Epílogo

La finalización de La mujer de tu prójimo en 1980 marcó el mejor y peor año de mi vida como escritor.

El libro se convirtió en un best seller sensacional. Obtuvo cuatro millones de dólares en anticipos antes incluso de que se vendiese el primer ejemplar en una tienda, pero el sensacionalismo que rodeó su publicación desvió la atención de los lectores del contenido para centrarla en cómo y por qué lo había escrito, y en concreto por qué engañé a mi mujer mientras recababa información acerca de la creciente tendencia hacia la infidelidad y la experimentación sexual en el Estados Unidos de hoy.

Que mi mujer me apoyase públicamente en los nueve años que pasé trabajando en el libro y que luego me acompañase en entrevistas para explicar que nuestro amor no corrió peligro mientras yo investigaba en saunas neoyorquinas y en una colonia nudista de Los Ángeles solo pareció aumentar la ira y el escarnio de que fuimos objeto mi libro y yo por parte de críticos como Jonathan Yardley, del Washington Star («ejercicio baboso»); Ken Adachi, del Toronto Star («le vendría bien una buena ducha fría»); Dale L. Walker, de El Paso Times («procaz»); Mordecai Richler, del New York («agitador»); Paul Gray, de Time («penoso»); Anatole Broyard, del New York Times («¿cómo va a hablar de sexo con sensatez?»), y John Leonard, del Times, autor de varias novelas que inició así la reseña de mi libro en Playboy: «Cuando por fin decimos adiós a Gay Talese, está desnudo y ya no es un monaguillo, sino un joven dios, a punto de afrontar las aguas de color cedro del río Great Egg Harbor en algún punto de la sorprendente New Jersey. Sin duda es hora de darse un baño».

Aunque sé que no se logra gran cosa discutiendo con los críticos una vez que sus reseñas negativas han aparecido impresas, me sentía obligado a devolverle el ataque a John Leonard. Nos habíamos encontrado previamente en reuniones sociales en Nueva York y nuestra relación nunca había sido amistosa, sobre todo después de que yo me mostrase en desacuerdo con una columna que no era fiel a la verdad que él había escrito en el Times un año antes de la publicación de mi libro en la que afirmaba que yo había escrito el texto para un anuncio de periódico a toda página que comparaba favorablemente al pornógrafo asediado Larry Flynt con los luchadores por la libertad política en la Unión Soviética.

Escribí de inmediato a John Leonard pidiéndole una rectificación. Él ignoró mi petición y más tarde, en su crítica de mi libro en Playboy, repitió la falsa información. Le envié una segunda carta airada, que volvió a ignorar, y cuando un periodista de People telefoneó para conocer mi reacción ante las críticas negativas que estaba recibiendo de Leonard y los demás escritores respondí: «Hay mucha envidia en esos escritores que no saben escribir un libro entero como es debido. Leonard es un escritor malísimo. Además, es un hombre que tuvo un lío amoroso y se fugó con la mujer de su amigo… Y aquí está, criticando La mujer de tu prójimo».

Ahora que cuento esto, más de veinticinco años después de la publicación de La mujer de tu prójimo, me gustaría no haberme puesto tan a la defensiva ante las críticas. Sin embargo, en aquellos tiempos había tanta mezquindad y rabia inherente a la publicación que no siempre pude controlar mi frustración al ver que lo que había escrito y observado realmente en el libro era ignorado o infravalorado a raíz de toda la publicidad que especulaba sobre el estado de mi matrimonio, sobre mi implicación personal con ciertas personas que aparecían en el libro y sobre las enormes sumas de dinero invertidas en el libro antes incluso de que se pusiera a la venta. Estaban los cincuenta mil dólares que la revista Esquire pagó por un fragmento antes de la publicación, el adelanto de un millón de dólares por las ediciones en rústica y extranjeras y los dos millones y medio de dólares que gastó Hollywood en adquirir los derechos para el cine.

