XVIII. SUPERLUMÍNICO

36

Tres años en la Tierra habían envejecido a Tessa Wendel. Su cutis se había curtido un poco. Se veía el comienzo de una papada y también bolsas oscuras bajo los ojos. Sus pechos se habían hecho algo pendulares y su cintura había engrosado.

Crile Fisher sabía que ahora Tessa estaba cerca de la cincuentena y tenía cinco años más que él. Pero no parecía mayor de lo que era. Conservaba todavía la hermosa figura de una mujer madura (como él había oído decir a alguien refiriéndose a ella); pero no podía pasar ya por una mujer de treinta y tantos años como le ocurría cuando él la conoció en Adelia.

Tessa se apercibía también de ello, y tan solo hacía una semana le había hablado con amargura al respecto.

—Es por ti, Crile —le había dicho una noche cuando ambos estaban en la cama (aparentemente los momentos en que ella se daba más cuenta de su envejecimiento.)—. La culpa es tuya. Dijiste: «Magnífico… Enorme… Variedad. Siempre algo nuevo… Inextinguible».

—¿Acaso no lo es? —había contestado él, sabiendo lo que ella encontraba censurable pero deseando dejarla airear una vez más sus sentimientos.

—No, por lo que se refiere a la gravedad. En todo este planeta hinchado e imposible encuentras la misma atracción gravitatoria. Arriba en el aire, abajo en la mina, aquí, allá, por todas partes… la misma G… la misma G… la misma G. Te podría matar de puro aburrimiento.

—No conocemos algo mejor, Tessa.

—Tú conoces algo mejor. Has estado en los Establecimientos. Allí puedes escoger la atracción gravitatoria que te convenga. Puedes hacer ejercicio en baja gravedad. Puedes aligerar de cuando en cuando la tensión ejercida sobre tus tejidos. ¿Cómo es posible vivir sin eso?

—Aquí en la Tierra también hacemos ejercicio.

—¡Por favor! Lo hacéis con esa atracción, esa atracción sempiterna tirando de vosotros. Os pasáis el tiempo luchando contra ella en vez de permitir la interacción entre vuestros músculos. No podéis dar grandes saltos, ni volar, ni fluctuar. No podéis dejaros caer con la gravedad máxima ni elevaros con la mínima. Y esa atracción incesante tira de vosotros hacia abajo de forma que os encogéis y arrugáis; en suma, envejecéis. ¡Mírame a mí! ¡Mírame a mí!

—Te miro tan a menudo como puedo —repuso Fisher con tono solemne.

—Entonces no lo hagas. Si lo haces me apartarás de ti. Y si haces eso volveré a Adelia.

—No, no volverás. ¿Qué harás allí después de haberte ejercitado con baja gravedad? Tu trabajo de investigación, tus laboratorios, tu equipo… todo está aquí.

—Formaré un nuevo equipo.

—¿Y te mantendrá Adelia con el estilo al que te has acostumbrado ahora? Claro que no. Deberás reconocer que la Tierra no te escatima nada, que estás obteniendo todo cuanto necesitas. ¿Acaso no tengo razón?

—¿Razón? ¡Traidor! No me dijiste que la Tierra tenía ya hiperasistencia. Tampoco me dijiste que ellos han descubierto la Estrella Vecina. De hecho, me dejaste pontificar sobre la inutilidad de la Sonda Lejana de Rotor y nunca me hiciste saber que ella había descubierto algo más que unos cuantos paralajes. Te quedaste ahí sentado riéndote de mí como el despiadado miserable que eres.

—Yo debería habértelo dicho, Tessa; pero ¿y si decidías no venir a la Tierra? No siendo mío el secreto, me era imposible revelártelo.

—Pero ¿y después de llegar a la Tierra?

—Tan pronto como empezaste a trabajar, a trabajar de verdad, te lo revelamos.

—Ellos me lo revelaron, y me dejaron estupefacta haciéndome que me sintiera ridícula. Tú podías habérmelo advertido para no hacerme pasar por una idiota. Debería haberte matado; pero ¿qué podía hacer yo? Eres como un tóxico. Y sabías serlo cuando me sedujiste sin piedad para hacerme venir a la Tierra.

Esto era un juego que ella se empeñaba en jugar, y Fisher conocía bien su papel. Así que dijo:

—¿Te seduje? Tú insististe. No quisiste hacerlo de ninguna otra forma.

