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Él se deslizó de la cama dándole la espalda, desnudo y blanco y delgado, y fue hasta la ventana, acuclillándose un poco, descorriendo las cortinas y mirando un instante afuera. La espalda era blanca y delicada, las pequeñas nalgas preciosas con una virilidad exquisita y delicada, la nuca por detrás rojiza y delicada y, sin embargo, fuerte […]

Le daba vergüenza volverse hacia ella por su excitada desnudez. Cogió la camisa del suelo y se cubrió con ella, acercándosele.

—¡No! —dijo ella todavía con sus brazos ligeros extendidos desde los pechos colgantes—. ¡Déjame que te vea!

Dejó caer la camisa y se quedó de pie, inmóvil, mirando hacia ella. Un destello de sol que entraba por la ventana baja encendía sus muslos y su vientre tenue, y el falo erecto que se erguía oscuro y como caliente desde la pequeña nube de vívido vello rojo y oro. Se quedó desconcertada y asustada.

—¡Qué extraño! —dijo lentamente—. ¡Qué extraña su manera de levantarse! ¡Tan grande! ¡Tan oscuro y con tanta seguridad! ¿Es así como es?

El hombre se miró por delante el ligero cuerpo blanco y soltó una carcajada. El pelo era oscuro, casi negro, entre los pechos delgados. Pero en la base del vientre, donde el falo se erguía enarcado y grueso, era oro y rojo, vívido como una pequeña nube.

—¡Tan orgulloso! —murmuró ella inquieta—. ¡Y tan señorial! ¡Ahora sé por qué los hombres son tan despóticos! ¡Pero es realmente delicioso! ¡Como otro ser! ¡Un poco aterrador! ¡Pero delicioso realmente! ¡Y viene a mí! —Excitada y asustada se mordió el labio inferior con los dientes.

El hombre se contempló, callado, el falo tenso, inalterable.

—¡Sí! —dijo por fin—. ¡Sí, muchacho! Ahí estás bastante bien. ¡Sí, levanta bien la cabeza! Ahí, por tu cuenta, ¿eh?, ¡y sin hacer caso de nadie! ¿Qué vas a hacer ahora de mí, John Thomas? ¿Eres mi jefe? Pues eres más insolente que yo y hablas menos. ¡John Thomas! ¿La quieres a ella? ¿Quieres a milady Jane? Esa que me está liando otra vez, ya me ha liado. Sí, y vienes tú sonriendo. ¡Pregúntale entonces! ¡Pregunta a lady Jane! Dile: Levanta los capiteles de tus puertas para que pueda entrar el rey de la gloria… Un coño, tras eso andas. Dile a lady Jane que quieres coño. ¡John Thomas, y el coño de lady Jane!

—Oh, no te burles de él —dijo Connie, gateando sobre las rodillas por la cama hasta acercársele y rodearle con los brazos por sus lomos blancos y ligeros, y atrayéndole hacia ella de modo que sus pechos colgantes y oscilantes tocaran la punta del agitado falo erecto, y recogieron la gota jugosa. Estrechó al hombre con todas sus fuerzas.

—¡Túmbate! —dijo él—. ¡Túmbate! ¡Déjame entrar!

Él ya tenía prisa.

Y después, cuando ya se habían quedado muy quietos, la mujer hubo de destapar de nuevo al hombre para contemplar el misterio del falo.

—¡Y ahora es tan diminuto, y suave como un capullito de vida! —dijo ella, cogiendo el empequeñecido pene suave en la mano—. ¡No es en todo caso amoroso!, ¡y tan a su aire, tan extraño! ¡Y tan inocente! ¡Y llega tan lejos dentro de mí! Nunca debes insultarle, sabes. Es mío también, no solo tuyo. ¡Es mío! ¡Tan amoroso e inocente! —dijo estrechando el pene suavemente en su mano…—. ¡Y qué delicia el vello que tienes ahí, tan diferente!

—¡Es el vello de John Thomas, no es mío! —dijo él.

—¡John Thomas! ¡John Thomas! —Y ella besó velozmente el pene suave que empezaba a agitarse otra vez.

—¡Ay! —dijo el hombre estirándose casi dolorosamente—. ¡Este caballero tiene su raíz en mi alma! Y hay ocasiones en que no sé qué hacer con él. Sí, tiene su propia voluntad y es difícil contentarle. Pero no me gustaría verle muerto.

—¡No me extraña que los hombres siempre le hayan tenido miedo! —dijo ella—. Parece más bien terrible.

Un temblor recorría el cuerpo del hombre, a medida que la corriente de conciencia volvía a cambiar de dirección, orientándose hacia abajo. Y era inevitable que en lentas y suaves ondulaciones el pene fuera llenándose y surgiendo, y se irguiera hasta ponerse duro, duro y altanero con su curiosa actitud encastillada. La mujer también tembló un poco al observarlo.

—¡Ahí está! ¡Tómalo, pues! ¡Es tuyo! —dijo el hombre.

Y ella se estremeció, y sus propios pensamientos fueron esfumándose. Tiernas y cortantes oleadas de un placer indecible la envolvieron al sentir que él la penetraba, y comenzó aquella curiosa conmoción al fundirse que iba desplegándose y replegándose hasta arrastrarla con el último y ciego flujo de la extremidad.