Después de obtener y leer copias piratas del manuscrito mientras se distribuía entre los editores de revistas para que considerasen la publicación de un fragmento, varios estudios compitieron por el libro. Lo consiguió United Artists por dos millones y medio de dólares, la cantidad más alta jamás pagada por los derechos de un libro. La suma eclipsó los poco más de 2,1 millones de dólares que la sociedad Zanuck-Brown había pagado por los derechos de La isla, de Peter Benchley, y superaba con creces ventas recientes de libros para el cine como La decisión de Sophie, de William Styron (500.000 dólares), Queridísima mamá, de Christina Crawford (650.000 dólares) y La esfinge, de Robin Cook (un millón de dólares).

Aunque el jefe de la sección de libros del Denver Post, Clarus Backes, escribió que La mujer de tu prójimo «no era desde luego un libro de dos millones y medio de dólares», el portavoz de United Artists, Steven Bach, un vicepresidente que contribuyó a negociar el trato, dijo que podían hacerse hasta tres películas a partir de las historias descritas en el libro. Sugirió que una película podía abordar los capítulos que trataban del muy conservador vicepresidente de la New York Life Insurance Company y la joven vendedora, atractiva y enérgica, con la que tiene un lío amoroso; una segunda película podía inspirarse en el amor de fantasía que relaciona a una bonita actriz de Los Ángeles con un colegial de Chicago que se enamora de su fotografía; por último, una tercera película podía centrarse en los días y noches de embeleso y desesperación vividos por Hugh Hefner en su mansión Playboy.

«Creo que va a ser el libro del año», predijo Steven Bach en una entrevista a The New York Times, añadiendo: «Trata los temas más explosivos de la vida contemporánea, la sexualidad y la moralidad, y las relaciones personales se describen con una enorme agudeza». Su compañía cinematográfica contrató a una guionista ganadora de un Premio Pulitzer, Marsha Norman, para que escribiera el guión mientras trabajaba con el aclamado director William Friedkin.

Sin embargo, por desgracia, la película nunca se hizo.

Un año después de comprar y pagar La mujer de tu prójimo, los estudios se hundieron a consecuencia del estreno de una de sus películas, La puerta del cielo, que contaba con un presupuesto de 7,5 millones de dólares y acabó costando 36 millones de dólares. La película, dirigida por Michael Cimino, no sobrevivió a la noche del estreno. La mayoría de los altos ejecutivos de los estudios, entre ellos Steven Bach, fueron despedidos poco después, y en adelante el guión acabado de La mujer de tu prójimo se cubriría de polvo en los archivos de la compañía cinematográfica cerrada.

El libro en sí se vendió bien a lo largo de 1980. Fue best seller durante tres meses y se situó en el número uno de la lista de The New York Times diez semanas seguidas; pero una vez más creo que muchos lectores compraron el libro por un mal motivo. Se habían sentido atraídos por él debido a la publicidad previa a la publicación, pero esa publicidad tenía poco que ver con lo que había escrito entre las cubiertas. Y así, las personas que esperaban un libro escandaloso u «obsceno» sin duda se sintieron decepcionadas por el tono literario y comedido de La mujer de tu prójimo y su prolongada descripción de personas y lugares que, en mi opinión, representaban el importante cambio de valores morales que se produjo en Estados Unidos entre mis años universitarios, a principios de la década de 1950, y el momento en que empecé a investigar para este libro a comienzos de los años setenta. Una de las pocas críticas positivas que recibió La mujer de tu prójimo en 1980 apareció en The New York Times Book Review bajo la autoría de Robert Coles, el autor y profesor de psiquiatría y humanidades médicas de la Facultad de Medicina de Harvard, que escribió:

