el Comisariato, dejó entrever un regocijo feroz.

—Bueno ¿qué pueden hacer ellos? —dijo—. No tienen ningún medio para detenernos, todas sus acusaciones de deslealtad, junto con su exhibición de chovinismo respecto al Sistema Solar, servirán solo para entorpecer sus investigaciones sobre hiperasistencia, lo que nos vendrá muy bien.

—Pero yo me pregunto, Janus, cómo pudo salir a la luz pública —dijo Insigna.

Él sonrió.

—Yo mismo me ocupé de eso. A estas alturas, no me importa que averigüen el «hecho» de nuestra partida, siempre y cuando no conozcan nuestro destino. Después de todo, habría sido imposible ocultarlo por mucho tiempo. De todos modos, deberemos someter a votación el asunto, ¿comprendes? Y en cuanto los rotorianos se enteren de nuestra partida, también se enterará el resto del sistema.

—¿Una votación?

—Claro, por supuesto. Piénsalo bien. No podemos emprender la marcha con un Establecimiento cargado de gentes demasiado temerosas o que sientan demasiada añoranza de su propio Sol. Así no lo conseguiríamos jamás. Solo queremos a nuestro lado a quienes estén dispuestos a hacerlo, que incluso se sientan deseosos.

Él tuvo toda la razón. La campaña para conseguir que se aprobara la decisión de abandonar el Sistema Solar comenzó casi de inmediato, y el hecho de que la noticia se hubiese filtrado ya, sirvió como un amortiguador para atenuar la reacción fuera de Rotor… y también dentro.

Algunos rotorianos se exaltaron ante la perspectiva; otros se atemorizaron.

Fisher reaccionó con enorme desagrado, y un día dijo:

—Esto es demencial.

—Es inevitable —replicó Insigna adoptando, cauta, una actitud neutral.

—¿Por qué? No hay ninguna razón para empezar a vagar entre las estrellas. ¿A dónde iríamos? No hay ningún sitio al que ir.

—Ahí fuera hay billones de estrellas.

—Sí; pero ¿cuántos planetas? No sabemos de ningún planeta habitable en ninguna parte, y muy pocos de otra especie. Nuestro Sistema Solar es el único hogar que conocemos.

—La exploración está en la sangre de la Humanidad.

Esta era una de las frases favoritas de Pitt.

—Eso es una sandez romántica. ¿Acaso alguien puede creer que las gentes voten afirmativamente para separarse de la Humanidad y desvanecerse en el espacio?

—A mi entender, Crile —dijo Insigna—, en Rotor predomina ese sentimiento.

—Eso es propaganda del Consejo. ¿Piensas de verdad que la gente votará para abandonar la Tierra? ¿Abandonar el Sol? ¡Jamás! Si se llega a ese extremo, volveremos a la Tierra.

Insigna sintió que se le encogía el corazón.

—¡Ah, no! ¿Acaso deseas uno de esos tornados, o galernas o mistrales o como quiera que los llaméis? ¿Acaso quieres témpanos de hielo, y lluvia y viento aullante?

Él enarcó las cejas.

—No es tan malo como lo describes. Hay tormentas algunas veces; pero se pueden predecir. La verdad es que resultan interesantes cuando no se exceden. Es fascinante… un poco de frío, otro poco de calor y algunas precipitaciones. Te proporcionan variedad. Te mantienen vivo. Y, por otra parte, piensa en lo variadas que son las cocinas.

—¿Cocinas? ¿Cómo puedes decir eso? Una gran mayoría de gente en la Tierra se muere de inanición. Nos pasamos la vida reuniendo cargamentos de alimentos para enviarlos a la Tierra.

—Algunas personas padecen hambre. Pero eso no tiene carácter universal.

—Pues bien, no esperarás que Marlene viva en tales condiciones.

—Millones de niños lo hacen.

—¡La mía no será uno de ellos! —exclamó iracunda Insigna.

Ahora había puesto todas sus esperanzas en Marlene, la cual se acercaba ya a los diez meses de edad, tenía dos dientes menudos en la encía superior, otros dos en la inferior, podía moverse por ahí agarrada a las varas de sus andaderas, y contemplaba el mundo con ojos inteligentes e inquisitivos.