Esta escena y otros pasajes íntimos en El amante de lady Chatterley hicieron que el libro fuera calificado de «obsceno» en Estados Unidos durante treinta años; pero en 1959 un juez federal, influenciado por la nueva definición de obscenidad del Tribunal Supremo en el caso Roth de 1957, levantó la prohibición contra esta novela y aceptó públicamente que su autor, D. H. Lawrence, era un hombre de genio.

Si Lawrence hubiese vivido, habría compartido esa opinión, aunque después de terminar la novela en 1928, dos años antes de su muerte, estaba más acostumbrado a que le endilgaran los epítetos de pornógrafo irredento, vicioso del sexo y el germen de lo que un crítico inglés denominó «la producción más diabólica que jamás haya manchado la literatura de nuestro país. Las cloacas de la pornografía francesa serían inspeccionadas en vano para encontrar un paralelo similar de bestialidad».

El amante de lady Chatterley fue la décima y última novela de D. H. Lawrence; narraba la historia de la esposa frustrada de un aristócrata tiránico e impotente que había resultado herido en la Primera Guerra Mundial, y de su amorío con un guardabosques del que se queda embarazada y por quien abandona a su marido, su hogar y su clase social. Pese al tema del adulterio, Lawrence creía que había escrito un libro positivo sobre el amor físico, una obra que podría contribuir a liberar la mente puritana del «terror corporal». Estaba convencido de que siglos de ofuscación habían dejado la mente «sin evolucionar», incapaz de una «reverencia adecuada por el sexo y un terror formal de la extraña experiencia del cuerpo». Por lo tanto, en El amante de lady Chatterley, había creado una heroína sexualmente despierta que osaba quitar la hoja de parra del miembro de su amante y examinar el misterio de la masculinidad.

Si bien desde siempre ha sido prerrogativa de artistas y de pornógrafos revelar a la mujer desnuda, por lo general el falo había sido oscurecido o cubierto y jamás mostrado en estado de erección, pero la intención de Lawrence fue escribir una «novela fálica». Con frecuencia en el libro, lady Chatterley se concentra por completo en el pene de su amante, lo acaricia con los dedos y los pechos, lo toca con los labios, lo coge entre las manos y lo observa crecer; pasa la mano por debajo para acariciar los testículos y sentir su extraño y suave peso. Y mientras Lawrence describe su admiración, no hay la menor duda de que miles de lectores varones sentían su propia excitación sexual e imaginaban el placer de la fresca caricia de lady Chatterley en sus propios órganos tumescentes y experimentaban mediante la masturbación la vicaria emoción de ser sus amantes.

Ya que la escritura erótica conduce generalmente a la masturbación, fue una razón suficiente para convertir en polémica la novela de Lawrence, pero además, a través del personaje del guardabosques, Lawrence explora la sensibilidad y separación psicológica que a menudo siente el hombre respecto a su propio pene. Sin duda, parece provisto de voluntad propia, de un ego superior a su tamaño y resulta frecuentemente molesto debido a sus necesidades, apasionamientos e impredecible naturaleza. A veces, hay hombres que sienten que su pene les domina, les hace perder el control, les obliga a pedir favores de rodillas de noche a mujeres de las que de día preferirían no recordar ni el nombre. Ya sea insaciable o inseguro, exigen pruebas constantes de su potencia introduciendo en la vida de un hombre complicaciones no requeridas o frecuentes rechazos. Sensible y elástico al mismo tiempo, disponible tanto de día como de noche con un mínimo de ayuda, lleva actuando porfiada aunque no siempre hábilmente durante muchos siglos, incesantemente a la búsqueda, sensible, expandiéndose, probando, penetrando, palpitando, encogiéndose y queriendo siempre más. Sin jamás esconder su interés lascivo, es el órgano más honesto del hombre.

También es un símbolo de la imperfección masculina. Es desequilibrado, asimétrico, caído, a menudo feo. Mostrarlo en público es un «acto indecente». Es sumamente vulnerable aunque esté hecho de piedra; los museos del mundo están llenos de figuras hercúleas que exhiben penes que han sido reducidos, angostados o suprimidos por completo. Los únicos penes indemnes parecen ser los desproporcionadamente pequeños creados por escultores, en un intento quizá de no querer intimidar los pequeños órganos de sus mecenas. En el arte religioso, el pene está representado a menudo por la serpiente, una serpiente aplastada por los pies de la Virgen María. Desde el siglo XI, los curas, respetando sus votos de celibato, se han resistido con rigidez a las tentaciones del pene. La Iglesia siempre ha considerado la masturbación un pecado. Hace mucho tiempo que se recomienda la ducha helada a los feligreses solteros como medio de aplacar los primeros indicios de la pasión.

Si bien la fuerza moral de la tradición judeocristiana y la ley han tratado de purificar al pene y restringir su semilla a la santificada institución del matrimonio, el pene no es un órgano monógamo por naturaleza. No conoce ningún código moral. Fue diseñado por la naturaleza para la abundancia; deseoso de la variedad, nada, salvo la castración, puede eliminar su fascinación por la prostitución, la fornicación, el adulterio o la pornografía.