—¡Embustero! Te me impusiste. Fue una violación… impura y compleja. Y ahora te propones hacerlo otra vez. Lo percibo en esos horribles ojos tuyos llenos de lujuria.

Hacía meses que ambos jugaban a eso, y Fisher sabía que ocurría así cuando ella estaba satisfecha con su actividad profesional. Después él preguntó:

—¿Has hecho algún progreso?

—¿Progreso?, tal vez puedas llamarlo así —la mujer estaba jadeando—. Tengo una demostración que pondré a prueba mañana ante tu decadente y anciano terrícola, Tanayama. El hombre me ha estado acosando sin piedad.

—Es un individuo despiadado.

—Es un individuo estúpido. Uno diría que aunque una sociedad no conozca la ciencia debería saber algo sobre ciencia, sobre su forma de funcionar. Si ellos te conceden un crédito global de un millón por la mañana, no pueden esperar nada definido en la tarde del mismo día. Deberían tener paciencia por lo menos hasta la mañana siguiente y darte toda la noche para trabajar en ello. ¿Sabes lo que me dijo la última vez que hablamos cuando le anuncié que tal vez me fuera posible mostrarle algo?

—No, no me lo has contado. ¿Qué te dijo?

—Uno pensaría que él dijese, «es sorprendente que en solo tres años usted haya encontrado la solución de algo tan asombroso como nuevo. Debemos concederle enorme crédito, y el peso de la gratitud que nos inspira usted es inconmensurable». Eso es lo que uno pensaría que dijese.

—No; ni en un millón de años me creería que Tanayama dijese semejante cosa. ¿Qué te dijo en realidad?

—Dijo: «Así que usted ha conseguido algo al fin después de tres años. Debería habérmelo imaginado. ¿Cuánto tiempo cree usted que me queda de vida? ¿Acaso piensa que he estado manteniéndola, pagándole y poniéndole un ejército de ayudantes y trabajadores para que usted produzca algo después de mi muerte y me sea imposible ver?». Eso fue lo que dijo, y te aseguro que me gustaría retrasar la demostración hasta que él muera. Para mi propia satisfacción; pero supongo que el trabajo debe anteponerse a todo.

—¿Tienes de verdad algo que le satisfará?

—Solo el vuelo superlumínico. El auténtico vuelo superlumínico; no ese disparate de la hiperasistencia. Ahora tenemos algo que nos abrirá las puertas del Universo.

37

El lugar donde laboraba el equipo investigador de Tessa Wendel con el propósito de conmocionar el Universo había sido preparado para ella antes de que se la reclutara para venir a la Tierra. Estaba en el interior de un vasto reducto montañoso, aislado totalmente de la bullente población terrestre y, dentro de él, se había construido una auténtica ciudad de investigación.

Ahora Tanayama estaba allí, sentado en una butaca motorizada. Solo sus ojos, entre los párpados entreabiertos, parecían vivos mirando a un lado y a otro.

Él no era ni mucho menos la figura suprema en el Gobierno de la Tierra, ni siquiera la figura suprema presente allí; pero había sido y seguía siendo la fuerza suprema detrás del proyecto y todo el mundo le abría paso automáticamente.

Solo la Wendel pareció no dejarse intimidar.

La voz de él pareció un susurro rasposo.

—¿Qué veré aquí, doctora? ¿Una nave?

—Nada de naves, director —respondió ella—. Aún quedan años para las naves. Tengo solo una demostración; pero es emocionante. Verá la primera demostración pública del auténtico vuelo superlumínico, algo muy superior a la hiperasistencia.

—¿Y cómo voy a ver eso?

—Según tengo entendido, director, usted ha sido informado.

Tanayama tosió de forma desgarradora y hubo de hacer una pausa para recobrar el aliento.

—Intentaron hablarme —dijo—; pero quiero saberlo por usted. —Sus ojos siniestros e inflexibles se clavaron en ella—. Usted está a cargo —añadió—. Es su esquema. Explíquese.

—No puedo explicarle la teoría. Eso requeriría demasiado tiempo, director. Y le cansaría.

—No quiero saber nada de teorías. ¿Qué voy a ver?

—Lo que verá usted son dos recipientes de cristal cúbicos. El contenido de ambos es un vacío absoluto.

—¿Por qué un vacío?