Fisher seguía prendado a todas luces de su poco agraciada hija. Más prendado que nunca. Cuando no estaba haciéndola saltar sobre sus rodillas, la contemplaba embelesado y elogiaba la belleza de sus ojos. Se centraba en su único rasgo atractivo que, según él, suplía con creces la falta de todo lo demás.

Sin duda Fisher no volvería a la Tierra si ello implicase abandonar para siempre a Marlene. Por una razón o por otra, Eugenia no confiaba en que él la prefiriese a la Tierra, aunque la amase y se hubiese casado con ella; pero sin duda Marlene sería el ancla determinante.

¿Sin duda?

9

Un día después de la votación, Eugenia Insigna encontró a Fisher lívido de furia.

—¡Fue una votación amañada! —farfulló a punto de ahogarse.

—¡Chis! Despertarás a la niña.

Por unos instantes, él gesticuló y contuvo la respiración de forma ostensible.

Insigna se tranquilizó un poco y susurró:

—No hay duda de que la gente quiere irse.

—¿Votaste a favor de la partida?

Ella reflexionó. Sería inútil intentar aplacarlo con una mentira, porque había dejado ver bien a las claras sus sentimientos.

—Sí —respondió.

—Te lo ordenó Pitt, supongo.

Aquello la cogió por sorpresa.

—¡No! Estoy capacitada para tomar mis propias decisiones.

—Pero tú y él…

Crile dejó la frase sin terminar.

Insigna sintió que le subía la presión sanguínea.

—¿Qué quieres decir? —exclamó, encolerizada a su vez.

¿Pretendía acusarla de infidelidad?

—Ese… ese político. Ambiciona el Comisariato a cualquier precio. Todo el mundo lo sabe. Y tú te propones ascender con él. La lealtad política te llevará a alguna parte, ¿verdad?

—¿A dónde me llevará? No hay ninguna parte a la que yo quiera llegar. Soy astrónomo, no político.

—Has sido promocionada, ¿no es cierto? Te han permitido saltar por encima de otras personas más maduras y experimentadas.

—A costa de mucho trabajo, creo yo.

¿Cómo podría ella defenderse ahora sin tener que contarle la verdad?

—Estoy seguro de que te gusta creerlo así. Pero fue por mediación de Pitt.

Insigna hizo una profunda inspiración.

—¿A qué nos conduce todo esto?

—¡Escucha! —la voz de él fue moderada, como lo había sido desde que ella le recordó que Marlene estaba durmiendo—. Me es imposible creer que todo un Establecimiento de gente quiera arriesgarse a viajar mediante la hiperasistencia. ¿Cómo puedes saber lo que sucederá? ¿Cómo puedes estar segura de que eso dará buen resultado? Nos podría matar a todos.

—La Sonda Lejana funcionó bien.

—¿Había cosas vivientes en esa Sonda Lejana? Y, si no las había, ¿acaso puedes saber cómo reaccionarán las cosas vivientes con la hiperasistencia? ¿Qué sabes tú acerca de la hiperasistencia?

—Ni palabra.

—¿Y por qué no? Estás trabajando allí, en el laboratorio. No en las granjas, como yo.

Tiene envidia, pensó Insigna. Y dijo:

—Cuando dices laboratorio pareces insinuar que todos nosotros estamos apiñados en una habitación. Ya te lo he explicado. Yo soy astrónomo y no sé nada de hiperasistencia.

—¿Quieres decir que Pitt no te comenta nada al respecto?

—¿Sobre hiperasistencia? Ni él mismo lo sabe.

—¿Pretendes decirme que nadie lo sabe?

—No pretendo decirte eso, claro está. Los expertos del espacio lo saben. Vamos, Crile, lo saben los que tienen que saberlo. Los demás no.

—Así pues, es un secreto para todos excepto para unos cuantos especialistas.

—Exacto.

—Entonces tú ignoras por completo si la hiperasistencia es segura. Solo lo saben los hiperespecialistas del espacio. ¿Y qué te hace pensar que ellos lo saben?

—Supongo que lo han experimentado.

—¡Lo supones!

—Es una suposición razonable. Ellos nos aseguran que no hay duda alguna.

—Y ellos no mienten jamás, imagino.

—Es que ellos viajarán también, y además estoy segura de que tienen experiencia.

Crile la miró entornando los ojos.

—Ahora estás segura. La Sonda Lejana era tu juguete. ¿Pusieron ellos formas vivientes a bordo?