La pornografía atrae en especial a los penes de hombres que no pueden permitirse prostitutas ni amantes, o son demasiado tímidos o feos para atraer a las mujeres, o están temporalmente aislados de ellas (por ejemplo, en la cárcel o el hospital), o desean seguir siendo fieles cónyuges salvo cuando se permiten una fantasía orgásmica con una revista, o cuando durante el coito conyugal imaginan que su esposa es otra mujer. Esto se denomina «superimposición». Es la forma más común y privada de infidelidad que existe en el mundo y no depende de la pornografía para su estimulación.

Cada día el pene es testigo de visiones sexuales, en la calle, las oficinas o en las vallas publicitarias y los anuncios de la televisión: hay una mirada lasciva en aquella rubia que aprieta un tubo para sacar crema; los pezones erectos bajo la blusa de seda de una recepcionista de una agencia de viajes; la curva de las nalgas en los vaqueros ajustados que suben las escaleras mecánicas de un gran almacén; el aroma perfumado que sale de un mostrador de cosméticos: todo es almizcle elaborado con los genitales de un animal para excitar a otro.

La ciudad ofrece una versión moderna de la danza tribal de la fertilidad, un safari sexual, y numerosos hombres sienten el impulso de probar una y otra vez sus instintos de cazadores. El pene, a menudo considerado como un arma, es también una carga: la maldición viril. Ha hecho de algunos hombres inquietos roués, voyeurs, exhibicionistas, violadores. Es el elemento que les arrastra a la guerra y a menudo les envía a una muerte prematura. Sus enloquecidas seducciones pueden conducir a la ruptura matrimonial, el divorcio, la separación de los hijos y los acuerdos económicos de los divorciados. Su actuación en los círculos del poder ha provocado escándalos políticos y derrocado gobiernos. Unos pocos hombres, descontentos con él, han elegido liberarse de su presencia.

Pero al igual que el guardabosques, la mayoría de los hombres confiesan que no pueden matarlo deliberadamente. Si bien puede tipificar, en palabras de Lawrence, el «terror del cuerpo», de cualquier modo está enraizado en el alma del hombre, y sin su potencia no podría vivir. Ante su carencia, el marido de lady Chatterley pierde a su amada a manos de un hombre socialmente inferior a él.

El hecho de que lord Chatterley fuera una víctima de la guerra, paralizado mientras servía a su país en los campos de batalla de Flandes, hizo que la historia de la fuga de su esposa con un lujurioso guardabosques resultara aún más trágica y obscena para muchos ingleses; después de que Lawrence hubiera completado el borrador final de El amante de lady Chatterley en 1928, tanto su editor como su agente se negaron a vincularse con esa obra.

Cuando la rechazaron otros editores, Lawrence llevó el manuscrito a Florencia, donde, con la ayuda de impresores italianos que no entendían una palabra de inglés, pero que reaccionaron sin estupor ante la traducción oral de Lawrence de las escenas eróticas —«Pero si nosotros lo hacemos a diario», comentó un impresor—, produjo una edición limitada de tapa dura de mil ejemplares. Cada ejemplar, impreso en un cremoso papel italiano fabricado a mano y elegantemente encuadernado, llevaba su autógrafo y costaba diez dólares. Entonces los libros entraron clandestinamente en Inglaterra y se distribuyeron entre sus amigos y los numerosos lectores que, curiosos por la obra que los críticos llamaban en aquel momento «un abismo de inmundicia» y el «libro más asqueroso de la literatura inglesa», quizá estaban más ansiosos que nunca por leerlo.

La primera edición se agotó rápidamente y se hizo una segunda. Pronto el libro fue casi imposible de hallar en Inglaterra porque los agentes de Scotland Yard empezaron a allanar las casas de los amigos de Lawrence en busca de ejemplares que confiscar. En Estados Unidos también fueron alertados los censores mientras los funcionarios de aduanas de Nueva York interceptaban varios cargamentos y, según Lawrence, se encargaron de revender el libro en el mercado negro. Los editores clandestinos hicieron ediciones pirata en facsímil de la edición italiana y las vendían por miles de ejemplares. Algunos de esos libros estaban pobremente encuadernados y eran ediciones mal copiadas fotográficamente; otros eran volúmenes caros diseñados para que parecieran biblias o libros de cánticos religiosos.

Aunque a Lawrence le irritaban tanto las ediciones pirata como los censores, ya que ambos le privaban de sus derechos de autor, la gran mayoría de sus admiradores se sentían agradecidos a los piratas por brindarles lo que no podían hacer los editores florentinos de Lawrence con tanta eficacia. Si bien en el submundo literario los distribuidores como Samuel Roth amasaban grandes beneficios, por lo general esas personas terminaban pagando caro por vender lo que había escrito D. H. Lawrence. Durante los años treinta, Roth fue encarcelado en dos ocasiones por comerciar con esta novela. Este hecho y otros más que Roth realizó en el campo de la literatura ilegal contribuyeron a la pena de cinco años a la que fue condenado el editor en 1956 y que aún cumplía cuando El amante de lady Chatterley fue declarado legal en Estados Unidos durante el verano de 1959.