—El vuelo superlumínico se puede iniciar solo en el vacío, director. De lo contrario, el objeto concebido para moverse más aprisa que la luz arrastraría materia consigo aumentando el gasto de energía y reduciendo la capacidad de control. Debe terminar también en el vacío; pues, de otra forma, el resultado puede ser catastrófico porque…

—Olvide el «porqué». Si ese vuelo superlumínico suyo debe comenzar y terminar en el vacío, ¿cómo habremos de utilizarlo?

—Si se hace necesario, primero para salir al espacio exterior mediante el vuelo ordinario, y después para trasladarse al hiperespacio ordinario; luego, hace el movimiento final mediante el vuelo ordinario.

—Eso requiere tiempo.

—Ni siquiera el vuelo superlumínico es factible de forma instantánea, pero si usted puede moverse desde el Sistema Solar hasta una estrella situada a cuarenta años luz en cuarenta días y no cuarenta años, sería una ingratitud refunfuñar sobre el lapso de tiempo.

—Está bien. Veamos pues. Usted tiene dos recipientes de cristal cúbico. ¿Qué me dice de ellos?

—Son proyecciones holográficas. Verdaderamente, les separan tres mil kilómetros a través del cuerpo de la Tierra, cada uno en un baluarte montañoso. Si la luz viajara de uno a otro a través de un vacío despejado, tardaría una milésima de segundo, un milisegundo, en hacer la travesía. Nosotros no utilizaremos luz, claro está. Suspendida en el centro del cubo de la izquierda y mantenida en el espacio mediante un poderoso campo magnético, hay una pequeña esfera que es, verdaderamente, un minúsculo motor hiperatómico. ¿La ve usted, director?

—Veo algo allí —dijo Tanayama—. ¿Es eso todo lo que tiene usted?

—Si se fija bien, verá que desaparece. La cuenta atrás ha comenzado.

Fue un susurro en el oído de cada persona, y cuando se llegó a cero, la esfera desapareció de un cubo y reapareció en el otro.

—Recuerde —dijo la Wendel— que esos cubos distan entre sí tres mil kilómetros. El mecanismo horario muestra que la duración entre la partida y la llegada fue un poco más de diez microsegundos, lo cual significa que la travesía se efectuó a casi cien veces la velocidad de la luz.

Tanayama levantó la vista.

—¿Cómo puedo comprobarlo? Todo este asunto podría ser una triquiñuela concebida para engañar a alguien a quien usted toma por un anciano crédulo.

—Escuche, director —replicó muy seria la Wendel—, aquí hay centenares de científicos, todos de probada reputación y muchos de ellos terrícolas. Ellos le mostrarán todo cuanto quiera ver usted, le explicarán cómo funcionan los instrumentos. Aquí no encontrará usted nada que no sea ciencia íntegra y bien hecha.

—Aun cuando todo eso sea como usted dice, ¿qué significa en definitiva? Una pelotita, una bola de pimpón viajando unos cuantos miles de kilómetros. ¿Es eso lo que ha conseguido usted al cabo de tres años?

—Lo que ha visto usted es, quizá, más de lo que nadie tiene derecho a esperar. Ciertamente, lo que ha visto usted tiene el tamaño de una pelota de pimpón y ha viajado no más de tres mil kilómetros, pero es auténtico vuelo superlumínico, tan verdadero como si hubiésemos movido una nave estelar desde aquí hasta Arcturo a cien veces la velocidad de luz. Lo que ha visto usted es la primera demostración pública de auténtico vuelo superlumínico en la historia de la Humanidad.

—Pero lo que yo quiero ver es la nave estelar.

—Tendría que esperar para eso.

—No tengo tiempo. No tengo tiempo —masculló Tanayama en una voz que fue apenas un ronco murmullo.

Un acceso de tos le estremeció otra vez.

La Wendel dijo en una voz tan baja que quizá la oyera solo el propio Tanayama:

—Nada puede mover el Universo, ni su voluntad siquiera.

38

Los tres días consagrados a la burocracia en lo que era conocido de forma oficiosa como la Hiper Ciudad, habían transcurrido de una manera opresiva y ahora los intrusos se habían ido.

—Así y todo —dijo Tessa Wendel a Crile Fisher—, necesitaré dos o tres días más para recuperarnos y volver a trabajar con plena intensidad —pareció exhausta y contrariadísima al agregar—: ¡Qué anciano tan vil!

Fisher no tuvo dificultad para adivinar que se refería a Tanayama.

—Es un viejo enfermo.

La Wendel le lanzó una mirada colérica.