—Yo no intervine en ese proceso. Solo trabajé con los datos astronómicos que obtuvimos.

—No estás respondiendo a mi pregunta sobre las formas vivientes.

Insigna perdió la paciencia.

—Mira, no me agrada que se me someta a un interrogatorio inacabable, y el bebé está empezando a inquietarse. Por mi parte, tengo también una pregunta o dos. ¿Qué te propones hacer? ¿Piensas acompañarnos?

—No estoy obligado. Las condiciones de la votación son que si alguien no quiere viajar, no tiene por qué hacerlo.

—Sé que no tienes por qué hacerlo. Pero… ¿lo harás? Seguramente no querrás destruir la familia.

Insigna intentó sonreír al decir eso; pero no pareció muy convincente.

Fisher dijo despacio y algo sombrío.

—Pero tampoco quiero abandonar el Sistema Solar.

—¿Prefieres abandonarme a mí? ¿Y a Marlene?

—¿Por qué habría de abandonar a Marlene? En el caso de que tú quieras arriesgarte en ese experimento disparatado, ¿por qué arriesgar también a la niña?

Insigna dijo ceñuda:

—Si yo voy, Marlene irá. Métete eso en la cabeza, Crile. ¿A dónde la llevarías tú? ¿A un Establecimiento asteroidal a medio terminar?

—Claro que no. Yo soy de la Tierra y puedo volver allí si lo deseo.

—¿Volver a un planeta agonizante? ¡Qué gran idea!

—Le quedan aún muchos años de vida, te lo aseguro.

—Entonces, ¿por qué lo dejaste?

—Creí que así mejoraría mi posición. Ignoré que venir a Rotor significaba un pasaje de ida hacia ninguna parte.

—¡No hacia ninguna parte! —explotó Insigna al límite de su aguante—. Si supieses a dónde vamos no te mostrarías tan dispuesto a regresar.

—¿Por qué? ¿A dónde va Rotor?

—A las estrellas.

—A perderse en el olvido.

Se miraron fijamente. Marlene abrió los ojos y dejó escapar un leve maullido de indefensión. Fisher miró al bebé y dijo con tono más suave:

—No tenemos por qué separarnos, Eugenia. Desde luego yo no quiero abandonar a Marlene. Y tú tampoco. Ven conmigo.

—¿A la Tierra?

—Sí. ¿Por qué no? Allí tengo amigos. Incluso ahora. Como mi esposa, no tendrás ninguna dificultad para introducirte. La Tierra no se preocupa tanto acerca del equilibrio ecológico. Allí viviremos en un planeta gigantesco, no en una pequeña y apestosa burbuja perdida en el espacio.

—No. Allí viviríamos en una burbuja gigantesca, enormemente apestosa. No. Jamás.

—Entonces deja que me lleve a Marlene. Si tú juzgas que el viaje merece el riesgo, porque eres astrónoma y quieres estudiar el Universo, eso es asunto tuyo; pero el bebé debería quedarse aquí, en el Sistema Solar, a salvo.

—¿A salvo en la Tierra? No seas ridículo. ¿Era esa toda la finalidad de esta historia? ¿Una artimaña para llevarte a mi bebé?

—Nuestro bebé.

—Mi bebé. Márchate. Quiero que te marches; pero no puedes tocar a mi bebé. Me dices que conozco bien a Pitt, y así es. Lo conozco bien. Eso quiere decir que puedo arreglarlo para enviarte a los asteroides tanto si lo quieres como si no, y allí podrás encontrar tu camino de regreso a esa deleznable Tierra tuya. Ahora, sal de mi alojamiento y busca un lugar para dormir hasta que te enviemos fuera. Cuando me hagas saber dónde estás, te expediré tus efectos personales. Y no creas que podrás volver. Este lugar estará bajo vigilancia.

En el momento de decir eso, Insigna, con el corazón inundado de amargura, fue toda sinceridad. Pudo haberle suplicado, engatusado, exhortado… Pero no lo hizo. Le lanzó una mirada dura, implacable y le mandó salir de allí.

Fisher se marchó. Ella le envió sus cosas. Y él se negó a ir con Rotor. Fue enviado lejos. Y Eugenia supuso que habría vuelto a la Tierra.

Crile se apartó para siempre de ella y de Marlene.

Insigna lo echó y él se fue para siempre.