La liberación de Lady Chatterley se logró después de que la Dirección General de Correos de Estados Unidos fuera demandada por un joven radical y algo romántico llamado Barney Rosset, un conocido de Roth que tenía una editorial de vanguardia llamada Grove Press en Greenwich Village. Si Rosset hubiera nacido una década antes, lo más probable es que hubiese sido compañero de cárcel de Roth, ya que compartía la pasión de este por la independencia y su aborrecimiento por la censura. Pero Rosset tuvo la buena suerte de publicar numerosos libros eróticos en un momento en que el país se estaba volviendo más permisivo sexualmente en lo relacionado a la literatura y la vida. El éxito comercial de Rosset se vio fortalecido aún más por el hecho de que, a diferencia de Roth, había nacido rico, de modo que contaba con los recursos necesarios para defender formidablemente ante los tribunales de justicia obras como El amante de lady Chatterley, Trópico de Cáncer, de Henry Miller, y otras novelas y películas sensuales que Grove Press distribuyó desde finales de la década de 1950 hasta bien entrada la de 1960.

La principal fuente de riqueza de Rosset era su padre, un ambicioso banquero y hombre de negocios de Chicago que, hijo de un desventurado patriarca judío ruso fabricante de corchos para botellas de champán, celebró su prominencia y patriotismo durante la Segunda Guerra Mundial donando su yate a la Armada del país. La madre de Rosset, que se casó con el banquero en 1921 después de haber ganado un concurso de belleza, era hija de un exiliado irlandés y militante católico de Galway, que trabajaba como contratista de la red de alcantarillado en Michigan, hablaba gaélico y sentía tal desprecio por los ingleses que no permitía que en su casa hubiese algo de color rojo porque lo relacionaba con los soldados británicos. Barney Rosset, hijo único del matrimonio, también era consciente de los comentarios antisemitas que su madre pronunciaba en privado acerca de los vecinos judíos en Chicago, y a veces se preguntaba si, por lo menos en parte, el rechazo que sentía su madre hacia los judíos no estaría también dirigido a él.

De adolescente fue sensible, hiperactivo y rebelde. En la escuela privada a la que asistía, editó un periódico llamado Anti-Everything, y en una ocasión se sumó a un grupo que protestaba fuera de un teatro porque se exhibía Lo que el viento se llevó, una obra considerada insultante para los negros. Aunque era bajito y llevaba gafas de gruesos cristales, se convirtió en una estrella del equipo de fútbol americano de su escuela y salía con quien era posiblemente la chica más bonita de su curso. También era el presidente de su grupo, el primero que condujo un coche, un Packard beige último modelo, y el primero en comprar un ejemplar ilegal de Trópico de Cáncer.

En 1940, en el Swarthmore College, escribió una tesina en su primer curso de inglés sobre Henry Miller, pero obtuvo una baja calificación. Al año siguiente, preocupado por la influencia cuáquera que había en esa universidad, se inscribió en la Universidad de Chicago. Tres meses después, aún insatisfecho, fue a Los Ángeles y asistió a la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles). Al cabo de un año, en octubre de 1942, se alistó en el ejército. Con el tiempo, ascendió a teniente en el Cuerpo de Señales, fue enviado en misiones fotográficas a China, donde a veces sus compañeros debían contenerle para que no se aventurase fuera del perímetro oficial.

Después de la guerra, Rosset volvió a su casa, se licenció en filosofía por la Universidad de Chicago, fue copropietario de un pequeño avión con el que sobrevolaba los rascacielos de Chicago y tuvo una aventura con una rica heredera rubia que quería ser pintora. En un tiempo en que se consideraba un gran escándalo, la pareja vivió unida sin casarse y abiertamente, primero en Nueva York y luego en Francia; sin embargo, cuando se casaron en Provenza en 1949, el romance estaba prácticamente acabado.

A su regreso a Nueva York, ella dejó poco a poco a Rosset por un combativo pintor expresionista abstracto judío. Rosset pronto conoció a una joven empleada de la librería Brentano’s cuyo padre había sido agente secreto alemán en la Segunda Guerra Mundial. Al poco tiempo, se casó con ella. Rosset tenía treinta años cuando contrajo de nuevo matrimonio en 1953, un año después de la adquisición de Grove Press y de la publicación de escritores de talento que aún eran poco comerciales, anticonvencionales o escandalosos para los grandes editores estadounidenses, pero que atraían el gusto ecléctico de Rosset y su afán de correr riesgos.

Entre los escritores que firmaron contrato con Rosset estaban Jean Genet, Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Alain Robbe-Grillet, Simone de Beauvoir y otros autores europeos y exiliados que vivían en París, en aquel entonces la capital de la cultura occidental. Rosset pasó largas temporadas en esa ciudad no solo negociando con agentes y editores franceses los derechos de novelas y obras que admiraba, sino relacionándose con numerosos jóvenes estadounidenses que editaban revistas literarias en París, o escribían allí sus primeras novelas, o simplemente vivían la vida bohemia de los cafés en la Rive Gauche y descubrían por sí mismos lo que Hemingway había llamado «París era una fiesta». En aquel París había una libertad artística y social propia de su tiempo y lugar. Gracias a la presencia de un audaz editor llamado Maurice Girodias, los estadounidenses de París podían comprar libros en inglés que aún se consideraban demasiado escandalosos o realistas para ser vendidos legalmente en Estados Unidos.