—¿Acaso le estás defendiendo?

—Solo establezco un hecho, Tessa.

Ella alzó un dedo amonestador.

—Estoy segura de que esa miserable reliquia no era menos irracional en días ya lejanos, cuando no estaba enfermo ni era viejo. ¿Durante cuánto tiempo ha sido director de la Oficina?

—Es una institución. Más de treinta años. Y antes de eso fue subdirector durante casi el mismo tiempo y, probablemente, la verdadera fuerza detrás de tres o cuatro directores o, mejor dicho, testaferros. Y por mucho que envejezca o enferme, él seguirá siendo director hasta la muerte… y tal vez dos o tres días más después de esta, mientras la gente espera para asegurarse de que no se levanta de entre los muertos.

—Crees que todo esto es muy gracioso, me figuro.

—No; pero ¿qué puedes hacer sino reírte ante el espectáculo de un hombre que, sin poseer plenos poderes, incluso sin ser conocido por el gran público, ha mantenido atemorizados y sometidos a todos los componentes del Gobierno durante casi medio siglo, simplemente porque controla con mano firme los infamantes secretos de cada cual y no vacilaría en usarlos si se le desafiara?

—¿Y ellos le aguantan?

—¡Ah, sí! No hay ninguna persona en el Gobierno que se haya mostrado dispuesta a sacrificar su propia carrera, solamente por la oportunidad de derribar a Tanayama.

—¿Tampoco ahora, cuando su dominación sobre todas las cuestiones debe de empezar a atenuarse?

—Estás muy equivocada. Tal vez su presa ceda con la muerte; pero hasta que tenga lugar su muerte cierta, esa presa suya no se atenuará jamás. Será lo último que desaparezca, existirá incluso algún tiempo después de que se haya parado su corazón.

—¿Qué impulsa así a la gente? —exclamó la Wendel llena de aversión—. ¿No existe el deseo de renunciar a tiempo para tener la oportunidad de morir en paz?

—No será Tanayama quien lo haga. Jamás. No diría yo que soy un íntimo suyo; pero durante los quince años que he establecido contacto de cuando en cuando con él, no he salido nunca del proceso sin resultar malparado. Yo le conocí cuando él era todavía vigoroso, y supe siempre que nunca se detendría. Para responder a tu primera pregunta, las cosas que impulsan a diferentes personas son también diferentes, pero en el caso de Tanayama es el odio.

—Ya me lo imaginaba —dijo la Wendel—. Se trasluce. Nadie tan odioso puede dejar de odiar. Pero ¿a quién odia Tanayama?

—A los Establecimientos.

—¡Ah! ¿Sí? —la Wendel recordó que ella misma era una colonizadora de Adelia—. Tampoco he oído jamás que un colonizador diga alguna palabra amable sobre la Tierra. Y tú conoces mi sentir sobre cualquier lugar sin gravedad.

—No estoy hablando de desagrado, Tessa, ni de aversión o desdén. Estoy hablando de odio ciego, al rojo vivo. Casi todos los terrícolas aborrecen a los Establecimientos. Porque todos tienen los últimos inventos. Constituyen una población tranquila, poco densa, acomodada clase media. Tienen alimentos abundantes, diversiones muy variadas, tiempo nada malo y desconocen la pobreza. Tienen autómatas que conservan celosamente fuera de la vista. Es natural que las personas que se creen desheredadas detesten a quienes parecen tener todo. Me parece que a él le gustaría ver destruidos todos los Establecimientos, sin excepción.

—¿Por qué, Crile?

—Según mi teoría, lo que le irrita no es ninguna de las cosas que he enumerado. Lo que no puede soportar es la homogeneidad cultural de los Establecimientos. ¿Sabes lo que quiero decir?

—No.

—Los habitantes de los Establecimientos se seleccionan a sí mismos. Seleccionan a personas como ellos. En cada Establecimiento hay una cultura compartida, e incluso hasta cierto punto una apariencia física compartida. Por otra parte, la Tierra es, y ha sido a lo largo de la historia, una mezcla bárbara de culturas, todas enriqueciéndose unas a otras, compitiendo unas con otras, recelando unas de otras. Tanayama y muchos otros terrícolas, yo mismo por ejemplo, consideramos que tal mezcla es una fuente, y sentimos que la homogeneidad cultural de los Establecimientos nos debilita y, a la larga, reduce nuestra longevidad potencial.