Gay Talese, el periodista conocido por su habilidad para afrontar proyectos que otros considerarían sobrecogedoramente difíciles, si no imposibles (por ejemplo, los entresijos de la Mafia), nos ofrece un informe (el resultado de nueve años de trabajo) sobre lo mucho que algunos de nosotros nos hemos desviado por propia voluntad y con mucho gusto no solo de la moralidad del siglo XIX, sino de la clase de moralidad que la mayor parte del siglo XX ha dado por sentada. Su método de investigación es el de «participante-observación»; en realidad, dudo que ninguno de los denominados «trabajadores de campo» pueda afirmar haber superado al señor Talese en cuanto a implicación personal. Habló con hombres y mujeres que han abrazado una sexualidad desinhibida o poco convencional, pero también se convirtió en una parte clara de un mundo que intentaba comprender. Es decir, no solo trabajó en saunas de Manhattan, sino que se convirtió en beneficiario de sus favores. Se incorporó, al parecer brevemente, a una colonia nudista. No dejó de obtener al menos cierto placer de las actividades («sexo comunitario») que tuvieron lugar en Sandstone, cerca de Los Ángeles.

No obstante, esta larga narración decepcionará probablemente a quienes tienen intereses procaces. No es la confesión de un exhibicionista ni la aportación de un periodista a la pornografía. Este libro hará al señor Talese mucho más rico de lo que ya es, pero sospecho que un número considerable de sus lectores le encontrarán sorprendentemente comedido. Tiene un interés serio por observar a los demás seres humanos, por escucharles y por presentar con sinceridad lo que ha visto y oído. Escribe una prosa limpia y sin pretensiones. Mediante una frase aquí y una oración allá, posee el don de establecer importantes vínculos narrativos e históricos. Lo cierto es que se nos ofrecen diversas historias bien contadas con un mensaje social acumulativo: la sexualidad en Estados Unidos se ha transformado drásticamente en las dos últimas décadas.

En 1981 la edición en rústica de La mujer de tu prójimo se vendió bastante bien, pero luego este y otros libros acerca de la revolución sexual cayeron en desgracia cuando los lectores se concentraron en los informes médicos que anunciaban a bombo y platillo la difusión en todo el país del herpes genital y el sida, enfermedades de los años ochenta que muchas personas atribuyeron a la permisividad sexual introducida en los años sesenta. Esta opinión era compartida no solo por individuos partidarios de controlar de forma más estricta la expresión y el comportamiento liberal, sino también por defensores de la libertad tan amplios de miras como la ensayista y académica Camille Paglia, que en los años sesenta era una activista estudiantil pero que luego escribió en uno de sus libros (Sexo, arte y cultura americana):

Los años sesenta intentaron un retorno a la naturaleza que acabó en desastre. El baño de suave nudismo y el deslizamiento juguetón por el barro en Woodstock fueron un fugaz sueño rousseauniano. Mi generación, inspirada en el titanismo dionisíaco del rock, hizo el intento más radical desde la Revolución francesa. Preguntábamos: ¿por qué tengo que obedecer esta ley? ¿Por qué no voy a actuar siguiendo cada impulso sexual? El resultado fue un descenso a la barbarie. Descubrimos dolorosamente que, de hecho, una sociedad justa no puede funcionar si cada cual hace lo que le conviene. Y de la promiscuidad pagana de los años sesenta surgió el sida. Todos los miembros de mi generación que preconizaban el amor libre son responsables del sida. La revolución de los años sesenta en Estados Unidos se derrumbó debido a sus propios excesos.

Pero ¿de verdad se derrumbó? Como todo el mundo, en los últimos años he leído numerosos artículos periodísticos basados en sondeos que indicaban que, por culpa del sida, los bares de encuentros ya no prometían sexo, las parejas casadas eran ahora menos proclives al adulterio y las novelas eróticas tenían menos éxito comercial. El nuevo puritanismo impregnaba la conciencia del país. En 1984 la revista Time publicó un artículo de portada con el titular: «El sexo en los años ochenta. Se acabó la revolución»; en 1986 se dio a conocer el informe de la comisión de pornografía del fiscal general del Estado Edwin Meese, que aludía a la llegada de una nueva militancia moral en todo el país, la recuperación de valores tradicionales y los enérgicos esfuerzos de ciudadanos y policías para frenar la distribución y venta de literatura pornográfica y revistas de chicas desnudas.