Al igual que Rosset, Maurice Girodias era hijo de padre judío y madre católica y, poco después de haberse conocido en París, entre ellos surgió una amistad y una admiración profesional mutua. La firma de Girodias, Olympia Press, fundada en 1953, fue la primera en publicar en inglés Lolita, de Nabokov; El hombre de mazapán, de J. P. Donleavy; Historia de O, de Pauline Réage; El almuerzo desnudo, de William Burroughs, y Candy, de Terry Southern y Mason Hoffenberg. Como Rosset, Girodias era impulsivo y osado, estaba influenciado por lo que él llamaba la «anarquía individualista» y era enemigo de l’esprit bourgeois en todas sus manifestaciones. Si bien una parte de lo que publicaba en París era convencional —libros de ensayo político, clásicos rusos en francés, incluso una revista dedicada al arte de tejer—, su nombre estaba inextricablemente vinculado al libertinaje, y entre sus contribuciones más carnales al mundo de las letras había novelas con títulos como Con la boca abierta, La carroza de la carne y Muslos blancos.

Esta última novela, escrita bajo el seudónimo de Frances Lengel, en realidad era obra de un talentoso escritor italo-escocés llamado Alexander Trocchi, el director de la revista literaria trimestral Merlin, de París. Girodias también publicó una obra de suspense titulada Lust, del poeta inglés Christopher Logue, con el nombre sugerido por Girodias, de Conde Palmiro Vicarion. Girodias atribuyó la autoría de Candy a Maxwell Kenton porque su coautor estadounidense pensó que si su nombre se relacionaba con esa historia escandalosa de una joven carente de inhibiciones oriunda de Wisconsin, podría reducir sus posibilidades de vender a un editor estadounidense los derechos de un libro infantil que acababa de presentar.

Otros escritores que por diversas razones querían ocultar su identidad escribían para Girodias con nombres como Marcus van Heller, Miles Underwood y Carmencita de las Lunas. Cuando a Girodias le faltaba dinero en efectivo, lo que le sucedía a menudo debido a su caótica dirección comercial, enviaba por correo a su numerosa clientela en Francia y el extranjero resúmenes publicitarios que describían seductoramente una nueva novela erótica, y pedía a todos que la compraran. Después de haber recibido una cantidad suficiente de pedidos, contrataba a un escritor para que creara una novela que más o menos tuviera el argumento que él mismo había inventado.

«Era una gran diversión —recordaba años después en sus memorias sobre su escandalosa carrera editorial en el París de la posguerra—. El mundo anglosajón estaba siendo atacado, invadido, burlado y conquistado por un ejército erótico. Los directores dickensianos de escuelas de Inglaterra se sentían convulsionados por una furia inútil, los pelos de los jueces se ponían de punta bajo sus pelucas, los precios del mercado negro de Nueva York y Londres para nuestros libros eróticos alcanzaban cotas increíbles.»

Como general de ese «ejército erótico» de París, Maurice Girodias, aunque adoptó el apellido de su madre católica, siguió el camino iniciado hacía años por su padre, Jack Kahane, un judío inglés que hasta su muerte en 1939 había sido escritor expatriado y editor en París de libros en inglés a menudo considerados obscenos.

Jack Kahane había nacido en Manchester. Cuando era un joven soldado británico en la Primera Guerra Mundial, sufrió una afección pulmonar a causa de los gases alemanes lanzados durante la batalla de Ypres. Pero su desprecio por los alemanes después de la guerra era equiparable a su desencanto de Inglaterra, su conformismo y sus costumbres victorianas. Mucho antes de que el gobierno hubiera institucionalizado las diatribas con D. H. Lawrence, Kahane había abandonado el país y regresado con su vivaz esposa francesa al continente, donde finalmente, fundó la Obelisk Press en París, se hizo amigo de Henry Miller y fue el primer editor de Trópico de Cáncer.

Además de sus propias novelas escandalosas, Kahane publicó obras de Cyril Connolly y Anaïs Nin; Mi vida y mis amores, de Frank Harris; la poesía de James Joyce, fragmentos de Finnegans Wake y la primera novela de Lawrence Durrell, El libro negro. Pero poco tiempo después de haber completado sus Memoirs of a Booklegger en 1939, Kahane murió legando a su hijo de veinte años, Maurice, además de varias facturas impagadas, el desafío de continuar con Obelisk Press.

Durante un tiempo el negocio sobrevivió en parte por la presencia en París de soldados estadounidenses que compraban gran cantidad de obras de Henry Miller y de Fanny Hill: memorias de una cortesana. Pero Maurice Girodias se creó enemigos políticos en París después de haber publicado una denuncia escrita por un personaje de la Resistencia acusando de complicidad a funcionarios públicos y empresarios. Si bien Girodias fue declarado inocente del libelo por un tribunal francés, a partir de entonces se sintió más desprotegido y vulnerable como editor. Al poco tiempo, empezó a recibir visitas de inspectores que le interrogaban sobre libros obscenos.

Primero fue interrogado sobre las obras de Henry Miller, que durante años no habían tenido ningún problema; luego Lolita de Nabokov fue declarada obscena muchos meses después de haber sido publicada. Después hubo objeciones a Nuestra señora de las flores de Jean Genet y a la historia victoriana Under the Hill, escrita e ilustrada por Aubrey Beardsley.

De repente, a Girodias le pareció que la tradición liberal de Francia, el legado de una revolución cruenta, estaba siendo subvertida por fuerzas reaccionarias enquistadas en el gobierno. Su opinión era compartida por varios observadores políticos y corresponsales que entonces residían en Francia; uno de ellos, David Schoenbrun, creía que las frustraciones militares que el país había sufrido en Indochina y Argelia habían convencido a muchos patriotas orgullosos de que Francia carecía de disciplina, que el exceso de libertad había agotado los recursos de la nación, y que lo que se necesitaba era la restauración del orden, la obediencia y la antigua moral.