—Bueno, entonces ¿por qué aborrecer a los Establecimientos por poseer algo que consideráis una desventaja? ¿Nos odia Tanayama por nuestra prosperidad y al mismo tiempo por nuestra decadencia? Eso no tiene sentido.

—No necesita tenerlo. ¿Quién se molestaría en odiar si ello hubiese de ser resuelto primero con cordura? Quizá, solo quizá, Tanayama tema que los Establecimientos tengan éxito y demuestren que la homogeneidad cultural es una buena cosa después de todo. O tal vez piense que los Establecimientos se proponen la destrucción de la Tierra, tal como él mismo pretende destruir a los Establecimientos. El asunto de la Estrella Vecina le ha enfurecido.

—¿Te refieres al hecho de que Rotor descubriera la Estrella Vecina y no nos informara al resto?

—Más que eso. Ellos no se molestaron en advertirnos que se dirige hacia el Sistema Solar.

—Pueden no haberlo sabido, supongo yo.

—Tanayama no creería jamás eso. Estoy seguro de que él intuye que lo sabían y se guardaban deliberadamente de advertirnos, esperando que ello nos cogiera desprevenidos y la Tierra o la civilización terrestre fuera destruida.

—¿Se ha llegado a la conclusión de que la Estrella Vecina se aproximará lo suficiente a nosotros para hacernos daño? No he oído tal cosa. Según tengo entendido, casi todos los astrónomos piensan que pasará a una distancia lo bastante grande para dejarnos indemnes. ¿Acaso has oído algo distinto?

Fisher se encogió de hombros.

—No. Solo sé que eso acrecienta el odio de Tanayama hasta el punto de hacerle creer que ahí acecha el peligro. Y, a partir de eso, pasamos lógicamente a la idea de que el vuelo superlumínico es lo que necesitamos para localizar en otra parte un mundo similar a la Tierra. Entonces podremos trasladar a otro mundo el mayor número posible de pobladores de la Tierra… si no sobreviene lo peor. Reconozco que eso es razonable.

—Lo es; pero no hay por qué imaginar destrucción, Crile. Parece natural que la Humanidad quiera extenderse hacia el exterior, incluso aunque la Tierra permanezca intacta. Nosotros nos trasladamos a los Establecimientos y, lógicamente, el siguiente paso será alcanzar las estrellas. Para dar ese paso necesitamos el viaje superlumínico.

—Sí; pero Tanayama encontrará que eso es una forma muy fría de enfocar las cosas. La colonización de la Galaxia es algo que, creo yo, él quiere dejar a las generaciones venideras. Lo que desea para su propia satisfacción es encontrar a Rotor y castigarlo por haber abandonado el Sistema Solar sin la menor consideración para el resto de la comunidad humana. Él quiere vivir para verlo, y por eso te hostiga sin cesar, Tessa.

—Puede hostigarme cuanto le apetezca, pero no le servirá de nada. Es un moribundo.

—No sé. Los tratamientos médicos modernos pueden hacer maravillas, y estoy seguro de que los médicos se desvivirán por Tanayama.

—La medicina moderna tiene también sus límites. He consultado con los médicos.

—¿Y te han atendido? Yo suponía que las cuestiones sobre la salud de Tanayama eran secreto de Estado.

—No para mí, dadas las circunstancias, Crile. Me dirigí al equipo médico que asiste aquí al Viejo, y les expuse mi deseo de construir una nave capaz de transportar seres humanos a las estrellas; les dije también que quería hacerlo antes de que Tanayama muriera. Les pregunté cuánto tiempo tendría para ello.

—¿Y qué te contestaron?

—Que un año. Eso fue lo que me dijeron. Como máximo. Me exhortaron a darme prisa.

—¿Podrás hacerlo en un año?

—¿En un año? Claro que no, Crile, y me alegro. Me ilusiona la certeza de que esa persona ponzoñosa no vivirá para verlo. ¿Por qué pones esa cara, Crile? ¿Acaso te molesta que haga una observación tan cruel?

—Es una observación pueril, Tessa. Ese viejo, por muy ponzoñoso que sea, ha realizado todo esto. Él ha hecho posible la Hiper Ciudad.