Aunque los propietarios de Wal-Mart se niegan a vender Playboy y otras revistas masculinas en sus tiendas, y las portadas de la propia Playboy se han moderado (las modelos no aparecen desnudas del todo) y la revista viene envuelta en celofán con la esperanza de disuadir a los menores de edad que pretendan echarle una ojeada, también es verdad que la cadena de televisión por cable de Playboy se ha vuelto claramente pornográfica en los últimos años (con parejas copulando, penes erectos, penetración sexual, felación, cunnilingus, etc.).

Además, está el uso floreciente de internet, y creo que ahora hay pocas restricciones controlables para la ciudadanía de un país que el escritor John Updike consideró «el paraíso de la carne». En internet se ofrecen día y noche masajistas, clubes de intercambio de parejas y, por supuesto, hombres y mujeres heterosexuales, homosexuales o bisexuales que están solos y buscan relaciones a largo o corto plazo. El 19 de mayo de 2008 leí en The New York Times un artículo sobre el noveno baile anual de pureza que se celebró en Colorado Springs en apoyo de la abstinencia sexual de las chicas hasta su boda. Meses después vi la retransmisión de la Convención Nacional Republicana en Saint Paul, Minnesota, donde el público acogía con gritos de ánimo a la hija de diecisiete años, embarazada y soltera, de la candidata del Partido Republicano a la vicepresidencia, Sarah Palin.

«Los estadounidenses siempre han querido las dos cosas —escribía Richard Stengel, de la revista Time, en 1986—. Desde los primeros asentamientos provisionales en el Nuevo Mundo, ha existido tensión entre la búsqueda de la libertad individual y la del puritanismo, entre la vía abierta del individualismo de Benjamin Franklin y el gran despertar del fervor moral de Jonathan Edwards. El humor de la época va de un polo a otro, y junto con él la función del Estado. El gobierno interfiere; el gobierno se repliega; el Estado se entromete en la moralidad, luego se lava las manos y se retira. La edad dorada dio paso a las fuertes incursiones gubernamentales de la época de la Reforma. Los locos años veinte dieron pie a la estricta Oficina Hays de los años treinta. Los severos años cincuenta abrieron las puertas a los disolutos años sesenta. Hace poco la reacción a la revolución sexual impulsó una intensa campaña para reafirmar los valores familiares que contribuyó a llevar a Ronald Reagan a la presidencia.»

Y, cabría añadir, ¡una ausencia de valores familiares en los años noventa estuvo a punto de llevar a Bill Clinton fuera de la presidencia!

De todas formas, aunque podría darse por supuesto que el caso del presidente Clinton, que estuvo a punto de ser destituido a causa de sus coqueteos con una becaria de la Casa Blanca, tendría que haber disuadido a otros políticos de entregarse a una conducta sexual poco edificante, no hay más remedio que reconocer que eso no ha sucedido, y ello se pone claramente de manifiesto en noticias tan recientes como las que se detallan a continuación:

• El reconocimiento de su infidelidad por parte de John Edwards, aspirante demócrata a la presidencia y antiguo senador por Carolina del Norte, que tuvo una relación amorosa extraconyugal con una trabajadora de su campaña política.

• La dimisión en 2008 de su cargo de gobernador de Nueva York de Eliot Spitzer. Spitzer se autoproclamaba defensor de los valores familiares y ferviente luchador contra la inmoralidad hasta que fue revelada su condición de cliente habitual de un servicio de prostitutas que se anunciaba en internet.