Así como el ataque a la pornografía a menudo señala la implantación de un régimen de derechas y antiliberal —a principios de la década de 1930, uno de los primeros actos de Hitler fue prohibir los campamentos de nudistas y la guía sexual Matrimonio ideal—, la persecución sufrida por Girodias a finales de la década de 1950 presagió el advenimiento al poder del general De Gaulle y de su severa y religiosa esposa. Bajo el gobierno de De Gaulle, la Iglesia católica y los militares disfrutaron de creciente prestigio e influencia. Muy pronto, Maurice Girodias cayó víctima de lo que él llamó «las virtudes mojigatas» del extremismo burgués. En aquel tiempo escribió sobre Francia: «Toda la diversión y la alegría se han ido de Francia; la guerra argelina expulsó de París las últimas colonias de jóvenes artistas y vagabundos; en esta ciudad de aspecto higiénico, blanqueada por orden del gobierno, el espíritu ha muerto, la fiesta laica ha terminado».

Girodias cerró el despacho parisiense de Olympia Press y pasó largo tiempo en Estados Unidos, donde la nueva definición de «obscenidad» que Roth había provocado con su caso daba un leve parecido de la Rive Gauche literaria al Greenwich Village de Nueva York, al North Beach de San Francisco, al Venice de Los Ángeles y al Near North Side de Chicago. Florecían las cafeterías en las principales ciudades; los escritores beatniks y los poetas prosperaban, las ediciones de bolsillo de obras de Genet y Beckett se vendían bien en las librerías universitarias, y Lolita, aún prohibida en Francia, era considerada legal en Estados Unidos y fue publicada en 1958 por G. P. Putnam’s, un año antes de que la Grove Press de Barney Rosset publicara El amante de lady Chatterley.

Mientras los franceses seguían a su viejo héroe, los estadounidenses se sentían cada vez más cansados de su propio general avejentado; ridiculizaban las pomposas declaraciones de Eisenhower a la prensa y, por último, se sintieron ofendidos y avergonzados cuando, después de haber rechazado las acusaciones rusas de 1960 de que aviones estadounidenses patrullaban el territorio soviético, su mentira quedase al descubierto con la confesión del piloto del U-2 estadounidense que acababa de ser derribado y capturado por los rusos.

Este fue uno de los numerosos incidentes que contribuyeron a aumentar las dudas ciudadanas sobre la integridad y supremacía del liderazgo estadounidense. También sirvió para simbolizar el alejamiento de la generación más joven de la política y de las prácticas del pasado. Mientras el piloto del U-2 violaba la tradición militar al confesar ante el enemigo —un acto impensable en los tiempos de militar en activo de Eisenhower—, las actitudes de los jóvenes estadounidenses ignoraban los códigos y las inhibiciones que habían influenciado a sus padres, y de ese modo contribuían a la fundación de una nueva sociedad que sería menos secreta, menos conformista, una sociedad que muy pronto exigiría libertad de expresión en las universidades, denunciaría el racismo, quemaría las cartillas de reclutamiento durante la guerra de Vietnam. Aunque la mayoría de estos y otros actos de desafío serían asociados históricamente con la época de mediados y finales de la década de 1960, los primeros indicios se advirtieron años antes, cuando Eisenhower aún era presidente; y los primeros signos de esta corriente cismática fueron sexuales.

En 1959 un cineasta llamado Russ Meyer, en un tiempo fotógrafo de revistas para hombres, produjo una película llamada The Immoral Mr. Teas, que mostraba los pechos y las nalgas desnudos de atractivas muchachas de Hollywood. Aprovechando la recientemente liberalizada ley sobre la obscenidad, Meyer pudo exhibir su película en varias salas de arte y ensayo de todo el país, llegando a un público mucho más numeroso que el habitual grupo de hombres solitarios. Con una inversión de solo 24.000 dólares, la película de Meyer logró un beneficio de un millón de dólares. Esto inspiró rápidamente decenas de películas en la misma línea que mostraban desnudos y lanzó un mercado multimillonario de películas «porno» en todo Estados Unidos.

Aunque el espectáculo de Lenny Bruce en los clubes nocturnos continuaba siendo acosado por la policía, las acusaciones de obscenidad en su contra a menudo eran anuladas en apelación, lo que le permitió continuar (hasta su muerte en 1966 por abuso de drogas) sus arengas contra la hipocresía estadounidense, su defensa de la pornografía como libertad de expresión y sus sardónicas especulaciones sobre la sexualidad de censores y clérigos.

Si bien las fotos de desnudos de mujeres hasta ese momento habían aparecido casi exclusivamente en revistas para hombres, en 1960 Harper’s Bazaar publicó una foto de Richard Avedon de una rubia con los pechos desnudos, Christina Paolozzi, perteneciente a la clase alta, lo que provocó que la expulsaran de inmediato de la guía social, pero que la convirtió en una celebridad pública y promocionó a Bazaar como punta de lanza en el mundo de la moda.