—Sí; pero para sus propósitos exclusivos, no los míos. Y no los de la Tierra ni los de la Humanidad. Y tengo derecho también a mi puerilidad. Estoy segura de que el director Tanayama no se apiadó ni una sola vez de nadie a quien considerara su enemigo, ni aflojó ni una dina la presión de su pie sobre la garganta de ese enemigo. E imagino que tampoco espera piedad ni gracia de nadie. Probablemente, despreciaría a cualquiera que se la ofreciera por creerlo pusilánime.

Fisher siguió mostrándose desazonado.

—¿Cuánto durará, Tessa?

—¿Quién puede decirlo? Podría no tener término. Incluso aunque todo marchara razonablemente bien, no veo que pueda durar menos de cinco años.

—¿Y por qué? Tienes ya el vuelo superlumínico ¿no?

La Wendel se enderezó en su asiento.

—No, Crile. No seas ingenuo. Todo lo que tengo es una demostración de laboratorio. Puedo tomar un objeto ligero, una pelota de pimpón, en la cual un diminuto motor hiperatómico representa el noventa por ciento de la masa, e imprimirle un movimiento superlumínico. Ahora bien, una nave con personas a bordo, es una cosa muy diferente. Tendremos que asegurarnos. Un plazo de cinco años, para eso es un cálculo optimista. Ten presente que con anterioridad a los días de las computadoras modernas y el tipo de simulaciones que ellas hacen posible, cinco años sería un sueño irrealizable. Podrían haber sido incluso cincuenta años.

Crile Fisher meneó la cabeza y enmudeció.

Tessa Wendel lo miró pensativa, y luego dijo casi malhumorada:

—¿Pero qué te pasa? ¿A qué viene tanta prisa?

Fisher contestó aplacador:

—Estoy seguro de que estás tan interesada como el primero en solucionar esto; pero yo añoro una nave hiperespacial funcional.

—¿Tú más que cualquier otro?

—Sí, un poco más.

—¿Por qué?

—Me gustaría ir a la Estrella Vecina.

Ella lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué? ¿Te hace soñar con la posibilidad de encontrar a la esposa que abandonaste?

Fisher, que no había discutido nunca sobre Eugenia con Tessa Wendel, no tuvo la menor intención de caer ahora en la trampa.

—Tengo allí una hija —dijo—. Creo que puedes entenderlo, Tessa. Tú tienes un hijo.

Y así era. El chico tenía veinte y tantos años, asistía a la Universidad de Adelia y escribía de tanto en tanto a su madre.

Las facciones de la Wendel se suavizaron.

—Escucha, Crile —dijo—, no acaricies falsas esperanzas sobre esto. Puesto que ellos descubrieron la Estrella Vecina, será allí adonde se dirijan, te concedo eso. Sin embargo, con la mera hiperasistencia, el viaje les costará más de dos años. No podemos estar seguros de que Rotor sobreviva a esa travesía. Y aunque sea así, las posibilidades de encontrar un planeta conveniente alrededor de una estrella enana roja serán nulas o poco menos. De haber sobrevivido hasta ese momento, podrían haber proseguido viaje en busca de un planeta conveniente. Pero ¿hacia dónde? ¿Y cómo los encontraríamos?

—Imagino que ellos sabían que no cabía esperar un planeta aprovechable alrededor de la Estrella Vecina. Por consiguiente, ¿no se habrán preparado, sencillamente, para poner a Rotor en una órbita conveniente alrededor de la Estrella?

—Incluso en el caso de que sobrevivieran al vuelo y se trasladaran en una órbita alrededor de la Estrella, sería una vida estéril. Durante largo tiempo, no tendrían posibilidad de continuar en una forma compatible con la civilización. Necesitas prepararte para lo peor, Crile. ¿Qué pasará si conseguimos organizar la expedición a la Estrella Vecina y no encontramos nada de nada o, a lo sumo, el casco vacío de lo que quede de Rotor?

—En tal caso —respondió Fisher—, habría que resignarse. Pero sin duda existirá alguna probabilidad de que ellos sobrevivan.

—¿Y de que encuentres a tu hija? Querido Crile, ¿crees razonable fundar tus esperanzas en eso? Aunque Rotor sobreviva y también tu hija, ella tenía solo un año cuando la abandonaste, y eso fue en el 22. Si ella apareciese ante ti ahora tal como es hoy día, tendría diez años, y si fuésemos a la Estrella Vecina en el momento más favorable, tendría quince. No te conocería. Y, en definitiva, tampoco la conocerías tú.

—¡Qué más dan diez años, o quince o cincuenta! Yo la vi, Tessa, y la conocería.