• La confesión de David A. Paterson, sucesor político de Spitzer, el cual dio a conocer a la prensa de forma voluntaria que varios años atrás le había sido infiel a su esposa; ella, por su parte, tal como reconoció en una entrevista separada, también le había sido infiel a él.

• En 2008 el novio gay del antiguo gobernador de New Jersey Jim McGreevey divulgó a la prensa que él y el gobernador (que dimitió en 2004) participaron en tríos con la esposa de este (ahora separada). Aunque ella lo negó, el ex gobernador no lo hizo.

• En 2007 el senador Larry Craig (republicano, Idaho) —un hombre casado desde hacía mucho tiempo y gran defensor de los valores familiares— fue acusado por ocho gays de tener encuentros sexuales con ellos. Él lo negó categóricamente poco después de ser detenido por conducta lasciva en el servicio de caballeros del aeropuerto internacional de Minneapolis-Saint Paul. En 1989, cuando parecía que el congresista demócrata por Massachusetts, Barney Frank, podía ser expulsado de su cargo o sometido a una moción de censura debido a sus tratos con un prostituto, el senador Craig había sido uno de los que reclamó la destitución de Frank. Este último sobrevivió al escándalo y sigue siendo una voz fuerte en el Congreso.

Hace más de un cuarto de siglo, cuando estaba terminando La mujer de tu prójimo, escribí en el último capítulo: «… a pesar de los cambios sociales y científicos vinculados a la revolución sexual —la píldora, la reforma del aborto y las restricciones contra la censura— había millones de estadounidenses cuyo libro favorito seguía siendo la Biblia, en cuyos matrimonios no se daba el adulterio, cuyas hijas universitarias seguían siendo vírgenes […] y aunque la tasa nacional de divorcios era más alta que nunca, también lo era la tasa de segundas nupcias».

Hoy día, creo que esto sigue siendo fundamentalmente cierto. Y, no obstante, también creo que lo que Richard Stengel escribió en la revista Time en 1986 es verdad: «Los estadounidenses siempre han querido las dos cosas». Y así lo que sugiero, en esencia, es que, a diferencia de la opinión difundida por los sondeos, dudo que el Estados Unidos del siglo XXI —con el debido respeto por la inquietud y el miedo por el sida— se someta a un nuevo puritanismo que refrene las tentaciones y prerrogativas que parecían tan escandalosas cuando se hicieron públicas en los años sesenta y setenta. Creo que es más cierto que lo que se definía como novela en aquellos tiempos se ha integrado tanto en la corriente dominante que solo resulta «nuevo» para los redactores de informativos que ocupan su puesto desde hace poco, o que están tan guiados por las presiones diarias de su profesión que se ven empujados a señalar como «tendencias» aspectos del comportamiento personal que llevan mucho tiempo siendo la práctica de las personas en privado.

Y así, en un sentido, La mujer de tu prójimo trata de la revolución sexual de los años sesenta y setenta. Trata de los hombres y mujeres que personificaron esa revolución. Es específico de ciertas personas y ciertos lugares. Sin embargo, en otro sentido, la información es intemporal y podría corresponder a cualquier lugar. Porque ¿qué se puede contar de las tentaciones y tempestades entre hombres y mujeres que no se haya contado antes, y vivido antes, en siglos que se remontan a las edades oscuras y a la compañía en cuevas? Desde que hombres y mujeres se mezclaron por primera vez, ha habido un conflicto continuo entre los sexos, una eterna relación amor-odio que precede a la de Babel por las lenguas; y es que hombres y mujeres siempre han hablado y comprendido idiomas separados. Estos idiomas están más allá de la traducción y la interpretación, tanto si se hablan en un bufete antes ocupado por el juez del Tribunal Supremo Clarence Thomas y su ex colega y acusadora, Anita Hill, como si se hablan en un jardín ocupado por Adán y Eva.

Y así, no hay nada nuevo en La mujer de tu prójimo.

Ni hay nada viejo.

GAY TALESE

2009