A lo largo y ancho del país, el ciudadano normal de clase media se estaba volviendo menos mojigato con relación al desnudo en películas y revistas y aceptaba cada vez más los minúsculos biquinis en las playas. Un factor que influyó en este cambio de actitud fue sin duda la revista Playboy, la cual, en su séptimo año, promovía una mayor libertad e impulsaba la moda del biquini. En aquel entonces se vendía abierta y prodigiosamente no solo en los quioscos urbanos, sino también en las tiendas de pequeñas poblaciones. Asimismo, la revista atraía los anuncios publicitarios nacionales porque se había hecho con una gran parte del mercado juvenil (un 25 por ciento de los ejemplares se vendían en los campus universitarios). Muchos estadounidenses de mayor edad aún rechazaban el contenido de Playboy, pero de cualquier modo se mostraban impresionados por el éxito comercial de la publicación. Ahora los miembros de un jurado parecían menos dispuestos que antes a condenar a los responsables de revistas similares, incluso en el Chicago del alcalde Daley.

En 1959, después de que un grupo antivicio de Chicago arrestara a cincuenta y cinco vendedores independientes de revistas de chicas, un jurado compuesto por cinco mujeres y siete hombres —sin dejarse influenciar por un grupo religioso que asistía a las sesiones rezando en silencio con los rosarios en las manos— votó por la inocencia de los acusados. Después de anunciar el veredicto, el juez pareció atónito, luego saltó del estrado y tuvo que ser llevado al hospital. Había sufrido un infarto de miocardio.

En la década de 1960, la fortuna multimillonaria de Hugh Hefner le permitió adquirir por 370.000 dólares una mansión victoriana de cuarenta y ocho habitaciones cerca del exclusivo barrio de Lake Shore Drive, y gastar unos 250.000 dólares adicionales en reformas y muebles, como por ejemplo una amplia cama circular rotatoria que se transformaría en el centro de su creciente imperio. Ese mismo año, Hefner inauguró en Chicago el primer Club Playboy, que presentó a un humorista negro llamado Dick Gregory y estaba decorado con carteles de celebridades de la revista, como Janet Pilgrim y Diane Webber. Entre sus primeros clientes, apenas con veintiún años de edad y que en ese momento cambiaba de trabajo, estaba Harold Rubin.

Como para distanciarse oficialmente de la época del abuelo Dwight D. Eisenhower y reconocer el ascenso inevitable de una nueva generación, el país eligió en noviembre de 1960 como presidente al más joven de su historia, el apuesto senador de Massachusetts John F. Kennedy, de cuarenta y tres años.

Durante su breve y dramático gobierno —durante el cual se producirían el intento fracasado de invadir Cuba, una triunfal confrontación naval con los rusos, varias crisis en el Congo, Berlín y el sudeste asiático, así como revueltas en Mississippi y Alabama—, y pese a todo, encontró tiempo para fundar el Cuerpo de Paz, promocionar el cuidado físico y la conciencia corporal a escala nacional, salir a navegar en Newport, aparecer en una playa de California con traje de baño y rodeado de admiradoras y embellecer la Casa Blanca con un brillo y una elegancia que resultaron inolvidables para aquellos afortunados que pudieron compartirla con él.

Casi todo lo que decía en sus discursos, hacía en público o leía en privado tenía una impresionante influencia en aquellos tiempos de cambio. Su pública admiración por las novelas de espías de Ian Fleming contribuyó a que la venta de esos libros aumentara vertiginosamente; hizo distinguido el fumar puros; hasta su mecedora especial, prescrita para sus problemas de espalda, se convirtió en un diseño famoso que rápidamente imitaron los fabricantes de muebles.

Sin duda alguna, su popularidad personal se veía fortalecida por su elegante y joven esposa Jacqueline, que se convirtió en la mujer más fotografiada del mundo, y —entre paréntesis— en el objeto de las fantasías eróticas de numerosos lectores de revistas para hombres. Jamás en la historia de Estados Unidos tantos hombres habían deseado secretamente a la esposa de un presidente, pero por más atractiva que pareciese, ello no fue óbice para que su marido se interesara por otras mujeres. Aunque era católico, no era monógamo. Era un miembro elitista de esa religión, un feligrés adinerado que, al igual que su padre antes que él, se relacionaba con cardenales y no le afectaba la rígida filosofía que permeaba las vidas de los feligreses más pobres.

Si bien sus infidelidades no aparecían en los periódicos, los rumores eran incesantes. Varios periodistas sospechaban que entre sus amantes se incluían, entre otras, dos jóvenes actrices de Hollywood, una joven licenciada de Radcliffe que vivía en Boston, una atractiva secretaria de la Casa Blanca, la amable cuñada de un ejecutivo de una empresa de comunicaciones y una hermosa divorciada que residía en Los Ángeles. Si en los años sesenta no se hizo público el nombre de ninguna amante en particular para personalizar ese afán secreto del presidente, o para escandalizar, se debió a que él, a diferencia de sus antecesores, no deseaba tener una amante; prefería la variedad y, según un periodista que le conocía a fondo, podía hacer el amor con la misma rapidez y desapego con que nadaba en una piscina, lo que no es motivo para denigrar su afecto por las mujeres que compartían su cama, sino más bien para sugerir que, para él, el coito no representaba un acto complejo por el que debía comprometerse. Era un abandono al puro placer, un saludable ejercicio que aliviaba su tensión y le producía la deliciosa sensación de estar vivo. Tal como podría haberlo descrito D. H. Lawrence, Kennedy fue un presidente fálico.

Por más representativa de los años sesenta que fuera su sexualidad, había ayudantes y adjuntos políticos en la Casa Blanca que se sentían secretamente escandalizados, o que, después de haber estado relacionados con la presidencia de hombres de mayor edad, no estaban preparados para los juveniles impulsos lujuriosos ejemplificados por Kennedy y otros miembros de la Nueva Frontera.

Una joven agraciada, voluntaria en la campaña de 1960 que creía haberse ganado un cargo en la Casa Blanca debido a su inteligencia e idealismo, quedó desilusionada al descubrir que Kennedy y algunos de sus colaboradores lo que encontraban más deseable de ella era su cuerpo. Otra secretaria de la Casa Blanca, que también viajó con el presidente y pasó muchas horas con él cuando Jacqueline estaba de viaje, sufrió en 1963 un ataque de ansiedad porque temía que tarde o temprano la prensa descubriría la dolce vita del presidente y su participación en la misma. Más tarde, al enterarse del asesinato en Dallas, su primera reacción fue de alivio. Pensó que ahora su imagen como líder valiente y ejemplar podría conservarse sin que la manchase ninguna investigación malintencionada sobre su vida privada.

Hugh Sidey, el corresponsal en Washington de la revista Time, se había referido antes de la muerte de Kennedy al libertinaje en la Casa Blanca, pero la información de Sidey solo era un memorando confidencial con el fin de informar a sus jefes de Nueva York. En el informe, Sidey sugería que a veces la sensualidad y suntuosidad de la Administración de Kennedy recordaba al hedonismo de la antigua Roma; esto hacía que la labor informativa de Sidey fuera aún más difícil, ya que con frecuencia no podía ponerse en contacto por la noche o durante los fines de semana con portavoces del gobierno, porque todos ellos parecían tener compromisos sociales en Washington o en cualquier otra parte. Un fin de semana en que Kennedy y su equipo de colaboradores estaban en Palm Beach, añadía el informe, incluso la anciana madre del presidente formaba parte del grupo, ya que asistió a una fiesta con un acompañante del que Sidey había oído hablar como su «gigoló».

Aunque solo el personal de Time tuvo acceso a ese memorando, Hugh Sidey se quedó de una pieza cuando en la oficina del fiscal general Robert Kennedy oyó que este le decía con un tono furibundo:

—Podríamos demandarle por calumnia.

Robert Kennedy tenía una copia del informe sobre su escritorio. Cuando Sidey exigió saber cómo había llegado a manos de Kennedy, la única respuesta que obtuvo fue que alguien se lo había enviado. Sidey se encolerizó y, aunque se disculpó por la referencia impertinente a Rose Kennedy y su acompañante, dijo que no se retractaba de nada de lo que había escrito, señalando que lo que estaba ocurriendo era «repugnante»; y añadió:

—No creo que esta sea la forma de dirigir un gobierno ni la forma en que ustedes tendrían que ayudar a dirigirlo.

Si la revista Time hubiese publicado el contenido del memorando de Sidey, quizá habría recibido numerosas réplicas favorables de los lectores, en especial los residentes de ciudades más pequeñas y de pueblos alejados de la Costa Este, porque, pese a la emoción generada por Kennedy y a los bien recibidos cambios, entre los estadounidenses de clase media había un sentimiento creciente de que las cosas iban demasiado deprisa, que había demasiadas manifestaciones raciales en el Sur y que había demasiadas fiestas en Washington a las que ellos no estaban invitados. Los Kennedy inspiraban un espíritu de clan, un grupo «en la onda» de gente guapa y estrellas de Hollywood, profesores de Harvard y millonarios liberales que querían democratizarlo todo menos sus barrios bien protegidos por la policía y las playas privadas de Nueva Inglaterra y los Hamptons.

La renovada importancia de la juventud hacía que muchos estadounidenses de treinta años se sintieran viejos, en especial los jóvenes ejecutivos que, después de haberse identificado con las corporaciones y asociado sabiduría con veteranía, de repente se sentían inseguros y pasados de moda en esa era de nuevas personalidades y valores vacilantes. Los licenciados universitarios de los años cincuenta, al visitar sus universidades durante los sesenta, se quedaban atónitos ante la libertad reinante en el campus. Estudiantes solteras, algunas de ellas pioneras en tomar la píldora, vivían públicamente con jóvenes, dando por sentadas unas libertades que pocos años antes hubieran causado la expulsión a sus predecesores. Los estudiantes varones de los años sesenta parecían casi carentes de formalidad; no usaban corbata ni tenían el respeto tradicional por los mayores, y parecían poseer una tranquila seguridad en sí mismos, quizá inspirada por la certeza de que con el conocimiento de la nueva tecnología y el acelerado envejecimiento de la generación anterior podían prever unas carreras cuya principal característica sería un acceso fulminante a la cima.

Aunque los licenciados anteriores se irritaban a menudo ante esta actitud, también envidiaban a quienes formaban parte de la nueva libertad y deseaban poder ser más jóvenes para disfrutarla. Un individuo que sentía de esta manera y cuyas emociones eran las mismas que las de miles de jóvenes que estaban en la treintena —y que más tarde tendría una experiencia voluptuosa que excedería sus deseos— era un ejecutivo de seguros de Los Ángeles, normalmente cauto, llamado John Bullaro.